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Diario de Krishnamurti

                                     

PREFACIO

 

En junio de 1961, Krishnamurti comenzó a llevar un re­gistro diario de sus percepciones y estados de conciencia. Salvo por unos catorce días más o menos, prosiguió con estas anota­ciones durante siete meses. Escribió claramente, con lápiz, y virtualmente sin borraduras. Las primeras setenta y siete páginas del manuscrito pertenecen a un pequeño cuaderno de notas; desde ahí hasta el final (pág. 323 del manuscrito) utilizó un cuaderno más grande de hojas sueltas. Las anotaciones empiezan abruptamente y terminan abruptamente. Krishnamurti mismo no puede decir qué es lo que le impulsó a iniciarlas. Nunca había llevado un registro así antes ni ha vuelto a hacerlo desde entonces.

El manuscrito ha recibido la mínima cantidad de correccio­nes. Se ha corregido la ortografía de Krishnamurti; algunos signos de puntuación se han agregado en beneficio de la cla­ridad; algunas abreviaturas, como el signo «&» que él empleó invariablemente, han sido reemplazadas en su totalidad; se han añadido también algunas notas al pie de página e interpolaciones entre paréntesis angulares. Por lo demás, el manuscrito se pre­senta aquí tal como está en el original.

Se hacen necesarias unas palabras para explicar uno de los términos que se emplean en dicho manuscrito: «el proceso». En 1922, a la edad de veintiocho años, Krishnamurti pasó por una experiencia espiritual que transformó su vida; esta expe­riencia fue seguida por años de agudo y casi constante dolor en la cabeza y columna vertebral. El manuscrito demuestra que «el proceso», como él llamó a este misterioso dolor, continuaba todavía cerca de cuarenta años después, aunque en una forma mucho más benigna.

«El proceso» era un fenómeno físico que no debe confun­dirse con el estado de conciencia al que Krishnamurti alude de diversas maneras en las anotaciones como «bendición», «lo otro», «inmensidad». Jamás tomó él durante el proceso droga alguna para combatir el dolor. Nunca ha tomado alcohol ni drogas de ninguna especie. Nunca ha fumado, y por los últimos treinta años o algo así ni siquiera ha tomado té o café. A pesar de haber sido vegetariano toda la vida, siempre se ha esmerado muchísimo por asegurarse una dieta plena y bien equilibrada. De acuerdo con su modo de pensar, el ascetismo es tan des­tructivo para una vida religiosa, como la excesiva complacencia. En verdad él cuida «el cuerpo» (siempre ha establecido una diferencia entre el cuerpo y el ego) del mismo modo en que un oficial de caballería cuidarla de su caballo. Jamás ha sufrido de epilepsia ni de ninguno de los estados físicos que se dice dan origen a visiones y otros fenómenos espirituales; tampoco practica «sistema» alguno de meditación. Todo esto se declara a fin de que ningún lector pudiera imaginar que los estados de conciencia de Krishnamurti son o han sido inducidos alguna vez por drogas o por el ayuno.

En este singular registro diario tenemos lo que podría lla­marse el manantial inextinguible de donde brota la enseñanza de Krishnamurti. Toda la esencia de su enseñanza está aquí, surgiendo de su fuente natural. Tal como él mismo escribe en estas páginas: «cada vez hay algo ‘nuevo’ en esta bendición, una ‘nueva’ cualidad, un perfume ‘nuevo’ pero, no obstante, ella es inmutable»; así, la enseñanza que brota de esa fuente nunca es del todo igual aunque se repita a menudo. Del mismo modo, los árboles, las montañas, los ríos, las nubes, la luz del sol, los pájaros y flores que él describe una y otra vez son por siempre «nuevos» porque cada vez son vistos con ojos que nunca se han habituado a ellos; cada día son para él una percepción totalmente pura, nueva, y así llegan a serlo para nosotros.

El 18 de junio de 1961, día en que Krishnamurti comenzó a escribir este diario, estaba en Nueva York hospedándose con algunos amigos en el N° 87 de West Street. Había ido en vuelo a Nueva York el 14 de junio, procedente de Londres donde había pasado unas seis semanas y ofrecido doce pláticas. Antes de viajar a Londres estuvo en Roma y Florencia, y antes de eso, en los primeros tres meses del año, había estado en la India hablando en Nueva Delhi y Bombay.

 

M. L.


 

Junio 18 (1961 NUEVA YORK)

 

Al anochecer estaba ahí: súbitamente estuvo ahí llenando la sala, un gran sentido de belleza, poder y dulzura. Otros lo advirtieron.

 

19

Toda la noche estuvo ahí siempre que despertaba. La cabeza dolía mientras nos dirigíamos a tomar el avión [para volar a Los Ángeles]. ‑La purificación del cerebro es necesaria. El ce­rebro es el centro de todos los sentidos; cuanto más alertas y sen­sibles son los sentidos, tanto más agudo es el cerebro; éste es el centro de los recuerdos, del pasado: es el depósito de la expe­riencia y el conocimiento, de la tradición. Por tanto, está limi­tado, condicionado. Sus actividades son planeadas, pensadas, razonadas, pero funciona dentro de la limitación, en el espacio‑­tiempo. Así es que no puede formular ni comprender aquello que es total, lo íntegro, lo completo. Lo completo, lo total es la mente; ella está vacía, absolutamente vacía, y debido a esta vacuidad el cerebro existe en el espacio‑tiempo. Sólo cuando el cerebro se ha limpiado de su condicionamiento, de su codi­cia, su envidia, su ambición, sólo entonces puede comprender aquello que es total. Esta totalidad es amor.

 

20

En el automóvil, viajando hacia Ojai[1], eso comenzó de nue­vo, la presión y el sentimiento de inmensa vastedad. No es que uno estuviera experimentando esta vastedad; simplemente ella estaba ahí; no había un centro desde el cual tuviera lugar la experiencia. Todo, los automóviles, la gente, los carteles, se destacaba con sorprendente claridad y el color era dolorosamente intenso. Eso continuó por más de una hora, y la cabeza estaba muy mal, el dolor la abarcaba enteramente.

El cerebro puede y debe desarrollarse; su desarrollo pro­vendrá siempre de una causa, de una reacción, de la violencia a la no‑violencia, etc. El cerebro se ha desarrollado desde el estado primitivo y, por muy refinado, inteligente y técnico que sea, estará siempre dentro de los confines del espacio‑tiempo.

El anonimato es humildad; no está en el cambio de un nombre, en la ropa o en la identificación con lo que pueda ser anónimo: un ideal, un acto heroico, un país y cosas así. Ese ano­nimato es una acción del cerebro, es el anonimato consciente; hay un anonimato que surge con la lúcida percepción de lo total. Lo total, lo completo jamás está dentro del campo del cerebro o de la idea.

 

21

Al despertar alrededor de las dos, había una presión pecu­liar y el dolor era más agudo, estaba más en el centro de la cabeza. Persistió por más de una hora, y uno despertó varias veces por la intensidad de la presión. Cada vez el éxtasis se expandía más y más; este júbilo continuó. La presión comenzó súbitamente otra vez mientras uno esperaba sentado en el sillón del dentista. El cerebro se quedó muy quieto; palpitaba total­mente activo; todos los sentidos estaban alerta; los ojos veían la abeja en la ventana, la araña, los pájaros y las montañas de color violeta en la distancia. Veían todo eso pero el cerebro no lo registraba. Uno podía sentir al palpitante cerebro, algo tremendamente vivo, vibrante y, por lo tanto, no un mero registra­dor. La presión y el dolor eran intensos y el cuerpo necesitó adormecerse.

La lúcida percepción autocrítica es esencial. La imaginación y las ilusiones distorsionan la clara observación. La ilusión exis­tirá siempre que sigan existiendo el impulso a continuar el placer y a evitar el dolor. Las dos cosas engendran ilusión: la urgencia por continuar o recordar las experiencias placenteras, y el acto de evitar el dolor, el sufrimiento. A fin de borrar por completo toda ilusión, el placer y el dolor deben ser comprendidos, no controlándolos o sublimándolos, no identificándose con ellos ni negándolos.

Sólo cuando el cerebro está quieto puede existir la correcta observación. ¿Puede el cerebro estar quieto alguna vez? Puede estarlo cuando siendo altamente sensible, sin el poder de dis­torsión, se halla negativamente atento.

La presión ha continuado toda la tarde.

 

22

Al despertar en mitad de la noche, la mente estaba expe­rimentando un estado de incalculable expansión; la mente misma era ese estado. El «sentimiento» de este estado, desnudo de todo sentimentalismo, de toda emoción, era muy factual, muy real. Este estado continuó por un tiempo considerable. ‑Toda esta mañana la presión y el dolor han sido agudos.

La destrucción es esencial. No de edificios y cosas, sino de todos los ardides y defensas psicológicas, de los dioses, las creencias, la dependencia de los sacerdotes, las experiencias, los conocimientos, etc. Sin destruir todo esto no puede haber crea­ción. Es sólo en libertad que la creación surge a la vida. Otro no puede destruir esas defensas por uno; es uno mismo quien debe negarlas mediante la lúcida percepción que da el cono­cimiento propio.

La revolución social, económica, solamente puede cambiar los estados y cosas exteriores, aumentando o disminuyendo círculos, pero esa revolución estará siempre dentro del limitado campo del pensamiento. Para una revolución total, el cerebro debe desechar todo su interno, secreto mecanismo de autoridad, envidia, temor, etc.

La fuerza y belleza de una tierna hoja radica en su vulne­rabilidad a la destrucción. Como una brizna de hierba que brota a través del pavimento, ella tiene el poder que le permite enfrentarse a la muerte fortuita.

 

23

La creación nunca pertenece al individuo. Ella cesa entera­mente cuando la individualidad, con sus capacidades, dones, técnicas, etc., se vuelve dominante. La creación es el movimiento de la incognoscible esencia de lo total; nunca es la expresión de la parte.

Justo en el momento en que uno se disponía a acostarse, ahí estaba aquella plenitud de Il L.[2] Estaba no sólo en la habita­ción sino que parecía cubrir la tierra de horizonte a horizonte. Era una bendición.

La presión, con su dolor peculiar, persistió toda la mañana. Y continúa en la tarde.

Sentado en el sillón del dentista, uno miraba por la ven­tana, miraba más allá del seto, de la antena de TV, del poste de telégrafo, las purpúreas montañas. Uno miraba no sólo con los ojos sino con toda la cabeza, como si mirara desde la parte posterior de la cabeza, con todo el ser. Era una experiencia sin­gular, extraordinaria. No había un centro desde el cual tuviera lugar la observación. Eran intensos los colores y la belleza y las líneas de las montañas.

Cada distorsión del pensamiento debe ser comprendida; porque todo pensamiento es una reacción, y cualquier actividad que provenga de esto sólo puede incrementar la confusión y el conflicto.

 

24

Ayer, durante el día entero hubo presión y dolor; todo eso se está volviendo más bien difícil. Comienza en el momento que uno está solo consigo mismo. El deseo de que continúe y la decepción de que no continúe no existen. Pero eso está simple­mente ahí sea que uno lo quiera o no; está más allá de toda razón y pensamiento.

Hacer algo sin motivo, por sí mismo, parece muy difícil y casi indeseable. Los valores sociales se basan en hacer algo en función de alguna otra cosa. Esto lleva a una existencia árida, una vida que nunca es completa, total, plena. Es una de las razones que promueven el descontento que desintegra.

Estar satisfecho es feo, pero estar insatisfecho engendra odio. Ser virtuoso con el fin de ganar el cielo o la aprobación de lo respetable, de la sociedad, hace de la vida un campo estéril que ha sido arado una y otra y otra vez, pero en el que nunca se ha sembrado. Esta actividad de hacer algo en función de alguna cosa es, en esencia, una intrincada serie de escapes, escapes de uno mismo, de lo que es.

Sin experimentar la esencia, no hay belleza. La belleza está meramente en las cosas exteriores o en los íntimos pensa­mientos, sentimientos e ideas; la belleza existe más allá de este pensar y sentir. La belleza es esta esencia. Pero esta belleza no tiene opuesto.

La presión continúa y la tirantez está en la base de la cabeza, y es muy dolorosa.

 

25

Al despertar en mitad de la noche, el cuerpo se encontraba perfectamente quieto, extendido sobre su espalda, inmóvil; esta posición debe haberse mantenido por algún tiempo. Ahí estaban la presión y el dolor. El cerebro y la mente se hallaban intensa­mente silenciosos. No existía división alguna entre ellos. Había una intensidad extraña, quieta, como la de dos grandes dinamos trabajando a muy alta velocidad; era una tensión peculiar en la que no había esfuerzo. Existía, con relación a todo esto, un sentido de inmensidad y un poder sin dirección ni causa alguna y, por lo tanto, sin brutalidad, sin crueldad. Y ello prosiguió por la mañana.

Durante casi todo el año pasado, uno solía despertarse para experimentar, en estado de vigilia, lo que había sucedido mien­tras dormía, ciertos estados del ser. Es como si uno despertara meramente para que el cerebro pudiera registrar lo que había estado sucediendo. Pero, curiosamente, la singular experiencia se desvanecía muy pronto. El cerebro no la había estado guar­dando era los rollos de la memoria.

Sólo hay destrucción y no cambio. Porque todo cambio es una continuidad modificada de lo que ha sido. Todas las revolu­ciones sociales o económicas son reacciones, una continuidad modificada de lo que ha sido. Este cambio no destruye en modo alguno las raíces de las actividades egocéntricas.

La destrucción, en el sentido en que estamos empleando la palabra, carece de motivo: no tiene un propósito, el cual implica una acción con vistas a un fin o resultado. La destrucción de la envidia es total y completa; implica libertad con respecto a la represión, al control, y sin que exista motivo alguno para ello.

Esta destrucción total es posible; radica en ver la estructura completa de la envidia. Este ver no está en el espacio‑tiempo sino que es instantáneo.

 

26

La presión y la tirantez continuaron muy fuertemente ayer por la tarde y esta mañana. Sólo había cierto cambio: desde la parte posterior de la cabeza, la presión y la tirantez se despla­zaron a través del paladar hacia la coronilla. Prosigue una ex­traña intensidad. Sólo tiene uno que permanecer quieto para que ella comience.

El control, en cualquiera de sus formas, es dañino para la comprensión total. Una existencia que ha sido disciplinada es una vida de conformidad; en la conformidad no hay libertad con respecto al temor. El hábito destruye la libertad; el hábito del pensamiento, el hábito de la bebida, etc., contribuyen a una vida superficial e insípida. La religión organizada con sus creencias, dogmas y rituales impide el libre acceso a la vastedad de la mente. Es al entrar en esta vastedad que el cerebro se purifica del espacio‑tiempo. Al estar purificado, el cerebro puede en­tonces habérselas con el tiempo y el espacio.

 

27

Esa presencia que estuvo en Il L. estaba ahí, esperando pa­cientemente, benignamente, con inmensa ternura. Era como el relampaguear en una oscura noche, pero estaba ahí, penetrante, bienaventurada.

Algo extraño le está ocurriendo al organismo físico. Es algo que uno no puede identificar exactamente, pero hay una «rara» insistencia, una urgencia; no es de ningún modo algo autocreado o engendrado por la imaginación. Se toma evidente cuando uno está quieto, solo, bajo un árbol o en una habitación; se manifiesta con mayor urgencia cuando uno se halla a punto de dormirse. Está ahí mientras esto se escribe: la presión y la tirantez con su dolor familiar.

Formulaciones y palabras acerca de todo esto parecen tan inútiles; las palabras, por exactas que sean, por clara que pueda ser la descripción, no comunican la cosa real.

Hay una grande e inenarrable belleza en todo esto.

Existe un único movimiento de la vida, lo externo y lo inter­no; este movimiento es indivisible, aunque esté dividido. Al estar dividido, la mayoría sigue el movimiento externo de las ideas, del conocimiento, de las creencias, la autoridad, la segu­ridad, la prosperidad, etc. Como una reacción a esto, uno sigue la llamada vida interior con sus visiones, esperanzas, aspiracio­nes, secretos, conflictos, desesperación. Como este movimiento es una reacción, está en conflicto con el otro. Por tanto, hay con­tradicción con sus dolores, ansiedades y escapes.

Hay sólo un movimiento, que es lo externo y lo interno. Con la comprensión de lo externo, comienza el movimiento in­terno, no en oposición o en contradicción. Al ser eliminado el conflicto, el cerebro, aunque altamente sensible y alerta, se torna silencioso. Entonces sólo el movimiento interno tiene sig­nificación y validez.

De este movimiento surgen una compasión y una generosi­dad que no son el resultado de una razonada y deliberada abne­gación.

La flor es fuerte en su belleza, aunque pueda ser olvidada, desdeñada o destruida.

El ambicioso no conoce la belleza. La belleza es el senti­miento de lo esencial.

 

28

Al despertar en medio de la noche uno estaba gritando y gimiendo; la presión y la tirantez, con su dolor peculiar, eran intensas. Eso debe haber estado sucediendo por algún tiempo y desapareció poco después de despertar. Los gritos y los gemidos tienen lugar con mucha frecuencia. No ocurren a causa de una indigestión. Sentado en el sillón del dentista, mientras aguarda­ba, toda la cosa comenzó de nuevo y continúa por la tarde mientras esto se escribe. Es más perceptible cuando uno se encuentra solo o en algún bello lugar, o también en una calle sucia y ruidosa.

Aquello que es sagrado carece de atributos. Una piedra en un templo, una imagen en una iglesia, un símbolo, no son sa­grados. El hombre los llama sagrados, hace de eso algo santo para ser adorado en función de complejos impulsos, temores y anhelos. Esta «santidad» está aún dentro del campo del pensa­miento, es producida por el pensamiento, y en el pensamiento nada hay que sea nuevo o sagrado. El pensamiento puede pro­ducir todos los intrincados enredos de los sistemas, dogmas, creencias; y las imágenes, los símbolos que él proyecta no son más santos que los planos de una casa o el diseño de un nuevo avión. Todo esto se encuentra dentro de las fronteras del pensa­miento, y nada hay de sagrado o místico al respecto. El pensa­miento es materia y puede ser convertido en cualquier cosa, fea o bella.

Pero existe algo sagrado que no es del pensamiento ni per­tenece a un sentimiento revivido por éste. El pensamiento no puede reconocerlo ni utilizarlo. El pensamiento no puede for­mularlo. Pero existe algo sagrado que ningún símbolo o palabra pueden tocar. Eso no es comunicable. Es un hecho.

Un hecho es para ser visto, y el ver no tiene lugar por medio de la palabra. Cuando un hecho es interpretado, cesa de ser un hecho; se vuelve algo por completo diferente. El ver es de la más alta importancia. Este ver está fuera del tiempo‑espacio; es inmediato, instantáneo. Y lo que es visto, nunca es igual otra vez. No hay otra vez o mientras tanto.

Esto que es sagrado no tiene un adorador, el observador que medita sobre ello. No se halla en el mercado para que pueda comprarse o venderse. Como la belleza, no puede ser visto me­diante su opuesto, porque no tiene opuesto.

Esa presencia está aquí, llenando la habitación, esparciéndose sobre las colinas, más allá de los mares, cubriendo la tierra.

La noche pasada, como ha sucedido una o dos voces antes, el cuerpo era sólo un organismo y nada más, funcionando, vacío y silencioso.

 

29

Hay presión y tirantez con el hondo dolor que las acompaña; es como si muy en lo profundo prosiguiera una operación. Eso no es causado mediante la propia volición por sutil que ésta pu­diera ser. Durante algún tiempo uno lo ha investigado profun­damente de manera deliberada. Ha tratado de inducirlo, de producir diversas condiciones externas, estando solo, etc. En­tonces nada sucede. Todo esto no es algo reciente.

El amor no es apego. El amor no produce pesar. En el amor no hay desesperación ni esperanza. El amor no puede hacerse respetable, convertirse en parte del esquema social. Cuando él no está presente, comienza el afán en todas sus formas.

Poseer y ser poseído se considera que es una forma de amar. Este instinto de poseer ‑a una persona o un trozo de algo que sea propiedad de uno‑ no proviene meramente de las exigen­cias de la sociedad o de las circunstancias, sino que brota de una fuente mucho más profunda. Procede de las profundidades de la soledad. Cada cual intenta llenar esta soledad de diferentes maneras, con la bebida, con la religión organizada, las creencias, alguna forma de actividad, etc. Son todos escapes, pero eso aún sigue ahí.

El comprometerse con alguna organización, con alguna creen­cia o actividad, es ser poseído por ellas negativamente; y posi­tivamente es poseerlas. La posesividad negativa y la positiva consisten en hacer el bien, cambiar el mundo, y en el así lla­mado amor. Controlar a otro, moldear a otro en el nombre del amor son expresiones del instinto de posesión, negativo y posi­tivo, así como el impulso de encontrar en otro seguridad, protección y bienestar. El olvidarse de uno mismo por medio de otro o de alguna actividad, contribuye al apego. De este apego provienen el dolor y la desesperación, y de ello surge la reac­ción para el desapego. Y en esta contradicción entre apego y desapego se originan el conflicto y la frustración.

No hay escape de la soledad; ella es un hecho y el escapar de los hechos engendra confusión y dolor.

Pero no poseer nada es un estado extraordinario, no poseer siquiera una idea, saber dejar en paz a una persona o una cosa. Cuando la idea, el pensamiento echa raíces, eso ya se convierte en posesión y entonces comienza la guerra para verse libre. Y esta libertad no es libertad en absoluto; sólo es una reacción. Las reacciones arraigan, y nuestra vida es el terreno en que las raíces se han desarrollado. Cortar todas las raíces, una por una, es un absurdo psicológico. Eso no puede hacerse. Sólo debe ser visto el hecho ‑la soledad‑, y entonces todas las otras cosas se desvanecen.

 

30

Ayer en la tarde eso estuvo bastante mal, fue casi intole­rable; continuó por unas cuantas horas.

Caminando, rodeado por estas violáceas y desnudas monta­ñas rocosas, súbitamente advino la soledad. Completa soledad. Estaba en todas partes y tenía una inmensa, insondable riqueza; poseía esa belleza que está más allá del pensamiento y del sen­timiento. No estaba quieta; era algo viviente, en movimiento, que llenaba cada rincón y escondrijo. La cima de la alta mon­taña rocosa fulguraba con el sol poniente, y esa misma luz y color colmaban los cielos de soledad.

Era un estado singular de soledad, no de aislamiento sino de soledad, como una gota de lluvia que contiene en sí todos los mares de la tierra. No era alegría ni tristeza, sino plena soledad. No tenía cualidad, forma ni color, que harían de ella algo reconocible, mensurable. Vino como un relámpago y sem­bró su semilla. No germinó, pero ahí estaba en toda su ple­nitud. No existía el tiempo para que hubiera maduración; el tiempo tiene sus raíces en el pasado. Este era un estado sin raíces y sin causa. Un estado totalmente «nuevo», que nunca ha sido y nunca será, porque es algo vivo.

El aislamiento es lo conocido, y así es la soledad que pro­cede del aislamiento; son estados reconocibles porque han sido experimentados con frecuencia, real o imaginariamente. Su misma familiaridad engendra temor y cierto menosprecio san­turrón, de lo cual surgen el cinismo y los dioses. Pero este autoaislamiento y su soledad, no conducen a la vital y madura soledad; debe terminarse con ellos, no con el fin de ganar algo, sino que deben morir tan naturalmente como el marchitarse de una flor. La resistencia engendra temor pero también acepta­ción. El cerebro debe lavarse a sí mismo y quedar limpio de todos estos astutos artificios.

Sin relación alguna con estos rodeos y retorcimientos de la conciencia autocontaminada, por completo diferente es esta inmensa soledad. Toda creación tiene lugar en ella. La creación destruye, y así ella es siempre lo desconocido.

Esta soledad estuvo ahí durante toda la tarde de ayer, y se mantenía al despertar uno en medio de la noche.

La presión y la tirantez prosiguen, aumentando y disminu­yendo en ondas continuas. Son bastante dolorosas hoy, durante la tarde.

 

Julio 1

 

Es como si todo se encontrara quieto. No hay movimiento, ni agitación, sólo completa vacuidad de todo pensar, de todo ver. No existe un intérprete que traduzca, que observe, que censure. Es una inmensurable vastedad totalmente quieta y si­lenciosa. No hay espacio, ni hay tiempo para cubrir ese espacio. Están aquí el principio y el fin de todas las cosas. Realmente, nada hay que pueda decirse acerca de ello.

La presión y la tirantez han continuado quietamente todo el día; sólo ahora han aumentado.

 

2

Eso que ocurrió ayer, esa inmensurable y silenciosa vastedad, prosiguió toda la tarde aun cuando hubiera gente alrededor y conversaciones. Continuó toda la noche; estaba ahí en la ma­ñana. Aunque hubiera un conversar más bien exagerado y agi­tado emocionalmente, de pronto ahí estaba en medio de ello. Y aquí está ahora, hay gloria y belleza, y un sentimiento de éxtasis que no puede expresarse en palabras.

La presión y la tirantez comenzaron algo temprano.

 

3

Uno estuvo afuera el día entero. Y a pesar de eso, por la tarde, durante dos o tres horas, la presión con su tirantez conti­nuaron en medio de la ciudad populosa.

 

4

Atareado en la tarde, ahí estaba, pese a ello, la presión con su tirantez.

Cualesquiera sean las actividades que uno ha de realizar en la vida cotidiana, las conmociones y los diversos incidentes no deberían dejar sus cicatrices. Estas cicatrices se convierten en el ego, el yo, y a medida que uno va viviendo ello se vuelve muy fuerte y sus muros llegan a ser casi impenetrables.

 

5

Muy ocupado, pero todas las veces en que había cierta quie­tud, la presión y la tirantez proseguían.

 

6

Uno despertó en la noche pasada con ese sentido de com­pleta quietud y silencio; el cerebro estaba totalmente alerta, in­tensamente vivo; el cuerpo se encontraba muy quieto. Este estado duró cerca de media hora. Ello a pesar de un día agotador.

El punto más alto de intensidad y sensibilidad es la expe­riencia de lo esencial. Esto es belleza, belleza que está más allá de las palabras y del sentimiento. La proporción y la profun­didad, la luz y la sombra están limitadas al tiempo‑espacio, atra­padas en la belleza‑fealdad. Pero eso que está más allá de todo límite y forma, más allá del aprendizaje y del conocimiento, es la belleza de la esencia.

 

7

Varias veces uno despertó gritando. Otra vez estaba ahí esa intensa quietud del cerebro y un sentimiento de vastedad. Ha habido presión y tirantez.

El éxito es brutalidad. El éxito en todas sus formas, en la política y en la religión, en el arte y en los negocios. Tener éxito implica crueldad.

 

8

Algunas veces, antes de dormir o justo en el instante en que uno se abandonaba al sueño, hubo gritos y quejidos. El cuer­po está demasiado alterado a causa del viaje, ya que uno parte esta noche para Londres [vía Los Ángeles]. Hay algo de presión y tirantez.

 

9

Sentado en el avión entre todo el ruido, el fumar y las con­versaciones en alta voz, de lo más inesperadamente comenzó a presentarse la sensación de inmensidad y esa extraordinaria ben­dición experimentada en Il L., ese inminente sentimiento de lo sagrado. El cuerpo estaba nerviosamente tenso a causa de la apertura, el ruido, etc. pero, a pesar de todo eso, «aquello» estaba: ahí. La presión y la tirantez eran intensas y había un agudo dolor en la parte posterior de la cabeza. Sólo existía este estado y no había observador. Todo el cuerpo estaba enteramente en ello, y el sentimiento de lo sagrado era tan intenso que un gemido escapó del cuerpo, y había pasajeros sentados en los asientos contiguos. Eso continuó por varias horas hasta tarde en la noche. Era como si uno estuviese mirando no con los ojos solamente, sino con un millar de siglos; era un suceso entera­mente extraño. El cerebro estaba por completo vacío, había cesado cualquier tipo de reacción; durante todas esas horas uno no era consciente de esta vacuidad, sino que ella se torna en algo conocido solamente al escribir; pero este conocimiento es sólo descriptivo y no real. Que el cerebro pueda vaciarse a sí mismo es un raro fenómeno. En cuanto los ojos se cerraban, el cuerpo, el cerebro parecía sumergirse en insondables profundidades, en estados de increíble sensibilidad y belleza. El pasajero del asiento contiguo comenzó a preguntar algo y, habiéndole replicado, esta intensidad estaba ahí; no había continuidad sino solamente el ser. La aurora llegaba lentamente y el claro cielo se llenaba de luz. Mientras esto se escribe ya avanzado el día, con insomne fatiga, eso que es sagrado está ahí. La presión y la tirantez también.

 

10

El sueño fue corto, pero al despertar uno era consciente de un gran sentido de energía impulsora concentrado en la cabeza. El cuerpo se quejaba y, no obstante, estaba muy quieto, exten­dido y sumamente tranquilo. La habitación parecía estar llena de algo, era muy tarde y la puerta frontal de la casa contigua fue cerrada con estrépito. ‑No había una sola idea, ni un senti­miento y, sin embargo, el cerebro estaba alerta y sensible. La presión y la tirantez ocasionaban dolor. Una cosa extraña con respecto a este dolor es que de ninguna manera debilita el cuerpo. Ello parece tener lugar dentro del cerebro, pero aun así es imposible expresar en palabras lo que exactamente ocurre. Existe un sentido de inmensurable expansión.

 

11

La presión y la tirantez han sido más bien fuertes y hay dolor. La parte singular de todo esto es que el cuerpo no pro­testa de ninguna forma ni opone ningún tipo de resistencia. Existe una energía desconocida envuelta en todo ello. Muy ocu­pado para seguir escribiendo.

 

12

Mal la noche pasada, con gritos y gemidos. La cabeza estuvo muy dolorida. Si bien uno durmió algo, despertó dos veces, y cada vez había un sentimiento de intensidad en expansión y una intensa atención interna; el cerebro se había vaciado de todo sentimiento y pensamiento.

La destrucción, el completo vaciado del cerebro, así como el marchitarse de las reacciones y los recuerdos, deben tener lugar sin esfuerzo alguno; el marchitarse implica tiempo, pero es el tiempo el que cesa y no la memoria.

Esta expansión intemporal que tenía lugar y la cualidad y el grado de intensidad eran por completo diferentes de la pasión y el sentimiento. Era esta intensidad sin relación ninguna con cualquier deseo, anhelo o experiencia como recuerdo, la que estaba precipitándose a través del cerebro. El cerebro era tan sólo un instrumento; es en la mente donde ocurre esta expan­sión intemporal, esta explosiva intensidad creadora. Y la crea­ción es destrucción.

En el avión eso prosigue[3].

 

13

Pienso que es la quietud y pureza del lugar, de las verdes laderas de las montañas, la belleza de los árboles, eso y otras cosas, lo que ha hecho que se intensificaran grandemente la presión y la tirantez; la cabeza ha dolido todo el día; eso em­peora cuando uno está solo consigo mismo. Parece haber con­tinuado durante toda la noche, y uno despertó varias veces gri­tando y gimiendo; aun durante el descanso, por la tarde, el mal proseguía acompañado de gritos. Aquí el cuerpo se halla com­pletamente relajado y en descanso. La noche anterior, después del largo y bello paseo en automóvil a través de la región mon­tañosa, al entrar en la habitación, esa extraña bendición sagrada estaba ahí. El otro también la sintió[4]. Sintió también esa quie­ta, penetrante atmósfera. Hay un sentimiento de gran belleza y amor y de una madura plenitud.

El poder se deriva del ascetismo, de la acción, de la posición, la virtud, la dominación, etc. Todas esas formas de poder son malignas. Ese poder corrompe y pervierte. El empleo del dinero, del talento, de la destreza, para obtener poder o derivar poder de ello, cualquiera sea el uso que se le dé, es corruptor, nocivo.

Pero existe un poder que en manera alguna está relacionado con ese poder que es el mal. Este poder no es para ser comprado por medio del sacrificio, de la virtud, de las buenas obras y creencias, ni puede comprarse con la adoración, las plegarias y la abnegación del yo o con las meditaciones destinadas a destruir al yo. Todo esfuerzo para ser o llegar a ser, debe cesar completa y naturalmente. Sólo entonces puede existir ese poder que no es el mal.

 

14

Todo el proceso ha continuado el día entero ‑la presión, la tirantez y el dolor en la parte posterior de la cabeza; uno des­pertó gritando varias veces, y aun durante el día hubo gritos y gemidos involuntarios. La noche pasada, ese sentimiento sa­grado llenó la habitación y el otro también lo percibió.

Qué fácil es engañarse uno mismo acerca de casi todo, es­pecialmente con respecto a las más profundas y sutiles urgencias y deseos. Es arduo estar enteramente libre de todas estas urgen­cias e impulsos. Sin embargo, es esencial liberarse de ellos o de otro modo el cerebro engendra todas las formas de ilusión. El impulso por repetir una experiencia, no importa lo placen­tera, bella o provechosa que haya sido, es el terreno donde crece y se desarrolla el dolor. La pasión del dolor es tan limitadora como la pasión del poder. El cerebro debe cesar de moverse por si mismo, y ha de estar completamente pasivo.

 

15

El proceso fue muy doloroso la noche anterior; lo ha dejado a uno un poco cansado e insomne.

Al despertar en medio de la noche había una sensación de inmensa e inmensurable fuerza. No era la fuerza que han producido la voluntad o el deseo, sino la fuerza que hay en un río, en una montaña, en un árbol. Esa fuerza está en el hombre cuando toda forma de deseo o voluntad han cesado completa­mente. No puede ser valorada ni significa provecho alguno para un ser humano, pero sin ella no hay ser humano, ni hay árbol.

La acción del hombre es opción y voluntad, y en una acción así hay contradicción y conflicto; por lo tanto, hay dolor. Toda acción semejante tiene una causa, un motivo y, en consecuencia, es una reacción. La acción de esta fuerza no tiene causa ni mo­tivo y, por consiguiente, es inmensurable y es la esencia.

 

16

El proceso continuó durante la mayor parte de la noche; fue más bien intenso. ¡Cuánto puede el cuerpo resistir! El cuerpo entero estuvo estremeciéndose y, esta mañana, uno despertó con la cabeza cimbreando.

Había esta mañana esa peculiar cualidad de lo sagrado lle­nando la habitación. Tenía un gran poder penetrante, entraba en cada rincón del propio ser llenándolo, purificándolo, ha­ciéndolo todo por sí misma. El otro también lo sintió. Esa cosa es lo que todos los seres humanos desean con vehemencia, y porque la desean ella los elude. El monje, el sacerdote, el sannyasi torturan sus cuerpos y su carácter anhelando esto, pero ella los evade. Porque esa cosa no puede ser comprada; ni el sacrificio, ni la virtud, ni la plegaria pueden producir este amor. Esta vida, ese amor no pueden ser si la muerte se utiliza como medio para ello. Toda búsqueda, toda súplica deben cesar completamente.

La verdad no puede ser exacta. Lo que puede medirse no es la verdad. Lo que no es vida puede ser medido y puede en­contrarse su altura.

 

17

Estábamos subiendo por el sendero de una boscosa ladera de la montaña y pronto nos sentamos en un banco. Súbitamente, de la manera más inesperada, esa sacra bendición descendió sobre nosotros; el otro también la sintió sin que nos hubiéramos dicho nada. Tal como en diversas oportunidades llenó una habitación, esta vez pareció cubrir toda la amplitud de la ladera, extendiéndose sobre el valle y más allá de las montañas. Estaba en todas partes. El espacio entero pareció desaparecer; lo que se encontraba lejos, la ancha quebrada, los distantes picos nevados y la persona sentada en el banco, todo se desvaneció. No había uno ni dos ni muchos, sino sólo esta inmensidad. El cerebro había perdido todas sus respuestas; era sólo un instrumento de observación que estaba viendo, no como el cerebro que perte­nece a una persona en particular, sino como un cerebro que no está condicionado por el tiempo‑espacio, como la esencia de todos los cerebros.

Fue una noche tranquila y el proceso en general no fue tan intenso. Al despertar esta mañana hubo una experiencia que duró quizás un minuto, una hora, o tal vez fue algo intemporal. Una experiencia que se inspira en el tiempo, que tiene continui­dad, deja de ser una experiencia. Al despertar, había en las mismas profundidades, en la inmensurable hondura de la mente total, ardiendo furiosamente, una intensa llama viva de atención, de percepción lúcida, de creación. La palabra no es la cosa, el símbolo no es lo real. Los fuegos que arden en la superficie de la vida pasan, se apagan dejando dolor, cenizas, recuerdos. Estos fuegos son llamados vida, pero eso no es vida. Es decadencia. Vida es el fuego de la creación, que es destrucción. En ello no hay comienzo ni final, no hay mañana ni ayer. Eso está ahí y ninguna actividad superficial podrá jamás ponerlo al descubierto. El cerebro debe morir para que esta vida sea.

 

18

El proceso ha sido muy agudo, impidiendo dormir; aun en la mañana y por la tarde, hubo gritos y quejidos. El dolor ha sido bastante fuerte.

Al despertar esta mañana había muchísimo dolor, pero al mismo tiempo hubo el relámpago de un ver que era revelador. Nuestros ojos y cerebro registran las cosas externas, los árboles, las montañas las rápidas corrientes; acumulan conocimiento, técnica, etc. Con esos mismos ojos y cerebro entrenados para observar, escoger, condenar y justificar, nos volvemos hacia adentro, miramos dentro de nosotros, reconocemos objetos, construimos ideas que se organizan en razonamientos. Esta mirada interna no llega muy lejos, porque está aún dentro de la limitación de su propio observar y razonar. Este fijar la mira­da en lo interno sigue siendo la mirada externa y, por lo tanto, no hay mucha diferencia entre ambas. Lo que pueda aparecer como diferente, puede ser similar.

Pero existe una observación interna que no es la observación externa vuelta hacia adentro. El cerebro y el ojo que observan sólo parcialmente no contienen la visión total. Ellos deben estar completamente activos pero quietos; deben cesar de escoger y juzgar, pero tienen que hallarse pasivamente atentos. Entonces existe la visión total sin la frontera del tiempo‑espacio. En este relámpago nace una nueva percepción.

 

19

El proceso había sido muy intenso durante toda la tarde de ayer y parece más doloroso. Hacia el anochecer advino esa cua­lidad de lo sagrado llenando la habitación y el otro también la sintió. Toda la noche transcurrió bastante tranquila aunque la presión y la tirantez estaban ahí, como el sol detrás de las nubes; temprano en la mañana el proceso recomenzó.

Parece como si uno despertara meramente para registrar cierta experiencia; esto ha ocurrido muy a menudo durante el año pasado. Esta mañana uno estaba despierto con un vivo sen­timiento de júbilo; ello ocurría en el momento del despertar: no era algo del pasado, tenía lugar en el instante mismo. Este éxtasis venia desde «afuera», no era inducido por uno mismo sino que era empujado a través del sistema, fluyendo por todo el organismo con gran energía y caudal. El cerebro no tomaba parte en ello sino que sólo lo registraba, no como un recuerdo sino como un hecho real que estaba aconteciendo. Había, al parecer, una inmensa fuerza y vitalidad tras de este éxtasis; no era algo sentimental, no se trataba de un sentimiento o una emoción; era algo tan sólido y real como ese río abriéndose paso por la vertiente de la montaña o ese pino solitario en la verde ladera. Todo sentimiento y emoción están relacionados con el cerebro mientras que el amor no lo está, y así era este éxtasis. Es con la mayor dificultad que el cerebro puede recor­darlo.

Esta mañana temprano había una bendición que parecía cubrir la tierra y llenar toda la estancia. Con ella adviene un sosiego que todo lo consume, una quietud que contiene en sí todo movimiento.

 

20

El proceso fue particularmente intenso ayer por la tarde. Esperando en el automóvil, uno se hallaba tan abstraído que casi no advertía lo que estaba sucediendo alrededor. Más tarde la intensidad aumentó y fue casi insoportable, al punto que uno estuvo forzado a acostarse. Afortunadamente había alguien en el cuarto.

El cuarto se llenó con esa bendición. Lo que siguió entonces es casi imposible de registrar en palabras; las palabras son cosas tan muertas, con un significado tan definitivamente estable­cido, y lo que ocurrió estaba más allá de todas las palabras y no puede ser descrito. Ello era el centro de toda creación; era una purificadora seriedad que limpiaba el cerebro de todo pen­samiento y sentimiento; esa seriedad era como un relámpago que destruye y quema; su profundidad no tenía medida, ahí estaba inmutable, impenetrable, una solidez que era tan leve como los cielos. Estaba en los ojos, en la respiración. Estaba en los ojos y los ojos podían ver. Los ojos que veían, que mira­ban, aun totalmente diferentes de los ojos orgánicos y, sin em­bargo, eran los mismos ojos. Sólo existía el ver los ojos que veían más allá del tiempo‑espacio. Había una impenetrable dignidad y una paz que era la esencia de todo movimiento, de toda acción. Ninguna virtud la alcanzaba porque estaba más allá de toda virtud y de todas las sanciones humanas. Era el amor, el amor que es totalmente perecedero y que por eso tiene la delicadeza de todo lo que es nuevo, vulnerable, des­tructible; no obstante, aquello estaba más allá de todo esto. Ahí estaba, imperecedero, innominable, lo desconocido. Ningún pensamiento podría jamás penetrarlo, ninguna acción podría jamás alcanzarlo. Era «puro», incontaminado y, por eso, siem­pre bello, como la muerte.

Todo esto pareció afectar el cerebro; éste no era como había sido antes. (El pensamiento es algo tan trivial, necesario pero trivial). A causa de ello la relación parece haber cambiado. Tal como una terrible tormenta, como un destructivo terremoto da un curso nuevo a los ríos, cambia el paisaje y cava profunda­mente la tierra, así ello ha arrasado los contornos del pensa­miento, ha cambiado la forma del corazón.

 

21

Todo el proceso continúa como es habitual a pesar del frío y del estado febril. Se ha vuelto más agudo y persistente. Uno se pregunta hasta cuándo podrá el cuerpo aguantarlo.

Ayer, mientras subíamos por un hermoso, angosto valle, con sus empinadas laderas sombreadas de pinos y los verdes campos llenos de flores silvestres, súbitamente, de la manera más ines­perada porque estábamos hablando de otras cosas, una bendición descendió como suave lluvia sobre nosotros. Nos convertimos en el centro de ella. Era dulce, apremiante, infinitamente tierna y pacifica, nos envolvía en un poder que estaba más allá de toda tacha y razón.

Esta mañana temprano, al despertar, había una inmutable seriedad purificadora transformándolo todo y un éxtasis que no tenía causa; simplemente estaba allí. Y durante el día, cualquier cosa que uno hiciera, ahí permaneció como un trasfondo y avanzaba directa e instantáneamente cuando uno estaba quieto. Hay en ello urgencia, y hay belleza.

Ninguna imaginación ni deseo alguno podrían jamás for­mular una profunda seriedad semejante.

 

22

Mientras esperaba en la oscura y mal ventilada sala del médico, esa bendición que ningún deseo puede proyectar, vino y llenó el pequeño cuarto. Y allí permaneció hasta que nos fuimos. Es imposible decir si fue percibida por el doctor.

¿Por qué existe el deterioro? Tanto en lo interno como en lo externo. ¿Por qué? El tiempo produce destrucción en todo lo que está mecánicamente organizado; desgasta por el uso y las enfermedades toda forma de organismo. ¿Por qué debe haber deterioro internamente, psicológicamente? Más allá de todas las explicaciones que un buen cerebro pueda ofrecer, ¿por qué escogemos lo peor y no lo mejor, por qué el odio antes que el amor, por qué la codicia y no la generosidad, por qué la acti­vidad egocéntrica y no una acción libre y total? ¿Por qué ser mezquino cuando existen las altísimas montañas y los ríos centelleantes? ¿Por qué los celos y no el amor? ¿Por qué? Ver el hecho conduce a una cosa, y las opiniones, las explicaciones, a otra. Lo realmente importante es ver el hecho de que declina­mos, de que nos deterioramos, y no él por qué y la razón de ello. Las explicaciones tienen muy escaso significado frente a un hecho, pero el satisfacerse con explicaciones, con palabras, es uno de los principales factores de deterioro. ¿Por qué guerra y no paz? El hecho es que somos violentos; el conflicto, dentro y fuera de la piel, es parte de nuestra vida diaria de ambición y éxito. Lo que pone fin al deterioro es el ver este hecho y no la explicación astuta o la palabra ingeniosa. La opción, una de las mayores causas de la decadencia, debe cesar por completo para que ésta toque a su fin. El deseo de realizarse, con la satis­facción y el dolor que existen a su sombra, es también uno de los factores del deterioro.

Uno despertó temprano esta mañana para experimentar esa bendición, y fue «forzado» a incorporarse para estar en esa claridad y belleza. Más tarde, en la mañana, sentado en un banco al borde del camino, bajo un árbol, uno sintió la inmensi­dad de ello. Esta daba amparo, protección, como el árbol que estaba encima de uno y cuyas hojas protegían contra el fuerte sol de la montaña, permitiendo, no obstante, que la luz pasara a través de las mismas. Toda relación es una protección de esta naturaleza en la que hay libertad, y porque hay libertad, hay amparo.

 

23

Uno despertó temprano esta mañana con un inmenso sentido de poder, belleza e incorruptibilidad. No era algo que ya había sucedido, una experiencia que pertenecía al pasado y que, por eso, uno despertó para recordarla como se recuerda un sueño, sino que estaba ocurriendo en el presente. Uno tenía conciencia de algo totalmente incorruptible, algo en lo cual nada podía existir que fuera susceptible de corromperse, de deteriorarse. Era demasiado inmenso para que el cerebro pudiera asirlo, re­cordarlo; él sólo podía registrar mecánicamente la existencia de tal «estado» de incorruptibilidad. Experimentar un estado así es sumamente importante; ahí estaba, ilimitado, intocable, im­penetrable.

A causa de su incorruptibilidad había en ello belleza. No la belleza que se marchita ni la de algo producido por la mano del hombre, ni el mal con su belleza. Uno sentía que todo cuanto es esencial existe en su presencia y que, por lo tanto, ello era sagrado. Era una vida en la que nada podía perecer. La muerte es incorruptible pero el hombre hace una corrupción de ella, tal como es para él la vida.

En todo ello había ese sentido de poder, de fuerza tan só­lida como la de aquella montaña que nada puede quebrantar, un poder que jamás puede alcanzar ningún sacrificio, plegaria ni virtud.

Ahí estaba, inmenso, y ninguna onda de pensamiento podía corromperlo como a una cosa recordada. Estaba ahí, y eran sus ojos, su hálito los que estaban.

El tiempo, la pereza, corrompen. Ello debe de haber con­tinuado por un cierto periodo. Estaba amaneciendo y había rocío afuera sobre el automóvil y sobre el pasto. El sol no se había levantado aún, pero el agudo pico nevado se destacaba en el cielo azul grisáceo; era una mañana encantadora, sin una sola nube. Pero ello no duraría, era demasiado hermoso.

¿Por qué debe sucedernos todo esto? Ninguna explicación es suficientemente buena, aunque uno puede inventar una docena de ellas. Pero algunas cosas están bastante claras. 1. Uno debe ser por completo «indiferente» a ello, tanto cuando viene como cuando se va. 2. No debe haber deseo de continuar la experien­cia ni de almacenarla en la memoria. 3. Tiene que haber cierta sensibilidad física, una cierta indiferencia hacia el bienestar. 4. Tiene que existir una disposición autocrítica en el modo de abordar el hecho.

Pero aun si uno tiene todas estas cosas ‑casualmente, no mediante su cultivo deliberado‑ y además humildad, ni aun así ellas son suficientes. Es necesario algo por completo dife­rente, o nada es necesario; ello debe venir por si mismo, no se puede ir tras de ello haga uno lo que hiciere. Puede incluso añadirse el amor a la lista, pero eso está más allá del amor. Una cosa es cierta, el cerebro no puede jamás aprehenderlo ni contenerlo. Bienaventurado es aquel a quien ello es concedido. ‑Y uno también puede añadir a la lista un cerebro quieto, silencioso.

 

24

El proceso no ha sido tan intenso durante algunos días en que el cuerpo no ha estado bien; pero aunque débil, de vez en cuando uno puede sentir su intensidad. Es extraño como este proceso se ajusta por sí mismo a las circunstancias.

Ayer, paseando en auto a través del estrecho valle, en medio del ruido que producía un torrente que al costado de la húmeda carretera se abre paso en la montaña, ahí estaba esta bendición. Era muy poderosa, y todo se hallaba bañado por ella. Era parte de ella el ruido del torrente, y también contenía en si a la alta cascada que después se convertía en torrente. Era como la dulce lluvia que estaba cayendo, y uno se volvía completamente vulnerable; el cuerpo parecía haberse tornado tan leve como una hoja, tan expuesto y trémulo. Esto prosiguió durante el largo y refrescante paseo; la conversación se volvió monosilábica; la belleza de ello parecía algo increíble. Persistió durante todo el anochecer y, aunque hubo risas, se mantuvo la sólida, la im­penetrable seriedad.

Al despertar temprano esta mañana, cuando el sol todavía se encontraba bajo el horizonte, el éxtasis de esta seriedad lle­naba el corazón y el cerebro, y había en todo ello un sentido de inmutabilidad.

Mirar es importante. Nosotros miramos a las cosas inmediatas y, en función de las necesidades inmediatas, miramos al futuro; que está coloreado por el pasado. Nuestro ver es muy restringido y nuestros ojos están acostumbrados a las cosas cer­canas. Nuestro mirar está atado por el tiempo‑espacio, tal como lo está nuestro cerebro. Nunca miramos, nunca vemos más allá de esta limitación; no sabemos cómo mirar a través y más allá de estas fragmentarias fronteras. Pero los ojos tienen que es más allá de ellas penetrándolas profunda y extensamente, sin preferencia alguna, sin buscar refugio; tienen que transponer las fronteras de hechura humana constituidas por las ideas y los valores, y ver más allá del amor.

Entonces hay una bendición que ningún dios puede dar.

 

25

Pese a la reunión[5], el proceso continúa, algo más suave­mente pero continúa.

Uno despertó esta mañana más bien temprano, con la sen­sación de que la mente había penetrado en profundidades des­conocidas. Era como si la propia mente hubiera penetrado dentro de sí misma, muy lejos y a gran profundidad, y el viaje parecía haberse realizado sin movimiento alguno. Y esta experiencia de inmensidad se daba con una plenitud y riqueza incorruptibles.

Es extraño que si bien cada experiencia, cada estado es por completo diferente, se trata, no obstante, del mismo movimiento; aunque parezca cambiar es, sin embargo, lo inmutable.

 

26

El proceso continuó en toda la tarde de ayer y fue bastante doloroso. Caminando en la profunda sombra de una montaña, junto al ruidoso torrente, en plena intensidad del proceso uno se sintió enteramente vulnerable, desnudo y muy expuesto; ape­nas si parecía existir. Y era profundamente conmovedora la belleza de la montaña cubierta de nieves sostenida en la copa de dos oscuras laderas de cerros curvilíneos poblados de pinos.

Temprano en la mañana, cuando el sol aun no se había levantado y el rocío cubría la hierba, acostado todavía en la cama quietamente, sin pensamiento alguno, sin ningún movi­miento, había un ver que no era el ver superficial con los ojos, sino un ver a través de los ojos desde detrás de la cabeza. Los ojos y el ver desde detrás de la cabeza eran sólo el instru­mento a través del cual el inmensurable pasado veía dentro del espacio inmensurable y sin tiempo. Y más tarde, aún en la cama, había un ver que parecía contener en sí toda la vida.

Qué fácil es engañarse uno mismo, proyectar estados que se desean y experimentarlos realmente, en especial cuando implican placer. No hay ilusión ni engaño cuando no existe el deseo, consciente o inconsciente, de experiencias de ninguna clase, cuando uno es por completo indiferente al ir y venir de toda experiencia, cuando uno no pide absolutamente nada.

 

27

Era un bello paseo en automóvil a través de dos valles dife­rentes, en lo alto de un paso; las inmensas rocas montañosas, las fantásticas formas y curvas, su soledad y grandeza, y muy lejos la verde, sesgada montaña, impresionaban al cerebro, que permanecía silencioso. Mientras viajábamos, la extraña intensi­dad y la belleza de estos muchos días se tornaban más y más apremiantes en uno. Y el otro también lo sintió.

Al despertar temprano en la mañana, esa bendición y esa fuerza estaban ahí y el cerebro se daba cuenta de ellas como se da cuenta de un perfume, pero no eran una sensación, una emoción; simplemente, estaban ahí. Haga uno lo que haga, es­tarán siempre ahí; no hay nada que uno pueda hacer al res­pecto.

Esta mañana hubo una plática, y durante la plática el cerebro que reacciona, que piensa, que construye, permaneció ausente. El cerebro no estuvo funcionando excepto, probablemente, para recordar las palabras.

 

28

Ayer paseamos a lo largo del camino favorito que está junto al ruidoso torrente, en el estrecho valle de oscuros pinos, campos florecidos y en la distancia la maciza montaña cubierta de nieve y la cascada. Era un paseo encantador, pacífico y refrescante. Fue allí, mientras caminábamos, que advino esa sagrada bendición; era algo que casi podía palparse, y muy profundamente dentro de uno había movimientos de cambio. Era un atardecer de encantamiento y de belleza que no pertenecían a este mundo. Estaba ahí lo inmensurable y, por consiguiente, estaba el silencio.

Esta mañana uno despertó temprano para registrar que el proceso era intenso, y desde detrás de la cabeza, proyectándose hacia adelante a través de ella como una flecha, con ese sonido peculiar que ésta produce cuando vuela por el aire, había una fuerza, un movimiento que venia desde ninguna parte e iba hacia ninguna parte. Y había un sentido de inmensa estabilidad y una «dignidad» inaccesible. Y una austeridad que ningún pen­samiento podría formular, y con ella una pureza de infinita dulzura. Todas éstas son meras palabras y por eso jamás podrán representar lo real; el símbolo nunca es lo real, y el símbolo en si carece de valor.

El proceso continuó toda la mañana y una copa que no tenía altura ni profundidad parecía estar llena hasta el desborda­miento.

 

29

Después de haber visto a algunas personas, cuando éstas se fueron uno sintió como si estuviera suspendido entre dos mun­dos. Y pronto retornó el mundo del proceso y de esa inextin­guible intensidad. ¿Por qué esta separación? Las personas que uno vio no eran serias, al menos ellas pensaban que eran serias pero sólo lo eran de un modo superficial. Uno no podía entre­garse por completo y de ahí nuevamente este sentimiento de no encontrarse en el hogar pero, pese a ello, fue una rara ex­periencia.

Estábamos conversando y alguien señaló una pequeña por­ción del torrente que asomaba entre los árboles. Era una vista común, un incidente cotidiano, pero mientras uno miraba ocu­rrieron varias cosas, no acontecimientos externos sino una clara y nítida percepción. Para que la madurez exista es absoluta­mente necesario que haya: 1. Completa sencillez que acompaña a la humildad, no en cosas o en posesiones sino en la cualidad del ser. 2. Pasión, con esa intensidad que no es solamente física. 3. Belleza; no sólo la sensibilidad a la realidad externa, sino sensibilidad a esa belleza que está más allá y por encima de todo pensamiento y sentimiento. 4. Amor; la totalidad del amor, no esa cosa que conoce los celos, el apego, la dependencia; no eso que se divide en carnal y divino. La total inmensidad del amor. 5. Y la mente que pueda seguir y que pueda penetrar sin mo­tivo, sin propósito alguno en sus propias inmensurables profundidades; la mente que no tiene límite, que es libre para moverse sin el tiempo‑espacio.

Súbitamente uno se dio cuenta de todo esto y de lo que implicaba cuanto en ello estaba envuelto; apenas la simple vista de un torrente entre ramas y hojas marchitas en un día triste y lluvioso.

Mientras conversábamos, sin razón alguna porque aquello de que hablábamos no era muy serio, desde ciertas inaccesibles profundidades uno sintió de pronto esta inmensa llama de poder, destructivo en su creación. Era el poder que existía antes de que todas las cosas nacieran; era inaccesible, y por su misma fuerza uno no podía acercarse a él. Nada existe sino esa única cosa. Inmensidad y temor reverente.

Parte de esta experiencia debe de haber «continuado» du­rante el sueño, porque al despertar temprano esta mañana, ahí estaba, y a uno lo había despertado la intensidad del proceso. Eso está más allá de todo pensamiento y de las palabras que pu­dieran describir lo que ocurre, la maravilla de ello, y el amor, la belleza de ello. No hay imaginación que pueda jamás conce­bir todo esto, ni se trata de una ilusión; su fuerza y su pureza no son para una mente‑cerebro llena de ficciones. Eso está más allá y por encima de todas las facultades del hombre.

 

30

Fue un día nublado, un día cargado de oscuras nubes; había llovido en la mañana y el tiempo se volvió frío. Después de un paseo conversábamos, pero más mirábamos la belleza de la tierra, las casas y los oscuros árboles.

Inesperadamente, hubo un relámpago de esa fuerza, de ese poder inaccesible que era físicamente quebrantador. El cuerpo quedaba helado en su inmovilidad, y uno tenía que cerrar los ojos para no desmayarse. Era algo que destrozaba completa­mente, y todo cuanto era parecía no existir. La inmovilidad de esa fuerza y la energía destructiva que la acompañaba, quema­ban las limitaciones de la visión y el sonido. Era algo indescrip­tiblemente grande cuya altura y profundidad son incognoscibles.

Esta mañana temprano, justo cuando amanecía, sin una sola nube en el cielo y con las nevadas montañas nítidamente visi­bles, uno despertó con ese sentimiento de impenetrable fuerza en los ojos y en la garganta; parecía ser un estado palpable, algo que nunca podría dejar de existir. Ahí estuvo por cerca de una hora y el cerebro permaneció vacío. No era una cosa que pu­diera ser atrapada por el pensamiento y almacenada en la memoria para recordarla. Estaba ahí y todo pensamiento había muerto. El pensamiento es funcional, sólo es útil en ese do­minio; el pensamiento no podía pensar acerca de eso porque el pensamiento es tiempo, y eso estaba más allá de todo tiempo y medida. El pensamiento, el deseo no podían buscar la conti­nuación de ello o su repetición, porque el pensamiento, el deseo, estaban por completo ausentes. ¿Qué es, entonces, lo que re­cuerda para escribir esto? Meramente un registro mecánico, pero el registro, la palabra, no es la cosa.

El proceso continúa, más suavemente, tal vez a causa de las pláticas y también porque hay un límite más allá del cual el cuerpo estallaría. Pero ello está ahí, persistente e insistente.

 

31

Caminando a lo largo del sendero que seguía el rápido to­rrente, con un tiempo fresco y agradable y con mucha gente alrededor, estaba esa bendición tan suave como las hojas, y había en ella una danzarina alegría. Pero más allá y a través de ella estaban esa inmensa, sólida fuerza y ese poder inacce­sible. Uno sentía que tras de ello existía una inmensurable, insondable profundidad. Ahí estaba, a cada paso, con apremio y, sin embargo, con infinita «indiferencia». Tal como una presa grande y alta retiene el río formando un vasto lago de muchas millas, así era esta inmensidad.

Pero a cada instante había destrucción; no la destrucción para producir un nuevo cambio ‑el cambio nunca es nuevo‑ sino la destrucción total de lo que ha sido de modo que ya nunca pueda ser. No había violencia en esta destrucción; la violencia existe en el cambio, en la revolución, en la sumisión, en la dis­ciplina, en el control y dominio, pero aquí la violencia en cual­quiera de sus formas y de sus diferentes nombres, había cesado totalmente. Esta destrucción es creación.

Pero la creación no es paz. La paz y el conflicto pertenecen al mundo del cambio y del tiempo, al movimiento externo e interno de la existencia, pero esto no era del tiempo ni de ningún movimiento en el espacio. Ello es pura y absoluta des­trucción, y sólo entonces lo «nuevo» puede ser.

Al desertar en la mañana esta esencia estaba ahí; debe de haber estado toda la noche, y al desertar parecía llenar la cabeza y el cuerpo entero. Y el proceso continúa suavemente. Uno tiene que hallarse solo y quieto, entonces está ahí.

Mientras uno escribe esa bendición está presente, como la suave brisa entre las hojas.

 

Agosto 1

 

Fue un bello día, y viajando por el hermoso valle estaba ahí aquello que no podía ser negado; ahí estaba como el aire, el cielo y esas montañas.

Uno desertó temprano, gritando porque el proceso era in­tenso, pero durante el día, a pesar de la plática[6], ha continuado benignamente.

 

2

Esta mañana uno despertó temprano y así como estaba, aún sin haberse lavado, fue forzado a incorporarse. Generalmente uno permanece sentado en la cama por un tiempo antes de abandonarla. Pero esta mañana eso estaba fuera del proceder habitual, era una urgente e imperativa necesidad. En el momento de incorporarse, al poco rato advino esa inmensa bendi­ción, y pronto sintió uno que todo este poder, toda esta impene­trable, austera fuerza estaban en uno, alrededor de uno y en la cabeza, y que en medio de toda esta inmensidad había com­pleta quietud. Era una quietud que ninguna mente puede ima­ginar, formular; ninguna violencia puede producirla; esta quie­tud no tenía causa, no era un resultado; era la quietud en el mismo centro de un tremendo huracán. Era la quietud de todo movimiento, la esencia de toda acción; era la explosión crea­dora, y es sólo en una quietud así que la creación puede tener lugar.

Tampoco ahora podía el cerebro capturarla; no podía re­gistrarla en sus recuerdos, en el pasado, porque esta cosa está fuera del tiempo; no tiene futuro, no tiene pasado ni presente. Si ella perteneciera al tiempo, el cerebro podría capturarla y moldearla de acuerdo con su condicionamiento. Como esta quietud es la totalidad de todo movimiento, la esencia de toda acción, una vida sin oscuridad, lo que es de la oscuridad no podía, por ningún medio, medirla. Es demasiado inmensa para que el tiempo la retenga y ningún espacio puede contenerla.

Todo esto puede haber durado un minuto o una hora.

Antes de dormir el proceso era agudo, y ha continuado de una manera suave durante todo el día.

 

3

Uno despertó temprano con ese fuerte sentimiento de «lo otro», de otro mundo que está más allá de todo pensamiento; era muy intenso y tan claro y puro como la madrugada, como el cielo sin nubes. La mente está limpia de toda imaginación e ilusión, porque no hay continuidad. Todo es y jamás ha sido antes. Donde la continuidad es posible, hay ilusión.

Era una mañana despejada, aunque pronto habrían de jun­tarse nubes. Al mirar por la ventana, los árboles, los campos se destacaban muy nítidamente. Está sucediendo algo muy curioso: hay una intensificación de la sensibilidad. Sensibilidad no sólo a la belleza sino a todas las otras cosas. La brizna de hierba estaba asombrosamente verde; esa sola brizna contenía en sí todo el espectro de los colores; era algo intenso, deslumbrante en una cosa tan pequeña, tan fácil de destruir. Esos árboles, con su altura y su profundidad, estaban llenos de vida; las líneas de aquellas arrebatadoras colinas y los árboles solitarios eran la expresión de todo tiempo y espacio; y las montañas contra el pálido cielo estaban más allá de todos los dioses del hombre. Era increíble va, sentir todo esto con sólo mirar afuera por la ventana. Los ojos se purificaban.

Es extraño cómo durante una o dos entrevistas, esa fuerza, ese poder llenó la estancia. Parecía estar en los propios ojos y en la respiración. Eso surge a la vida súbitamente, de la manera más inesperada, con una fuerza e intensidad completamente abrumadoras, y otras voces está ahí quieta y serenamente. Pero está ahí, quiéralo uno o no. No hay posibilidad de acostum­brarse a ello porque jamás ha sido antes ni jamás será. Pero está ahí.

El proceso ha sido leve, tal vez debido a estas pláticas y a las entrevistas con la gente.

 

4

Esta mañana uno despertó muy temprano; todavía estaba oscuro pero pronto amanecería; hacia el Este, a la distancia había una pálida luz. El cielo estaba bien despejado y era casi visible la forma de las montañas y de las colinas. Había mucha quietud.

Desde este vasto silencio, súbitamente, en el momento en que uno se incorporó en la cama, cuando el pensamiento estaba quieto y ausente, cuando no había siquiera el susurro de un sentimiento, advino aquello que ahora ya era una realidad só­lida, inagotable. Era algo compactó sin peso, sin medida; estaba ahí y fuera de ello nada existía. Estaba ahí, y no había otra cosa. Las palabras sólido, inmóvil, imperecedero no transmiten en modo alguno esta condición de estabilidad intemporal. Ninguna de estas palabras ni palabra alguna podrían comunicar la naturaleza de eso que estaba ahí. Sólo eso existía totalmente, en sí mismo, y nada más; eso que era la totalidad de todas las cosas, la esencia.

La pureza de ello persistió dejándolo a uno sin pensamiento, sin actividad. No es posible unirse a ello; no es posible unirse a un río que fluye rápidamente. Uno jamás puede unirse a lo que no tiene forma, ni medida, ni cualidad. Ello es; eso es todo.

Qué profundamente maduras y tiernas se han vuelto todas las cosas y, extrañamente, la vida entera está en ello; como una hoja nueva, totalmente indefensa.

 

5

Esta mañana, al despertar temprano, hubo un relámpago de «ver», de «mirar» que parece proseguir y proseguir para siem­pre. Ello se inició en ninguna parte y fue hacia ninguna parte, pero en ese ver estaba incluida toda visión, ese ver contenía todas las cosas. Era un ver que iba más allá de los ríos, las co­linas, las montañas, más allá de la tierra y el horizonte y la gente. En este ver había una luz penetrante y una increíble ve­locidad. El cerebro no podía seguirlo ni la mente podía con­tenerlo. Era pura luz, una velocidad que no conocía resistencia.

Durante el paseo de ayer, la belleza de la luz entre los árboles y sobre la hierba fue tan intensa, que lo dejó a uno real­mente sin aliento y con el cuerpo debilitado.

Más tarde en esta mañana, justo cuando uno estaba a punto de desayunarse, tal como un cuchillo se introduce en tierra blanda, ahí estaba la bendición con su poder y su fuerza. Llegó como lo hace el relámpago y con igual rapidez se había ido.

El proceso fue más bien intenso ayer en la tarde y un poco menos esta mañana. Hay una condición de fragilidad en el cuerpo.

 

6

Habiendo dormido, aunque no muy bien, al despertar uno fue consciente de que el proceso había continuado durante toda la noche pero, mucho más aún, de que había un florecer de esa bendición, y se sentía como si ella estuviera operando sobre uno.

Al despertar había un efluvio, una emanación de este poder y esta fuerza. Era como un torrente precipitándose fuera de las rocas, fuera de la tierra. Había en esto una extraña, inimagina­ble bendición, un éxtasis que nada tenía que ver con el pen­samiento y el sentimiento.

Las hojas del álamo temblón se estremecen bajo la brisa, y sin esa danza la vida no existe.

 

7

Uno estaba fatigado después de la plática[7] y de las entre­vistas con la gente, y hacia el anochecer salimos a dar un corto paseo. Después de un día brillante se estaban concentrando nubes y llovería durante la noche. Las nubes rodeaban las mon­tañas y el torrente hacía mucho ruido. El camino estaba polvo­riento a causa de los automóviles, y al otro lado del torrente había un estrecho puente de madera. Lo cruzamos y subimos por un sendero de hierba, y la verde ladera estaba toda cubierta de flores e intensamente coloreada.

El sendero subía suavemente hasta pasar un cobertizo para vacas, pero éste se hallaba vacío; el ganado había sido llevado a pastar más arriba. Ahí en lo alto todo era muy tranquilo, no había nadie, pero estaba el ruido del impetuoso torrente. Aque­llo llegó calladamente, con tanta suavidad, tan próximo a la tierra, entre las flores, que uno no se dio cuenta. Se extendía cubriendo la tierra, y uno estaba en ello, no como un observador sino que era parte de ello. No había pensamiento ni sentimiento, el cerebro se hallaba absolutamente quieto. De pronto estaba ahí, una inocencia muy simple, clara. Era una pra­dera de inocencia más allá de todo placer y dolor, más allá de toda la tortura de la esperanza y la desesperación. Estaba ahí, y hacía que la mente, que todo el ser de uno fuera inocente; uno era parte de ello, más allá de toda medida, más allá de la palabra; la mente era toda transparencia y el cerebro era intem­poralmente joven.

Ello continuó por algún tiempo y ya era tarde y teníamos que regresar.

Esta mañana, al despertar, pasó un rato antes de que esa inmensidad llegara, pero ahí estaba y el pensamiento y el sen­timiento fueron aquietados. Mientras uno se lavaba los dientes, la intensidad de ello era aguda y clara. Llegó tan súbitamente como se fue, nada puede sujetarlo y nada puede atraerlo.

El proceso ha sido algo agudo y el dolor penetrante.

 

8

Al despertar todo estaba tranquilo, mientras que el día ante­rior había resultado agotador. La serenidad era sorprendente, y uno se sentó para efectuar la habitual meditación. Inesperada­mente, de la misma manera en que uno oye un sonido distante, ello comenzó quietamente, dulcemente, y de pronto estaba ahí en toda su fuerza. Debe haber permanecido por unos minutos. Al desaparecer dejó su perfume en lo hondo de la conciencia y la visión de ello en los ojos.

Esa inmensidad con su bendición estuvo ahí durante la plá­tica de esta mañana[8]. Cada cual debe haberlo interpretado a su manera, destruyendo así su indescriptible naturaleza. Toda interpretación deforma.

El proceso ha sido agudo y el cuerpo se ha tornado un poco frágil. Pero más allá de todo esto hay una pureza de belleza increíble, una belleza que no es de las cosas, que ni el pensa­miento ni el sentimiento han producido, que no es el don de un artesano, sino que es como un río que fluye, nutrido e indi­ferente; está ahí, completa y rica en sí misma. Es un poder que no puede valorarse en la estructura social y en la conducta del hombre. Pero está ahí, impasible, inmenso, inalcanzable. Gra­cias a esto, existen todas las cosas.

 

9

Esta mañana, al despertar uno sintió otra vez que había sido una noche vacía; el cuerpo había estado sometido a un esfuerzo excesivo a causa de la plática [el día anterior] y de las entre­vistas personales, y estaba cansado. Al sentarse uno en la cama como era habitual, se hallaba en calma; la ciudad dormía, no se escuchaba un sonido y la mañana estaba cargada de nubes. Desde dondequiera que tenga ella su existencia, esta bendición advino súbita y plenamente con su fuerza y su poder. Perma­neció llenando la habitación y expandiéndose fuera de ella; luego desapareció dejando tras de sí un sentimiento de vastedad cuya dimensión estaba más allá de las palabras.

Ayer, caminando en medio de las colinas, prados y torren­tes, entre tanta agradable quietud y belleza, uno fue consciente otra vez de esa extraña y hondamente conmovedora inocencia. Calladamente, sin resistencia alguna, penetraba en cada rincón y recodo de la mente purificándola de todo pensamiento y sen­timiento. Lo dejó a uno vacío y pleno. Cada uno de nosotros advirtió su paso[9]. Súbitamente, todo el tiempo se había detenido.

El proceso continúa, pero más suave y profundamente.

 

10

Había llovido muy intensamente, y la penetrante lluvia lavó el blanco polvo depositado sobre las grandes hojas que abundan junto al camino sin pavimentar que llega profundamente hasta el interior de las montañas. El aire era suave y dulce, liviano a esa altitud; era un aire limpio y agradable y había un olor a tierra lavada por la lluvia. Subiendo por el camino uno advertía la belleza de la tierra y la delicada línea de los empi­nados cerros contra el cielo del anochecer, la maciza montaña rocosa con su glaciar y su vasta extensión de nieve, la abundancia de las flores. Era un anochecer de gran belleza y serenidad. La reciente y fuerte lluvia había enlodado el ruidoso torrente; éste había perdido esa peculiar claridad brillante que tiene el agua de la montaña, pero en unas pocas horas volvería a estar clara de nuevo.

Mientras uno miraba las formas y curvas de las macizas rocas y la nieve fulgurante, como entre sueños, sin pensamiento alguno en la mente, de pronto ahí estaba, una fuerza, una ben­dición de inmensa y sólida dignidad. En un instante llenó el valle y la mente no podía medirla; ello estaba muchísimo más allá de la palabra. Era, otra vez, inocencia.

Al despertar esta mañana temprano, ello estaba ahí y la meditación era muy poca cosa; todo pensamiento había muerto y había cesado todo sentimiento; el cerebro se hallaba absoluta­mente silencioso. Su registro no es lo real. Ello estaba ahí, in­tangible e incognoscible. Ya jamás sería lo que ha sido; su belleza es inextinguible.

Fue una mañana extraordinaria. Esto ha estado prosiguiendo por cuatro meses completos, cualquiera fuera el medio circun­dante, cualquiera la condición del cuerpo. Jamás es lo mismo y, no obstante, es lo mismo; es destrucción y es creación que nunca cesa. Su poder y su fuerza están más allá de toda com­paración y palabras. Y ello jamás continúa, es muerte y es vida.

El proceso ha sido algo agudo y todo él parece más bien de poca importancia.

 

Agosto 11, 1961[10]

 

Sentado en el automóvil, junto a un ruidoso torrente de la montaña, en medio de ricas y verdes praderas y de un cielo oscurecido, ahí estaba esa incorruptible inocencia cuya auste­ridad es belleza. El cerebro se hallaba totalmente quieto y fue alcanzado por ella.

El cerebro se alimenta de la reacción y la experiencia; vive de la experiencia. Pero la experiencia siempre es limitadora y condicionante; la maquinaria de la acción es la memoria. Sin la experiencia, el conocimiento y la memoria, la acción no es posible, pero tal acción es fragmentaria, limitada. La razón, el pensamiento organizado, es siempre incompleto; la idea, la res­puesta del pensar es estéril y la creencia es el refugio del pen­samiento. Toda experiencia sólo fortifica al pensamiento, nega­tiva o positivamente.

El experimentar está condicionado por la experiencia, el pasado. Vaciar la mente de toda experiencia es libertad. Cuando el cerebro cesa de nutrirse por medio de la experiencia, el recuer­do y el pensamiento, entonces su actividad no es egocéntrica. Entonces su alimento proviene de otra parte. Es este alimento el que hace que la mente sea religiosa.

Al despertar en esta mañana, más allá de toda meditación y pensamiento, y de las ilusiones que los sentimientos provocan, había una intensa y clara luz en el centro mismo del cerebro y, más allá del cerebro, en el centro mismo de la conciencia, del propio ser. Era una luz que no tenía sombra, ni se hallaba situada en dimensión alguna. Estaba ahí, inmóvil. Con esa luz se encontraba presente aquella incalculable fuerza y belleza que está más allá del pensamiento y del sentimiento.

El proceso fue más bien agudo por la tarde.

 

12

Ayer, subiendo por el valle, con las montañas cubiertas por las nubes y el torrente que parecía más ruidoso que nunca, había un sentido de asombrosa belleza, y no porque los prados y las colinas y los oscuros pinos hubieran cambiado. Sólo la luz era diferente, más suave, con una claridad que parecía penetrarlo todo sin dejar ninguna sombra. Cuando llegamos a lo alto del camino, pudimos ver abajo una granja rodeada de una verde pradera. Era una verde pradera, con un verde de una riqueza tal que no se ve en ninguna parte, pero esa pequeña alquería y ese verde pasto contenían en sí toda la tierra y toda la huma­nidad. Había en ello una finalidad absoluta; era la finalidad de la belleza que no está torturada por el pensamiento y el senti­miento. La belleza de un cuadro, una canción, una casa, es producida por el hombre para que se la compare, se la critique, para que se le sumen cosas, pero esta belleza no era una obra hecha por la mano del hombre. Todo lo que es obra del hambre debe ser negado con decisión antes de que esta belleza pueda ser. Porque ella necesita total inocencia, total austeridad; no la inocencia urdida por el pensamiento ni la austeridad del sacri­ficio. Sólo cuando el cerebro está libre del tiempo y sus respuestas son absolutamente silenciosas, existe esa austera ino­cencia.

Uno despertó mucho antes del amanecer, cuando el aire se halla muy quieto y la tierra aguarda al sol. Despertó con una claridad peculiar y una urgencia que exigía atención plena. El cuerpo estaba completamente inmóvil; era una inmovilidad sin tirantez, sin tensión. Y dentro de la cabeza tenía lugar un singular fenómeno. Un río anchísimo fluía con la presión de un inmenso caudal de agua, fluía entre altas y bruñidas rocas de granito. A cada lado de este anchísimo río estaba el bruñido, reluciente granito en el cual nada crecía, ni siquiera una brizna de hierba; no había nada excepto pura roca pulida remontán­dose más allá del mensurable alcance de la vista. El río se abría paso silenciosamente, sin un susurro, indiferente, majestuoso. Ello ocurría realmente, no era un sueño, una visión o un símbolo que deba ser interpretado. Ahí estaba sucediendo, más allá de cualquier duda; no era cosa de la imaginación. Ningún pen­samiento puede inventar eso; era demasiado inmenso y real para que el pensamiento pudiera formularlo.

La inmovilidad del cuerpo y este gran río fluyendo entre los bruñidos muros de granito del cerebro, continuaron por una hora y media del reloj. A través de la ventana los ojos podían ver la llegada del alba. No había error con respecto a la reali­dad de lo que estaba sucediendo. Por una hora y media todo el ser estuvo atento sin esfuerzo y sin desviarse. Y súbitamente ello se terminó y comenzó el día.

Esta mañana esa bendición llenaba el aposento. Llovía fuerte, pero más tarde el cielo estaría azul.

El proceso, con su presión y dolor, continua suavemente.

 

13

Tal como el sendero que sube por la montaña jamás puede contener toda la montaña, así esta inmensidad no es la palabra. Y, sin embargo, mientras uno subía por la ladera de la montaña, con el pequeño torrente corriendo al pie de la misma, ahí estaba esta increíble, innominable inmensidad que colmaba la mente y el corazón; y cada gota de agua sobre la hoja o sobre la brizna de hierba resplandecía con esa inmensidad.

Había estado lloviendo toda la noche y toda la mañana, con el cielo cargado de densas nubes, y ahora el sol se dejaba ver sobre los altos cerros y había sombras en las verdes e in­maculadas praderas cubiertas de flores. El pasto estaba muy húmedo y el sol brillaba sobre las montañas. En lo alto de ese sendero había encantamiento; ahora conversábamos y entonces parecía que en modo alguno [omitida una palabra] la belleza de esa luz ni la simple paz que hay en el campo. La bendición de esa inmensidad estaba ahí y había júbilo.

Mientras caminábamos en esta mañana, de nuevo estaba ahí esa impenetrable fuerza cuyo poder es bendición. Uno estaba despierto a ello y el cerebro lo advertía sin ninguna de sus res­puestas. Eso hacia que el claro cielo y las Pléyades fueran increíblemente bellos. Y el temprano sol sobre la montaña con su nieve, era la luz del mundo.

Durante la plática[11] estaba ahí, intangible y puro, y por la tarde entró en la habitación con la velocidad de un relámpago y desapareció. Pero en alguna medida está siempre aquí con esa extraña inocencia cuyos ojos jamas han sido tocados.

El proceso fue un poco agudo la noche pasada y mientras esto se escribe.

 

14

Aunque el cuerpo estaba fatigado después de la plática [de ayer] y de ver a la gente, sentado en el auto bajo el espa­cioso árbol tenía lugar una actividad profundamente extraña. No era una actividad que el cerebro con sus respuestas acos­tumbradas pudiera concebir o formular; eso estaba más allá de su alcance. Pero había una actividad, muy en lo profundo, que deshacía todo obstáculo. La naturaleza de esa actividad es im­posible de expresar. Como hondas aguas subterráneas que se abren paso hacia la superficie, había una actividad que llegaba mucho más profundamente y más allá de toda conciencia.

Uno se da cuenta del aumento de sensibilidad del cerebro; el color, la figura, la línea, la forma total de las cosas se han vuelto más intensas y extraordinariamente vivas. Las sombras parecen tener una existencia propia de mayor profundidad y pureza. Era un quieto y bello atardecer; corría una brisa entre las hojas y el follaje del álamo temblón también se estremecía y danzaba. Un alto y recto tronco con una corona de flores blancas tocadas por un tenue color rosado, se erguía como un centinela junto al torrente de la montaña. El torrente era de oro al sol del ocaso y los montes se hallaban en hondo silencio; ni siquiera el paso de los automóviles parecía perturbarlos. Las montañas cubiertas de nieve estaban en profunda oscuridad; las densas nubes y los prados conocieron la inocencia.

La mente se hallaba mucho más allá de toda experiencia. Y el meditador estaba silencioso.

 

15

Caminando cerca del torrente y con las montañas entre las nubes, había momentos de intenso silencio, como los brillantes retazos de cielo azul que dejan las nubes al separarse. Era un atardecer frío, cortante, con una brisa que venía del norte. La creación no es para el talentoso, para el dotado, ellos sólo conocen la creatividad pero nunca la creación. La creación está más allá del pensamiento y de la imagen, más allá de la palabra y la expresión. No es para ser comunicada porque no puede formularse, no puede envolverse en palabras. Puede sentirse en estado de completa y lúcida atención. No es posible utilizarla y exhibirla en el mercado para que se la regatee y se la venda.

La creación no puede ser comprendida por el cerebro con sus complicadas variedades de respuestas. El cerebro no tiene modo de entrar en contado con ella; es absolutamente incapaz. El conocimiento es un obstáculo, y sin el conocimiento de uno mismo la creación no puede existir. El intelecto, ese agudo ins­trumento del cerebro, no puede en modo alguno aproximársele. El cerebro total, con sus ocultas urgencias secretas y sus em­peños, con sus múltiples variedades de astutas virtudes, debe hallarse completamente silencioso, mudo, pero sin embargo alerta y sereno. La creación no es hornear pan o escribir un poema. Toda actividad del cerebro debe cesar, voluntaria y fácil­mente, sin conflicto ni dolor. No debe haber ni sombra de conflicto e imitación.

Entonces existe el asombroso movimiento llamado creación. Este sólo puede tener existencia en la negación total; no puede existir en el paso del tiempo ni el espacio puede abarcarlo. Debe haber muerte completa, destrucción total para que la creación sea.

Esta mañana; al despertar, había completo silencio externa e internamente. El cuerpo, y el cerebro que mide y pesa, estaban quietos, en un estado de inmovilidad, aunque ambos se hallaban activos y altamente sensibles. Y tan silenciosamente como llega el alba, vino desde alguna parte muy íntima y profunda, esa fuerza con su energía y su pureza. Parecía no tener raíces ni causa, pero no obstante estaba ahí, intensa y sólida, con una profundidad y una altura inmensurables. Permaneció por algún tiempo del reloj y desapareció, como la nube desaparece detrás de la montaña.

Cada vez hay algo «nuevo» en esta bendición, una «nueva» cualidad, un «nuevo» perfume y, sin embargo, ella es inmuta­ble. Es totalmente incognoscible.

El proceso fue agudo por un rato pero ahora prosigue de una manera benigna. Todo es muy extraño e impredecible.

 

16

Había un retazo de cielo azul entre dos vastas, interminables nubes; era un azul claro, sobrecogedor por lo suave y penetrante. Sería absorbido en unos pocos minutos y desaparecería para siempre. Ningún cielo de un azul así se vería jamás otra vez. Había estado lloviendo la mayor parte de la noche y de la ma­ñana, y había nieve fresca en las montañas y sobre los altos cerros. Y los prados estaban más verdes y fértiles que nunca, pero ese pequeño retazo de límpido cielo azul ya jamás volvería a verse. En ese pequeño retazo estaba la luz de todo el firma­mento y el azul de todos los cielos. Mientras uno lo observaba su forma empezó a cambiar y las nubes se agolpaban para cubrirlo a fin de que no fuera demasiado visible. Desapareció para no aparecer ya nunca más. Pero había sido visto y el prodigio de ello persiste.

En ese momento, mientras uno descansaba sobre el sofá, y las nubes iban conquistando el azul, de una manara totalmente inesperada llegó esa bendición con su pureza e inocencia. Llego en abundancia y colmó el aposento hasta que el aposento y el corazón no pudieron retenerla más; su intensidad era peculiar­mente abrumadora y penetrante, y su belleza cubría la tierra entera. El sol resplandecía sobre un sector de brillante color verde y los oscuros pinos estaban quietos e indiferentes.

Esta mañana ‑era muy temprano, faltaba un par de horas para la llegada del alba‑, al despertar con ojos que el sueño ha abandonado, había una alegría insondable de la cual uno era lúcidamente consciente; no tenía causa ni había tras de ella sentimentalismo, entusiasmo o alguna extravagancia emocional; era clara, simple alegría, incontaminada y rica, pura e intan­gible. No estaba basada en pensamiento o razón alguna, y uno jamás podría comprender esa alegría porque ella no tenía causa. Esta alegría, este júbilo manaba de la totalidad del propio ser, y el ser estaba absolutamente vacío. Tal como un torrente de agua se derrama por la ladera de una montaña, naturalmente y bajo presión, así se derramaba esta alegría en gran abundan­cia, viniendo desde ninguna parte y yendo hacia ninguna parte, pero el corazón y la mente ya nunca volverían a ser los mismos.

En el momento en que esta alegría estallaba hacia afuera, uno no era consciente de su cualidad; ello sucedía y su natura­leza habría de revelarse, probablemente, en el tiempo, y el tiempo no podría medirla. El tiempo es mezquino y no puede pesar la plenitud.

El cuerpo ha estado un poco frágil y vacío, pero en la noche pasada y esta mañana el proceso ha sido agudo, aunque sin mucha duración.

 

17

Había sido un día nublado, lluvioso, con viento noroeste, un día opresivo y frío. Estábamos subiendo por el camino que lleva a la cascada que luego se transforma en el ruidoso torren­te; se veía a pocas personas en los caminos, pasaban pocos auto­móviles y el torrente se precipitaba más rápido que nunca. Subíamos por el camino con el viento detrás de nosotros, y el estrecho valle se dilataba y había retazos de sol sobre los pastos verdes y relucientes. Estaban ensanchando la carretera y cuando pasamos nos saludaron con amistosas sonrisas y algunas palabras en italiano. Habían estado trabajando todo el día, cavando y acarreando rocas, de modo que hasta parecía imposible que aún pudieran sonreír. Pero lo hacían. Algo más lejos y en lo alto, bajo un gran cobertizo, una moderna maquinaria aserraba madera, taladrándola y recortando moldes sobre gruesos ta­blones. Y el valle se abría más y más, y a lo lejos había un pueblo y más lejos aún estaba la cascada que surgía del glaciar en la cumbre de la montaña rocosa.

Más que verla, uno sentía la belleza del país, el cansancio de esas personas, el impetuoso torrente y las tranquilas praderas. Detrás de nosotros, cerca del chalet, todo el cielo se hallaba cubierto de densas nubes, y de pronto el sol poniente se posó sobre algunas rocas en lo alto de la montaña. El retazo de luz solar sobre la superficie de esas rocas revelaba una profundidad de belleza y sentimiento que ninguna imagen esculpida puede contener. Era como si estuvieran iluminadas desde adentro con una luz propia, serena, que jamás se apaga. Era el fin del día.

Sólo al despertar temprano en la mañana siguiente uno tuvo conciencia del previo esplendor de ese atardecer y del amor que pasó junto a uno. La conciencia no puede contener la in­mensidad de la inocencia; puede recibirla, pero no proseguirla ni cultivarla. La conciencia toda debe estar quieta, sin desear, sin buscar y sin perseguir en modo alguno. Sólo cuando hay quietud en la totalidad de la conciencia, puede surgir eso que no tiene principio ni fin. La meditación es el vaciado de la conciencia, no con el propósito de recibir, sino que es el vaciado de todo esfuerzo por alcanzar algo. Debe haber espacio para el silencio, no el espacio creado por el pensamiento y sus activi­dades sino el espacio que adviene por la negación y la des­trucción, cuando nada ha quedado del pensamiento y sus pro­yecciones. Sólo en el vacío puede haber creación.

Esta mañana temprano, al despertar, la belleza de esa fuerza con su inocencia estaba ahí, profundamente adentro y aflorando a la superficie de la mente. Tenía la cualidad de ser infinita­mente flexible, pero nada podía moldearla; esa belleza no podía ajustarse, conformarse al patrón del hombre. No podía ser atra­pada en símbolos o palabras. Pero estaba ahí, inmensa, intan­gible. Toda meditación parecía trivial y tonta. Sólo eso subsistía y la mente estaba silenciosa.

Algunas voces, durante el día, en raros instantes, esa ben­dición habría de llegar y desaparecer. El desear y el pedir care­cen en absoluto de significación.

El proceso continúa suavemente.

 

18

Había estado lloviendo la mayor parte de la noche y el tiempo se había vuelto muy frío; sobre los más altos cerros y montañas se veía nieve fresca en cantidad. Y también soplaba un viento cortante. Los prados florecidos tenían un brillo extra­ordinario y el color verde era sorprendente. Y también había llovido casi todo el día y sólo hacia las últimas horas de la tarde comenzó a aclarar y el sol apareció entre las montañas. Cami­nábamos a lo largo de un sendero que llevaba de un pueblo a otro, un sendero que serpenteaba en torno de granjas entre fértiles prados verdes. Los postes que sostienen los pesados ca­bles eléctricos se destacaban impresionantes contra el cielo crepuscular; al contemplar estas imponentes estructuras de acero en contraste con las veloces nubes, se advertía un sentido de belleza y poder. Cruzamos un puente de madera, y el torrente lleno, engrosado por toda esta lluvia, se deslizaba veloz con una energía y una fuerza que sólo poseen los torrentes de la mon­taña. Mirando a uno y otro lado del torrente estrechamente encajonado entre apretados grupos de rocas y árboles, uno per­cibía el movimiento del tiempo ‑pasado, presente y futuro; el puente era el presente y toda la vida pasaba y bullía a través del presente.

Pero más allá de todo esto, a lo largo de esa vereda fangosa bañada por la lluvia, estaba «lo otro» [otherness], un mundo que jamás podría ser tocado por el pensamiento humano, por sus actividades y sus inacabables infortunios. Este mundo no era el producto de la esperanza ni de la creencia. Uno no era del todo consciente de ello en ese momento, había demasiadas cosas para observar y sentir, demasiada fragancia para oler; las nubes, el sol entre las montañas, y más allá el pálido cielo azul, y la luz del crepúsculo sobre los prados centelleantes; el olor de los establos y las flores rojas alrededor de las granjas. «Lo otro» estaba ahí abarcándolo todo sin pasar por alto ni la cosa más insignificante; y mientras uno permanecía despierto en la cama, «eso» advino llenando a borbotones la mente y el corazón. En­tonces uno fue consciente de su belleza sutil, de la pasión y el amor de ello. No el amor que se guarda en imágenes como una reliquia, no el amor evocado por los símbolos, los cuadros y las palabras, ni el que está embozado tras de los celos y la envidia, sino aquel amor que está ahí, liberado de cualquier pensamiento y sentimiento, un movimiento circular, eterno, cuya belleza se revela en el abandono de la pasión egocéntrica. La pasión de esa belleza no existe si no hay austeridad. La austeridad no pertenece a la mente, no es una cosa que pueda obtenerse mediante un esmerado sacrificio, por la represión o la disciplina. Todo esto debe cesar naturalmente, porque estas cosas no tienen significado alguno para «lo otro». Ello advino inundándolo a uno con su inmensurable caudal. Este amor no tenía centro ni periferia y era tan completo, tan invulnerable que no había en él imagen alguna y, por lo tanto, era por siempre indestructible.

Nosotros siempre miramos desde afuera hacia adentro; desde el conocimiento proseguimos hacia ulteriores conocimien­tos, siempre sumando, y el mismo restar es otro modo de sumar. Y nuestra conciencia está formada por miles de recuerdos y reconocimientos; somos conscientes de la hoja que tiembla, de la flor, de ese hombre que pasa, del niño que cruza corriendo por el campo; conscientes de la rosa, del torrente, de la brillante flor roja y del mal olor que proviene de un chiquero. Desde este recordar y reconocer, a partir de las respuestas externas tratamos de tornarnos conscientes con respecto a las interiori­dades ocultas, a los impulsos y motivos más hondos; exploramos más y más adentro en las vastas profundidades de la mente. Todo este proceso de retos y respuestas, todo este movimiento del experimentar y reconocer las actividades ocultas y las mani­festadas, todo esto es la conciencia atada al tiempo.

La copa no es solamente la forma, el color, el diseño, sino que es también ese vacío que hay dentro de la copa. La copa es el vacío retenido dentro de una forma; sin ese vacío no ha­bría copa ni forma. Nosotros conocemos la conciencia por los signos externos, por sus limitaciones de altura y profundidad, de pensamiento y sentimiento. Pero todo esto es la forma exte­rior de la conciencia: por lo exterior tratamos de encontrar lo interno. ¿Es esto posible? Las teorías y especulaciones carecen de significación; de hecho, impiden todo descubrimiento. Par­tiendo de lo exterior tratamos de encontrar lo interno, desde lo conocido exploramos con la esperanza de encontrar lo descono­cido. ¿Es posible investigar desde lo interno hacia lo externo? Conocemos el instrumento que investiga a partir de lo externo, pero ¿existe un instrumento que, desde lo desconocido, pueda investigar en lo conocido? ¿Existe? ¿Y cómo podría existir? No puede. Si lo hubiera seria reconocible, y si es reconocible está dentro del área de lo conocido.

Esa extraña bendición llega cuando quiere, pero con cada visita hay, muy en lo profundo, una transformación; ello jamás es lo mismo.

El proceso continúa, a veces suave y a veces agudo.

 

19

Era un hermoso día, un día sin nubes, un día de luz y de sombras; después de las fuertes lluvias el sol brilló en un claro y límpido cielo azul. Las montañas con su nieve estaban muy cerca, uno casi podía tocarlas; se destacaban vivamente contra el cielo. Los prados refulgían resplandecientes al sol, cada brizna de hierba danzaba su propia danza y el movimiento de las hojas era mucho más intenso. El valle estaba radiante y todo reía, era un día magnifico, y había miles de sombras.

Las sombras son más vivas que la realidad; las sombras son más largas, ricas y profundas; parecen tener una vida propia independiente y protectora; en su invitación existe una satis­facción peculiar. El símbolo se torna más importante que la realidad. El símbolo proporciona un refugio; a su amparo es fácil hallar bienestar. Uno puede hacer con el símbolo lo que quiera, éste jamás ha de contradecirlo, jamás cambiará; puede ser cubierto de guirnaldas o de cenizas. Existe una satisfacción extraordinaria en una cosa muerta, en una pintura, una con­clusión, una palabra. Son cosas que están muertas sin posibilidad alguna de revivir, y hay placer en los múltiples aromas del ayer. El cerebro siempre es el ayer, y lo que en el hay es la sombra del ayer, y el mañana es la continuación de esa sombra, un poco modificada pero exhalando aún el aroma del ayer. Así, el cerebro vive y tiene su existencia en las sombras; se siente más seguro, más confortable.

La conciencia está siempre recibiendo, acumulando e interpretando según lo que ha acopiado; recibe a través de todos sus poros; acopia, y desde lo que ha almacenado experimenta, juz­gando, recopilando, modificando. Mira, no sólo mediante los ojos, mediante el cerebro, sino a través de este trasfondo. La conciencia sale para recibir, y en el acto de recibir existe. En sus recónditas profundidades ha almacenado por siglos aquello que ha recibido, los instintos, las memorias, la seguridad, siempre agregando, agregando, y si quita es sólo para agregar más. Cuando esta conciencia mira hacia afuera lo hace para pesar, contrapesar y recibir. Y cuando mira hacia adentro, su mirar es aun el mirar externo que pesa, contrapesa y recibe; cuando se despoja internamente, ello es otra forma de agregar. Este proceso, atado al tiempo, prosigue y prosigue dolorosamente, con fugaces alegrías y pesares.

Pero mirar, ver, escuchar sin esta conciencia ‑un salir, un avanzar en el que no existe el recibir‑ es el movimiento total de la libertad. Este avanzar no tiene un centro, un punto, pe­queño o extenso, desde el cual moverse; así es como se mueve en todas las direcciones sin la barrera del tiempo‑espacio. Su escuchar es total, su mirar es total. Este movimiento es la esencia de la atención. En la atención están contenidas todas las dis­tracciones, y entonces no hay distracción. Solamente la concen­tración conoce el conflicto de la distracción. La conciencia toda es pensamiento expresado o no expresado, pensamiento verbal o en busca de la palabra; el pensamiento como sentimiento, el sentimiento como pensamiento. El pensamiento jamás está quie­to; la reacción que se expresa a sí misma es pensamiento, y el pensamiento a su vez multiplica las respuestas. De este modo la belleza es el sentir expresado por el pensamiento, y el amor está aún dentro del campo del pensamiento. ¿Hay amor y belleza dentro del cerco del pensamiento? ¿Hay belleza cuando hay pen­samiento? La belleza y el amor conocidos por el pensamiento son los opuestos de la fealdad y el odio. La belleza no tiene opuesto, ni lo tiene el amor.

Ver sin el pensamiento, sin la palabra, sin la respuesta de la memoria, es por completo diferente del ver con el pensa­miento y el sentimiento. Lo que uno ve con el pensamiento es superficial; entonces el ver es tan sólo parcial. Esto no es ver en absoluto. El ver total es el ver sin el pensamiento. Ver una nube sobre una montaña sin el pensamiento y sus respuestas, es el milagro de lo nuevo; ello no es «hermoso», es algo explo­sivo en su inmensidad; es algo que nunca ha sido y que ya jamás será. Para ver, para escuchar es preciso que toda la con­ciencia esté quieta a fin de que la destructiva creación pueda ser. Ello es la totalidad de la vida y no el fragmento que implica todo pensar. No hay «belleza», sino sólo una nube sobre la montaña; eso es creación.

El sol poniente tocaba las cimas de las montañas, brillante, sobrecogedor, y la tierra estaba silenciosa. Sólo existía el color y no los diferentes colores; sólo existía el escuchar y no los múltiples sonidos.

Esta mañana, al despertar tarde cuando ya el sol avanzaba sobre los cerros, ahí estaba asa bendición como una luz resplan­deciente; parecía tener su propia fuerza y su propio poder. Igual que el distante murmullo de las aguas de un río, prosigue una actividad que no es del cerebro con sus voliciones y engaños, sino una actividad que es la intensidad misma.

El proceso continúa con fuerza variable; a voces es bastante agudo.

 

20

Era un día perfecto, el cielo estaba intensamente azul y todo centelleaba al sol de la mañana. Había unas pocas nubes flo­tando aquí y allá, ociosamente, sin tener adónde ir. El sol hacia que las vibrantes hojas del álamo temblón fueran joyas brillando contra los escarpados cerros verdes. Los prados habían cambiado durante la noche, eran más intensos, más tiernos, de un color verde completamente imposible de imaginar. Lejos, más allá del cerro, había tres vacas pastando perezosamente, y sus campanillas podían escucharse en el claro aire mañanero; mientras masticaban iban desplazándose constantemente en línea recta de un extremo al otro del prado. Y el funicular pasaba por encima sin que se perturbaran ni molestaran siquiera en mirar jamás hacia arriba. Era una mañana hermosa, y las montañas nevadas se destacaban nítidamente contra el cielo; el aire estaba tan transparente que uno podía ver las numerosas cascadas pequeñas. Era una mañana de largas sombras y de una infinita belleza. Es extraño cómo el amor tiene su existencia en esta belleza; había tanta dulzura que todas las cosas parecían aquietarse por miedo de que cualquier movimiento despertara a algún espíritu oculto. Y ya había unas pocas nubes más.

Era un paseo hermoso en un automóvil que parecía disfrutar aquello para lo cual había sido construido; tomaba cada curva, por cerrada que fuese, con determinación y facilidad; ascendió la larga pendiente sin una sola queja y había gran poder en el modo que tenía de subir adonde quiera llevase el camino. Era como un animal que tuviera conciencia de su propia fuerza. El camino tenía curvas que entraban y salían a través de un monte iluminado por el sol, y cada retazo de luz estaba vivo y danzaba con las hojas; cada curva del camino mostraba más luz, más danzas, más encanto. Cada árbol, cada hoja estaban en soledad, intensos y silenciosos. A través de una pequeña abertura entre los árboles se divisaba un sector de prado expuesto al sol, de un verde sorprendente. Era tan sobrecogedor que le hacía a uno olvidar que estaba en un peligroso camino de mon­taña. Pero el camino se suavizaba serpenteando con pereza en torno de un valle diferente. Ahora se estaban juntando nubes y era agradable que no hubiera un sol tan fuerte. El camino se volvió casi plano, si es que puede ser plano un camino mon­tañoso; continuaba más allá de un cerro cubierto de oscuros pinares, y ahí al frente estaban las enormes, subyugantes montañas, los peñascos y la nieve, y los verdes campos, las cascadas, las pequeñas chozas de madera y los arrebatadores contornos curvilíneos de la montaña. Uno apenas si podía creer lo que veían los ojos, la subyugante dignidad en la forma de esos peñascos, la desnuda montaña cubierta por la nieve, y despeña­dero tras despeñadero de roca interminable; e inmediatamente después los verdes prados, todo contenido en el inmenso abrazo de una montaña. Era algo absolutamente increíble; había belle­za, amor, destrucción, y la inmensidad de la creación, no en esas rocas, no en esos campos, en más pequeñas chozas; aquella in­mensidad no estaba en eso ni era parte de eso, sino que estaba mucho más allá y por encima de eso. Ahí estaba con una majestad, con un bramido que los ojos no podían ver ni los oídos escuchar; estaba ahí con una totalidad y una quietud tal que el cerebro con sus pensamientos se redujo a la nada, como esas hojas muertas en el monte. Estaba ahí con tal ple­nitud, con una fuerza tal que el mundo, los árboles y la tierra entera llegaron a su fin. Eso era amor, creación y destrucción. Y no había nada más.

Era la esencia de lo profundo. La esencia del pensamiento es ese estado en el que no hay pensamiento. Por mucha que sea la hondura y la amplitud a que el pensamiento pueda ser segui­do, éste siempre permanecerá siendo poco profundo, superficial. El cese del pensamiento es el principio de esa esencia. El cese del pensamiento es negación, y lo que es negativo no tiene medios positivos; no hay método ni sistema para terminar con el pensamiento. El método, el sistema es un modo positivo de abordar la negación, y es así que el pensamiento jamás puede encontrar su propia esencia. Para que la esencia sea, el pensa­miento debe cesar. La esencia del ser es el no‑ser, y para «ver» la profundidad del no‑ser, uno debe estar libre del devenir. La li­bertad no existe si hay continuidad, y aquello que tiene con­tinuidad está atado al tiempo. Cada experiencia ata la mente al tiempo, y es la mente que se halla en un estado de no‑experi­mentar la que percibe todo cuanto es esencia. Este estado en que ha llegado a su fin todo cuanto sea experimentar, no es la pará­lisis de la mente; por el contrario, es la mente aditiva, la mente que está acumulando la que decae y se marchita. Porque el acumular es algo mecánico, es repetición; el negar para adquirir y la mera adquisición son ambos repetitivos e imitativos. La mente que destruye de modo total este mecanismo de acumu­lación y defensa, es una mente libre y, por lo tanto, el experi­mentar ha perdido su significación.

Entonces existe el hecho y no la experiencia del hecho; la opinión acerca del hecho, su evaluación, su belleza y no-belleza, son la experiencia del hecho. Experimentar el hecho es negarlo, es escapar de él. El experimentar un hecho sin pen­samiento ni sentimiento es un suceso de gran profundidad.

Al despertar esta mañana había esa extraña inmovilidad del cuerpo y del cerebro; con ella advino una gran bendición y un movimiento que penetraba en insondables profundidades de intensidad; y estaba ahí «lo otro».

El proceso continúa suavemente.

 

21

Nuevamente ha sido un día claro, soleado, con largas som­bras y hojas relumbrantes; las montañas se veían serenas, maci­zas y cercanas; el cielo era de un azul extraordinario, límpido y apacible. Las sombras llenaban la tierra, era una mañana espe­cial para las sombras: sombras pequeñas y grandes, sombras largas, delgadas unas y otras satisfechas de su opulencia, alguna rechoncha sombra vulgar y jubilosas sombras espirituales. Los tejados de las granjas y de los chalets brillaban como mármol pulido, tanto los nuevos como los antiguos. Parecía haber un gran regocijo y griterío entre los árboles y en medio de los prados; todo existía lo uno para lo otro, y por encima de ello estaba el cielo. Nada era de la hechura del hombre con sus torturas y esperanzas; y había vida, vasta, espléndida vida pal­pitando y doblegándose en todas las direcciones. Era vida, siempre joven y siempre peligrosa; vida que jamás se detiene, que recorre la tierra indiferente sin dejar nunca una huella, sin pedir ni reclamar nada. Ahí estaba en plenitud, misteriosa e inmortal, sin que importara de dónde venia ni hacia dónde iba. Dondequiera qué estuviese había vida, más allá del tiempo y del pensamiento. Era algo maravilloso, libre, sutil e impenetra­ble. No era para ser encerrado; allí donde se le encierra, en los lugares de culto y adoración, en el mercado, en la casa, hay decadencia y corrupción con sus perpetuas reformas. Ahí estaba, simple, majestuoso y quebrantador, y la belleza de ello sobrepasa todo pensamiento y sentimiento. Es algo tan inmenso e incom­parable que llena la tierra y los cielos y la hoja de hierba que tan prontamente se destruye. Está ahí, con el amor y con la muerte.

En el monte el aire era fresco y unos metros más abajo corría un ruidoso torrente; los pinos se proyectaban hacia los cielos sin inclinarse jamás para mirar la tierra. Era un lugar espléndido con las negras ardillas comiendo setas de los árboles mientras los recorrían de arriba abajo persiguiéndose las unas a las otras en apretadas espirales; había un petirrojo, o lo que parecía un petirrojo, moviéndose de un lado a otro. Todo era sosiego y quietud, excepto por el torrente con sus frías aguas de montaña. Y lo que allí había era amor, creación y destrucción, no como un símbolo, no como algo del pensamiento o del sentimiento sino como una tangible realidad. Uno no podía verlo ni sentirlo, pero estaba ahí, sobrecogedoramente inmenso, con una fuerza más allá de toda medida y con el poder de lo más vulnerable. Estaba ahí, y todas las cosas se aquietaban, el cerebro y el cuer­po; era una bendición y la mente era parte de ello.

Esa profundidad no tiene fin; su esencia está fuera del tiempo y del espacio. No es para experimentarse; la experiencia es algo tan chabacana, tan barato; con la misma facilidad que se obtiene se pierde; el pensamiento no puede producir la pro­fundidad, ni el sentimiento puede alcanzarla. Estas cosas son tan tontas e inmaduras. La madurez no es del tiempo, no es una cuestión de edad, ni adviene merced a las influencias y al medio. No puede comprarse, y ni los libros, ni los maestros o los salva­dores, ni el uno ni los muchos pueden jamás crear el clima apro­piado para esta madurez. Ella no es un fin en sí misma; se ori­gina sin que el pensamiento la cultive, sin que se la busque a través de la meditación; adviene oscuramente, secretamente. Tiene que haber madurez, eso que es la sazón de la vida; no la sazón que engendran la enfermedad y el alboroto de la existencia, el dolor y la esperanza. La desesperación y el esfuerzo no pueden traer consigo esta total madurez, pero ella tiene que existir sin que se la busque.

Porque en esta madurez total hay austeridad. No la auste­ridad de las cenizas y el cilicio, sino la casual e impremeditada indiferencia hacia las cosas del mundo con sus virtudes, sus dioses, su respetabilidad, sus esperanzas y sus méritos. Esas cosas deben ser totalmente negadas para que exista esa austeri­dad que adviene con la madura soledad interna. Ninguna in­fluencia de la sociedad o de la cultura puede alcanzar jamás esta soledad. Ella debe existir, pero no evocada por el cerebro que es hijo de las influencias y del tiempo. Debe llegar, como un trueno, desde ninguna parte. Y sin esa austeridad no hay total madurez. La otra soledad ‑ésa que es la esencia de la auto­compasión y la autodefensa, de la vida aislada en mitos, cono­cimientos e ideas‑ está muy lejos de la madura soledad interna; está eternamente intentando integrar y siempre está dividiendo, separando. La madura soledad significa una vida en la que ha llegado a su fin toda influencia. Esta soledad interna es la esencia de la austeridad.

Pero esta austeridad adviene cuando el cerebro permanece claro, no dañado por ninguna clase de heridas psicológicas causadas por el temor; el conflicto, en cualquiera de sus formas, destruye la sensibilidad del cerebro; la ambición con su crueldad despiadada, con su esfuerzo incesante por llegar, consume las sutiles capacidades del cerebro; la codicia y la envidia hacen que el cerebro se recargue de satisfacciones y rechace molesto las insatisfacciones. Tiene que haber un estado de alerta sin prefe­rencia, una percepción lúcida en la que hayan cesado toda po­sesión y conformismo. El comer en exceso y la complacencia en cualquiera de sus formas embotan el cuerpo y entorpecen el cerebro.

Hay una flor a la orilla del camino, una cosa clara y bri­llante abierta a los cielos; el sol, las lluvias, la oscuridad de la noche, los vientos y el trueno y el suelo han intervenido para producir esa flor. Pero la flor no es ninguna de esas cosas. Ella es la esencia de todas las flores. La libertad con respecto a la envidia, al temor, a la autoridad, al aislamiento, no han de producir esa madura soledad con su austeridad extraordi­naria. Esta adviene cuando el cerebro no la espera; adviene cuando uno le está dando la espalda. Entonces nada hay que pueda agregársele o quitársele. Entonces ello tiene su vida propia, un movimiento que es la esencia de toda vida, un movimiento sin tiempo ni espacio.

Esa bendición estaba ahí acompañada de una gran paz.

El proceso continúa suavemente.

 

22

La luna estaba oculta entre las nubes, pero las montañas y los oscuros cerros se veían claramente y había en torno de ellos una intensa quietud. Suspendida justo sobre un cerro cubierto de árboles, se veía una gran estrella, y el único sonido que pro­venía del valle era el del torrente de la montaña precipitándose sobre las rocas. Todo dormía salvo el pueblo distante, pero sus sonidos no llegaban con tanta fuerza. El ruido del torrente pron­to se debilitó, continuaba ahí pero sin colmar el valle. No corría brisa alguna y los árboles permanecían inmóviles; la luz de la pálida luna se reflejaba sobre los dispersos tejados y todo estaba quieto, aun las tenues sombras.

En el aire había ese sentimiento de abrumadora inmen­sidad, intenso e insistente. No era un capricho de la imagina­ción; la imaginación se detiene frente a la realidad; la imagi­nación es peligrosa, carece de validez, sólo el hecho la tiene. La fantasía y la imaginación son placenteras, engañosas y deben ser completamente desterradas. Toda forma de mito, fantasía e imaginación tiene que ser comprendida, y esta misma com­prensión las despoja de su significado. Aquello estaba ahí, y lo que había comenzado como meditación, cesó. ¡Qué significado puede tener la meditación cuando la realidad está ahí! No fue la meditación la que hizo que la realidad se manifestara, nada puede hacerlo; la realidad estaba ahí a pesar de la meditación; pero era necesario un cerebro sensible, alerta, que hubiera detenido por completo, fácil y voluntariamente, su parloteo de razones y sinrazones. El cerebro se había vuelto muy silencioso, viendo y escuchando sin interpretar, sin dosificar; estaba quieto y no había entidad alguna ni había necesidad de aquietarlo. El cerebro estaba muy quieto, muy vivo y sensible. Esa inmen­sidad llenaba la noche y con ella advino la bienaventuranza.

Ello no tenía relación con cosa alguna; no procuraba mol­dear, cambiar, defender; no podía ser influido y, en consecuen­cia, era inexorable. No hacia el bien, no reformaba; no se tor­naba respetable y, por lo tanto, era sumamente destructivo. Pero ello era amor, no el amor que es cultivado por la sociedad, asa cosa torturada. Era la esencia del movimiento de la vida. Estaba ahí, implacable, destructivo, con una ternura que sólo lo nuevo ‑como la nueva hoja de primavera‑ conoce y puede revelar. Y había una fuerza más allá de toda medida, y el poder que sólo tiene la creación. Y todas las cosas permanecían quietas. Esa única estrella que se desplazaba sobre el cerro estaba bien alta destacándose brillante en su soledad.

En la mañana, mientras recorríamos el monte en la parte superior del torrente, con el sol resplandeciendo en cada árbol, otra vez estaba ahí esa inmensidad, tan inesperada, tan silenciosa que uno caminaba maravillado a través de ella. Una única hoja danzaba rítmicamente y el resto del abundante follaje permanecía inmóvil. Ahí estaba ese amor que no se encuentra al alcance de los anhelos y de la medida del hombre. Estaba ahí, y un soplo del pensamiento podría alejarlo, y un sentimiento podría rechazarlo. Estaba ahí lo que jamás puede conquistarse, lo que Jamás puede capturarse.

La palabra «sentir» es engañosa; sentir es más que la emo­ción, que un sentimiento, que una experiencia, que el tacto o el olfato. Aunque esa palabra pueda confundir, debe ser em­pleada en la comunicación, especialmente cuando hablamos de la esencia. El sentimiento de la esencia no se origina en el cere­bro ni en fantasía alguna; no es experimentable como una sacudida; sobre todo, no es la palabra. Uno no puede experi­mentarlo; para que exista la experiencia debe haber un experi­mentador, el observador. Experimentar sin el experimentador es completamente otra cosa. Es en este «estado», en el cual no hay experimentador ni observador, que existe ese «sentimiento». Este no es intuición que el observador pueda interpretar o seguir ciega o razonablemente; no es el deseo, el anhelo que se transforma en intuición o en «la voz de Dios», evocada por los políticos y los reformadores sociales. Es necesario alejarse muchísimo de todo esto para comprender este sentir, este ver, este escuchar. El «sentir» requiere la austeridad de lo que es límpido y claro, de lo que no contiene en si confusión ni conflicto. El «sentimiento» de la esencia adviene cuando existe la sencillez de seguir algo hasta su mismo fin, sin ninguna desviación, pena, envidia, temor, ambición, etc. Esta sencillez está más allá de las capacidades del intelecto; el intelecto es fragmentario. Esta per­secución de algo hasta su fin es la más alta forma de sencillez; no la vestidura mendicante o el comer una sola vez al día. El «sentimiento» de la esencia es la negación del pensamiento y sus capacidades mecánicas ‑el conocimiento y la razón. La ra­zón y el conocimiento son necesarios en el manejo de los proble­mas mecánicos, y todos los problemas del pensamiento y del sen­timiento son mecánicos. Debe existir esta negación de los mecanismos de la memoria, cuya reacción es el pensamiento. Destruir para llegar hasta el mismo fin; destrucción no de las cosas exteriores sino de las guaridas psicológicas y de las resis­tencias, de los dioses y sus refugios secretos. Sin esto no puede haber viaje dentro de esa profundidad cuya esencia es amor, creación y muerte.

Al despertar temprano esta mañana, el cuerpo y el cerebro permanecían inmóviles porque estaba presente ese poder, esa fuerza que es una bendición.

El proceso es benigno.

 

23

Había unas pocas nubes errantes en el cielo de la madru­gada, un cielo claro, sereno y sin tiempo. El sol aguardaba a que la sublimidad de la mañana tocara a su fin. El rocío cubría los prados, no había sombras y los árboles, estaban solitarios, es­perándolas. Era muy temprano, y hasta el torrente vacilaba en iniciar su turbulenta carrera. Todo estaba en silencio, la brisa no había despertado todavía y las hojas permanecían inmóviles. Aún no salía humo desde ninguna de las granjas, pero los teja­dos ya comenzaban a brillar con la luz cercana. Las estrellas se sometían con renuencia al amanecer, y había esa peculiar y silen­ciosa expectativa que precede a la salida del sol; los cerros aguardaban, y también los árboles y los prados que manifestaban su júbilo. Entonces el sol tocó los picos de las montañas, un toque suave, dulce, y la nieve se puso brillante con la primera luz de la mañana; las hojas empezaron a despertar de la larga noche, el humo subía recto desde una de las quintas y el torrente parloteaba a su gusto sin restricción alguna. Y lentamente, con cierta vacilación y tímida delicadeza, las largas sombras se extendieron por toda la tierra; las montañas proyectaron sus som­bras sobre los cerros y los cerros sobre los prados, y los árboles esperaban por sus sombras, y éstas pronto estuvieron allí, unas leves como plumas, otras profundas, densas. Y los álamos tem­blones danzaban, y el día había comenzado.

La meditación es esta atención en la que hay una percep­ción lúcida, sin preferencia alguna, del movimiento de todas las cosas ‑el graznar de los cuervos, el rasguear de la sierra eléc­trica a través de la madera, el temblor de las hojas, el ruidoso torrente, el llamado de un niño, los sentimientos, los motivos, los pensamientos persiguiéndose los unos a los otros y, aún más en lo profundo, la percepción alerta y lúcida de la conciencia total. Y en esta atención, el tiempo como el ayer en per­secución del mañana dentro del espacio, y el retorcimiento y la deformación de la conciencia, se aquietan y acallan. En esta silenciosa quietud hay un movimiento inmensurable, incompa­rable; un movimiento que no tiene existencia, que es la esencia de la bienaventuranza, de la muerte y la vida. Un movimiento que no puede ser seguido porque no deja un sendero tras de sí y porque es quieto y es inmóvil; un movimiento que es la esencia de todo movimiento.

La carretera iba hacia el poniente, enroscándose a través de prados empapados por la lluvia, pasaba por pequeños poblados sobre la ladera de los cerros, atravesando los torrentes monta­ñosos de puras aguas de nieve, pasando por iglesias con cam­panarios de cobre; seguía y seguía hasta penetrar en oscuras, cavernosas nubes y lluvias que envolvían a las montañas. Em­pezó una fina llovizna, y al mirar casualmente hacia atrás por la ventanilla trasera del automóvil que se desplazaba con len­titud, en el lugar desde donde habíamos venido se veían las nubes iluminadas por el sol, el cielo azul y las brillantes y claras montañas. Sin que se dijera una palabra, instintivamente, el auto se detuvo, retrocedió, dio la vuelta y se dirigió hacia la luz y las montañas. Era algo increíblemente bello, completa­mente estremecedor en su belleza, y a medida que el camino iba penetrando en un valle abierto, el corazón se calmaba; estaba silencioso y tan abierto como el dilatado valle. Varias veces habíamos pasado por este valle; la forma de los cerros nos era bastante familiar; los prados y las casas eran reconocible y se escuchaba el familiar estruendo del torrente. Todo estaba ahí excepto el cerebro, aunque éste se hallara conduciendo el auto­móvil. Todo se había vuelto muy intenso, había muerte. No por­que el cerebro estuviera inmóvil, no a causa de la belleza de la tierra o de la luz sobre las nubes o de la inmutable dignidad de las montañas; no era ninguna de estas cosas, aun cuando todas estas cosas pueden haber agregado algo a ello. En su sen­tido literal, era muerte; de pronto todo había llegado a su fin; no había continuidad, el cerebro estaba dirigiendo al cuerpo que conducía el auto y eso era todo. Literalmente eso era todo. El auto continuó por cierto tiempo y se detuvo. Había vida y muerte, tan estrechamente juntas, tan íntimamente, inseparable­mente unidas; y nada era importante. Había ocurrido algo de­vastador.

No había engaño ni imaginación; era muchísimo más serio que esa clase de tontas aberraciones, algo con lo cual no se podía jugar. La muerte no es un asunto fortuito; con ella no valen los argumentos. Uno puede discutir permanentemente con la vida, pero eso no es posible con la muerte. Así es ella de final y absoluta. Esta no era la muerte del cuerpo, lo cual seria un asunto bastante simple y decisivo; era vivir con la muerte, que es una cuestión por completo diferente. Había muerte y había vida; ambas estaban unidas inexorablemente. No era una muerte psicológica; no era una conmoción que ahuyentaba todo pensa­miento, todo sentimiento; no era una súbita aberración del cere­bro ni una enfermedad mental. No era ninguna de estas cosas, ni tampoco una curiosa decisión de un cerebro fatigado o deses­perado. No era un deseo inconsciente de morir. No era ninguna de estas cosas, las que serian inmaduras y la mente podría com­placerse en ellas con facilidad. Era algo que estaba en una di­mensión diferente, algo que desafiaba cualquier descripción del tiempo‑espacio.

Estaba ahí la esencia misma de la muerte. La esencia del yo es muerte, pero esta muerte era igualmente la esencia de la vida. De hecho, ambas no están separadas ‑la vida y la muerte. Esto no era algo suscitado por el cerebro para su bienestar y su ideada seguridad. El vivir mismo era el morir y el morir era el vivir. En ese automóvil, con toda esa belleza y color, con ese «sentimiento» de éxtasis, la muerte era parte del amor, era parte del todo. La muerte no era un símbolo, una idea, algo que uno conociera. Estaba ahí como una realidad, como un hecho, tan intensa y apremiante como la bocina de un automóvil que desea­ra pasar a otros. Del mismo modo en que la vida jamás quisiera cesar ni puede ser rechazada, así ahora la muerte no se iría ni seria rechazada. Estaba ahí con una intensidad extraordinaria y con una finalidad.

Toda la noche vivió uno con ello; parecía haber tomado po­sesión del cerebro y de las actividades habituales; no eran mu­chos los movimientos del cerebro que proseguían, pero había respecto de ellos una inusitada indiferencia. Hubo indiferencia en oportunidades anteriores, pero ahora eso estaba más allá y fuera de cualquier formulación. Todo se había vuelto mucho más intenso, tanto la vida como la muerte.

La muerte estaba ahí al despertar, sin dolor, acompañando a la vida. Era una mañana maravillosa. Había esa bendición que era el deleite de los árboles y de las montañas.

 

24

Era un día cálido, y había de sombras; las rocas resplandecían con un brillo puro. Los oscuros pinos parecían completamente inmóviles, a diferencia de esos álamos temblones listos para estremecerse al más leve soplo. Una fuerte brisa del oeste barría todo el valle. Las rocas estaban tan vivas que parecían correr tras de las nubes, y las nubes se adherían a ellas rodeándolas en su carrera y adoptando la forma y la curva de las rocas; y era difícil separar las rocas de las nubes y las rocas caminaban con las nubes. Todo el valle parecía estar mo­viéndose, y los pequeños, estrechos senderos que ascendían a los montes y más allá, parecían obedecerle y cobrar vida a su vez. Y los prados resplandecientes eran el refugio de tímidas flores. Pero en esta mañana las rocas regían el valle; contenían tantos colores que sólo existía la cualidad del color; estas rocas se veían apacibles en la mañana, y las había de innumerables formas y tamaños. Eran tan indiferentes a todo, al viento, a las lluvias y a las explosiones que producen las necesidades del hombre. Habían estado ahí y seguirían atando ahí hasta el fin de los tiempos.

Era una mañana espléndida y había sol en todas partes y cada hoja ataba en movimiento; era una buena mañana para el paseo en automóvil, no a gran distancia pero lo suficiente pata ver la belleza del país. Era una mañana nueva, una mañana que había sido renovada por la muerte, no la muerte por deca­dencia, enfermedad o accidente, sino la muerte que destruye para que haya creación. No hay creación si la muerte no barre con todas las cosas que el cerebro ha acumulado para proteger la existencia egocéntrica. Anteriormente, la muerte era una nueva forma de continuidad, la muerte estaba relacionada con la con­tinuidad. Con la muerte llegaba una nueva existencia, una nueva experiencia, un hálito nuevo y una nueva vida. Lo viejo cesaba y nació lo nuevo, y lo nuevo daba entonces lugar a algo más nuevo todavía. La muerte era el medio hacia el nuevo estado hacia la nueva invención, hacia un nuevo modo de vida, un nuevo pensamiento. Era un cambio aterrorizador, pero ese mismo cambio traía una nueva esperanza.

Pero ahora la muerte no trajo nada nuevo ‑un nuevo horizonte, un nuevo hálito. Es la muerte, absoluta y final. Y entonces nada hay, ni pasado ni futuro. Nada. No nace de ello cosa alguna. Pero no hay desesperación ni búsqueda; hay muerte completa, sin tiempo; un asomarse a grandes profundidades que no están allí. La muerte está ahí, sin lo viejo ni lo nuevo. Es la muerte sin sonrisa ni llanto. No es una máscara que cubre, que esconde alguna realidad. La realidad es la muerte y no hay ne­cesidad de esconder cosa alguna. La muerte ha borrado todo y nada ha dejado. Esta nada es la danza de la hoja, es el llamado de aquel niño. Es la nada, y eso es lo que tiene que haber: nada. Lo que continúa es decadencia, la máquina, el hábito, la ambición. Hay corrupción, pero no la hay en la muerte. La muer­te es la nada total. Y tiene que haber la muerte, porque gracias a ella existe la vida, existe el amor. Porque en esta nada esta la creación. Sin la muerte absoluta, no hay creación.

Estábamos leyendo algo, al azar, y reparábamos en el estado del mundo, cuando súbitamente, de modo inesperado, la estancia se llenó con la bendición que ha advenido tan frecuentemente en estos tiempos. Habían abierto la puerta del pequeño aposento y nos dirigíamos a comer cuando «eso» llegó a través de la puerta abierta. Uno podía literalmente, físicamente sentirlo, como a una ola fluyendo dentro de la habitación. Se tornó «más» y «más» intenso ‑el más no está usado comparativamente; era algo increíblemente fuerte e inmutable, con un poder devasta­dor. Las palabras no son la cosa y la cosa real jamás puede ser puesta en palabras; debe ser vista, oída y vivida; entonces tiene una significación por completo diferente.

Últimamente el proceso ha sido agudo, y uno no necesita escribir sobre ello todos los días[12].

 

25

Era muy temprano; aun no amanecería por un par de horas o más. Orión estaba surgiendo justamente sobre la cúspide de ese pico que está tras de los curvos y boscosos cerros. No había una sola nube en el cielo, pero, por lo que se sentía en el aire, probablemente habría niebla. Era una hora de quietud y el to­rrente aun estaba dormido; había una débil luz lunar y los cerros estaban oscuros, destacándose sus formas contra el pálido cielo. No soplaba brisa alguna y los árboles permanecían quietos y brillaban las estrellas.

La meditación no es una búsqueda; no consiste en buscar, probar o explorar. Es una explosión y un descubrimiento. No es un domesticar el cerebro para que se amolde, ni es un auto­ análisis introspectivo; ciertamente no es el entrenamiento en la concentración, que incluye preferencias y rechazos. Es algo que llega con naturalidad cuando todas las aseveraciones positivas y negativas y las realizaciones han sido comprendidas y abando­nadas fácilmente. La meditación es el vacío total del cerebro. Lo esencial es el vacío, no lo que hay en el vacío; el ver sólo existe desde el vacío; de él proviene toda virtud, no la mo­ralidad social y la respetabilidad. Es desde este vacío que llega el amor, de otro modo no es amor. Los cimientos de la recta conducta están en este vacío. Él es el principio y fin de todas las cosas.

Mirando a través de la ventana, a medida que Orión iba as­cendiendo más y más, el cerebro estaba intensamente vivo y sensible, y la meditación se tornó en algo por completo dife­rente, algo a lo que el cerebro no podía enfrentarse; por lo tanto, éste se replegó sobre si mismo y quedó silencioso. Las horas que precedieron al amanecer y aun las siguientes, parecían no haber existido, y cuando el sol surgió sobre las montañas y las nubes atraparon sus primeros rayos, sólo había asombro en medio de tanto esplendor. Y comenzó el día. Extrañamente, la meditación continuaba.

 

26

Había sido una mañana hermosa, soleada, llena de luz y de sombras; el jardín del hotel cercano rebosaba de colores, de todos los colores, y éstos eran tan brillantes y el pasto era tan verde que lastimaban los ojos y el corazón. Y más allá las mon­tañas resplandecían destacándose frescas y nítidas bañadas por el rocío de la mañana. Era una mañana encantadora, y había belleza por todas partes; sobre el estrecho puente, en lo alto de un sendero que está al otro lado del torrente y que penetra en el monte, donde la luz jugaba con las hojas que temblaban y cuyas sombras se movían; eran plantas comunes pero sobrepa­saban con su verdor y frescura a todos los árboles que se encum­braban hacia el cielo azul. Uno no podía más que maravillarse de todo este encanto, este derroche, este estremecimiento; no se podía estar sino atónito ante la quieta dignidad de cada árbol, de cada planta, y ante la infinita alegría de esas negras ardillas con sus largas y peludas colas. Las aguas del torrente se veían claras y centelleantes al sol que llegaba a través de las hojas. Había humedad en el monte y se estaba bien. Mientras uno permanecía ahí observando la constante danza de las hojas, súbitamente advino «lo otro», un suceso intemporal, y hubo quietud. Era una quietud en la que todo se movía, danzaba y gritaba; no era la quietud que viene cuando una máquina deja de trabajar; la quietud mecánica es una cosa y la quietud en el vacío es otra. Lo uno es repetitivo, habitual, corruptor, y es buscado como un refugio por el cerebro cansado y en conflicto; lo otro es explosivo, nunca es lo mismo, no puede ser buscado, jamás es repetitivo y, por lo tanto, no brinda refugio alguno. Una quietud así fue la que advino y permaneció mientras paseá­bamos sin rumbo, y la belleza del monte se intensificó y los colores estallaron para ser atrapados en las hojas y en las flores.

No era una iglesia muy vieja, como de los comienzos del siglo diecisiete, al menos eso decía sobre la bóveda; había sido renovada y la madera era de pino ligeramente coloreado, y los clavos de acero se velan brillantes y pulidos, lo que era impo­sible, por supuesto; uno estaba casi seguro de que quienes se habían reunido allí para escuchar alguna música, nunca mira­ban esos Pavos que llenaban todo el techo. No era una iglesia muy ortodoxa, no había olor de incienso, velas ni imágenes. Estaba ahí y el sol penetraba a través de los ventanales. Había muchos chicos a quienes se les había dicho que no hablaran ni jugaran, lo que no les impedía estar inquietos; se les veía terriblemente solemnes y con los ojos prontos para reír. Uno de ellos deseaba jugar y se aproximó, pero era demasiado tímido para acercarse más. Ensayaban para el concierto de esa noche; había interés y todos estaban respetuosamente solemnes. Afuera el pasto era brillante, el cielo de un claro azul y había innumera­bles sombras.

¿Por qué esta eterna lucha para ser perfecto, para alcanzar la perfección, igual que las máquinas? La idea, el ejemplo, el símbolo de la perfección es algo maravilloso, ennoblecedor, pero, ¿existe la perfección? Por supuesto que existe el intento de imitar lo perfecto, el ejemplo perfecto. ¿Es perfección la imi­tación? ¿Existe la perfección o es ésta meramente una idea que el predicador le da al hombre para mantenerlo respetable? En la idea de perfección hay mucho bienestar y seguridad, y ella es siempre provechosa tanto para el sacerdote como para el que está tratando de llegar a ser perfecto. Un hábito mecánico re­petido una y otra y otra vez, puede eventualmente ser perfec­cionado; sólo el hábito puede perfeccionarse. Pensar, creer en la misma cosa una y otra vez sin ninguna desviación, se vuelve un hábito mecánico y tal vez sea ésta la clase de perfección que todos desean. Esto cultiva un perfecto muro de resistencia, el cual impedirá cualquier perturbación, cualquier incomodidad. Además, la perfección es una forma glorificada del triunfo, y la ambición es exaltada por la respetabilidad y los representantes y héroes del éxito. La perfección no existe, es una cosa fea salvo en una máquina. El intento de ser perfecto es, realmente, un intento de batir el récord, como en el golf; se santifica la com­petencia: competir con el prójimo y con Dios para alcanzar la perfección es lo que llaman fraternidad y amor. Pero cada in­tento de perfección sólo conduce a una confusión mayor y a más dolor, lo que únicamente da mayor ímpetu para tratar de ser más perfecto.

Es curioso, siempre queremos ser perfectos en algo o con relación a algo; esto provee los medios para la realización, y el placer de la realización es, desde luego, vanidad. Él en cualquiera de sus formas, es brutal y lleva al desastre. El deseo de perfección externa o interna niega el amor, y sin amor, haga uno lo que haga, siempre habrá frustración y dolor. El amor no es perfecto ni imperfecto; sólo cuando no hay amor surgen la perfección y la imperfección. El amor jamás se es­fuerza en pos de algo; no procura llegar a ser perfecto. El amor es la llama sin el humo; en el esfuerzo por ser perfecto sólo hay muchísimo humo; la perfección, pues, descansa únicamente en el esfuerzo que es mecánico, más y más perfecto por el há­bito, por la imitación, por la acción de engendrar más temor. Todos somos educados para competir, para alcanzar el éxito; entonces el fin se torna importantísimo y el amor por la cosa misma desaparece. Entonces el instrumento musical se usa no por amor al sonido sino por lo que el instrumento ha de producir: fama, dinero, prestigio, etc.

El ser es infinitamente más importante que el devenir. Ser no es lo opuesto de devenir; si es lo opuesto o está en oposición, entonces no es el ser. Cuando el devenir muere completamente, entonces existe el ser. Pero este ser no es estático; no es acepta­ción ni es mera negación; el devenir, el llegar a ser esto o aque­llo, implica tiempo y espacio. Todo esfuerzo debe cesar; sólo entonces existe el ser. El ser no está dentro del campo de la virtud y la moralidad social. Hace pedazos la fórmula social de la vida. Este ser es la vida, no el patrón de vida. Donde hay vida no existe la perfección; la perfección es una idea, una pa­labra; la vida, el ser, está más allá de toda fórmula del pensa­miento. Cuando la palabra, el ejemplo y el patrón son destrui­dos, ahí está el ser.

Durante horas y por relámpagos, esta bendición había es­tado ahí. Al despertar esta mañana muchas horas antes de la salida del sol, cuando había eclipse de luna, ahí estaba, con tanta fuerza y poder que el sueño no fue posible por un par de horas. Hay en ello una extraña pureza e inocencia.

 

27

El torrente, al que se incorporaban otros pequeños torrentes, serpenteaba ruidoso a través del valle, y el alboroto jamás era el mismo. Tenía sus propios estados de humor, pero éstos nunca eran desagradables. Jamás un mal humor. Los torrentes peque­ños poseían una nota más aguda, había en ellos más rocas y cantos rodados; tenían lugares profundos y tranquilos en la pe­numbra, y trechos superficiales donde danzaban las sombras; y por la noche adquirían un sonido por completo diferente, suave, dulce y vacilante. Descendían a través de diferentes valles desde fuentes distintas, una mucho más lejana que la otra; uno venía desde un glaciar y una sinuosa cascada, mientras que el otro debía proceder de una fuente demasiado lejana como para llegar hasta ella caminando. Ambos se unían al torrente más grande, el cual tenía un tono profundamente sereno, grave, más dilatado y vivido. Los tres estaban totalmente bordeados por filas de ár­boles y la línea curva de los árboles mostraba el lugar de donde provenían estos torrentes y hacia donde iban; eran los ocupan­tes de los valles y todos los demás eran extraños, incluso los ár­boles. Uno pudo observarlos por una hora y escucharlos en su interminable parloteo; estaban muy alegres y divertidos, aun el más grande, pese a tener que conservar cierta dignidad. Pertenecían a las montañas, venían desde alturas de vértigo cercanas al cielo y así eran de puros y nobles; no eran esnobs pero con­servaban su lugar y se mantenían más bien fríos y distantes. En la oscuridad de la noche, cuando pocos escuchaban, tenían su propio canto. Era un canto compuesto por muchos cantos.

Cruzando el puente, en lo alto del monte jaspeado por el sol, la meditación era una cosa por completo diferente. Era un silencio sin esfuerzo, sin deseo ninguno, sin búsqueda, sin re­querimiento alguno del cerebro; los pajarillos se alejaban gor­jeando, las ardillas se perseguían sobre los árboles, la brisa ju­gueteaba con las hojas y había silencio. El torrente pequeño, el que venía desde una gran distancia, estaba más alegre que nunca y, no obstante, había silencio, no afuera sino muy profun­damente en lo interno. Había una completa quietud en la tota­lidad de la mente, la cual no tenía límites. No era el silencio que existe dentro de un espacio cercado, en un área que está dentro de los límites del pensamiento y que entonces se reco­noce como silencio. No había fronteras ni medidas y, por lo tanto, el silencio no estaba contenido en la experiencia para ser reconocido y guardado. Podría no volver a ocurrir jamás, y de hacerlo seria por completo diferente. El silencio no puede repe­tirse a si mismo; sólo el cerebro por medio de la memoria y los recuerdos puede repetir lo que ha sido, pero lo que ha sido no es lo real. La meditación era esta ausencia total de una conciencia acumulada por el tiempo y el espacio. El pensamiento, núcleo esencial de la conciencia, no puede, haga lo que haga, producir este silencio; el cerebro con todas sus sutiles y complicadas acti­vidades debe aquietarse por su propia cuenta, sin la promesa de ninguna recompensa o seguridad. Sólo entonces puede ser sen­sible, vivo y silencioso. El cerebro que comprende sus propias actividades, las ocultas y las visibles, es parte de la meditación; constituye el fundamento de la meditación; sin eso la meditación es sólo autoengaño, autohipnosis, que carece en absoluto de sig­nificación. Tiene que haber silencio para que tenga lugar la explosión creadora.

La madurez no es cosa del tiempo ni de la edad. No hay intervalo entre ahora y la madurez; no existe un «mientras tanto». La madurez es ese estado en que cesa toda opción; es sólo el inmaduro el que escoge y conoce el conflicto de la opción. En la madurez no hay dirección, pero existe una direc­ción que no es la dirección que señalan las opciones. El con­flicto a cualquier nivel, a cualquier profundidad, indica inma­durez. No existe eso que llaman el ir madurando, excepto orgá­nicamente ‑la inevitabilidad mecánica de que ciertas cosas ma­duren. La comprensión, que consiste en superar el conflicto con todas sus complejas variedades, es madurez. Por muy com­pleja y sutil que sea, por dentro y por fuera, la profundidad del conflicto, puede ser comprendida. El conflicto, la frustración, la realización, son un solo movimiento interno y externo. La marea que se retira debe volver, y para ese movimiento mismo llamado marea, no hay fuera ni dentro. El conflicto tiene que ser com­prendido en todas sus formas, no intelectualmente sino de hecho, poniéndose uno realmente en contacto emocional con el conflicto. El contacto emocional, la conmoción, no es posible si el conflicto es aceptado como algo necesario desde el punto de vista intelectual, verbal, o si es negado sentimentalmente. La aceptación o la negación no alteran un hecho, ni la razón ha de producir el impacto necesario. Lo que lo hace es el acto de «ver» el hecho. El «ver» no existe si hay condena o justifica­ción o identificación con el hecho. El «ver» sólo es posible cuando el cerebro no participa activamente sino que observa, absteniéndose de clasificar, juzgar o evaluar. Tiene que haber conflicto cuando existe el impulso de realizarse, con todas sus inevitables frustraciones; hay conflicto cuando hay ambición con su sutil y despiadada competencia; la envidia es parte de este incesante conflicto por llegar a ser, por lograr, por triunfar.

No hay comprensión en el tiempo. La comprensión no llega mañana; jamás llegará mañana; la comprensión es ahora o nunca. Sólo existe el ahora. El «ver» es instantáneo; cuando eventual­mente se borra del cerebro el significado del «ver», del com­prender, entonces el ver es instantáneo. El «ver» es explosivo, no razonado, no calculado. El temor es el que a menudo impide «ver», comprender. El temor con sus defensas y su coraje, es el origen del conflicto. Ver no es sólo ver con el cerebro, sino también más allá de él. Ver el hecho produce su propia acción, que es por completo diferente de la acción que se basa en la idea, en el pensamiento; la acción que procede de una idea, de un pensamiento, engendra conflicto; la acción es en tal caso una aproximación, una comparación con la fórmula, con la idea, y eso es lo que produce el conflicto. No hay fin para el conflicto ‑grande o pequeño‑ dentro del campo del pensamiento. La esencia del conflicto es el estado de no‑conflicto, el cual es madurez.

Al despertar muy temprano en la mañana, la extraña ben­dición era meditación, y la meditación era esa bendición. Estaba ahí con gran intensidad mientras uno paseaba por un apacible monte.

 

28

Había sido un día más bien caluroso y soleado, caluroso aun a esta altitud; la nieve de las montañas resplandecía en su blancura. Habían sido varios los días de sol y calor, y los to­rrentes estaban limpios y el cielo era de un azul pálido; no obstante, en esa montaña aun había intensidad con respecto al azul. Las flores al frente del camino lucían extraordinariamente brillantes y alegres, y había frescura en los prados; las sombras eran profundas y abundantes. Existe un pequeño sendero que cruza los prados ascendiendo por los quebrados cerros y per­diéndose más allá de las granjas; no había nadie en el sendero excepto una mujer anciana portando una lata con leche y un canastillo con hortalizas; ella debe haber estado subiendo y ba­jando por ese sendero toda su vida, ascendiendo los cerros a la carrera cuando era joven, y ahora, toda encorvada y decrépita, subía lentamente, penosamente, levantando apenas la vista del suelo. Ella morirá y las montañas habrán de continuar. Más en lo alto había dos cabras blancas, con esos ojos tan peculiares; habían subido para ser domesticadas, manteniéndose a segura distancia de la valla electrificada puesta para impedir que se extraviaran. Había una gatita blanquinegra que pertenecía a la misma granja que las cabras; quería jugar; más en lo alto aún, en un prado, había otro gato perfectamente quieto a la espera de cazar una rata de campo.

Allá arriba, a la sombra, todo era fresco, puro y bello, las montañas, los cerros y los valles. El suelo era pantanoso en ciertos lugares y crecían juncos, cortos y de color dorado, y entre el oro había flores blancas. Pero esto no era todo. Mientras su­bíamos y bajábamos, durante toda esa hora y media, estuvo ahí esa fuerza que es una bendición. Tiene la cualidad de una in­mensa e impenetrable solidez; no hay materia que pueda tener esa solidez. La materia es penetrable, puede ser quebrada, di­suelta, vaporizada; el pensamiento y el sentimiento poseen cierto peso; pueden ser medidos y también pueden ser cambiados, des­truidos sin que nada quede de ellos. Pero esta fuerza que nada podía penetrar ni disolver, no era la proyección del pensamiento y, ciertamente, no era materia. Esta fuerza no era una ilusión, no era la creación de un cerebro que secretamente busca poder, ni era la fuerza que provee el poder. Ningún cerebro podría formular una fuerza semejante con su extraña intensidad y so­lidez. Estaba ahí, y ningún pensamiento podía inventarla o disi­parla. Existe una intensidad que adviene cuando no hay ningún requerimiento psicológico. La comida, la ropa y el techo son ne­cesidades y no requerimientos psicológicos. El requerimiento psicológico es el oculto y vehemente deseo de algo, el cual con­tribuye al apego. El deseo por el sexo, por la bebida, por la fama, por el culto, con sus complejas causas; el deseo de autorrealización con sus ambiciones y frustraciones; el deseo de Dios, de inmortalidad. Todas estas formas del deseo inevitablemente engendran ese apego que conduce al infortunio, al temor y al dolor de la soledad. El deseo de expresarse uno a si mismo mediante la música, mediante el escribir, el pintar o por otros medios, lleva a una desesperada atadura a los medios. Un mú­sico que usa su instrumento para alcanzar la fama, para llegar a ser el mejor, cesa de ser un músico; él no ama la música sino los beneficios que da la música. Nos utilizamos los unos a los otros en función de nuestros requerimientos psicológicos, y a eso lo llamamos con bonitos nombres; de esto brotan la desesperación y el interminable infortunio. Utilizamos a Dios como un refugio, como una protección, igual que una medicina, y así la iglesia, el templo con sus sacerdotes se vuelven muy insignificantes, cuan­do no carentes de significado alguno. Lo usamos todo, las má­quinas, las técnicas, para nuestros requerimientos psicológicos, y no hay amor por la cosa misma.

El amor existe sólo cuando no existe el requerimiento psico­lógico, el deseo. La esencia del yo es este deseo y el cambio constante de los deseos, y la eterna búsqueda, de una atadura a otra, de un templo a otro templo, de un compromiso a otro. El comprometerse uno a sí mismo con una idea, con una fórmula, el pertenecer a algo, a alguna secta, a algún dogma, todo ello está impulsado por el deseo, es la esencia que toma la forma de las más altruistas actividades. Es un pretexto, una máscara. La libertad con respecto a los deseos, es madurez. Con esta libertad adviene la intensidad que no tiene causa ni es utilitaria.

 

29

Más allá de los pocos chalets diseminados y de las gran­jas, hay un sendero que atraviesa los prados y las alambradas de púas; antes de que descienda, se aprecia una espléndida vista de las montañas con sus nieves y glaciares, del valle y del peque­ño poblado con gran número de tiendas. Puede verse desde allí el origen de uno de los torrentes y los oscuros cerros cubiertos de pinares; las líneas de estos cerros contra el cielo del atar­decer eran magnificas y parecían expresar infinidad de cosas. Era una bella tarde; no se había visto ni una nube durante todo el día, y ahora la pureza del cielo y de las sombras era sobre­cogedora y era un deleite la luz del anochecer. El sol estaba des­cendiendo detrás de los cerros, y estos derramaban sus grandes sombras a través de otros cerros y prados. Al cruzar otro campo de hierba, el sendero bajaba algo empinadamente y se unía a un camino más grande y ancho que penetraba en los montes. En ese camino no había nadie, se hallaba desierto y en los montes había un gran silencio excepto por el torrente que pareció más ruidoso antes de apaciguarse para la noche. Había allí altos pinos y el aire estaba perfumado. Súbitamente, al dar el sen­dero una vuelta a través de un túnel de árboles, había un sector de césped y un pedazo recién cortado de madera de pino con el sol de la tarde sobre él. Era algo sobrecogedor en su inten­sidad y su júbilo. Uno lo vio y desaparecieron el tiempo y el espacio; sólo existía ese sector de luz y nada más. No era que uno se hubiera vuelto esa luz o que uno se identificara con esa luz; las agudas actividades del cerebro se habían detenido y todo el ser estaba ahí con esa luz. Los árboles, el sendero, el ruido del torrente habían desaparecido por completo, lo mismo que las quinientas y más yardas que separaban la luz del observador. El observador había cesado y la intensidad de ese trozo de sol crepuscular era la luz de todos los mundos. Esa luz era todo el cielo y esa luz era la mente.

La mayoría de las personas niega ciertas cosas fáciles y su­perficiales; otros van más lejos en su negación y están aquellos que niegan totalmente. Negar ciertas cosas es comparativa­mente fácil: la iglesia y sus dioses, la autoridad y el poder de quienes la tienen, el político y sus métodos, etc. Uno puede llegar bastante lejos en la negación de cosas que aparentemente carecen de importancia, las relaciones, los absurdos de la socie­dad, la concepción de la belleza que establecen los críticos y aquellos que dicen que saben. Uno puede descartar todo esto y quedarse solo, solo no en el sentido de aislamiento y frustración, sino solo porque uno ha visto el significado de todo esto y even­tualmente se ha apartado de ello sin ningún sentimiento de su­perioridad. Esas cosas se han terminado, están muertas y uno no vuelve a ellas. Pero ir hasta el mismo fin de la negación es un asunto completamente distinto; la esencia de la negación es la libertad en soledad. Pero son pocos los que llegan tan lejos y hacen pedazos todo refugio psicológico, toda fórmula, toda idea, todo símbolo, quedando incólumes, desnudos e inocentes.

Pero qué necesario es negar; negar sin procurar obtener algo, negar sin la amargura de la experiencia y la esperanza del co­nocimiento. Negar y quedarse solo, sin mañana, sin un futuro. La tormenta de la negación es la desnudez total. Es esencial que uno permanezca solo, sin estar comprometido con ningún curso de acción, con ninguna conducta en particular, con nin­guna experiencia, porque solamente esto libera a la conciencia de la esclavitud del tiempo. Así, toda forma de influencia es comprendida y negada, lo cual impide que el pensamiento trans­curra en el tiempo. La negación del tiempo es la esencia de la intemporalidad.

Negar el conocimiento, la experiencia, lo conocido, es invitar a lo desconocido. La negación es explosiva; no es un asunto de ideas, algo intelectual con lo que el cerebro pueda jugar. En el mismo acto de negar hay energía, la energía de la comprensión; y esta energía no es dócil, no puede ser domeñada por el temor o por la conveniencia. La negación es destructiva, no repara en las consecuencias; no es una reacción y, por tanto, no es el opuesto de la afirmación. Afirmar que algo existe o que no existe, es continuar en la reacción, y la reacción no es negación. La negación no escoge y, por consiguiente, no es el resultado del conflicto. La opción es conflicto, y el conflicto es inmadurez. Ver la verdad como verdad, lo falso como falso y la verdad en lo falso, es el acto de la negación. Es un acto y no una idea. La total negación del pensamiento, de la idea y la palabra trae libertad con respecto a lo conocido; con la total negación del sentimiento, de las emociones y sensaciones, hay amor. El amor está más allá y por encima del pensamiento y del sentimiento.

La total negación de lo conocido es la esencia de la libertad.

Al despertar temprano esta mañana, faltando aún muchas horas para el amanecer, la meditación estaba más allá de las respuestas del pensamiento; era una saeta que penetraba en lo desconocido y el pensamiento no podía seguirla. Y llegó el alba para alegrar el cielo, y tan pronto como el sol tocó las cumbres más altas, había esa inmensidad cuya pureza está más allá del sol y de las montañas.

 

30

Había sido un día despejado, caluroso, y la tierra y los ár­boles estaban reuniendo fuerzas para el próximo invierno; ya el otoño estaba tornando amarillas las pocas hojas que quedaban, un amarillo brillante contra el verde oscuro. Estaban cortando el rico pasto de los prados y los campos para alimentar a las vacas durante el largo invierno; todos trabajaban, los adultos y los niños. Era un trabajo serio y no había mucha charla ni risas. Las máquinas estaban reemplazando las guadañas, y sólo aquí y allá se veían guadañas cortando los pastos. Al lado del torrente hay un camino que atraviesa los campos; se estaba fresco ahí porque el ardiente sol ya se había ocultado detrás de los cerros. El camino iba hasta más allá de las granjas y de un aserradero; en los campos recientemente cortados había miles de plantas de azafrán, tan delicadas, con ese perfume que les es tan pecu­liar. Era una tarde clara y tranquila y las montañas se veían más cerca que nunca. El torrente estaba silencioso, no había demasiadas rocas y el agua se deslizaba rápidamente. Si uno quería mantenerse a su ritmo, tenía que correr. En el aire había un aroma a pasto recién cortado, en una tierra que era próspera y estaba contenta. Todas las granjas tenían electricidad y parecía haber ahí paz y abundancia.

Qué pocos son los que ven las montañas, o una nube. Miran, hacen alguna observación y siguen de largo. Las palabras, los gestos, las emociones impiden ver. Se le da un nombre a un árbol, a una flor, se les pone en categorías, y «eso es tal cosa o tal otra». Alguien ve un paisaje a través de un arco o desde una ventana y, si sucede que sea un artista o que esté familiarizado con el arte, dice casi inmediatamente que eso es como aquellas pinturas medievales o menciona el nombre de algún pintor mo­derno. O si se trata de un escritor, mira con el fin de describirlo; si es un músico, probablemente no ha visto jamás la curva de un cerro o las flores que tiene a sus pies, es un prisionero de su práctica diaria o la ambición lo tiene asido por el cuello. Si es un profesional de alguna clase, es probable que jamás vea nada. Porque para ver debe haber humildad, y la esencia de la humildad es la inocencia. Ahí está esa montaña iluminada por el sol de la tarde; verla por vez primera, verla, como si nunca se la hubiera visto antes, verla con inocencia, verla con ojos que han sido bañados por el vacío, con ojos no marcados por el conocimiento ‑entonces el ver es una experiencia extraordina­ria. La palabra experiencia es fea, va acompañada por la emo­ción, el conocimiento, el reconocimiento, la continuidad; este ver no es ninguna de estas cosas. Es algo totalmente nuevo. Para ver esta cualidad de lo nuevo tiene que haber humildad, esa humildad que nunca ha sido contaminada por el orgullo, por la vanidad. Con este hecho cierto, esa mañana existía este ver, que era como el ver la cumbre de la montaña, el sol del ocaso. Ahí estaba la totalidad del propio ser, el que no se ha­llaba en estado de necesidad, conflicto y opción; el ser estaba totalmente pasivo, con una pasividad activa. Existen dos clases de atención: una es activa y la otra carece de movimiento. Lo que estaba sucediendo era realmente nuevo, algo que jamás había sucedido antes. «Verlo» suceder era el milagro de la hu­mildad; el cerebro permanecía completamente quieto, sin nin­guna respuesta pese a que se hallaba despierto en su totalidad. «Ver» la cima de esa montaña tan espléndida al sol poniente, aunque uno la hubiera visto miles de veces, verla con ojos que no guardaban conocimiento, era ver el movimiento de lo nuevo. Esto no es tonto romanticismo ni sentimentalidad con sus crueldades y humores, ni emoción con sus olas de entusiasmo y de­presión. Es algo tan completamente nuevo, que en eta atención total sólo hay silencio. Lo nuevo existe desde este vacío.

La humildad no es una virtud; no es para ser cultivada, no está dentro de la moralidad de lo respetable. Los santos no la conocen, porque ellos son reconocidos por su santidad; el ado­rador no la conoce porque está pidiendo, buscando; tampoco la conoce el devoto, ni el seguidor, porque está persiguiendo algo. La acumulación niega la humildad ‑ya sea la acumulación de propiedades, de experiencias o de capacidades. El aprender no es un proceso aditivo; el conocimiento lo es. El conocimiento es mecánico; el aprender no lo es nunca. Puede haber más y más conocimiento, pero nunca existe el «más» en el aprender. El aprender cesa cuando hay comparación. El aprender es el ver instantáneo, el cual no está en el tiempo. Toda acumulación y todo conocimiento son mensurables. La humildad no es com­parable; no hay más o menos humildad; por lo tanto, ésta no puede cultivarse. La moralidad y la técnica pueden cultivarse, puede haber más o menos de ellas. La humildad no está dentro de la capacidad del cerebro, ni lo está el amor. La humildad es siempre la acción de la muerte.

Al despertar muy temprano esta mañana, horas antes del amanecer, estaba presente esa intensidad tan aguda, esa fuerza con su austeridad. En esta austeridad había bienaventuranza. Según el reloj eso «duró» cuarenta y cinco minutos con intensi­dad creciente. Dentro de ello estaban el torrente y la noche serena con sus brillantes estrellas.

 

31

La meditación sin una fórmula establecida, sin causa ni razón, sin una finalidad ni un propósito, es un fenómeno increíble. No es sólo una gran explosión que purifica, sino que también es muerte, muerte que no tiene un mañana. Su pereza es devastadora; no deja un solo rincón secreto donde el pensa­miento pueda esconderse entre sus propias sombras. Su pureza es vulnerable; no es una virtud engendrada mediante la resis­tencia. Es pura porque carece de resistencia, como el amor. En la meditación no hay mañana, ni hay argumentos con la muerte La muerte del ayer y del mañana no deja el mezquino presente del tiempo, y el tiempo es siempre mezquino; pero una destrucción así es lo nuevo. Esto es la meditación, no los tontos cálculos del cerebro en busca de seguridad. La meditación es la destrucción de la seguridad, y en la meditación hay gran be­lleza, no la belleza de las cosas que han sido producidas por el hombre o por la naturaleza, sino la belleza del silencio. Este silencio es el vacío en el cual todas las cosas fluyen y existen. Es lo incognoscible, y ni el intelecto ni el sentimiento pueden llegar a ello; no hay un sendero que conduzca a este silencio, y cualquier método para ello es la invención de un cerebro co­dicioso. Todos los sistemas y recursos del yo calculador deben ser completamente destruidos; todo avanzar o retroceder ‑el camino del tiempo‑ debe llegar a su fin, sin mañana. La me­ditación es destrucción, es un peligro para quienes desean llevar una vida superficial, una vida de mito y fantasía.

Las estrellas brillaban muy claras a hora tan temprana. El amanecer estaba muy lejos; había una quietud sorprendente y aun el tumultuoso torrente estaba tranquilo y los cerros en silen­cio. Toda una hora transcurrió en ese estado en que el cerebro no duerme sino que se halla despierto, sensible y solamente ob­serva; durante ese estado la totalidad de la mente puede ir más allá de sí misma, sin dirección alguna porque no existe un di­rector. La meditación es una tempestad que destruye y purifica. Después, el lejano amanecer llegó. La luz venia extendiéndose desde el Este, tan joven y pálida, tan tímida y apacible; vino desde más allá de aquellos cerros distantes y alcanzó las cumbres de las más elevadas montañas. En grupos o individualmente, los árboles permanecían inmóviles, el álamo temblón comenzó a despertar y el torrente voceaba su júbilo. Aquella blanca pared de una granja que daba frente al Oeste, se tornó muy blanca. Lentamente, apaciblemente, casi implorando con humildad, el amanecer llegó y colmó la tierra. Luego, los picos nevados co­menzaron a brillar tiñéndose de un rosado claro, y se iniciaron los tempranos ruidos de la mañana. Tres cornejas volaban cru­zando el cielo, silenciosas, en la misma dirección; desde lejos llegaba el sonido del cencerro de una vaca, pero aun había quie­tud. Entonces, mientras un automóvil iba ascendiendo por la colina, comenzó el día.

Sobre el sendero del monte cayó una hoja amarilla; para al­gunos de los árboles el otoño ya estaba allí. Era una única hoja, sin un solo defecto, sin una mancha, perfecta. Del color ama­rillo del otoño, era bella aun en su muerte, ninguna enfermedad la había alcanzado. Sin embargo, persistía aún la plenitud de la primavera y el verano, y todas las hojas de ese árbol estaban verdes todavía. Era la muerte en toda su gloria. La muerte estaba ahí, no en la hoja amarilla, sino realmente ahí; no la inevitable muerte tradicional, sino la muerte que está siempre ahí. No era una fantasía sino una realidad imposible de abarcar. Está siem­pre ahí, a la vuelta de cada curva de un camino, en cada casa, con cada dios. Ahí estaba en toda su fuerza y su belleza.

Nadie puede eludir a la muerte; uno puede olvidarla, puede racionalizarla o creer que va a reencarnar o resucitar. Puede uno hacer lo que quiera, acudir a un templo o a algún libro, y ella estará siempre ahí, en medio de la fiesta, en plena salud. Uno debe vivir con ella para conocerla, y no puede conocerla si le teme; el temor sólo la oscurece. Para conocerla, para vivir con ella, uno debe amarla. El conocimiento de la muerte no es el fin de la muerte. Es el fin del conocimiento pero no el de la muerte. Amarla es no estar familiarizado con ella; uno no puede familiarizarse con la destrucción. Uno no puede amar algo que no conoce, pero uno no conoce nada, ni siquiera a la esposa o al jefe, y mucho menos algo totalmente extraño. Pero no obs­tante, uno debe amarlo, lo extraño, lo desconocido. Uno ama solamente aquello de lo que está seguro, aquello que propor­ciona bienestar, seguridad. No ama lo incierto, lo desconocido; uno puede amar el peligro, puede dar su vida por otro o matar a otro por su país, pero esto no es amor; estas cosas tienen su propio beneficio y recompensa; la gente ama la ganancia y el éxito aunque en ello haya dolor. No hay beneficio alguno en conocer a la muerte pero, extrañamente, la muerte y el amor van siempre juntos; nunca se separan. Uno no puede amar sin la muerte; no puede abrazarse a alguien sin que la muerte esté ahí. Donde está el amor también está la muerte, son insepa­rables.

¿Pero sabemos qué es el amor? Conocemos la sensación, la emoción, el deseo, el sentimiento y el mecanismo del pensar, pero ninguna de estas cosas es amor. Amamos a nuestro cón­yuge, a nuestros hijos; odiamos la guerra pero practicamos la guerra. Nuestro amor conoce el odio, la envidia, la ambición, el miedo; el humo de estas cosas no es amor. Amamos el poder y el prestigio, pero el poder y el prestigio son malignos, corrup­tores. ¿Sabemos qué es el amor? No saberlo nunca es el prodigio de ello, la belleza de ello. Nunca saberlo, lo cual no significa permanecer en la duda, ni significa desesperación; ello es la muerte del ayer y, por tanto, la completa incertidumbre del ma­ñana. El amor no tiene continuidad, ni la tiene la muerte. Sólo la memoria y la pintura en el marco tienen continuidad, pero estas cosas son mecánicas (y aun las máquinas se desgastan) y ceden el lugar a otras, a nuevas pinturas, a nuevos recuerdos. Lo que tiene continuidad está siempre deteriorándose, y lo que se deteriora no es muerte. Amor y muerte son inseparables, y donde están el amor y la muerte siempre está la destrucción.

 

1º de septiembre

 

La nieve de las montañas se estaba derritiendo rápidamente porque habían transcurrido muchos días de ardiente sol y ciclo despejado; el torrente se había puesto turbio con el barro, tenía mayor caudal de agua y estaba más impetuoso y turbu­lento. Cruzando el puente de madera y dirigiendo la mirada hacia lo alto del torrente, allí estaba la montaña, de una sor­prendente delicadeza, distante, atractiva; su nieve resplandecía al sol del crepúsculo. Era bello estar atra­pado entre los árboles de ambos lados del torrente y las veloces aguas, era algo sobrecogedoramente inmenso deslizarse por el cielo, suspendido en el aire. No sólo la montaña era bella, sino la luz del atardecer, los cerros, los prados, los árboles y el to­rrente. De pronto, toda la tierra con sus sombras y su paz se tornó intensa, extraordinariamente viva y absorbente. Ello se abrió camino a través del cerebro como una llama que quemara la insensibilidad del pensamiento. El cielo, la tierra y el obser­vador, todos habían sido alcanzados por esta intensidad y sola­mente existía la llama y nada más. Durante ese paseo al lado del torrente, caminando por un sendero que serpenteaba con suavidad a través de numerosos campos verdes, la meditación no tenía lugar porque hubiera silencio o porque la belleza de la tarde absorbiera todo pensamiento; ella continuaba pese a al­gunas conversaciones. Nada podía interferirla; la meditación proseguía, no inconscientemente en algunos lugares recónditos del cerebro y de la memoria, sino que estaba ahí, era un hecho, como la luz del atardecer entre los árboles. La meditación no es una búsqueda con un propósito, lo cual engendra distracción y conflicto; no es el descubrimiento de un juguete que ha de absorber todo pensamiento, tal como un niño está absorto en su juguete; no es la repetición de una palabra con el fin de aquietar la mente. La meditación comienza con el conocerse a si mismo y va más allá del conocer. Durante el paseo, ella continuaba, moviéndose en las profundidades con un movimiento que no tenía dirección. Proseguía más allá del pensamiento consciente u oculto, y había un ver que estaba fuera del alcance del pensamiento.

La mirada va más allá de la montaña; esa mirada abarca las casas cercanas, los prados, los bien delineados cerros y las mon­tañas mismas; cuando uno maneja un automóvil mira bien al frente, trescientas yardas de distancia o más; ese mirar incluye los caminos laterales, aquel auto que está detenido a un costado, el muchacho que cruza la carretera y el camión que viene hacia uno; pero si uno vigilara meramente el auto que va delante, tendría un accidente. La mirada distante incluye lo cercano, pero el mirar lo que está cerca no incluye lo distante. Nuestra vida se consume en lo inmediato, lo superficial. La vida en su totalidad presta atención al fragmento, pero el fragmento jamás puede comprender la totalidad. Sin embargo, esto es lo que siempre intentamos hacer: aferrarnos a lo pequeño y, no obs­tante, tratar de asir lo total. Lo conocido es siempre lo pequeño, el fragmento, y con lo pequeño buscamos lo desconocido. Nun­ca soltamos lo pequeño; de lo pequeño estamos seguros, en ello encontramos seguridad, al menos eso es lo que pensamos. Pero, de hecho, jamás podemos estar seguros con respecto a nada salvo, probablemente, en cosas superficiales y mecánicas, y aun éstas fallan. Podemos confiar, más o menos, en cosas exteriores como los trenes en cuanto a su funcionamiento, y estar seguros de ellos. Psicológicamente, internamente, por mucho que poda­mos anhelarlo, no hay certidumbre, no hay permanencia; ni en nuestras relaciones, ni en nuestras creencias, ni en los dioses de nuestro cerebro. El intenso anhelo de certidumbre, de alguna clase de permanencia, y el hecho de que no hay permanencia de ninguna clase, es la esencia del conflicto entre la ilusión y la realidad. Es inmensamente más significativo comprender el poder de crear ilusión, que comprender la realidad. El poder de engendrar ilusión debe cesar completamente, no con el fin de conquistar la realidad; no se puede negociar con el hecho. La realidad no es un premio; lo falso debe desaparecer, no para lograr lo verdadero sino porque es falso.

No existe la renunciación

 

2

La tarde era hermosa en el valle, al lado del torrente, con los verdes prados tan ricos en pastura, las limpias granjas y las arrobadoras nubes plenas de color y claridad. Una de ellas estaba suspendida sobre la montaña, con tan vivida brillantez que parecía ser la favorita del sol. El valle estaba fresco, agradable y rebosante de vida. En torno de él todo era quietud y paz. Se veía ahí moderna maquinaria agrícola, pero ellos usaban todavía la guadaña, y la presión y brutalidad de la civilización no los había alcanzado. Los pesados cables eléctricos corrían sobre postes a lo largo de todo el valle y también parecían for­mar parte de este mundo tan sencillo y natural. Mientras cami­nábamos a través de los campos por el estrecho sendero de hierba, las montañas con su nieve y su color parecían tan cerca­nas, tan delicadas, tan completamente irreales. Las cabras ba­laban para ser ordeñadas. De modo absolutamente inesperado toda esta pródiga belleza, el color, los cerros, la rica tierra, este intenso valle, todo ello estaba dentro de uno. No es en realidad que estuviera en el interior de uno, sino que el propio corazón y el cerebro se hallaban tan completamente abiertos sin la barrera del tiempo y el espacio, tan vacías de todo pensamiento y sentimiento, que sólo existía esta belleza sin forma ni sonido. Es­taba ahí y toda otra cosa había cesado de existir. La inmensidad de este amor, con la belleza y la muerte, llenaba el valle entero y la totalidad del propio ser que era ese valle. Era un anochecer extraordinario.

No existe la renunciación. Aquello que se abandona está siempre ahí, y el renunciar, el abandonar, el sacrificar no existen donde hay comprensión. La comprensión es la esencia misma del no‑conflicto; la renunciación es conflicto. Abandonar algo re­nunciando a ello es la acción de la voluntad, la cual nace de la opción y el conflicto. La renuncia es un canje, y en el canjear no hay libertad sino solamente más confusión y desdicha.

 

4

Bajar desde los valles y las altas montañas y penetrar en una grande, ruidosa y sucia ciudad, afecta el cuerpo[13]. Era un hermoso día cuando salimos cruzando por valles profundos, montes y cascadas, hacia un lago azul y anchas carreteras. Fue un cambio violento pasar del lugar aislado, pacifico, a una ciudad estrepitosa de día y de noche, a un aire caliente y pegajoso. Por la tarde, mientras uno miraba quietamente sentado los altos de las casas, observando la forma de los tejados y sus chimeneas, muy inesperadamente esa bendición, esa fuerza, la cualidad de «lo otro» advino con suave resplandor; llenó la habitación y permaneció en ella. Está aquí mientras esto se escribe.

 

5

Vistos desde la ventana de un octavo piso, los árboles a lo largo de la avenida se estaban tornando amarillos, bermejos y rojos en medio de una larga hilera de vivo verde. Desde esta altura las copas de los árboles brillaban en su colorido y el estruendo del tráfico ascendía suavizándose un poco al pasar a través de ellas. Sólo existe el color y no diferentes colores; sólo existe el amor y no diferentes expresiones del amor; las dife­rentes categorías del amor no son el amor. Cuando el amor se divide al fragmentarse como divino y carnal, deja de ser amor. Los celos son el humo que ahoga el fuego, y la pasión se torna en algo estúpido cuando no hay austeridad, y la austeridad no existe si no hay abnegación, la cual es humildad dentro de una absoluta sencillez. Al mirar hacia abajo esa masa de color con los diferentes colores, sólo hay pureza, por mucho que ésta pueda fragmentarse; pero la impureza, por más que pueda modi­ficarse, taparse, resistir, siempre seguirá siendo impura, como la violencia. La pureza no se halla en conflicto con la impureza. La impureza nunca puede llegar a ser pura, más de lo que la violencia puede llegar a ser no‑violencia. La violencia simplemente tiene que cesar.

Hay dos palomas que han hecho su nido bajo el tejado de pizarra al otro lado del patio. La hembra entra primero y des­pués, lentamente, con gran dignidad el macho la sigue, y du­rante toda la noche permanecen allí; esta mañana salieron tem­prano, primero el macho y después la hembra. Extendieron las alas, compusieron sus plumas y se tendieron aplastándose contra el frío tejado. Pronto, como desde ninguna parte, llegaron otras palomas, una docena de ellas; se posaron alrededor de estas limpiándose las plumas, arrullándose, empujándose las unas a las otras de un modo amistoso. Después, súbitamente, todas se fueron volando excepto las primeras dos. El cielo estaba car­gado de densas nubes, pero lleno de luz en el horizonte donde había una larga veta de cielo azul.

La meditación no tiene comienzo ni tiene fin; en ella no hay logro ni fracaso, no hay acumulación ni renunciamiento; es un movimiento que carece de finalidad y, por tanto, está más allá y por encima del tiempo y del espacio. Experimentar la medita­ción es negarla, porque el experimentador está atado al tiempo y al espacio, a la memoria y al reconocimiento. La base funda­mental de la verdadera meditación es ese estado pasivo de lúcida percepción que consiste en la libertad total con respecto a la autoridad y la ambición, la envidia y el temor. La meditación no tiene sentido ni significación alguna sin esta libertad, sin el co­nocimiento de uno mismo; en tanto haya opción, no habrá co­nocimiento de si mismo. La opción implica conflicto, el cual impide la comprensión de lo que es. Perderse en alguna fanta­sía, en ciertas creencias románticas, no es meditación; el cerebro debe despojarse de todo mito, de toda ilusión y seguridad, y enfrentarse a la realidad de que todas esas cosas son falsas. En­tonces no hay distracción, todo está dentro del movimiento de la meditación. La flor es la forma, el perfume, el color y la belleza que constituye la totalidad de la flor. Si uno la rompe en pedazos, de hecho o verbalmente, entonces no hay flor, sólo un recuerdo de lo que ha sido, el cual nunca es la flor. La me­ditación es toda la flor en su belleza, marchitándose y viviendo.

 

6

Temprano en la mañana, el sol apenas comenzaba a mos­trarse entre las nubes, y el cotidiano estrépito del tránsito no había empezado todavía; estaba lloviendo y el cielo era de un gris oscuro. En la pequeña terraza disminuía el golpeteo de la lluvia y soplaba una fresca brisa. Estando uno ahí a cubierto, mientras observaba una franja del río y las hojas otoñales, ad­vino «lo otro», llegó como un relámpago y permaneció por un rato para volver a irse. Es extraño lo muy intenso y real que ello ha llegado a ser. Era tan real como esos altos tejados con centenares de chimeneas. Hay en ello una singular fuerza im­pulsora; es fuerte a causa de su pureza, tiene la fuerza de la inocencia que nada puede corromper. Y eso era una bendición.

Para el descubrimiento, el conocimiento es destructivo. El conocimiento siempre está en el tiempo, en el pasado; nunca puede traer libertad. Pero el conocimiento es necesario para actuar, para pensar, y sin la acción la existencia no es posible. Pero por sabia que sea la acción, por noble y virtuosa, no abrirá las puertas a la verdad. No hay sendero hacia la verdad; ella no puede ser comprada mediante ninguna acción ni por ninguna sutileza del pensamiento. La virtud es solamente orden en un mundo desordenado, y debe haber virtud, la cual es un movimiento de no‑conflicto. Pero nada de esto abrirá la puerta a esa inmensidad. La totalidad de la conciencia debe vaciarse de todo su conocimiento, de sus actividades y su virtud; no vaciarse a si misma con un propósito, para ganar, para realizar, para llegar a ser. Ella debe permanecer vacía aunque esté funcionando en el cotidiano mundo del pensamiento y la acción. Es desde este vacío que deben surgir el pensamiento y la acción. Pero este vacío no abrirá la puerta. No debe haber puerta ni intento al­guno de llegar. No debe haber un centro en este vacío, porque este vacío no tiene medida; es el centro el que mide, pesa, calcula. Este vacío está fuera del tiempo y del espacio; está más allá del pensamiento y el sentimiento. Adviene tan silenciosa­mente, tan recatadamente como el amor; no tiene principio ni fin. Está ahí, inmutable e inmensurable.

 

7

Qué importante es para el cuerpo estar por un largo tiempo en un solo lugar; este constante viajar, cambiar de clima, de casas, afecta al cuerpo; éste debe adaptarse, y durante el periodo de adaptación nada muy «serio» puede ocurrir. Y entonces uno debe partir otra vez. Todo esto significa una prueba para el cuerpo. Pero esta mañana, al despertar temprano antes de que el sol se hubiera levantado, cuando ya amanecía, y a pesar del cuerpo, la fuerza estaba ahí con su intensidad. Es curioso el modo en que el cuerpo reacciona a ella; éste nunca ha sido perezoso, si bien a menudo se fatiga; pero esta mañana, aunque el aire era frío, el cuerpo se tornó, o más bien quiso estar, activo. Es sólo cuando el cerebro se halla quieto, no dormido o pesado sino sensible y alerta, que «lo otro» puede presentarse. Ello fue algo enteramente inesperado esta mañana, porque el cuerpo está adaptándose todavía al nuevo ambiente.

El sol apareció en un cielo claro; uno no podía verlo porque se interponían muchas chimeneas, pero su resplandor llenó el firmamento; y las flores sobre la pequeña terraza parecieron cobrar vida y su color se tornó más brillante e intenso. Era una bella mañana llena de luz y el cielo se tornó de un azul mara­villoso. La meditación incluía ese azul y esas flores; formaban parte de la meditación, se movían a través de ella; no eran una distracción. No hay distracción realmente, porque la meditación no es concentración; esta última excluye, interrumpe, resiste y, por lo tanto, implica conflicto. Una mente meditativa puede concentrarse, lo que entonces no es una exclusión, una resisten­cia; pero una mente concentrada no puede meditar. Es curioso lo altamente importante que se vuelve la meditación; para ella no hay un fin ni hay un comienzo. Es como una gota de lluvia; en la gota están todos los arroyos, los grandes ríos, los mares y las cascadas; esa gota alimenta a la tierra y al hombre; sin ella la tierra seria un desierto. Sin la meditación, el corazón se vuelve un desierto, una tierra desolada. La meditación tiene su propio movimiento; uno no puede dirigirla, moldearla o for­zarla; si lo hace, ello deja de ser meditación. Este movimiento cesa si uno es meramente un observador, si uno es el experi­mentador. La meditación es el movimiento que destruye al observador, al experimentador; es un movimiento que está más allá de todo símbolo, pensamiento y sentimiento. Su rapidez no puede medirse.

Pero las nubes cubriendo el cielo y tenía lugar una batalla entre ellas y el viento, y el viento estaba triunfando. Había una gran extensión de azul, muy azul, y las nubes aun extraordinarias, llenas de luz y oscuridad, y esas del Norte parecían haber olvidado el tiempo pero el espacio les pertenecía. En el parque [el Campo de Marte] el suelo estaba cubierto por las hojas del otoño, que también llenaban el pavimento. Era una mañana clara, fresca, y las flores lucían espléndidas en sus colores estivales. Más allá de la inmensa, alta y abierta torre [la Torre Eiffel] ‑la principal atracción‑ pasaba una procesión funeraria, el féretro y el coche fúnebre recubierto con flores y seguido por muchos automóviles. Aun en la muerte querernos ser importantes, no hay fin para nuestra presunción y vanidad. Todos quieren ser alguien o estar relacionados con alguno que sea «alguien». Desean el poder y el éxito, grande o pequeño, y quieren ser reconocidos. Sin el reconocimiento, carecen de sig­nificación; desean ser reconocidos por los muchos o por aquel que domina. El poder es siempre respetado y, por lo tanto, se lo convierte en respetable. El poder es siempre maligno, ya sea manejado por el político, por el santo, o por la esposa sobre el marido. Por muy maligno que sea, todos lo anhelan con vehe­mencia, y aquellos que lo poseen desean tener más. Ese coche fúnebre con esas alegres flores al sol parece tan lejano; y ni siquiera la muerte pone fin al poder, porque éste continúa en otro. Es la antorcha del mal que continúa de generación en ge­neración. Pocos pueden rechazarla amplia y libremente, sin mirar hacia atrás; ellos no tienen recompensa. La recompensa es el éxito, la aureola del reconocimiento. Cuando no se es recono­cido, cuando el fracaso ha sido olvidado hace mucho tiempo, cuando ha cesado todo esfuerzo y conflicto y uno es nadie, en­tonces adviene una bendición que no es de la iglesia ni de los dioses del hombre. Los niños jugaban y daban voces cuando el coche fúnebre pasó junto a ellos y ni siquiera lo miraron, ab­sortos en su juego y en sus risas.

 

8

Las estrellas aún pueden verse en esta bien iluminada ciudad, y hay otros sonidos fuera del estrépito del tráfico ‑el arrullo de las palomas y el piar de los gorriones‑; hay otros olores además de los gases de monóxido: el olor de las hojas del otoño y el perfume de las flores. Esta mañana temprano había unas pocas estrellas en el cielo y nubes blanquecinas, y con ellas advino ese intenso penetrar en la profundidad de lo desconocido. El cerebro estaba quieto, tan quieto que podía oír el más tenue ruido, y estando quieto ‑y por tanto incapaz de interferir‑ había un movimiento que comenzaba en ninguna parte y continuaba, a través del cerebro, penetrando en desconocidas profundidades donde las palabras pierden su significado. Pasaba rápidamente por el cerebro y proseguía más allá del tiempo y del espacio. Uno no está describiendo una fantasía, un sueño, una ilusión, sino un hecho real que tenia lugar, pero lo que tenía lugar no es la palabra ni la descripción. Había una energía abrasadora, una vitalidad explosiva e instantánea, y con ella advino este penetrante movimiento. Era como un viento tremendo, acopiando potencia y furia a medida que pasaba embistiendo, destruyendo, purificando, dejando un inmenso vacío. Había una completa y lúcida percepción de la cosa total, y una gran fuerza y belleza; no la fuerza y la belleza que son fabricadas, sino las de algo que era completamente puro e incorruptible. Ello duró, por el reloj, diez minutos, pero fue algo incalculable.

El sol surgió en medio de una gloria de nubes fantásticamente vivas y profundas en su color. El estrépito de la ciudad aún no había comenzado y las palomas y gorriones estaban fuera. Qué curiosamente superficial es el cerebro. Por sutil y profundo que sea el pensamiento, nace no obstante de la superficialidad. El pensamiento está atado al tiempo y el tiempo es mezquino; esta mezquindad es la que pervierte el «ver». El ver es siempre instantáneo, como el comprender, y el cerebro, que es un producto del tiempo, impide el ver y lo pervierte. Tiempo y pensamiento son inseparables; si se pone fin a uno se le pone fin al otro. El pensamiento no puede ser destruido por la voluntad, porque la voluntad es pensamiento en acción. El pensamiento es una cosa y el centro desde el cual proviene el pensamiento, es otra. El pensamiento es la palabra y la palabra es la acumulación de la memoria, de la experiencia. Sin la palabra, ¿existe el pensa­miento? Hay un movimiento que no es la palabra y que no per­tenece al pensamiento; puede ser descrito por el pensamiento pero no es el pensamiento. Este movimiento adviene mando el cerebro está quieto pero activo, y el pensamiento jamás puede buscarlo y encontrarlo.

El pensamiento es memoria, y la memoria es una acumulación de respuestas; por lo tanto, el pensamiento está siempre condicionado por mucho que pueda imaginar que es libre. El pensar es mecánico, está amarrado al centro de su propio cono­cimiento. La distancia que abarca el pensar depende del conocimiento, y el conocimiento es siempre el residuo del ayer, del movimiento que ya no existe. El pensamiento puede proyectarse hacia el futuro pero está sujeto al pasado. El pensamiento cons­truye su propia cárcel y vive en ella, tanto si está en el futuro como en el pasado, sea una cárcel dorada o una cárcel ordinaria. El pensamiento jamás puede estar quieto, porque su misma na­turaleza es la inquietud, siempre embistiendo, siempre aislán­dose. La maquinaria del pensar está en permanente movimiento, ruidosa o silenciosamente, en la superficie o en lo recóndito. No puede acabar consigo misma. El pensamiento puede refi­narse, puede controlar sus divagaciones; puede escoger su pro­pia dirección y adaptarse al medio.

El pensamiento no puede ir más allá de sí mismo; puede funcionar en campos estrechos o amplios pero siempre estará dentro de las limitaciones de la memoria, y la memoria es siempre limitada. La memoria debe morir psicológicamente, interna­mente, y funcionar tan sólo en lo externo. Internamente debe haber muerte y externamente sensibilidad a cada reto y respuesta. Cuando el pensamiento se ocupa de lo interno, impide la acción.

 

9

Tener un día tan bello en la ciudad parece un verdadero desperdicio; no hay una nube en el cielo, el sol es cálido y las palomas se calientan sobre el tejado, pero el estrépito de la ciudad continúa despiadado. Los árboles sienten el aire del otoño y sus hojas están cambiando lenta y lánguidamente, sin que nadie les preste atención. Las calles están atestadas de personas que siempre miran las tiendas, muy pocas el cielo; se ven cuando pasan el uno al lado del otro, pero están demasiado ocupados consigo mismos, con el modo en que lucen, con la impresión que causan; la envidia y el temor están siempre ahí pese a sus afeites, a su refinada apariencia. Los trabajadores se hallan de­masiado cansados, abatidos y descontentos. Y los árboles agru­pados contra la pared de un museo parecen tan absolutamente suficientes por sí mismos; el río contenido por la piedra y el cemento se ve tan por completo indiferente. Hay profusión de palomas, contoneándose con esa dignidad que les es característica. Y así transcurre un día en la calle, en la oficina. Es un mundo de monotonía y desesperación, con risa que muy pronto desaparece. En el anochecer, los monumentos y las calles se iluminan, pero hay en todo ello una futilidad inmensa y un dolor insoportable.

Una hoja amarilla acaba de caer sobre el pavimento; todavía está llena del verano y aun en la muerte sigue siendo muy bella; ni una sola parte de esa hoja está marchita, tiene todavía la forma y la gracia primaverales, pero está amarilla y habrá de secarse al anochecer. Temprano en la mañana, cuando el sol recién se asomaba en un cielo claro, hubo un relámpago de «lo otro» con su bendición, y la belleza de ello persiste. No es que el pensamiento lo haya capturado y lo retenga, sino que ello ha dejado su huella en la conciencia. El pensamiento es siempre fragmentario y lo que retiene como recuerdo es siempre parcial. El pensamiento no puede observar la totalidad; la parte no puede ver el todo, y la huella de la bendición no es verbal, no puede comunicarse mediante palabras, ni mediante símbolo alguno. El pensamiento fracasará siempre en su tentativa de descubrir, de experimentar aquello que está fuera del tiempo y del espacio. El cerebro, la maquinaria del pensamiento puede aquietarse; el cerebro muy activo puede estar quieto; su maquinaria puede fun­cionar muy lentamente. La quietud del cerebro es esencial, aunque éste debe hallarse intensamente sensible; sólo entonces puede haber inocencia, frescura, una cualidad nueva del pensa­miento. Es esta cualidad la que pone fin al dolor y a la deses­peración.

 

10

Es una mañana sin una sola nube; el sol parece haber des­terrado todas las nubes de la escena. Hay paz excepto por el rugir del tráfico, que prosigue aun en domingo. Las palomas se calientan sobre los tejados de zinc y son casi del mismo color que éstos. No corre un soplo de aire, aunque se está agrada­blemente fresco.

Hay una paz que está más allá del pensamiento y el senti­miento. No es la paz del sacerdote, ni la del político, ni la de aquel que la busca. La paz no es para ser buscada. Lo que se busca ya debe ser conocido y lo que se conoce nunca es lo real. La paz no es para el creyente o para el filósofo que se especializa en teorías. No es una reacción, una respuesta contraria a la vio­lencia. No tiene opuesto, todos los opuestos deben cesar, debe cesar el conflicto de la dualidad. La dualidad existe, luz y os­curidad, hombre y mujer, etc., pero de ningún modo es nece­sario el conflicto entre los opuestos. El conflicto entre los opues­tos surge únicamente cuando hay deseo, el compulsivo apremio por realizar, el deseo sexual, la exigencia psicológica de segu­ridad. Sólo entonces hay conflicto entre los opuestos; escapar de los opuestos ‑apego y desapego‑ es buscar la paz mediante la iglesia o la ley. La ley puede dar y, de hecho, da un orden superficial; la paz que ofrecen la iglesia y el tiempo es una fan­tasía, un mito hacia el cual puede escapar una mente que está confusa. Pero esto no es paz. El símbolo, la palabra deben ser destruidos, no destruidos con el fin de tener paz, sino que deben ser hechos pedazos porque son un impedimento para la comprensión. La paz no es algo que esté en venta, un artículo de canje. El conflicto en todas sus formas debe cesar, y enton­ces tal vez eso esté ahí. Tiene que haber negación total, el cese de las urgencias internas, de los deseos; sólo entonces el con­flicto llega realmente a su fin. En ese vacío hay un nacer. Toda la estructura interna de resistencia y seguridad debe desvane­cerse y desaparecer; únicamente entonces adviene el vacío. Sólo en este vacío hay paz, una paz cuya virtud no tiene precio ni significa una ganancia.

Temprano en la mañana estaba ahí, llegó con el sol en un cielo claro y opaco; era algo maravilloso pleno de belleza, una bendición que nada pedía, ni sacrificio, ni discípulos, ni virtud, ni rezos secretos. Estaba ahí en plenitud y sólo una mente y un corazón plenos podían recibirla. Estaba más allá de toda medida.

 

11

El parque estaba atestado de gente por todas partes, niños, nurses, razas diferentes; todos hablando, gritando, jugando, y funcionaban las fontanas. El director de jardines debe tener muy buen gusto; había flores en abundancia con infinidad de colo­res, todos combinados entre si. Se vivía un aire de espectáculo y alegre festividad. Era una tarde agradable y todo el mundo parecía estar afuera luciendo sus mejores ropas. Atravesando el parque y después de cruzar una vía pública, había una calle tranquila con árboles y casas antiguas bien conservadas; el sol estaba poniéndose, incendiando las nubes y el río. El día si­guiente prometía ser otra vez un hermoso día, y esta mañana el temprano sol atrapó unas pocas nubes coloreándolas de un vivo rosa y carmín. Era una buena hora para permanecer quieto, para meditar. El letargo y la quietud no marchan juntos; para estar quieto debe haber intensidad y meditación; ello no es, entonces, un vagar a la ventura sino algo activo y potente. La meditación no consiste en perseguir un pensamiento o una idea, sino que es la esencia de todo pensamiento, lo que significa estar más allá de todo pensamiento y sentimiento. Entonces la medi­tación es un movimiento dentro de lo desconocido.

La inteligencia no es la mera capacidad de concebir, recordar y comunicar; es más que eso. Uno puede estar muy informado y ser hábil en un nivel de existencia y completamente torpe en otros niveles. En cuanto a eso, el conocimiento por muy pro­fundo y amplio que pueda ser, no indica necesariamente inteli­gencia. La capacidad no es inteligencia. La inteligencia es una sensible y lúcida percepción de la totalidad de la vida; la vida con sus problemas, contradicciones, desdichas, alegrías. Darse cuenta de todo esto sin preferencia alguna y sin ser atrapado por ninguno de sus eventos sino fluir con la totalidad de la vida, es inteligencia. Esta inteligencia no es el resultado de influencia alguna ni del medio circundante; no es la prisionera de ninguna de estas cosas y, por lo tanto, puede comprenderlas y así estar libre de ellas. La conciencia es limitada, tanto la evidente como la oculta, y su actividad, por alerta que sea, está confinada dentro de los límites del tiempo; la inteligencia no lo está. La per­cepción alerta y sensible, sin opciones, de la totalidad de la vida, es inteligencia. Esta inteligencia no puede ser usada para obtener ganancia o provecho de ninguna especie, sea en lo individual o en lo colectivo. Esta inteligencia es destrucción y, por tanto, la forma no significa nada y la reforma es una re­gresión. Sin destrucción, todo cambio es una continuidad modi­ficada. La destrucción psicológica de todo lo que ha sido, no el mero cambio exterior, eso es esencialmente inteligencia. Sin esta inteligencia toda acción conduce a la confusión y a la desdicha. El dolor es la negación de esta inteligencia.

La ignorancia no es la falta de conocimiento sino la falta del conocimiento de sí mismo; sin el conocimiento de sí mismo no hay inteligencia. El conocimiento de sí mismo no puede acu­mularse como conocimiento; el aprender es de instante en ins­tante. No es un proceso aditivo; en el proceso de acumular, de sumar, se forma un centro, el centro del conocimiento, de la experiencia. En este proceso, positivo o negativo, no existe el comprender, porque en tanto haya una intención de acumular o de resistir, el movimiento del pensar y del sentir no pueden comprenderse, no hay conocimiento de sí mismo. Sin el cono­cimiento de sí mismo no hay inteligencia. Ese conocimiento es presente activo, no es un juicio; todo juicio acerca de uno mismo implica una acumulación, una evaluación a partir de un centro de experiencia y conocimiento. Es este pasado el que impide la comprensión del presente activo. En la acción de conocerse uno a sí mismo, hay inteligencia.

 

12

Una ciudad no es un lugar agradable, por bella que sea la ciudad, y ésta lo es. El limpio río, los espacios abiertos, las flo­res, el ruido, el polvo y la sorprendente torre, las palomas y la gente, todo esto y el cielo tienden a que una ciudad sea agra­dable, pero no es como los campos, los bosques y el aire puro; el campo es siempre bello, tan lejos de todo el humo y el rugir del tráfico, tan lejos; allá está la tierra en toda su plenitud, en toda su riqueza. Caminando a lo largo del río, con el incesante estruendo del tráfico, el río parecía contener en sí toda la tierra; aunque retenido por la tierra y el cemento, era en su vastedad todos los ríos, desde las montañas hasta los llanos. Se tornó de color del crepúsculo, con todos los colores que el ojo haya visto jamás, tan espléndidos y tan efímeros. La brisa del anochecer jugaba con todo, y cada hoja era alcanzada por el otoño. El cielo estaba muy cercano abrazando la tierra y había una paz increíble. La noche llegó lentamente.

Al despertar temprano esta mañana, cuando el sol sé en­contraba aun bajo el horizonte y el amanecer había comenzado, la meditación se rindió a «lo otro», a «aquello» cuya bendición es luz y es poder. Estuvo ahí la noche pasada cuando uno se acostó, tan inesperadamente, con tanta claridad. Por algunos días había estado ausente, mientras el cuerpo se adaptaba a las cos­tumbre de la ciudad, y fue así que cuando advino hubo gran intensidad y belleza, y todo se tornó silencioso; aquello llenaba la habitación y mucho más allá de la habitación. Aunque el cuerpo estaba relajado había en él cierta rigidez, no, cierta inmo­vilidad. Ello debe haber proseguido durante toda la noche, por­que al despertar estaba activamente presente. Toda descripción de ello carece de significado porque la palabra nunca podrá abarcar su inmensidad y belleza. Cuando eso es, todo cesa, y el cerebro con sus respuestas y actividades, de un modo extraño, se descubre a sí mismo súbita y voluntariamente quieto, sin una sola respuesta, sin un solo recuerdo y sin que haya registro algu­no de lo que está. Está extraordinariamente vivo, pero absolutamente quieto. Ello es demasiado inmenso para cualquier imaginación, la cual es más bien inmadura y tonta en todas sus formas. El hecho, lo que realmente ocurre, es tan vital y significativo, que toda imaginación e ilusión pierden su sen­tido.

La comprensión de las necesidades es de gran significación. Existen las necesidades exteriores, útiles y esenciales, comida, ropa, techo; pero fuera de eso, ¿hay alguna otra necesidad? Aunque cada cual esté atrapado en el torbellino de sus necesi­dades internas, ¿son ellas esenciales? La necesidad del sexo, la necesidad de realización, el apremiante impulso de la ambición, de la envidia, la codicia, ¿son el camino de la vida? Cada cual ha hecho de eso el camino de la vida por miles de años; la so­ciedad y la iglesia respetan y honran grandemente esas cosas. Todos han aceptado ese modo de vivir, o estando tan condi­cionados a esa vida continúan con ella, luchando débilmente contra la corriente, desalentados, buscando escapes. Y los escapes se vuelven más significativos que la realidad. Las necesidades psicológicas son un mecanismo de defensa contra algo que es mucho más significativo y real. La necesidad de realizarse, de ser importante, brota del miedo a algo que está ahí pero que no se conoce, que no ha sido experimentado. La realización y la autoimportancia en el nombre del propio país o de un partido, o en virtud de alguna creencia gratificadora, son escapes del hecho de la propia nada, de la vacuidad y soledad de nuestras actividades autoaislantes. Las necesidades internas, que parecen no tener fin, se multiplican, cambian y continúan. Éste es el origen, la fuente del contradictorio y abrasador deseo.

El deseo siempre está ahí; los objetos del deseo cambian, disminuyen o se multiplican, pero el deseo está siempre ahí. Controlado, torturado, negado, aceptado, reprimido, dejado en libertad de moverse o interceptado en su carrera, él está siempre ahí, débil o fuerte. ¿Qué hay de malo en el deseo? ¿Por qué esta incesante guerra contra él? Es perturbador, doloroso, lleva a la confusión y a la desgracia, pero no obstante está ahí, siem­pre está ahí, frágil o poderoso. Comprenderlo completamente, sin reprimirlo, sin disciplinarlo, comprenderlo más allá de todo reconocimiento es comprender la necesidad. La necesidad y el deseo marchan juntos, como la realización y la frustración. No hay deseo noble o innoble sino sólo deseo en permanente con­flicto dentro de sí mismo. El ermitaño y el jefe del partido se consumen de deseo, lo llaman con diferentes nombres pero ahí está corroyendo el corazón de las cosas. Cuando existe la com­prensión total de la necesidad, tanto en lo externo como en lo interno, entonces el deseo no es una tortura. Entonces tiene un sentido por completo diferente, una significación que está mu­cho más allá del sentimiento con sus emociones, mitos e ilusio­nes. Con la total comprensión de la necesidad, no meramente de la cantidad o cualidad de ella, el deseo es entonces una llama y no una tortura. Sin esta llama la vida misma se malogra, se pierde. Esta llama es la que quema la mezquindad de su objeto, las fronteras, las vallas que le han sido impuestas. Entonces uno puede darle el nombre que quiera, amor, muerte, belleza. Enton­ces está ahí sin que tenga fin.

 

13

El de ayer fue un día extraño. «Lo otro» persistió todo el día, durante el corto paseo, mientras uno estuvo descansando y, muy intensamente, durante la platica[14]. Se mantuvo insistente­mente la mayor parte de la noche, y esta mañana temprano, al despertar después de un breve sueño, continuaba. El cuerpo está muy cansado y necesita descanso. Extrañamente, el cuerpo se torna muy quieto, muy sereno, inmóvil, pero cada pulgada de él está intensamente viva y sensible.

Tan lejos como la vista pueda abarcar, hay pequeñas y cor­tas chimeneas, todas sin humo porque el tiempo es muy calu­roso; el horizonte está muy lejos, se ve irregular, confuso; la ciudad parece extenderse y prolongarse interminablemente. A lo largo de la avenida hay árboles en espera del invierno, porque el otoño ya comienza lentamente.

El cielo estaba plateado, pulido y brillante y la brisa dibu­jaba figuras sobre el río. Las palomas se pusieron en movimiento temprano en la mañana, y apenas el sol calentó los tejados de zinc, ahí estaban ellas calentándose. La mente, dentro de la cual están el cerebro, el pensamiento, el sentimiento y todas las sutiles emociones, la fantasía y la imaginación, es una cosa extraordinaria. Todos sus contenidos no constituyen la mente y, no obstante, sin ellos la mente no existe; ella es más que lo que contiene. Sin la mente no habría contenidos; éstos existen gra­cias a ella. En el total vacío de la mente tienen su existencia el intelecto, el pensamiento, la totalidad de la conciencia. Un árbol no es la palabra, ni la hoja, la rama o las raíces; la totalidad de ello es el árbol y, sin embargo, él no es ninguna de estas cosas. La mente es ese vacío en el cual las cosas de la mente pueden existir, pero las cosas no son la mente. Es a causa de este vacío que surgen el tiempo y el espacio. Pero el cerebro y las cosas del cerebro cubren todo un campo de la existencia; ésta se halla ocupada por sus múltiples problemas. El cerebro no puede aprehender la naturaleza de la mente, ya que funciona tan sólo en la fragmentación y los muchos fragmentos no hacen lo total. Y, no obstante, el cerebro está ocupado en reunir los fragmentos contradictorios para componer la totalidad. Lo total nunca puede ser el resultado de reunir y juntar las partes.

La actividad de la memoria, el conocimiento en acción, el conflicto de los deseos opuestos, la búsqueda de libertad, están aun dentro de los confines del cerebro; el cerebro puede per­feccionar, aumentar, acumular sus deseos, pero el dolor ha de proseguir. No hay fin para el dolor en tanto el pensamiento sea meramente una respuesta de la memoria, de la experiencia. Existe un «pensar» que nace del total vacío de la mente; ese vacío no tiene un centro y, por tanto, es capaz de un movimiento infinito. La creación nace desde este vacío, pero no es la creación del hombre que produce cosas. Esa creación que proviene del vacío es amor y es muerte.

Ha sido nuevamente un extraño día. «Lo otro» ha estado presente cualquiera haya sido la actividad diaria o el lugar en el que uno se hubiera encontrado. Es como si el cerebro estu­viera viviendo dentro de ello; el cerebro ha permanecido muy quieto sin dormirse, sensible y alerta. Hay un sentido de obser­vación que actúa desde una profundidad infinita. Aunque el cuerpo está cansado, existe un estado peculiar de lucidez. Una llama que está siempre ardiendo.

 

14

Ha estado lloviendo toda la noche, y ello resulta agradable después de muchas semanas de sol y polvo. La tierra se había resecado, estaba quemada y llena de grietas; un denso polvo cubría las hojas y el césped estaba siendo regado. En una ciudad sucia y populosa, tantos días de sol eran algo desagradable; el aire se había puesto pesado y ahora ha estado lloviendo por muchas horas. Sólo a las palomas les disgusta eso; se ponen al abrigo donde pueden, se las ve alicaídas y han cesado sus arru­llos. Los gorriones acostumbraban a bañarse junto con las palo­mas en cualquier lugar donde hubiera agua, y ahora se han escondido lejos en alguna parte; tenían el hábito de venir a la terraza, tímidos y ansiosos, pero la fuerte lluvia ha tomado posesión de todo y la tierra está mojada.

Otra vez «lo otro», esa bendición, estuvo ahí la mayor parte de la noche, estuvo incluso durante el sueño; uno sintió esa bendición al despertar, intensa, persistente, apremiante; estaba ahí como si hubiera continuado por toda la noche. Siempre se halla acompañada de una gran belleza, no de imágenes, sentimientos o pensamientos. La belleza no es del pensamiento ni del senti­miento; ella nada tiene que ver con el emocionalismo o el sen­timentalismo.

Existe el temor. El temor jamás está en el ahora; está antes o después del presente activo. Cuando hay temor en el presente activo, ¿es ello temor? Está ahí y no hay modo de escapar, de evadirse de él. Ahí, en ese momento, hay atención total al ins­tante de peligro físico o psicológico. Cuando hay completa atención, no hay temor. Pero el momento presente de inatención es el que engendra el temor; el temor surge cuando se elude el hecho, cuando se escapa de él; entonces el escape mismo es el temor.

El temor y sus múltiples formas, culpa, ansiedad, esperanza, desesperación, está ahí en cada momento de la relación; está ahí en toda búsqueda de seguridad; está ahí en el llamado amor y en la adoración, en la ambición y el éxito; está ahí en la vida y en la muerte, en las cosas físicas y en los factores psicológicos. El temor existe en muchísimas formas y en todos los niveles de nuestra conciencia. La defensa, la resistencia y el rechazo pro­vienen del temor. Temor a la oscuridad y temor a la luz; temor de ir y temor de venir. El temor empieza y termina en el deseo de estar seguro, de tener permanencia. La continuidad de la permanencia es buscada en todas las direcciones, en la virtud, en la relación, en la acción, en la experiencia, en el conocimiento, en las cosas externas y en las internas. Encontrar un refugio y estar seguro, ése es el eterno clamor. Esta insistente demanda es la que engendra el miedo.

¿Pero existe la permanencia, sea externa o internamente? Tal vez podría haberla, hasta cierto punto, en lo externo, y aun así eso es precario; hay guerras, revoluciones, hay progreso, acciden­tes, terremotos. Uno tiene que tener comida, ropa y techo; eso es esencial y necesario para todos. Aunque se la busque, ciega­mente o con razón, ¿existe certidumbre interna alguna, continui­dad interna, permanencia? No existe. El escape de esta realidad es temor. La incapacidad de hacer frente a esta realidad en­gendra todas las formas de esperanza y desesperación.

El pensamiento mismo es el origen del temor. El pensamien­to es tiempo; el pensamiento acerca del mañana es placer o dolor; si es placentero, el pensamiento lo perseguirá temiendo que termine; si es doloroso, el huir de ello es miedo. Ambos, el placer y el dolor, son la causa del miedo. El tiempo como pensamiento y el tiempo como sentimiento, producen temor. El cese del temor es la comprensión del pensamiento, del meca­nismo de la memoria y de la experiencia. El pensamiento es el proceso total de la conciencia, la evidente y la oculta; el pensa­miento no es meramente la cosa acerca de la que se piensa sino el origen mismo de ese pensamiento. El pensamiento no es sólo la creencia, la idea y la razón, sino el centro desde el cual estas cosas surgen. Este centro es el origen de todo temor. ¿Pero existe la experiencia del temor, o hay conciencia acerca de la causa del temor, de la cual el pensamiento está escapando? La autoprotección física es una cosa sensata, normal y sana, pero internamente toda otra forma de autoprotección implica resis­tencia y siempre acumula, fortalece esa energía que es el temor. Este temor interno hace de la seguridad externa un problema de clase, de prestigio, de poder, y entonces hay crueldad compe­titiva.

Cuando este proceso total de pensamiento, tiempo y temor es visto —no como una idea, como una fórmula intelectual— hay completa terminación del temor tanto consciente como oculto. La comprensión de sí mismo es el despertar y el fin del temor.

Y cuando el temor cesa, también cesa el poder de engendrar ilusión, mitos, visiones con su esperanza y su operación, y sólo entonces comienza un movimiento que va más allá de la conciencia, la cual es pensamiento y sentimiento. Este movi­miento es un vaciar de los recónditos rincones de la mente y de los más profundos y escondidos deseos y necesidades. Entonces, cuando existe este total vacío, cuando no hay absoluta y literal­mente nada, ni influencia, ni evaluación, ni frontera, ni pala­bra, entonces en esta completa quietud del tiempo‑espacio, está eso que es innominable.

 

15

Fue un bello anochecer, el cielo estaba claro y, a pesar de las luces de la ciudad, se veían brillar las estrellas; aunque la torre estaba iluminada por todos los lados, uno podía divisar el horizonte distante y bien abajo había retazos de luz sobre el río; pese al incesante rugir del tráfico, fue un anochecer apacible. La meditación se deslizó sobre uno como una ola cuando cubre las arenas. No era una meditación que el cerebro pudiera cap­turar en la red de su memoria; era algo a lo que el cerebro se rindió totalmente sin resistencia alguna. Era una meditación que iba mucho más allá de cualquier forma o método; el mé­todo, la fórmula, la repetición, destruyen la meditación. Ésta lo incluía todo en su movimiento, las estrellas, el ruido, la quie­tud y la extensión del río. Pero no había un meditador; el medi­tador, el observador debe cesar para que la meditación sea. La disolución del meditador es también meditación; pero cuando el meditador cesa, entonces existe una meditación que es por completo diferente.

Era muy temprano en la mañana; Orión venia levantándose en el horizonte y las Pléyades estaban casi sobre uno. El rugir del tráfico se había aquietado y a esa hora no había luces en ninguna de las ventanas y corría una brisa fresca y agradable. En la completa atención no existe el experimentar. Existe en la inatención; es esta inatención la que acopia experiencia y multi­plica los recuerdos erigiendo muros de resistencia; es esta inaten­ción la que vigoriza las actividades egocéntricas. La inatención es concentración, la cual es un excluir, un separar; la concentración conoce las distracciones y el interminable conflicto del control y la disciplina. En el estado de inatención, es impropia toda res­puesta a un reto cualquiera; esta insuficiencia de la respuesta es experiencia. La experiencia contribuye a la insensibilidad; em­bota el mecanismo del pensamiento; refuerza los moros de la memoria, y el hábito y la rutina se convierten en la norma. La experiencia, la inatención, niegan la libertad. La inatención es lento deterioro.

En la completa atención no existe el experimentar; no hay un centro que experimente ni una periferia dentro de la cual pueda tener lugar la experiencia. La atención no es concentra­ción; ésta es empequeñecedora, limitativa. La atención incluye, jamás excluye. La superficialidad de la atención es inatención; la atención total incluye lo superficial y lo recóndito, el pasado con su influencia sobre el presente y su movimiento en el fu­turo. Toda conciencia es parcial, está confinada, y la atención total incluye a la conciencia con sus limitaciones; por lo tanto, puede destruir esas limitaciones, puede demoler las fronteras. Todo pensamiento está condicionado, y el pensamiento no puede descondicionarse a sí mismo. El pensamiento es tiempo y es experiencia; es, esencialmente, el multado de la no‑atención.

¿Qué es lo que produce la atención total? Ningún método, ningún sistema; éstos producen un resultado, el resultado que prometen. Pero la atención total no es un resultado, como no lo es el amor; ella no puede ser inducida, no puede ser provo­cada por ninguna acción. La atención total es la negación de los resultados a que da lugar la inatención, pero esta negación no es el acto de conocer la atención. Lo que es falso debe ser negado no porque uno conozca ya lo que es verdadero; si uno conociera lo que es verdadero, lo falso no existiría. Lo verdadero no es lo opuesto de lo falso; el amor no es el opuesto del odio. De­bido a que uno conoce el odio, no conoce el amor. La negación de lo falso, el negar las cosas de la no‑atención, no es el resul­tado del deseo de alcanzar la atención total. Ver lo falso como falso, lo verdadero como verdadero y lo verdadero en lo falso, no es el resultado de la comparación. Ver lo falso como falso es atención. Lo falso no puede ser visto como falso cuando hay opiniones, juicios, cuando existen la evaluación, el apego, etc., que son el resultado de la no‑atención. Ver la completa textura de la no‑atención, es la total atención. Una mente atenta es una mente vacía.

La pureza de «lo otro» es su inmensa e impenetrable fuerza. Y esta mañana ello estaba ahí acompañado de una quietud ex­traordinaria.

 

16

Fue un paro y claro anochecer, sin una sola nube. Tan bello que resultaba sorprendente que un anochecer así pudiera tener lugar en una ciudad. La luna estaba entre los arcos de la torre y toda la puesta del sol parecía tan ficticia, tan irreal. El aire es tan suave y agradable que éste bien podría haber sido un anochecer de verano. En el balcón había una gran quietud; todo pensamiento se había apaciguado y la meditación parecía un movimiento casual, sin dirección alguna. Sin embargo, ahí esta­ba. Comenzó en ninguna parte y proseguía en el vasto, insondable vado donde está la esencia de todas las cosas. En este vacío hay un movimiento que se expande, que estalla, y cuyo mismo estallido es creación y destrucción. La esencia de esta destrucción es amor.

 

O buscamos a causa del temor o, estando libres de éste, buscamos sin ningún motivo. Esta búsqueda no brota del desconten­to; estar insatisfecho de todas las formas de pensamiento y senti­miento, ver su significado, no es descontento. El descontento se satisface muy fácilmente cuando el pensamiento y el sentimiento han encontrado alguna forma de refugio, de éxito, una posición gratificadora, una creencia, etc., sólo para ser nuevamente provocado cuando alguien ataca ese refugio, o lo hace tambalear o lo derriba. La mayoría de nosotros estamos familiarizados con este ciclo de esperanza y desesperación. La búsqueda cuyo motivo es el descontento sólo puede conducir a alguna forma de ilu­sión, ilusión colectiva o privada, una prisión con muchos atrac­tivos. Peto existe un buscar que no tiene tras de sí absolutamente ningún motivo; ¿es eso, entonces, un buscar? El buscar implica un objetivo, un fin ya conocido o sentido o formulado. Si es for­mulado, es el cálculo del pensamiento reuniendo todas las cosas que ha experimentado o conocido; para encontrar lo que se trata de obtener se han inventado los métodos y los sistemas. Esto no es buscar en absoluto; es meramente un deseo de conquistar un fin que nos satisfaga o simplemente escapar hacia alguna fantasía o promesa ofrecida por una teoría o una creencia. Esto no es buscar. Cuando el temor, la satisfacción, el escape han perdido su significación, ¿hay entonces, en absoluto, un buscar?

Si el motivo de toda búsqueda se ha secado, si el descontento y el impulso de lograr están muertos, ¿existe el buscar? Si no existe el buscar, ¿habrá de decaer la conciencia, habrá de estan­carse? Por el contrario, es este buscar, este pasar de un compro­miso a otro, de una iglesia a otra, el que debilita esa energía esencial para comprender lo que es. «Lo que es» es siempre nuevo; nunca ha sido y nunca será. La liberación de esta energía sólo es posible cuando cesa toda forma de búsqueda.

 

Era, a hora tan temprana, una mañana completamente des­pejada, y el tiempo parecía haberse detenido. Eran las cuatro y media pero el tiempo parecía haber perdido todo su significado, como si no hubiera ayer ni mañana ni el instante siguiente. El tiempo permanecía inmóvil y la vida proseguía su marcha sin una sola sombra; la vida proseguía, sin pensamiento ni senti­miento. El cuerpo estaba ahí en la terraza, allá estaba la alta torre con su centelleante luz de advertencia, y las incontables chime­neas; el cerebro veía todas estas cosas pero no iba más lejos. El tiempo es medida, y el tiempo como pensamiento y senti­miento se había detenido. No existía el tiempo; todo movimiento había cesado pero nada estaba estático. Por el contrario, había una extraordinaria intensidad y sensibilidad, un fuego que ardía, un fuego sin temperatura ni color. Arriba estaban las Pléyades y más abajo, hacia el este, Orión, y el lucero del alba asomaba sobre los tejados. Y con este fuego había júbilo, bienaventu­ranza. No es que uno estuviera jubiloso, pero había un éxtasis. No una identificación con ello, no podía haberla porque d tiempo había cesado. El fuego no podía identificarse con nada ni estar en relación con nada. Estaba ahí porque el tiempo se había detenido. Y ya llegaba el amanecer, y Orión y las Pléya­des se desvanecían y dentro de poco el lucero del alba también habría de seguirlos.

 

17

Había sido un día caluroso, sofocante, y aun las palomas estaban escondiéndose y el aire quemaba, y eso en una ciudad no es nada agradable. La noche era cálida y las pocas estrellas visibles estaban brillantes, ni siquiera las luces de la ciudad podían atenuar su brillo. Ahí estaban con sorprendente intensidad.

Fue un día de «lo otro»; ello continuó quietamente toda la jornada; por momentos se encendía tornándose muy intenso y volvía a aquietarse para proseguir serenamente[15]. Estuvo ahí con tal intensidad que tornaba imposible todo movimiento; uno estaba forzado a detenerse. Al despertar en medio de la noche estaba ahí con notable fuerza y energía. En la terraza, con el rugir del tráfico algo menos insistente, toda forma de medita­ción se volvía innecesaria e inadecuada, porque aquello estaba ahí can toda su plenitud. Es una bendición, y todo parece más bien tonto e infantil. En estas ocasiones el cerebro está siempre muy quieto, pero de ningún modo dormido, y el cuerpo se queda totalmente inmóvil. Es algo muy extraño.

Qué poco cambia uno. Uno cambia mediante alguna forma de compulsión, alguna presión externa o interna, lo cual es de hecho un modo de ajustarse. Cierta influencia, una palabra, un gesto le hacen cambiar a uno el patrón del hábito, pero no de­masiado. La propaganda, un diario, un incidente puede, sí, al­terar hasta cierto punto el curso de la vida. El temor y la recom­pensa rompen el hábito del pensamiento sólo para reformarlo dentro de otro patrón. Una nueva invención, una ambición nueva, una nueva creencia produce, ciertamente, algunos cam­bios. Pero todos estos cambios están en la superficie, como el fuerte viento sobre el agua; no son fundamentales, profundos, devastadores. Todo cambio que obedece a un motivo no es cambio en absoluto. La revolución económica, social, es una reacción, y cualquier cambio producido mediante una reacción, no es un cambio radical; es sólo un cambio en el patrón. Un cambio semejante es un simple ajuste, un asunto mecánico que proviene del deseo de bienestar, de seguridad, de la mera su­pervivencia física.

¿Qué es, entonces, lo que produce una mutación fundamen­tal? La conciencia, tanto la evidente como la oculta, toda la ma­quinaria del pensamiento, del sentimiento, de la experiencia, está dentro de las fronteras del tiempo y el espacio. Ella es un todo indivisible; la división —lo consciente y lo oculto— existe tan sólo para conveniencias de la comunicación, pero la división no es factual. El nivel superior de la conciencia puede modifi­carse a sí mismo y ciertamente lo hace, puede ajustarse, cambiar, reformarse, adquirir nuevos conocimientos y técnicas; puede cambiar para amoldarse a un nuevo patrón económico, social, pero tales cambios son superficiales y frágiles. Lo inconsciente, lo oculto, puede insinuarse y de hecho lo hace sugiriendo a través de los sueños sus compulsiones, sus exigencias, sus de­seos acumulados. Los sueños requieren interpretaciones, pero quien los interpreta está siempre condicionado. No hay nece­sidad de soñar si durante las horas de vigilia existe una lúcida percepción sin opciones en la cual se comprenden cada fugaz pensamiento y sentimiento; entonces el dormir tiene un sentido por completo diferente. El análisis de lo oculto implica el ob­servador y lo observado, el censor y la cosa juzgada. En esto no solamente está el conflicto sino que el observador mismo se halla condicionado y su evaluación, su interpretación nunca puede ser verdadera; estará retorcida, falseada. De modo que el autoanálisis o un análisis que haga otro por muy profesional que sea, podrá producir algunos cambios superficiales, un ajuste en la relación, etc., pero el análisis no producirá una transfor­mación radical de la conciencia. El análisis no transforma la conciencia.

 

18

La última tarde el sol estuvo sobre el río y entre las hojas de color bermejo de los árboles otoñales que bordean la larga avenida; los colores ardían intensamente y en notable variedad; el angosto arroyo estaba en llamas. Toda una larga fila de gente esperaba a lo largo del muelle para tomar el bote de recreo, y los automóviles hacían un ruido terrible. En un día caluroso la gran ciudad resultaba casi intolerable; el cielo estaba despejado y el sol no tenía misericordia. Pero esta mañana muy temprano, cuando Orión estaba en lo alto y sólo uno o dos automóviles pasaban junto al río, en la terraza había quietud y meditación acompañada de una completa apertura de la mente y el corazón rayana con la muerte; Estar completamente abierto, ser totalmente vulnerable es muerte. La muerte no tiene entonces rincón alguno donde refugiarse; sólo en la sombra, en los secretos escondrijos del pensamiento y del deseo hay muerte. Pero la muerte está siempre ahí para un corazón que se ha marchitado en el temor y la esperanza; está siempre ahí donde el pensamiento aguarda y acecha. En el parque ululaba un búho, y era un sonido grato, tan claro y tan primitivo; iba y venia con variados intervalos, y parecía gustar de su propia voz, ya que ningún otro replicaba.

La meditación derriba las fronteras de la conciencia; des­barata el mecanismo del pensamiento y del sentimiento que aquel despierta. La meditación que está atrapada en un mé­todo, en un sistema de recompensas y promesas, mutila y somete a la energía. La meditación consiste en liberar energía en abun­dancia, y el control, la disciplina y la represión corrompen la pureza de esa energía. La meditación es la llama ardiendo inten­samente sin dejar cenizas. Las palabras, el sentimiento, el pen­samiento siempre dejan cenizas, y el mundo acostumbra a vivir de cenizas. La meditación es un riesgo porque lo destruye todo, no deja absolutamente nada, ni siquiera el susurro de un deseo, y en este vasto e insondable vacío, hay creación y amor.

 

Para continuar: el análisis, personal o profesional, no pro­duce una mutación de la conciencia. Ningún esfuerzo puede transformarla; el esfuerzo es conflicto y el conflicto tan sólo fortifica los muros de la conciencia. Ningún razonamiento, por lógico y cuerdo que sea, puede liberar a la conciencia, porque el razonamiento es la idea que ha sido moldeada por las influen­cias, la experiencia y el conocimiento, y éstos son todos hijos de la conciencia. Cuando todo esto es visto como falso ‑un modo falso de encarar la mutación‑ la negación de lo falso es el vaciado de la conciencia. La verdad no tiene Opuesto ni lo tiene el amor; la persecución del opuesto no conduce a la verdad, sólo lo hace la negación del opuesto. No hay negación si éste es el resultado de la esperanza o del logro. La negación existe únicamente cuando no hay recompensa ni trueque. Hay renunciamiento sólo cuando no hay ganancia en el acto de re­nunciar. Negar lo falso es liberarse de lo positivo, de lo positivo con su opuesto. Lo positivo es la autoridad con su aceptación, su conformismo, su imitación, y es la experiencia con su cono­cimiento.

Negar es estar solo; solo con respecto a toda influencia y tra­dición, solo respecto de la necesidad interna con su dependencia y su apego. Estar solo es negar el condicionamiento, el trasfon­do. La estructura dentro de la cual la conciencia es y existe, es su condicionamiento. Estar solo es permanecer alerta, sin opción alguna, a este condicionamiento, negándolo por completo. Esta madura soledad no es aislamiento, no es ese estado de soledad que proviene de la separativa actividad egocéntrica. Esta soledad no es un apartarse de la vida; por el contrario, es la total libertad con respecto al conflicto y al dolor, al temor y a la muerte. Esta soledad es vacío, no el estado positivo del ser ni el no ser. Es vacío; en este fuego del vacío la mente se rejuvenece, se torna fresca e inocente. Es sólo la inocencia la que puede recibir lo intemporal, lo nuevo que permanentemente está destruyéndose a si mismo. La destrucción es creación. Sin amor, la destrucción no existe.

Más allá de la enorme y desperdigada ciudad están los cam­pos, los bosques y las colinas.

 

19

¿Existe un futuro? Hay un mañana ya planeado; ciertas cosas que deben ser hechas; también está el día de pasado mañana con todas las cosas que deben hacerse, la semana próxima, el año siguiente. Esto no puede alterarse, quizá modificarse o cambiarse por completo, pero los muchos mañanas están ahí; no pueden ser negados. Y existe el espacio, de aquí hasta allá, cerca y lejos; la distancia en kilómetros; el espacio entre entidades; la distancia que el pensamiento cubre en un relám­pago; el otro lado del río y la luna distante. El tiempo para recorrer el espacio, la distancia, y el tiempo para cruzar el río; de aquí hasta allá el tiempo es necesario para recorrer el espacio, puede tomar un minuto, un día o un año. Este tiempo se mide por el sol y por el reloj, el tiempo es para llegar a algo, a alguna parte. Esto es bastante simple y claro. ¿Existe un futuro aparte de este tiempo mecánico, cronológico? ¿Hay un llegar, existe un fin para el cual el tiempo sea necesario?

Las palomas estaban sobre los tejados, tan temprano en la mañana; se arrullaban, se limpiaban las plumas y se perseguían las unas a las otras. El sol aun no estaba en lo alto y había unas pocas nubes vaporosas desperdigadas por todo el cielo; todavía carecían de color, y el rugir del tráfico no había comenzado. Fal­taba aún muchísimo tiempo para que empataran los ruidos habi­tuales, y más allá de todos estos muros estaban los jardines. Ayer, en el anochecer, el césped que nadie tiene permiso para pisar ‑salvo, claro está, las palomas y los pocos gorriones‑ estaba muy verde, sobrecogedoramente verde, y el color de las flores resaltaba por su brillantez. En otras partes el hombre proseguía con sus actividades y su interminable faena. Ahí estaba la torre, tan sólida, tan delicadamente construida; pronto estaría inundada de brillante luz. El pasto se veía tan perecedero, y las flores se marchitarían porque el otoño ya estaba en todas partes. Pero mucho antes de que las palomas aparecieran sobre el tejado, mientras uno estaba en la terraza, la meditación era puro júbilo. No había ninguna razón para este éxtasis ‑si se tiene un motivo para el júbilo, éste ya no es más júbilo; ello estaba simplemente ahí y el pensamiento no podía capturarlo y convertirlo en un recuerdo. Era demasiado fuerte y activo para que el pensamiento jugara con ello. Y tanto el pensamiento como el sentimiento se tornaron muy quietos y silenciosos. Ello venía en olas, una ola sobre otra, era algo viviente que no podía ser contenido por nada, y con este júbilo había una bendición. Todo estaba tan completamente más allá de cualquier pensa­miento, de cualquier exigencia interna.

¿Existe un llegar? Llegar implica que uno sufre y está bajo la sombra del temor. ¿Existe, en lo interno, un llegar, una meta para ser alcanzada, un fin que deba obtenerse? El pensamiento ha fijado un fin, Dios, bienaventuranza, éxito, virtud, etc. Pero el pensamiento es tan sólo una reacción, una respuesta de la memoria, y el pensamiento engendra al tiempo a fin de recorrer el espacio entre lo que es y lo que debería ser. Lo que debería ser, el ideal, es algo verbal, teórico, que carece de realidad. Lo real es intemporal, no tiene un fin que alcanzar ni distancia que recorrer. El hecho es, y todo lo demás no es. El hecho no existe si no hay muerte para el ideal, para la realización, para un fin propuesto; el ideal, la meta, son un escape del hecho. El hecho no tiene tiempo ni espacio. ¿Existe entonces la muerte? Lo que hay es un marchitarse; la maquinaria del organismo físico se deteriora, sufre un desgaste, el cual es muerte. Pero eso es inevi­table, tal como el grafito de este lápiz habrá de gastarse. ¿Es eso lo que origina el temor, o lo es la muerte del mundo que componen el devenir, el ganar, el realizar? Ese mundo carece de validez; es el mundo de los pretextos, de los escapes. El hecho ‑lo que es‑ y lo que debería ser, constituyen dos cosas por completo diferentes. Lo que deberla ser implica tiempo y distancia, dolor y miedo. La muerte de estos factores deja sólo el hecho, lo que es. No hay un futuro hacia lo que es; el pensa­miento, que engendra al tiempo, no puede actuar sobre el hecho; el pensamiento no puede cambiar el hecho, sólo puede escapar de él, y cuando todo el impulso de escapar ha muerto, entonces el hecho experimenta una tremenda mutación. Pero tiene que haber muerte para el pensamiento, que es tiempo. Cuando el tiempo como pensamiento no existe, existe entonces el hecho, lo que es. Cuando hay destrucción del tiempo como pensamien­to, no hay movimiento en ninguna dirección ni hay espacio que recorrer, sólo existe la inmovilidad del vacío. Esto es la total destrucción del tiempo como ayer, hoy y mañana, como me­moria de la continuidad, del devenir.

Entonces el ser es intemporal, sólo existe el presente activo, pero ese presente no es del tiempo. Es atención sin las fronteras del pensamiento y sin las palabras, los símbolos no tienen en si mismos significado alguno. La vida está siempre en el pre­sente activo; el tiempo pertenece siempre al pasado y, por lo tanto, al futuro. Y la muerte con respecto al tiempo es vida en el presente. Es esta vida la que es inmortal, no la que está dentro de la conciencia. El tiempo es el pensamiento en la con­ciencia, y la conciencia está contenida en su estructura. Hay siempre miedo y dolor dentro de la malla del pensamiento y del sentimiento. El fin del dolor es el cese del tiempo.

 

20

Había sido un día muy caluroso y en ese salón caldeado, lleno de un gran gentío, el aire era sofocante[16]. Pero a pesar de todo esto y del cansancio, uno despertó en medio de la noche con la presencia de «lo otro» en la habitación. Estaba ahí con gran intensidad, no sólo llenando la habitación y mucho más lejos, sino muy profundamente dentro del cerebro, tan profun­damente que parecía atravesarlo e ir más allá de todo pensa­miento, del espacio y del tiempo. Era increíblemente fuerte, con una energía tal que se hacía imposible permanecer en la cama; y en la terraza, donde el aire era puro y soplaba un viento fresco, la intensidad de ello continuó. Continuó por cerca de una hora, con gran impulso y vigor; toda la mañana había es­tado ahí. Ello no es una artimaña, ni es el deseo tomando esta forma de sensación, de excitación; el pensamiento no lo ha cons­truido en base a los incidentes del pasado; ninguna imaginación podría formular algo como «lo otro». Extrañamente, cada vez que esto ocurre es algo totalmente nuevo, inesperado y súbito. El pensamiento, habiéndolo intentado, se da cuenta de que no puede recordar lo que ha ocurrido otras veces ni puede despertar el recuerdo de lo que ha sucedido esta misma mañana. Eso está fuera y más allá de todo pensamiento, deseo e imaginación. Es demasiado vasto para que el pensamiento o el deseo puedan evocarlo; es demasiado inmenso para que el cerebro pueda pro­ducirlo. Ello no es una ilusión.

La parte extraña de todo esto es que uno ni siquiera está preocupado al respecto; si viene, está ahí sin invitación, y si no viene hay un modo de indiferencia. La belleza y la fuerza de eso no son cosa de juego; no hay invitación ni hay negación de ello. Viene y se va cuando quiere.

Esta mañana temprano, poco antes de que saliera el sol, la meditación, en la que toda clase de esfuerzo había cesado hacia tiempo, se tornó en silencio, un silencio en el que no había un centro y, por consiguiente, no había periferia. Era sólo silencio. No tenía cualidad, ni movimiento, ni profundidad ni altura. Era completa quietud. Es esta quietud la que tenía un movimien­to que se expandía infinitamente y cuya medida no estaba en el tiempo y el espacio. Esta quietud se hallaba en permanente esta­llido, siempre alejándose, expandiéndose. Pero no tenía un centro; si hubiera un centro ello no seria quietud, seria estanca­miento y deterioro; esto no tenía nada que ver con las intrinca­das complicaciones del cerebro. La cualidad de la quietud que el cerebro puede producir es por completo diferente, en todas sus formas, de la quietud que tenía lugar esta mañana. Era una quietud que nada podía perturbar porque en ella no había resis­tencia; todo estaba en esa quietud, y esa quietud estaba más allá de todo. El temprano tráfico matinal de los grandes camio­nes que traían productos alimenticios y otras cosas a la ciudad, no perturbaba en modo alguno esa quietud, ese silencio, ni lo turbaban los rayos giratorios de luz provenientes de la alta torre. Ello estaba ahí, sin tiempo.

Mientras el sol ascendía lo atrapó una nube magnifica, en­viando rayos de luz azul a través del cielo. Era la luz jugando con la oscuridad, y el juego prosiguió hasta que la fantástica nube descendió tras de los miles de chimeneas. Qué curiosamen­te insignificante es el cerebro por inteligentemente educado e ilustrado que sea. Él siempre permanecerá siendo insignificante, haga lo que hiciere; puede ir a la luna y más allá o puede bajar a las regiones más profundas de la tierra; puede inventar, cons­truir las máquinas más complicadas, computadoras que inventarán computadoras; puede destruirse y reconstruirse a sí mismo, pero haga lo que hiciere siempre seguirá siendo insignificante. Porque el cerebro puede funcionar tan sólo en el tiempo y el espacio; sus filosofías están sujetas a su propio condiciona­miento; sus teorías, sus especulaciones son una prolongación de su propia astucia. Cualquier cosa que haga, el cerebro no puede escapar de sí mismo. Sus dioses y sus salvadores, sus maes­tros y líderes son tan pequeños e insignificantes como él mismo. Si él es torpe trata de volverse talentoso, y su talento lo mide en términos de éxito. Está siempre persiguiendo o siendo perseguido. Su propio dolor es su sombra. Haga lo que haga, será siempre insignificante.

Su acción es la inacción de perseguirse a sí mismo; su reforma es una acción que siempre necesita ulteriores reformas. Está sostenido por su propia acción e inacción. Nunca duerme, y sus sueños son la vigilia del pensamiento. Por activo, por noble o innoble que sea, siempre es insignificante. No hay fin para su insignificancia. Él no puede huir de sí mismo, su virtud es mez­quina y es mezquina su moralidad. Hay sólo una cosa que el cerebro puede hacer ‑estar total y completamente quieto. Esta quietud no es sueño ni pereza. El cerebro es sensible y para permanecer sensible, sin sus familiares respuestas autoprotecto­ras, sin sus acostumbrados juicios, su condena y su aprobación, la única cosa que puede hacer es estar totalmente quieto, lo que implica permanecer en un estado de negación, completa nega­ción de sí mismo y de sus actividades. En este modo de nega­ción, el cerebro ya no es más insignificante; entonces ya no está acumulando para obtener, para realizar, para llegar a ser esto o aquello. Entonces, es lo que es, mecánico, inventivo, autoprotec­tor, calculador. Una máquina perfecta nunca es insignificante, y cuando funciona a ese nivel es una cosa admirable. Y como las máquinas, el cerebro se desgasta y muere. Se torna insigni­ficante cuando procede a investigar lo desconocido, aquello que no es mensurable. Su función está en lo conocido y no puede funcionar en lo desconocido. Sus creaciones están en el campo de lo conocido, pero la creación de lo incognoscible el cerebro no puede capturarla jamás, ni en pintura ni en palabras; él nunca puede conocer su belleza. Sólo cuando está totalmente sereno, silencioso, sin una sola palabra y quieto, sin un solo gesto, sin un movimiento, sólo así existe esa inmensidad.

 

21

La luz del anochecer se reflejaba sobre el río, y el tráfico a través del puente era impetuoso y veloz. El pavimento se hallaba atestado de gente que volvía a sus casas después de una jornada de trabajo en las oficinas. El río centelleaba, había ondas pe­queñas persiguiéndose unas a otras con gran deleite. Uno casi podía oírlas, pero la furia del tráfico era excesiva. Más lejos, en la parte baja del río, la luz sobre el agua cambiaba tornán­dose más profunda, y pronto se oscurecería del todo. La luna se hallaba al otro lado de la enorme torre, luciendo tan artifi­cial, tan fuera de lugar; no tenía realidad, pero la alta torre de acero si la tenía; había gente en ella; el restaurante que hay en la parte superior estaba iluminado y uno podía ver multi­tudes entrando. Y como la noche era brumosa, los rayos de las luces giratorias eran más intensos que la luna. Todo parecía muy lejano, excepto la torre. Qué poco sabemos acerca de nos­otros mismos. Parece que sabemos mucho acerca de otras cosas, la distancia a la luna, la atmósfera de Venus, cómo construir los más extraordinarios y complicados cerebros electrónicos, desintegrar los átomos y las más íntimas partículas de la materia. Pero conocemos tan poco acerca de nosotros mismos. Ir a la luna es mucho más excitante que penetrar en uno mismo; quizá se deba a que uno es perezoso o está atemorizado, o porque penetrar en uno mismo no rinde beneficios en el sentido de di­nero o éxito. Ese es un viaje mucho más largo que el de ir a la luna; no hay máquinas disponibles para hacer este viaje, y nadie puede ayudarnos para ello, ningún libro, ni teorías ni gula de ninguna especie. Es un viaje que uno tiene que hacer por sí mismo. Es preciso tener para ello muchísima más energía que al inventar y armar las partes de una inmensa máqui­na. Esa energía no puede lograrse por medio de ninguna droga, ni por la interacción en las relaciones ni mediante el control o la negación. No hay dioses que puedan proveérsela a uno, ni rituales, ni creencias ni plegarias. Por el contrario, en el acto mismo de descartar estas cosas, de estar lúcidamente alerta a su significación, esa energía adviene penetrando en la conciencia y más allá.

Uno no puede obtener esa energía canjeándola por la acu­mulación de conocimientos acerca de sí mismo. Toda forma de acumulación y el apegarse a ella, degrada y pervierte esa ener­gía. El conocimiento acerca de uno mismo pesa, lo ata a uno, lo restringe; no hay libertad para moverse, y uno actúa y se mueve dentro de los límites de ese conocimiento. Aprender acerca de uno mismo nunca es igual que acumular conocimientos acerca de uno mismo. Aprender implica el presente activo y el conocimiento es el pasado; si uno está aprendiendo con el fin de acumular, ello deja de ser un aprender; el conocimiento es estático, puede sumársele o puede restársele, pero el aprender es activo, nada puede sumársele o restársele porque no hay acu­mulación en ningún momento. El conocer, el aprender acerca te uno mismo no tiene principio ni fin, mientras que el cono­cimiento lo tiene. El conocimiento es finito, y el aprender, el conocer es infinito.

Uno es el multado de la acumulación de muchos miles de siglos del hombre, sus esperanzas y deseos, sus culpas y ansie­dades, sus creencias y sus dioses, sus realizaciones y frustracio­nes; uno es todo eso y los muchos agregados que a ello se han hecho en tiempos recientes. Aprender acerca de todo esto, tanto en lo profundo como en lo superficial, no implica meros enun­ciados verbales o intelectuales de lo obvio, las confusiones. Aprender es experimentar estos hechos, emocionalmente y de manera directa; entrar en contacto con ellos no teóricamente, verbalmente, sino realmente, como un hombre hambriento res­pecto de la comida.

Aprender no es posible si hay un aprendedor; el aprendedor es lo acumulado, el pasado, el conocimiento. Existe una división entre el que aprende y la cosa acerca de la cual él está apren­diendo y, por lo tanto, entre ellos hay conflicto. El conflicto destruye, degrada la energía necesaria para aprender, para seguir hasta su mismo fin los mecanismos que constituyen la concien­cia. La opción es conflicto, y la opción impide ver; la conde­nación, el juicio también impiden ver. Cuando este hecho es visto, comprendido no verbalmente, no teóricamente, sino que en verdad es visto como un hecho, entonces el aprender es un acontecer de instante en instante. Y el aprender no tiene fin; el aprender es importantísimo, no los fracasos, éxitos y equivoca­ciones. Sólo existe el ver, y no el que ve y la cosa vista. La con­ciencia es limitada; su misma naturaleza es la restricción; funcio­na dentro de la estructura de su propia existencia, que es el conocimiento, la experiencia, la memoria. El aprender acerca de este condicionamiento demuele la estructura; entonces el pen­samiento y el sentimiento tienen la función limitada que les co­rresponde; no pueden interferir con las cuestiones más amplias y profundas de la vida. Donde el yo llega a su fin con todas sus intrigas ocultas y evidentes, sus instintos compulsivos y sus exi­gencias, penas y alegrías, ahí comienza un movimiento de la vida que está más allá del tiempo con su esclavitud.

 

22

Hay un pequeño puente que cruza el río y que fue proyec­tado exclusivamente para peatones; se está bastante tranquilo ahí. Una gran barcaza cargada de arena de las playas, venía remontando el río plenamente iluminado; era una arena fina, limpia. En el parque había un montón de esa arena, puesta ahí con el propósito de que los niños jugaran con ella. Algunos estaban construyendo profundos túneles y un gran castillo con un foso alrededor; se divertían muchísimo. Era un día agra­dable, bastante fresco, el sol no estaba demasiado fuerte y había humedad en el aire; más árboles se estaban tornando castaños y amarillos y se sentía el aroma del otoño. Los árboles se preparaban ya para el invierno; muchas ramas se destacaban desnudas contra el claro cielo; cada árbol tenía su propio patrón de color con intensidad variable, desde bermejo al amarillo pálido. Aun en la muerte eran bellos. Era un grato anochecer lleno de luz y de paz pese al rugido del tráfico.

En la terraza hay unas pocas flores, y esta mañana las ama­rillas estaban más vivas y ansiosas que nunca; a la temprana luz parecían más despiertas y tenían más color, mucho más que sus vecinas. El este comenzaba a ponerse más brillante y «lo otro» estaba en la habitación; había estado ahí por algunas horas. Al despertar en medio de la noche, estaba ahí, algo comple­tamente objetivo que ningún pensamiento o imaginación po­drían producir. Otra vez, al despertar, el cuerpo estaba perfec­tamente quieto sin ningún movimiento, al igual que el cerebro. El cerebro no estaba inactivo sino muy, pero muy despierto, observando sin interpretación alguna. Era una fuerza de inacce­sible pureza, con una energía que resultaba sobrecogedora. Estaba ahí, siempre nueva, siempre penetrante. No estaba sólo afuera, allí en la habitación o en la terraza, estaba adentro y afuera pero no había división. Era algo en lo cual estaban atra­pados en su totalidad la mente y el corazón; y la mente y el corazón cesaron de existir.

No hay virtud, sólo humildad; donde está la humildad, está toda la virtud. La moralidad social no es virtud; es meramente un ajuste a un patrón, y el patrón varía y cambia de acuerdo con el tiempo y el clima. La sociedad y la religión organizada hacen de ello algo respetable, pero eso no es virtud. La moralidad, tal como es reconocida por la iglesia, por la sociedad, no es virtud; la moralidad es algo compuesto, se amolda; puede ser enseñada y practicada; puede inducirse mediante el premio y el castigo, mediante la compulsión. La influencia moldea la moralidad, como lo hace la propaganda. En la estructura de la sociedad existen grandes variables de moralidad con diferentes matices. Pero eso no es virtud. La virtud no es cosa del tiempo ni de la influencia; no puede ser cultivada; no es el resultado del control o la disciplina; no es en absoluto un resultado, y no tiene causa. No puede hacerse de ella algo respetable. La virtud no es divisible como bondad, caridad, amor fraternal, etc. No es el producto de un medio determinado, de la opulencia o pobreza social, del monasterio ni de dogma alguno. La virtud no nace de un cerebro sagaz; no es el multado del pensamiento y la emoción; ni es una rebelión contra la moralidad social con su respetabilidad, una rebelión es una reacción y una reacción es una continuidad modificada de lo que ha sido.

La humildad no puede ser cultivada; cuando se la cultiva, es la soberbia que se pone el manto de la humildad, la cual se ha vuelto respetable. La vanidad nunca puede convertirse en humildad, así como el odio no puede convertirse en amor. La violencia no puede transformarse en no‑violencia; la violencia debe cesar. La humildad no es un ideal para ser perseguido; los ideales carecen de realidad; sólo lo que es tiene realidad. La humildad no es el opuesto de la soberbia; ella no tiene opuesto. Todos los opuestos están relacionados entre sí, y la humildad no tiene relación alguna con la soberbia. La soberbia debe terminar, no por alguna decisión o disciplina, o en virtud de algún bene­ficio; ella toca a su fin solamente en la llama de la atención, no en las contradicciones y confusiones de la concentración. Ver la soberbia, externa e internamente, en sus múltiples formas, es el fin de la soberbia. Verla es estar atento a cada uno de sus movimientos; en la atención no hay preferencia. La atención existe sólo en el presente activo; no puede ser entrenada; si lo es, se convierte en otra astuta cualidad del cerebro, y la humildad no es un producto del cerebro. Hay atención cuando el cerebro está completamente quieto; vivo y sensible, pero quieto. Ahí no hay un centro desde el cual atender, mientras que la concentra­ción tiene un centro con sus exclusiones. La atención, el ver completo e instantáneo de toda la significación de la soberbia, termina con la soberbia. Este «estado» despierto es humildad. La atención es virtud, porque en ella florecen la bondad y la caridad. Sin humildad no hay virtud.

 

23

Hacia calor y el aire era más bien sofocante aun en los jardines; había estado así de caluroso por mucho tiempo, lo que no era habitual. Serán agradables una buena lluvia y un tiempo más fresco. En los jardines estaban regando el césped y, a pesar del calor y de la falta de lluvia, el pasto se veía lustroso y centelleante y las flores lucían espléndidas; había algunos árboles en flor, fuera de estación porque ya pronto el invierno estaría aquí. Las palomas se encontraban todas en la plaza elu­diendo tímidamente a los niños, y algunos de éstos las perseguían por diversión y las palomas lo sabían. El sol brillaba rojo en un cielo apagado y denso; no había color excepto en las flores y en el pasto. El río se mostraba opaco e indolente.

La meditación a esa hora era libertad, y era como penetrar en un mundo desconocido de belleza y quietud; un mundo sin imagen, símbolo ni palabra, sin las ondas de la memoria. El amor era la muerte de cada minuto y cada muerte era la reno­vación del amor. Éste no era apego ni tenia raíces; florecía sin causa y era la llama que quemaba los limites, las defensas cui­dadosamente construidas por la conciencia. Era belleza, belleza más allá del pensamiento y del sentimiento. La meditación era júbilo y con ella advino una bendición.

Es muy singular cómo cada uno anhela el poder, el poder del dinero, de la posición, la capacidad, el conocimiento. En el ganar poder hay conflicto, confusión y dolor. El ermitaño y el político, la dueña de casa y el científico buscan el poder. Para obtenerlo se matarán y destruirán los unos a los otros. Los asce­tas, por medio de la abnegación del yo, del control, de la repre­sión, conquistan ese poder; el político logra ese poder gracias a su palabra, a su capacidad, a su destreza; la esposa y el marido sienten este poder mediante el dominio del uno sobre el otro; el sacerdote que ha asumido, que ha tomado a su cargo la respon­sabilidad de su dios, conoce este poder. Todos buscan este poder, o desean estar asociados con el poder divino o mundano. El poder engendra autoridad y con ésta llegan el conflicto, la con­fusión y el dolor. La autoridad corrompe a quien la tiene y a quienes están cerca de ella o la buscan. El poder del sacerdote y el de la dueña de casa, el del líder y el del organizador efi­ciente, el del santo y el del político local, es maligno; cuanto mayor es el poder, más grande es el mal que este poder implica. El poder es una enfermedad que todo hombre contrae, aprecia y a la que le rinde culto. Pero con el poder vienen siempre el conflicto interminable, la confusión y el infortunio. Sin embar­go, nadie quiere rehusarlo, nadie quiere desecharlo.

Este poder va acompañado de la ambición y el éxito, y de una crueldad que ha sido convertida en algo respetable y, por tanto, aceptable. Toda sociedad, templo o iglesia le conceden su bendición y así es como el amor se pervierte y destruye. Y la envidia es cultivada y la competencia se considera moral. Pero con todo esto vienen el temor, la guerra y el infortunio; sin embargo, ningún hombre rechazará estas cosas. Negar el poder en todas sus formas es el comienzo de la virtud; la virtud es claridad, ella extirpa el conflicto y el dolor. Esta energía co­rruptora con sus interminables y astutas actividades siempre trae consigo daño y desdicha; no hay fin para ella; por mucho que se la reforme y se le pongan vallas mediante la ley o las convenciones morales, siempre encontrará su camino oscura­mente, sin ser invitada. Porque ella está ahí, oculta en los se­cretos rincones de los propios pensamientos y deseos. Son éstos los que deben ser examinados y comprendidos si es que ha de haber un vivir sin conflicto ni confusión ni dolor. Cada cual ha de hacer esto, no por medio de otro, no mediante un sistema de premios o castigos. Cada uno ha de estar lúcidamente atento a la compleja estructura de su propio ser. Ver lo que eso, implica la terminación de eso que es.

Con la completa terminación de este poder con su confusión, conflicto y dolor, cada uno se enfrenta a lo que es, un manojo de recuerdos y una soledad que se ahonda más y más. El deseo de poder y de éxito es un escape de esta triste soledad y de las cenizas que son los recuerdos. Para ir más allá de eso uno ha de verlo, ha de enfrentarse a ello, no eludirlo de ninguna ma­nera, ni mediante la condenación ni por el miedo a lo que es. El miedo surge únicamente en el mismo acto de escapar del hecho, de lo que es. Uno debe descartar el poder y el éxito de modo completo y total, voluntaria y fácilmente; entonces, en el acto de enfrentarse a ello, de verlo, de estar pasivamente atento sin preferencia alguna, las cenizas y la soledad tienen una significación por completo diferente. Vivir con algo es amarlo, no estar atado a ello. Para vivir con las cenizas de la soledad tiene que haber una gran energía, y esta energía adviene cuando ya no hay más temor.

Cuando uno ha pasado por esta soledad, como pasaría por una puerta material, entonces comprende que uno y la soledad son una sola cosa, que uno no es el observador que observa ese sentimiento que está más allá de las palabras. Uno es eso, y no puede escapar de eso como antes lo hacía de muchos sutiles modos. Uno es esa soledad; no hay manera de eludirla y nada puede abarcarla ni llenarla. Sólo entonces está uno viviendo con ello; eso es parte de uno, es la totalidad de uno. Ni la desespe­ración ni la esperanza pueden ahuyentarlo, ni forma alguna de cinismo o de agudeza intelectual. Uno es esa soledad, las ceni­zas que alguna vez fueron fuego. Esta es completa, irremediable soledad más allá de toda acción. El cerebro ya no puede inventar más formas y medios de escape; él es el creador de esta soledad a través de sus incesantes actividades de autoaislamiento, de defensa y agresión. Cuando el cerebro se da cuenta de esto, nega­tivamente, sin preferencia alguna, entonces está dispuesto a morir, a permanecer totalmente quieto, inmóvil.

Desde esta aislante soledad, desde estas cenizas, nace un movimiento nuevo, el movimiento de lo que es libremente solo. Es ese estado en el que todas las influencias, toda compulsión, toda forma de búsqueda y realización han cesado natural y com­pletamente. Es la muerte de lo conocido. Sólo entonces tiene lugar el eterno viaje de lo incognoscible. Entonces hay un poder cuya pureza es creación.

 

24

Era un sector de césped bellamente conservado, no muy grande e increíblemente verde; estaba detrás de una vería de hierro, bien regado, cuidado con esmero, alisado y espléndida­mente vivo, centelleante en su belleza. Debía tener muchos cen­tenares de años; no había en él ni una silla, estaba aislado y guardado por una alta y estrecha cerca. Al terminar el césped había un único rosal con una sola rosa roja plenamente flore­cida. Ello era un milagro, el delicado césped y la única rosa; estaban ahí apartados de todo el mundo del ruido, el mundo del caos y la desdicha; aunque fuera el hombre quien las había puesto ahí, esas cosas eran bellísimas, bellísimas mucho más allá de los museos, las torres y la graciosa línea de los puentes. Eran espléndidas en su espléndida indiferencia. Eran lo que eran, hierba y flor y ninguna otra cosa. Había gran belleza y quietud en torno de ellas, y la dignidad de la pereza. Era una tarde calurosa sin la más pequeña brisa y con el aire impregnado del olor de los escapes de tantos automóviles, pero ahí la hierba tenía su aroma propio y uno podía casi oler el perfume de la solitaria rosa.

Al despertar muy temprano, con la luna llena penetrando en la habitación, la cualidad del cerebro era diferente. Este no estaba dormido ni pesado de sueño; se hallaba totalmente despierto, observando; no se observaba a sí mismo, sino algo que estaba más allá de él. Se hallaba lúcidamente atento, atento a sí mismo como parte de un movimiento total de la mente. El cerebro funciona en la fragmentación; funciona en partes, dividido. Se especializa. Nunca es lo total; trata de capturar lo total, de comprenderlo, pero no puede. Por su misma naturaleza el pensamiento es siempre incompleto, como lo es el sentimiento; el pensamiento, que es la respuesta de la memoria, puede funcionar únicamente con las cosas que conoce o que interpreta a partir de lo que ha conocido ‑el conocimiento; el cerebro es el produc­to de la especialización; no puede ir más allá de sí mismo. Él se divide y especializa ‑el científico, el artista, el sacerdote, el abogado, el técnico, el agricultor. Al funcionar, el cerebro proyecta el «status» que le es propio, los privilegios, el poder, el prestigio. La función y el «status» van juntos, porque el cerebro es un organismo autoprotector. De la exigencia de «status» se originan los elementos opuestos y contradictorios que hay en la sociedad. El especialista no puede ver lo total.

 

25

La meditación es el florecimiento de la comprensión. La com­prensión no está de las fronteras del tiempo; el tiempo nunca trae comprensión. La comprensión no es un proceso gra­dual para ser acumulado poco a poco, con solicitud y paciencia. La comprensión es ahora o nunca; es un rayo que destruye, no una cosa dócil y manejable; es a esto a lo que uno teme, a lo que destroza, y por eso lo evita consciente o inconscientemente. La comprensión puede alterar el curso de la vida, el modo que uno tiene de pensar y actuar; puede ser agradable o no, pero el comprender es un riesgo para cualquier relación. Pero sin la comprensión no hay fin para el dolor. El dolor termina sólo a través del conocimiento propio, de la lúcida percepción alerta de cada pensamiento y sentimiento, de cada uno de los movi­mientos de lo consciente y lo oculto. La meditación es la com­prensión de la conciencia, la recóndita y la visible, y del movi­miento que se encuentra más allá de todo pensamiento y senti­miento.

El especialista no puede percibir lo total; su cielo es aquel en el que se especializa, pero su cielo es un asunto mezquino del cerebro, el cielo de la religión o el del técnico. La capacidad, el don es, evidentemente, perjudicial, porque fortifica el ego­centrismo; es algo fragmentario y, por lo tanto, engendra con­flicto. La capacidad tiene significación sólo en la percepción total de la vida, la que está en el campo de la mente y no del cerebro. La capacidad con su función está dentro de los límites del cerebro y por eso se torna despiadada, indiferente al proceso total de la vida. La capacidad engendra orgullo, envidia, y su realización se vuelve importantísima; así es como produce con­fusión, enemistad y dolor; ella tiene su significado únicamente en la percepción total de la vida. La vida no está meramente en un nivel fragmentario ‑pan, sexo, prosperidad, ambición; la vida no es fragmentaria; cuando se la obliga a serlo se torna enteramente una cuestión de desesperación y desdicha sin fin. El cerebro funciona en la especialización del fragmento, en las actividades autoaislantes y dentro del campo limitado del tiempo; de ver la totalidad de la vida. El cerebro, por muy educado que esté es sólo una parte, no la totalidad. Sólo la mente ve lo total, y dentro del campo de la mente está el cerebro; el cerebro no puede contener a la mente, haga lo que haga.

Para que haya un ver total, el cerebro tiene que estar en un estado de negación. La negación no es el opuesto de lo positivo; todos los opuestos están estrechamente relacionados entre sí. La negación no tiene opuesto. El cerebro ha de hallarse en estado de negación para que haya un ver total, no debe interferir con sus evaluaciones y justificaciones, con sus acusaciones y defensas. Tiene que estar quieto, no aquietado por compulsión de nin­guna clase, porque en ese caso es un cerebro muerto que mera­mente imita o se amolda. Cuando se halla en estado de nega­ción, está quieto sin preferencia alguna, sin opción. Sólo en­tonces existe un ver total. En este ver total, que es la cualidad de la mente, no hay uno que ve, un observador ni un experimen­tador; sólo existe el ver. La mente está entonces por completo despierta. En este estado de completo despertar no existen el observador y lo observado; sólo hay luz, claridad. Cesan la con­tradicción y el conflicto entre el pensador y el pensamiento.

 

27

Caminando a lo largo de la vía pavimentada que domina la basílica mayor y más abajo los famosos escalones que llevan a la fuente, con gran cantidad de flores selectas de variados y múltiples colores, y cruzando la atestada plaza seguimos por una estrecha calle de dirección única [vía Margutta], tranquila, con no demasiados automóviles; ahí, en esa calle oscuramente ilumi­nada, súbitamente y del modo más inesperado advino «lo otro» con tan intensa ternura y belleza que el cuerpo y el cerebro que­daron inmóviles. Hasta ahora y por algunos días ello no había hecho sentir su inmensa presencia; estaba ahí vagamente, a la distancia, sólo un susurro y, no obstante, en él lo inmenso se manifestaba sutilmente, con expectante paciencia. El pensamiento y el habla se desvanecieron y había un júbilo peculiar acompañado de claridad. Ello prosiguió con menor intensidad por la larga y estrecha calle hasta que el rugir del tráfico y el atestado pavimento nos tragaron a todos. Era una bendición que estaba más allá de todas las imágenes y pensamientos.

 

28

En raros e inesperados momentos, «lo otro» ha venido súbita e imprevisiblemente y prosiguió su camino, sin invitación y sin que hubiera habido necesidad de ello. Toda necesidad y toda exigencia interna deben cesar por completo para que ello sea.

La meditación en las tranquilas horas de la madrugada, sin ningún automóvil cerca que metiera ruido, era el descubrimiento de la belleza. No era el pensamiento; no era ninguna sustancia externa o interna que estuviera expresándose a sí misma; no era el movimiento del tiempo, porque el cerebro estaba quieto. Era la negación total de todo lo conocido, no una reacción sino una negación que no tenía causa; era un movimiento en com­pleta libertad, un movimiento que no tenía dirección ni medida; en ese movimiento había una energía ilimitada cuya misma esen­cia era silencio, quietud. Su acción era inacción total, y la esencia de esa inacción es libertad. Había una gran bienaventuranza, un gran éxtasis que pereció al ser tocado por el pensamiento.

 

30

El sol se estaba poniendo entre grandes nubes coloreadas tras de las colinas de Roma; eran nubes brillantes, el cielo estaba sal­picado de ellas, y toda la tierra se puso espléndida, aun los postes del telégrafo y las interminable filas de edificios. Pronto oscurecería y el automóvil corría velozmente[17]. Las colinas se desvanecían y la campiña se aplanaba. Mirar con el pensamiento y mirar sin el pensamiento son dos cosas diferentes. Mirar con el pensamiento esos árboles al costado de la carretera y los edi­ficios al otro lado de los áridos campos, mantiene al cerebro atado a sus propias amarras de tiempo, experiencia, memoria; la maquinaria del pensamiento trabaja interminablemente, sin descanso, sin frescor; el cerebro se vuelve torpe, insensible, sin el poder de recuperación. Está eternamente respondiendo al reto, y su respuesta es inapropiada, nunca es fresca, nueva. Mirar con el pensamiento mantiene al cerebro en el surco del hábito y del reconocimiento; lo torna cansado y perezoso; vive dentro de las estrechas limitaciones de su propia hechura. Nunca es libre. Esta libertad tiene lugar cuando no es el pensamiento el que mira; mirar sin el pensamiento no significa una observación en blanco, estar ausente, distraído. Cuando el pensamiento no mira, entonces hay sólo observación, sin el proceso mecánico del reconocimiento y la comparación, la justificación y la con­dena; este ver no fatiga al cerebro porque han cesado todos los procesos mecánicos del tiempo. Mediante el completo descanso, el cerebro se refresca a fin de responder sin reacción, de vivir sin deterioro, de morir sin la tortura de los problemas. Mirar sin el pensamiento es ver sin la interferencia del tiempo, del cono­cimiento y el conflicto. Esta libertad para ver no es una reacción; todas las reacciones tienen causas; mirar sin reacción alguna no es indiferencia, ni aislamiento, ni separativa frialdad. Ver sin el mecanismo del pensamiento es el ver total sin particulariza­ción ni división, lo que no significa que la separación y la desigualdad no existan. El árbol no se transforma en una casa ni la casa en un árbol. Ver sin el pensamiento no adormece el cerebro; por el contrario, éste se halla totalmente despierto, atento, sin fricción ni dolor. La atención sin las fronteras del tiempo es el florecimiento de la meditación.

 

Octubre 3

 

Las nubes eran magnificas, el horizonte estaba cubierto de ellas, salvo en el oeste donde el cielo se hallaba despejado. Al­gunas nubes eran negras, cargadas de truenos y lluvia; otras, de un blanco puro, llenas de luz y esplendor. Las había de todas las formas y tamaños, delicadas, amenazantes, como olas; se amontonaban las unas contra las otras, con inmenso poder y belleza. Parecían inmóviles pero había un impetuoso movi­miento dentro de ellas y nada podía refrenar su arrasadora in­mensidad. Un viento suave soplaba desde el oeste, conduciendo estas vastas montañas de nubes contra las colinas; las colinas daban forma a las nubes y las formas se movían con estas nubes de luz y oscuridad. Las colinas con sus aldeas desparramadas aquí y allá, esperaban por las lluvias que tanto estaban tardando en llegar; esas colinas pronto estarían verdes otra vez y los árbo­les perderían pronto sus hojas con el ya cercano invierno. La recta carretera estaba bordeada a cada lado con árboles de bellas formas y el automóvil la recorría a gran velocidad, aun en las curvas; había sido hecho para desarrollar grandes velocidades en carreteras y se estaba comportando muy bien esa mañana[18]. Lo habían modelado para acelerar, para bajar la velocidad bordeando la carretera. Muy pronto dejamos el campo y entramos en la ciudad [Roma] pero aquellas nubes estaban ahí, inmensas, furiosas y expectantes.

En medio de la noche [en Circeo], cuando todo estaba com­pletamente quieto excepto por el ocasional grito de un búho que llamaba sin obtener respuesta, en una casita en los bosques[19], la meditación era un puro gozo, sin el aleteo de un solo pensa­miento con sus interminables sutilezas; era un movimiento que no tenía fin, una observación desde el vacío en la que había cesado todo movimiento del cerebro. Era un vacío para el que nunca había existido el conocer; era un vacío que no había conocido el espacio; era un vacío de tiempo. Estaba más allá de todo ver, conocer y ser. En este vacío había furia, la furia de una tempestad, la furia del universo en explosión, la furia de la creación que nunca podría expresarse de ningún modo. Era la furia de toda la vida, la muerte y el amor. Pero no obstante era el vacío, un vasto, ilimitado vacío que nada podría llenar jamás, ni transformar, ni abarcar. La meditación era el éxtasis de este vacío.

La sutil relación que hay entre la mente, el cerebro y el cuerpo, es el complicado juego de la vida. Hay desdicha cuando uno predomina sobre el otro y la mente no puede dominar el cerebro o el organismo físico; cuando hay armonía entre ambos, entonces la mente puede consentir en obrar de acuerdo con ellos; ella no es un juguete de ninguno de los dos. Lo total puede contener lo particular, pero lo pequeño, la parte, jamás puede formular el todo. Es algo increíblemente sutil para ambos el vivir juntos en completa armonía, sin que el uno o el otro domi­ne, opte, ejerza violencia. El intelecto puede destruir el cuerpo y lo hace, y el cuerpo con su torpeza e insensibilidad puede per­vertir al intelecto y ocasionar su deterioro. El descuido del cuer­po con su complacencia y sus gustos en reclamo permanente, con sus apetitos, puede volver al cuerpo pesado e insensible y así embotar el pensamiento. Y el pensamiento, cuando se torna más refinado, más sagaz, puede descuidar y de hecho descuida las exigencias del cuerpo, el que entonces comienza a pervertir al pensamiento. Un cuerpo obeso, grosero, interfiere con las sutile­zas del pensamiento, y el pensamiento, al escapar de los conflictos y problemas que él ha engendrado, hace del cuerpo real­mente una cosa perversa. El cuerpo y el cerebro han de ser sen­sibles y estar en armonía para acompañar la increíble sutileza de la mente, que siempre es explosiva y destructiva. La mente no es un juguete del cerebro, cuya función es mecánica.

Cuando se ve la absoluta necesidad de una armonía total del cerebro y del cuerpo, entonces el cerebro vigilará al cuerpo sin dominarlo, y este mismo vigilar agudiza al cerebro y hace que el cuerpo sea sensible. El ver es el hecho, y con el hecho no hay transacciones; el hecho podrá ser descartado, negado o eludido, pero seguirá siendo un hecho. Lo que es esencial es la com­prensión del hecho y no su evaluación. Cuando el hecho es visto, entonces el cerebro está alerta a los hábitos, a los factores dege­nerativos del cuerpo. Entonces el pensamiento no impone una disciplina sobre el cuerpo ni lo controla. Porque la disciplina y el control contribuyen a la insensibilidad, y cualquier forma de insensibilidad es deterioro, marchitez.

De nuevo al despertar, automóviles rugien­do en la cuesta de la colina y en el aire se respiraba el aroma de un bosquecillo cercano[20], y la lluvia golpeaba sobre la ventana, ahí estaba otra vez «lo otro» llenando la habitación; era intenso y había en ello una sensación de furia; era la furia de una tor­menta, de un río pletórico y rugiente, la furia de la inocencia. Estaba ahí en la habitación con tal plenitud, que toda forma de meditación llegó a su fin y el cerebro estaba mirando, sintiendo desde su propio vacío. Ello persistió por un tiempo considerable pese a la furia de su intensidad, o bien a causa de ella. El cere­bro quedó vacío, lleno de «lo otro», que hacia trizas cuanto uno pensaba, sentía o veía; era un vacío en el que nada existía. Ese vacío era completa destrucción.

 

4

El tren [a Florencia] iba muy rápido, a más de noventa millas por hora; los pueblos sobre las colinas eran familiares y el lago [Trasimenus] parecía un amigo. Era un país familiar, el olivo y el ciprés y el camino que seguía el ferrocarril. Estaba lloviendo y la tierra se alegraba de ello porque habían transcu­rrido meses sin lluvia, y ahora se veían nuevos retoños verdes y los ríos, de color pardo, se deslizaban henchidos y veloces. El tren seguía por los valles, lanzando su aviso en los cruces, y los obreros que trabajaban a lo largo de las vías interrumpían su tarea para saludar con la mano cuando el tren amenguaba la velocidad. Era una mañana fresca y agradable, y el otoño tor­naba el color de muchas hojas en amarillo y castaño; estaban arando profundamente la tierra para la siembra de invierno, y las colinas parecían tan amigables, nunca demasiado altas, y tan apacibles, tan antiguas. El tren eléctrico corría otra vez a mucha velocidad, y los conductores nos habían dado la bienvenida invi­tándonos a entrar en su casilla, porque nos habíamos encontrado varias veces en el curso de algunos años; antes de que el tren arrancara nos dijeron que debíamos ir a verlos; eran tan amigables como los ríos y las colinas. Desde la ventanilla de ellos uno veía extenderse todo el campo; y las colinas con sus poblados y el río cuyo curso estábamos siguiendo parecían estar a la espera del familiar bramido de su tren. El sol rozaba unas pocas coli­nas y había una sonrisa sobre la faz de la tierra. Mientras corríamos velozmente hacia el norte el cielo se aclaraba y los cipreses y olivos se mostraban delicados en su esplendor contra el azul del cielo. La tierra, como siempre, era bella.

Era noche profunda cuando la meditación llenaba los espa­cios del cerebro y más allá. La meditación no es un conflicto, una guerra entre lo que es y lo que debería ser; no había con­trol alguno y, por tanto, no había distracción. No había contra­dicción entre el pensador y el pensamiento porque no existía ninguno de los dos. Sólo había un ver sin el observador; este ver provenía del vacío, y el vacío no tenía causa. Toda causa­lidad engendra inacción, la cual es llamada acción.

Qué extraño es el amor y qué respetable se ha vuelto: el amor a Dios, el amor al prójimo, el amor a la familia. Qué pul­cramente se le ha dividido, el profano y el sagrado; deber y res­ponsabilidad; obediencia y buena voluntad para morir y para dar muerte. Los sacerdotes hablan de él y lo mencionan los ge­nerales cuando planean las guerras; de él se lamentan eterna­mente los politices y la dueña de casa. Los celos y la envidia ali­mentan el amor, y en ese amor se encuentra aprisionada la rela­ción. El amor está en la pantalla y en las revistas, y lo pregona estridentemente la radio y la televisión. Cuando la muerte se lleva al amor, está la fotografía en el marco o la imagen que la memoria continua repasando, o es celosamente mantenido por me­dio de la creencia. Generación tras generación se educan en esto y así el dolor prosigue interminablemente.

La continuidad del amor es placer y con éste viene siempre el dolor, pero nosotros tratamos de evitar a uno y de aferrarnos al otro. Esta continuidad implica estabilidad y seguridad en la relación, y en la relación no debe haber ningún cambio porque la relación es hábito, y en el hábito hay seguridad y hay dolor. Es a esta inacabable maquinaria de placer y dolor que nos afe­rramos, y esta cosa es llamada amor. Para escapar de su aburri­miento están la religión y el romanticismo. Las palabras cambian y se modifican con cada uno, pero el romanticismo ofrece un maravilloso escape del hecho que constituyen el placer y el dolor. Y, por supuesto, el último refugio, la última esperanza es Dios, quien así se ha vuelto muy respetable y provechoso.

Pero todo esto no es amor. El amor no tiene continuidad; no puede ser trasladado al mañana, no tiene futuro. Si lo tiene es memoria, recuerdos, y los recuerdos son cenizas de todo cuan­to está muerto y sepultado. El amor no tiene mañana; no puede ser encerrado en el tiempo y convertido en algo respetable. El amor está ahí cuando el tiempo no está. El amor no tiene expec­tativas ni esperanzas; la esperanza engendra la desesperación. No pertenece a ningún dios y, por tanto, a ningún pensamiento ni sentimiento. No puede ser conjurado por el cerebro. Vive y muere a cada minuto. Es algo terrible, porque el amor es des­trucción. Es destrucción sin mañana. Amor es destrucción.

 

5

En el jardín hay un árbol alto, inmenso[21], que tiene un tronco enorme; durante la noche sus hojas secas hacen ruido al ser agitadas por el viento del otoño; todos los árboles del jardín estaban vivos, crujientes, todos murmuraban, gritaban; el invier­no estaba muy lejos todavía y el viento soplaba sin descanso. Pero el árbol dominaba el jardín; se elevaba por sobre la casa de cuatro pisos y era alimentado por el río [el Mugnone]. Éste no era uno de esos grandes ríos arrolladores y peligrosos; su existencia había adquirido fama, y sus curvas penetraban en los valles y salían de ellos para desembocar a cierta distancia en el mar. Siempre hay agua en él, y se ven pescadores suspendidos sobre los puentes y a lo largo de sus orillas. Por la noche, la pequeña cascada se queja mucho y su sonido llena el aire; el crujir de las hojas, la cascada y el bullicioso viento parecen ha­blarse constantemente entre ellos. Era una mañana agradable, con un cielo azul y unas pocas nubes desperdigadas en él; hay dos cipreses, alejados de todos los demás, que se destacan nítidamente contra el cielo.

Otra vez, bien pasada la medianoche, cuando el viento ulu­laba con fuerza entre los árboles, la meditación se tornó en algo furiosamente explosivo que destruía todas las cosas del cerebro; cada pensamiento moldea cada respuesta y limita la acción. La acción nacida de la idea es no‑acción; tal no‑acción engendra conflicto y dolor. En el silencioso instante de la medi­tación era cuando había fuerza, fuerza que no está compuesta por las múltiples fibras de la voluntad; la voluntad es resistencia y la acción de la voluntad engendra confusión y dolor, tanto in­terna como externamente. La fuerza no es el opuesto de la debi­lidad; todos los opuestos contienen en si su propia contradicción.

 

7

Había comenzado a llover y el cielo estaba cargado de nu­bes; antes de que estuviera completamente cubierto, nubes in­mensas llenaban el horizonte, y era algo maravilloso verlas, tan vastas, tan pacificas, con la paz de un poder y una fuerza enormes. Y las colinas de la Toscana se hallaban muy cerca de esas nubes aguardando su furia. Ésta llegó durante la noche estallando en truenos y relámpagos que mostraban a cada hoja vibrante de viento y de vida. Era una noche espléndida, plena de tormenta, vida e inmensidad. Toda la tarde «lo otro» había estado presente en el automóvil y en la calle. Estuvo ahí la ma­yor parte de la noche y esta mañana temprano mucho antes del amanecer, cuando la meditación se abría paso en desconocidas profundidades y alturas; ahí estaba con furia insistente. La me­ditación se rindió a «lo otro». Ello estaba ahí, en la habitación, en las ramas de ese enorme árbol del jardín; estaba ahí con un poder tan increíble que los mismos huesos parecían presionar a través de todo el ser inmovilizando completamente el cuerpo y el cerebro. Había estado ahí toda la noche en una forma benigna y suave, y el sueño se tornó en algo muy liviano, pero a medida que el alba se aproximaba, ello se convirtió en un poder quebrantador, penetrante. El cuerpo y el cerebro esta­ban muy alertas, escuchando el crujir de las hojas y viendo la llegada del amanecer a través de las oscuras ramas de un alto y erguido pino. Había en ello una gran dulzura y belleza que estaban más allá y fuera de todo pensamiento y emoción. Estaba ahí, y con ello había una bendición.

La fuerza no es el opuesto de la debilidad; todos los opuestos engendran ulteriores opuestos. La fuerza no es un evento de la voluntad, y la voluntad es acción siempre contradictoria. Existe una fuerza que no tiene causa, que no es el producto de múltiples decisiones. Es esa fuerza que hay en la negación; esa fuerza que nace de la madura y total soledad. Es esa fuerza que adviene cuando han cesado completamente todo esfuerzo y conflicto. Está ahí cuando llegan a su fin todo pensamiento y sentimiento y solamente existe el ver. Está ahí cuando la ambición, la codi­cia, la envidia han cesado sin compulsión alguna, marchitándose con la comprensión. Esa fuerza existe cuando el amor es muerte y la muerte es vida. La esencia de esa fuerza es humildad.

¡Qué fuerte es la hoja recién nacida en primavera, tan vul­nerable, tan fácil de destruir! La vulnerabilidad es la esencia de la virtud. La virtud nunca puede resistir el oropel de la respetabilidad y la vanidad del intelecto. La virtud no es la con­tinuidad mecánica de una idea, de un pensamiento dentro del hábito. La fuerza de la virtud radica en que ésta es fácilmente destruida para renacer de nuevo cada vez. Fuerza y virtud van juntas porque ninguna de las dos puede existir sin la otra. Ambas pueden sobrevivir únicamente en el vacío.

 

8

Había estado lloviendo todo el día; los caminos estaban fangosos, en el río había más agua pardusca y la pequeña cascada estaba metiendo más bulla. Era una noche tranquila, una invitación A las lluvias que no habían parado un momento hasta tempranas horas de la mañana. Y súbitamente salió el sol, y hacia el oeste el cielo estaba y lavado por la lluvia, con esas enormes nubes plenas de luz y esplendor. Era una bella mañana, y mirando hacia el oeste, con el cielo tan intensamente azul, desaparecieron todo pensamiento, toda emo­ción, y sólo existía un ver desde el vacío.

Antes del amanecer, la meditación era una inmensa aper­tura en lo desconocido. Nada puede abrir la puerta, salvo la destrucción completa de lo conocido. La meditación es com­prensión explosiva. No hay comprensión sin el conocimiento de uno mismo; aprender acerca de sí mismo no es acumular conocimientos al respecto; la acumulación de conocimientos im­pide el aprender; el aprender no es un proceso aditivo; el apren­der es de instante en instante, como lo es el comprender. Este proceso total del aprender es la cualidad explosiva que hay en la meditación.

 

9

Esta mañana temprano no había una nube en el cielo; el sol estaba surgiendo por detrás de las colinas toscanas del color gris del olivo, pobladas de oscuros cipreses. No había sombras sobre el río y las hojas del álamo temblón estaban quietas. Pocos pájaros no habían emigrado aún, y el río parecía estar inmóvil. Cuando el sol asomó detrás del río, proyectó largas sombras sobre las quietas aguas[22]. Pero una suave brisa venía de las colinas y a través de los valles; pasaba entre las hojas haciéndolas temblar y danzar bajo el sol de la mañana. Había sombras cortas y largas, unas opulentas y otras exiguas sobre las rutilantes aguas parduscas; una solitaria chimenea comenzó a humear lanzando grises nubes de humo sobre los árboles. Era una hermosa mañana plena de encanto y belleza, con tantas sombras, con tantas hojas temblando. El aire estaba perfumado y aunque el sol era otoñal, se sentía el hálito de la primavera. Un auto pequeño estaba remontando la colina haciendo un ruido terrible, pero miles de sombras permanecían inmóviles. Era una bella mañana.

En la tarde de ayer ello comenzó súbitamente, en una habi­tación que daba sobre una ruidosa calle[23]; la fuerza y la belleza de «lo otro» se esparcía desde la habitación hacia afuera por encima del tránsito, traspasaba los jardines e iba más allá de las colinas. Estaba ahí, inmenso e impenetrable; permaneció ahí en la tarde, y justo cuando uno se disponía a acostarse, ahí estaba con furiosa intensidad, una bendición de gran beatitud. No hay modo de acostumbrarse a ello porque es siempre diferente, hay algo siempre nuevo, una nueva cualidad, un sutil significado, una nueva luz, algo que no había sido visto antes. No era una cosa para ser almacenada, recordada y examinada en un rato de ocio; estaba ahí y no había pensamiento que pudiera aproxi­mársele, porque el cerebro estaba quieto y no existía el tiempo para experimentar, para acumular. Estaba ahí y todo pensa­miento se aquietaba.

La intensa energía de la vida siempre está ahí, día y noche. Es una energía sin fricción, sin dirección, ni opción ni esfuerzo. Está ahí con tal intensidad que el pensamiento y el sentimiento no pueden capturarla y moldearla de acuerdo con sus antojos, creencias, experiencias y requerimientos. Está ahí con una abun­dancia tal que nada puede disminuirla. Pero nosotros tratamos de usarla, de darle una dirección, de capturarla dentro del molde de nuestra existencia y así torcerla para ajustarla a nuestro pa­trón, a nuestra experiencia y conocimiento. Están la ambición, la codicia, la envidia; éstas reducen su energía y así hay con­flicto y dolor; la crueldad de la ambición personal o colectiva distorsiona su intensidad ocasionando odio, antagonismo, con­flicto. Cada acto de la envidia pervierte esta energía, creando descontento, desdicha, temor; con el temor hay culpa, hay an­siedad y la interminable desgracia de la comparación y la imi­tación. Es esta energía adulterada la que produce al sacerdote y al general, al político y al, estafador. Esta ilimitada energía hecha incompleta por nuestro deseo de permanencia es el suelo donde se desarrollan las estériles ideas, la compe­tencia, la crueldad y la guerra; ésa es la causa del eterno conflicto entre hombre y hombre.

Cuando todo esto es descartado, fácilmente y sin esfuerzo, sólo entonces hay esa intensa energía que únicamente puede existir y florecer en libertad. Sólo en libertad ella no es causa de conflicto y dolor; sólo entonces se multiplica y no tiene fin. Ella es la vida sin principio ni fin; esa creación, la cual es amor, destrucción.

La energía que se utiliza en una dirección determinada con­duce a una sola cosa: conflicto y dolor; la energía que es la expresión de la totalidad de la vida, es una bienaventuranza que está más allá de toda medida.

 

12

El cielo estaba amarillo con el sol poniente, y el oscuro ciprés y el gris olivo eran sobrecogedoramente hermosos; más abajo, el sinuoso río se veía dorado. Era un anochecer esplén­dido, pleno de luz y silencio. Desde esa altura[24] uno podía ver la ciudad en el valle, la cúpula y el hermoso campanario, y el río que atravesaba en curvas la ciudad. Bajando la pen­diente y los escalones, uno sentía la gran belleza del anochecer; había poca gente, y los excéntricos, bulliciosos turistas habían pasado temprano por allí, siempre parloteando, tomando fotos y escasamente viendo cosa alguna. El aire estaba perfumado, y a medida que el sol se ponía, el silencio se tornaba profundo, rico e insondable. Sólo desde este silencio existe el ver, el ver­dadero escuchar, y desde este silencio advino la meditación, aunque el pequeño automóvil descendía ruidosamente la curva carretera dando innumerables topetazos. Había dos pinos ro­manos contra el cielo amarillento y, aunque uno los había visto a menudo con anterioridad, era como si nunca hubieran sido vistos; la colina suavemente inclinada era de un gris plateado por la presencia del olivo, y en todas partes se veía el oscuro ciprés solitario. La meditación era explosiva, no algo cuidadosamente planeado, tramado y preparado con un determi­nado propósito. Era una explosión que no dejaba ningún rema­nente del pasado. Ella hacia estallar el tiempo, y el tiempo ya nunca más necesitaba detenerse. En esta explosión todo era sin sombra, y ver sin sombra es ver más allá del tiempo. Era un anochecer maravilloso, pleno de humor y espacio. La ciudad ruidosa con sus luces y el tren que corría suavemente, se hallaban dentro de este vasto silencio cuya belleza estaba en todas partes.

El tren, yendo hacia el sur [de regreso a Roma] estaba ates­tado con muchísimos turistas y hombres de negocios; fumaban sin cesar y comieron pesadamente cuando se sirvió la comida. El campo estaba hermoso, lavado por la lluvia, fresco, y no se veía una nube en el cielo. Sobre las colinas había antiguos pue­blos amurallados, y el lago de tantos recuerdos estaba azul, sin una sola onda; el rico país cedía al suelo pobre y árido, y las granjas parecían menos prósperas, los pollos estaban más fla­cos, no había ganado en los alrededores y se veían pocas ovejas. El tren corría velozmente, tratando de recuperar el tiempo que había perdido. Era un día maravilloso, y ahí, en ese compartimento lleno de humo, con pasajeros que apenas si miraban hacia afuera por la ventanilla, ahí estaba «lo otro». Toda esa noche estuvo ahí con tanta intensidad que el cerebro sentía su presión. Era como si en el centro mismo de toda la existencia ello estuviera operando en su pureza e inmensidad. El cerebro observaba, como estaba observando la escena que pasaba veloz­mente, y en este mismo acto él fue más allá de sus propias limi­taciones. Y durante la noche, en singulares momentos, el medi­tar era un fuego de explosión.

 

13

El cielo es claro, el pequeño bosque al otro lado del camino está lleno de luz y sombras. Temprano en la mañana, antes de que el sol surgiera sobre la colina, cuando el amanecer todavía estaba sobre la tierra y no había automóviles subiendo por la ladera, la meditación era inagotable. El pensamiento siempre es limitado, no puede ir muy lejos porque está arraigado en la memoria, y cuando va lejos se torna meramente especulativo, imaginativo, carente de validez. El pensamiento no puede en­contrar lo que está más allá de sus propias fronteras de tiempo; el pensamiento está atado al tiempo. El pensamiento desenre­dándose a sí mismo, desembarazándose de la red de su propia hechura, no es el movimiento total de la meditación. El pensa­miento en conflicto consigo mismo no es meditación; la medi­tación es el cese del pensamiento y el comienzo de lo nuevo. El sol trazaba diseños sobre la pared, los automóviles venían remontando la colina y pronto los obreros estarían silbando y cantando en la nueva construcción al otro lado del camino.

El cerebro no tiene descanso, es un instrumento asombrosa­mente sensible. Está siempre recibiendo impresiono, interpre­tándolas, almacenándolas; jamás se halla quieto, ni cuando está despierto ni cuando duerme. Su preocupación es la supervi­vencia y la seguridad, las heredadas respuestas animales; sobre las bases de éstas se construyen sus astutas invenciones internas y externas; sus dioses, sus virtudes, sus moralidades son sus defensas; sus ambiciones, deseos, compulsiones y adaptacio­nes son los instintos de supervivencia y seguridad. Siendo altamente sensible, el cerebro con su maquinaria del pensamiento comienza a cultivar el tiempo, los ayeres, el hoy y los múltiples mañanas; esto le brinda una oportunidad de postergación y rea­lización; la postergación, el ideal y la realización son su propia continuidad. Pero en esto siempre hay dolor; de esto deriva el escape hacia la creencia, el dogma, la actividad y las múltiples formas de entretenimiento, incluidos los rituales religiosos. Pero siempre está la muerte con su temor; el pensamiento busca entonces bienestar y escape en creencias racionales e irracionales, en esperanzas, en conclusiones. Las palabras y las teorías se vuelven pasmosamente importantes, se vive en función de ellas y se construye toda la estructura de la existencia sobre los sen­timientos que despiertan dichas palabras y conclusiones.

El cerebro y su pensamiento funcionan en un nivel muy superficial, por muy profundamente que el pensamiento pueda creer que ha viajado. Porque el pensamiento, por mucho que haya experimentado, por hábil y erudito que sea, es superficial. El cerebro y sus actividades constituyen un fragmento de la totalidad de la vida; el fragmento se ha vuelto completamente importante para sí mismo y para su relación con otros fragmen­tos. Esta fragmentación y las contradicciones que engendra constituyen su misma existencia; el pensamiento no puede comprender la totalidad, y cuando intenta formular la totalidad de la vida, él únicamente puede pensar en términos de opuestos y reacciones que tan sólo engendran conflicto, confusión y des­dicha.

El pensamiento jamás puede comprender o formular la tota­lidad de la vida. Sólo cuando el cerebro y su pensamiento están completamente quietos, no dormidos ni drogados por la disci­plina, la compulsión o la hipnosis, sólo entonces existe la lúcida percepción de lo total. El cerebro, que es tan asombrosamente sensible, puede permanecer inmóvil, inmóvil en su sensibilidad, amplia y profundamente atento pero completamente quieto. Cuando el tiempo y su medida cesan, sólo entonces existe lo total, lo incognoscible.

 

14

En los jardines [de la villa Borghese], justo en medio del ruido y de los olores de la ciudad, con sus chatos pinos y sus muchos árboles que se estaban tornando de color amarillo cas­taño, y con el aroma de la tierra húmeda, ahí, mientras uno se hallaba paseando con cierta seriedad, surgió la percepción de «lo otro». Estaba ahí con admirable belleza y dulzura; no era que uno se hallara pensando al respecto ‑ello impide todo pen­samiento‑ sino que estaba ahí con tal plenitud que causaba sorpresa y un intenso deleite. La seriedad del pensamiento es muy fragmentaria e inmadura, y no obstante tiene que haber una seriedad que no es el producto del deseo. Existe una serie­dad que tiene la cualidad de la luz, cuya misma naturaleza con­siste en profundizar, una luz que carece de sombra; esta es infinitamente flexible y, por tanto, gozosa. Estaba ahí, y cada árbol, cada hoja, cada brizna de hierba y cada flor cobraron intensa vida y esplendidez; el color era rico y el cielo inmensu­rable. La tierra, húmeda y sembrada de hojas, era la vida.

 

15

El sol de la mañana está sobre el bosquecillo al otro lado de la carretera; es una mañana tranquila, apacible, dulce bajo el sol no demasiado fuerte, y el aire es puro y fresco. Cada árbol está tan fascinantemente vivo, con tantos colores, y hay tantas sombras; todo es un llamado y una espera. Mucho antes de que el sol se levantara, cuando aún había quietud, sin nin­gún automóvil que subiera por la colina, la meditación era un movimiento en medio de la bendición. Este movimiento fluía dentro de «lo otro» que estaba ahí, en la habitación, colmándola y desbordándola hacia afuera y más allá, sin fin. Había en ello una profundidad inmensa e insondable y había paz. Esta paz jamás conoció el conflicto, no estaba contaminada por el pensamiento y el tiempo. No era la paz de la finalidad última; era algo tremenda y peligrosamente vivo. Y no tenía defensas. Toda forma de resistencia es violencia y, por consiguiente, tam­bién es concesión. Esa no era la paz que engendra el conflicto; esa paz estaba más allá de todo conflicto y de sus opuestos. No era el fruto de la satisfacción y el descontento, en lo cual están las semillas del deterioro.

 

16

Fue antes del amanecer, cuando no había ruido y la ciudad aún se hallaba dormida, que el cerebro al despertar se quedó inmóvil porque «lo otro» estaba ahí. Entró muy quietamente y con tan vacilante cuidado porque en los ojos había sueño todavía, pero ello fue un gran gozo, de una admirable simpli­cidad y pureza.

 

18

En el avión[25]. Truenos y un gran chaparrón lo habían des­pertado a uno en medio de la noche [en Roma], con la lluvia golpeando contra la ventana y entre los árboles al otro lado de la carretera. El día había sido caluroso y el aire era agradable­mente fresco; la ciudad dormía y la tormenta había cesado. Los caminos estaban húmedos y había escaso tránsito tan tem­prano en la mañana; el cielo todavía se hallaba cargado de nubes y había amanecida sobre la tierra. La iglesia [S. Giovanni in Luterano] con sus mosaicos dorados estaba brillantemente ilumi­nada con luz artificial. El aeropuerto se encontraba muy lejos[26] y el poderoso automóvil corría bellamente; estaba tratando de competir en carrera con las nubes. Pasó a los pocos automóviles que había en el camino, y abrazaba a gran velocidad la carretera en cada recodo. Lo habían retenido demasiado tiempo en la ciu­dad, y ahora estaba libre en la carretera. Y muy pronto estaría en el aeropuerto. En el aire se percibía el aroma del mar y de la tierra húmeda; los campos recientemente arados estaban oscuros y el verde de los árboles lucía muy vivo aun cuando el otoño había alcanzado ya unas pocas hojas; el viento soplaba del oeste y no habría sol durante todo el día. Cada hoja estaba limpia, lavada por la lluvia, y había belleza y paz sobre la tierra.

En medio de la noche, en la calma que siguió al trueno y al relámpago, el cerebro estaba totalmente quieto y la meditación era una apertura dentro del inmensurable vacío. La misma sen­sibilidad del cerebro lo aquietaba; estaba quieto pero sin motivo; la acción de la quietud que obedece a un motivo es desintegra­ción. El cerebro estaba tan quieto que el espacio limitado de una habitación había desaparecido y había cesado el tiempo. Sólo existía una atención despierta sin un centro que estuviera atento; era la atención en la que el origen del pensamiento había cesado sin violencia alguna, naturalmente, fácilmente. Esa aten­ción podía oír la lluvia y el movimiento en la habitación conti­gua; escuchaba sin ninguna interpretación y observaba sin el conocimiento. También el cuerpo estaba inmóvil. La meditación se rendía a «lo otro», que era de una pureza que todo lo des­hacía sin dejar residuos; ello estaba ahí; eso es todo, y nada existía. Como nada existía, ello era. Era la pureza de toda esen­cia. Esta paz es un vasto, ilimitado espacio de inmensurable vacuidad.

 

20

El mar, a unos cuatrocientos pies más abajo, parecía tan calmo, tan vasto, sin una sola onda, sin ningún movimiento; el desierto y los ardientes cerros, desnudos de árboles, se veían bellos y despiadados; luego más mar y las distantes luces de la ciudad donde todos los pasajeros descendieron; el vocerío, la montaña de valijas, la inspección y el largo viaje por calles mal iluminadas y atestadas con una población en constante incre­mento; los múltiples olores penetrantes, las voces agudas, los templos decorados, los automóviles festoneados con flores por ser un día de fiesta; casas suntuosas, oscuros arrabales, y luego de bajar por una empinada pendiente, el automóvil se detuvo y abrieron la puerta.

Hay un árbol lleno de hojas verdes y brillantes, muy sereno en su dignidad y pureza; está rodeado de casas mal proporcio­nadas, con gente que jamás lo ha mirado ni ha mirado si­quiera una sola de sus hojas. Pero esa gente gana dinero, va a la oficina, bebe, engendra hilos y come enormemente. En la noche pasada, la luna estuvo sobre ese árbol, y toda la espléndida penumbra tenía vida. Y al despertar hacia el amanecer, la medi­tación era el esplendor de la luz, porque «lo otro» estaba ahí, en una habitación poco familiar. De nuevo era ello paz, una paz inminente y apremiante, no la paz de los políticos o de los sacer­dotes o de los satisfechos; era demasiado inmensa para ser con­tenida por el espacio y el tiempo, para ser formulada por el pensamiento o el sentimiento. Esa paz era todo el peso de la tierra y las cosas que hay sobre la tierra; era los cielos y más allá de los cielos. El hombre debe dejar de ser para que ella sea.

El tiempo está siempre repitiendo su reto y sus problemas; las respuestas y réplicas se internan en lo inmediato. Estamos ocupados con el reto inmediato y con la inmediata respuesta al mismo. Esta respuesta inmediata al llamado de lo inmediato es la mundanalidad con todos sus insolubles problemas y agonías; el intelectual responde con una acción nacida de ideas que tienen sus raíces en el tiempo, en lo inmediato, y el irreflexivo lo sigue pasmado; el sacerdote de la religión bien organizada en base a la propaganda y a la creencia, responde al reto de acuerdo con lo que le han enseñado; el resto sigue el patrón del agrado y desagrado, del prejuicio y la malicia. Y cada ar­gumento, cada gesto es la continuidad de la desesperación, la confusión y el dolor. No hay fin para ello. Volver la espalda a todo eso designando con diferentes nombres a esta actividad, no es acabar con ella. Eso está ahí sea que uno lo niegue o no, sea que uno lo haya analizado críticamente o que diga que toda la cosa es una ilusión, maya. Está ahí y uno siempre uno está midiéndolo. Son estas respuestas inmediatas a una serie de llamadas de lo inmediato las que tienen que cesar. Entonces uno responderá al reclamo inmediato del tiempo, desde el vacío del no‑tiempo, o quizás uno no responda en absoluto, lo que puede ser la verdadera respuesta. Toda réplica del pensamiento y la emoción sólo ha de prolongar la desesperación y la agonía de los problemas que no tienen respuesta; la respuesta final está más allá de lo inmediato.

En lo inmediato está toda nuestra esperanza, vanidad y am­bición, sea que la inmediatez se proyecte hacia el futuro de los muchos mañanas o en el ahora. Este es el camino del dolor. El cese del dolor nunca está en la respuesta inmediata a los múltiples retos. El cese del dolor radica en el acto de ver este hecho.

 

21

Las palmeras se mecían con gran dignidad, inclinándose placenteramente ante la brisa marina que venia del oeste; parecían tan distantes de la ciudad ruidosa y atestada. Se veían oscuras contra el cielo crepuscular; sus troncos eran altos y bien formados, finos a fuerza de muchos años de paciente trabajo; esas palmeras dominaban el anochecer de las estrellas y el cálido mar. Casi tendían sus palmas para recibirlo a uno, para arrebatarlo de la sórdida calle, pero la brisa vespertina se las llevaba para llenar el cielo con su movimiento. La calle estaba atestada; nunca estaría limpia, demasiada gente había escupido sobre ella; habían ensuciado sus paredes con los anuncios de los últimos filmes; las habían embadurnado con los nombres de aquellos a quienes uno debía otorgar su voto, con los símbolos partidarios; era una calle sórdida aun cuando fuera una de las arterias principales de la ciudad; pasaban autobuses mugrientos; los taxis lo aturdían a uno con sus bocinazos y parecía que por ahí habían transitado muchos perros. Un poco más lejos estaban el mar y el sol poniente, que era una roja bola de fuego; había sido un día abrasador y el sol enrojecía el mar y las escasas nubes. No había una sola onda en el mar, pero éste se veía inquieto y sombrío. Hacia demasiado calor para que fuera un anochecer agradable y la brisa parecía haber olvidado su encanto. A lo largo de la sórdida calle, con la gente empujándolo a uno, la meditación era la misma esencia de la vida. El cerebro, tan delicado y vigilante, estaba completamente quieto, observando las estrellas, atento a la gente, a los olores, al ladrido de los perros. Una solitaria hoja amarilla cayó sobre la sucia carretera y el automóvil que pasaba la destruyó; estaba tan llena de color y belleza y fue destruida tan fácilmente.

Mientras uno caminaba por la calle bordeada de unas pocas palmeras, «lo otro» advino como una ola que purificaba y fortalecía; estaba ahí como un perfume, como un hálito de inmensidad. No era un sentimiento, una ficción engendrada por la ilusión o por la fragilidad del pensamiento; estaba ahí, distinto y claro, sin confusión posible, sin vacilación, definido, preciso. Estaba ahí, una cosa sagrada, y nada podía alcanzarla, nada podía quebrar su finalidad. El cerebro era consciente de la proximidad de los autobuses que pasaban, de la calle húmeda y del chillido de los frenos; se daba cuenta de todas estas cosas y, más allá, del mar; pero el cerebro no tenía relación con ninguna de estas cosas; estaba completamente vacío, sin raíces de ninguna clase, vigilando, observando desde esta vacuidad. «Lo otro» presionaba sobre él con aguda urgencia. Ello no era un sentimiento, una sensación, sino algo tan real como el hombre que estaba lla­mando. No era una emoción que cambia, que varia y continúa, y el pensamiento no podía alcanzarlo. Estaba ahí con la deter­minación de la muerte que ningún pensamiento podría disuadir. Como no tenía raíces ni relación alguna con nada, nada podía contaminarlo; era indestructible.

 

23

La completa quietud del cerebro es una cosa extraordinaria; en esa quietud el cerebro es altamente sensible, vigoroso, lleno de vida, consciente de cada movimiento externo, pero se halla completamente abierto, libre de cualquier estorbo, sin ningún deseo secreto, sin perseguir nada; está quieto y, por tanto, no existe conflicto alguno, el cual es esencialmente un estado de contradicción. Está completamente quieto en el vacío; esta va­cuidad no es un estado de carencia, de mente en blanco; es energía que no tiene un centro, que no tiene un límite. Bajando por la apiñada calle, sórdida y maloliente, en medio del rugir de los autobuses, el cerebro estaba atento a las cosas que lo rodeaban, y el cuerpo caminaba, sensible a los olores, a la sucie­dad, a los sudorosos obreros, pero no había un centro desde el cual tuviera lugar una observación, un dirigir, un censurar las cosas. Durante toda esa milla y al regresar, el cerebro estuvo sin un solo movimiento que significara pensar o sentir; el cuerpo se fatigaba, poco acostumbrado a la humedad y al espantoso calor reinante pese a que el sol se había puesto cierto tiempo atrás. Era un fenómeno extraño, aun cuando ya hubiera ocurrido antes algunas veces. Uno nunca puede habituarse a nin­guna de estas cosas, porque no es algo que pertenezca al hábito o al deseo. Ello es siempre sorprendente después que ha pasado.

En el atestado avión [a Madrás] hacia calor y aun a aquella altura, unos ocho mil pies, parecía que jamás iría a refrescar. En ese avión matinal, súbitamente y del modo más inesperado, advino «lo otro». Ello nunca es igual, es siempre nuevo, im­previsto; lo más extraño al respecto es que el pensamiento no puede volver a ello, reconsiderarlo, examinarlo deliberadamente. La memoria no interviene en eso, porque cada vez que ocurre es tan totalmente nuevo e inesperado que no deja tras de sí ningún recuerdo. Por ser un acontecimiento completo y total, no se graba en la memoria para registrarse como un recuerdo Así, siempre es nuevo, joven, imprevisto. Llegó acompañado de una extraordinaria belleza, no a causa de la forma fantástica de las nubes o por la luz que éstas contenían, ni por el cielo tan infinitamente delicado y azul; no había razón ni causa para su increíble belleza y por eso era bello. Era la esencia, no la de todas las cosas que han sido producidas y a las que se ha dado forma para que se las sienta y se las vea, sino la esencia de toda la vida que ha sido, es y será, la vida sin tiempo. Ello estaba ahí y era el frenesí de la belleza.

El pequeño automóvil volvía a su valle[27], lejos de las ciuda­des y las civilizaciones; saltaba por caminos accidentados llenos de baches, tomaba agudas curvas gimiendo, crujiendo, pero seguía adelante; no era un auto viejo, pero había sido descuidadamente montado; olía a petróleo y aceite, pero corría de vuelta al hogar, tan rápido como le era posible, sobre caminos pavimentados y sin pavimentar. La tierra estaba hermosa, había llovido reciente­mente, la noche anterior. Los árboles rebosaban de verdes y brillantes hojas ‑el tamarindo, la gran higuera y otros innume­rables árboles; se veían muy vitales, frescos y jóvenes pese a que algunos de ellos debían ser muy viejos. Estaban ahí los ce­rros y la tierra roja; no eran cerros impresionantes sino suaves y antiguos, algunos de ellos los más antiguos de la tierra, y a la luz del anochecer se veían con ese azul añejo que sólo determinados cerros suelen tener. Algunos eran rocosos y esta­ban desnudos, otros tenían arbustos achaparrados y en unos pocos había unos cuantos árboles, pero se mostraban benévolos y amistosos como si hubieran visto todo el dolor del mundo. Y la tierra a sus pies era roja; las lluvias la habían tornado más roja aún; no era el rojo de la sangre o el del sol o el de algún tinte fabricado por el hombre; era rojo, el color que contenía todos los rojos; había en él claridad y pureza, y el verde resal­taba sobrecogedor en contraste con ese rojo. Era un hermoso anochecer y estaba refrescando porque el valle se encontraba a cierta altura.

En medio de la luz crepuscular y de los cerros que se toma­ban más azules y del rojo cada vez más vivo de la tierra, «lo otro» advino silenciosamente acompañado de una bendición. Ello es maravillosamente nuevo cada vez, y sin embargo es lo mismo. Era inmenso en su fuerza, la fuerza de la destrucción y la vulnerabilidad. Llegó con tanta plenitud, y en un instante había desaparecido; fue un instante más allá de todo tiempo. El día había sido agotador pero el cerebro se hallaba extraña­mente alerta, viendo sin el observador; viendo no con la expe­riencia sino desde el vacío.

 

24

La luna estaba llegando exactamente sobre los cerros, atra­pada en una larga nube serpentina que le daba una fantástica forma. Estaba enorme, empequeñecía a los cerros, a la tierra con sus verdes pastizales. Allí donde ella iba surgiendo, el cielo se tornaba más claro y había menos nubes; pero pronto des­apareció entre los oscuros nubarrones cargados de lluvia. Comenzó a lloviznar y la tierra estaba contenta; aquí no llueve mucho y cada gota tiene valor; la gran higuera y el tamarindo y el mango disputarían a causa de ello, pero las plantas pequeñas y la siembra de arroz se regocijaban aún con una lluvia tan escasa. Infortunadamente, incluso las pocas gotas cesaron y pronto la luna brilló en un cielo claro. En la costa estaba lloviendo furiosamente, pero aquí donde la lluvia era indispen­sable, las nubes cargadas pasaban de largo. Era un hermoso anochecer y había sombras oscuras y profundas de múltiples diseños. La luna brillaba intensamente, las sombras estaban muy quietas y las hojas recién lavadas centelleaban. Mientras uno iba paseando y conversando, la meditación proseguía bajo las palabras y la belleza de la noche. Proseguía a una gran profundidad fluyendo hacia adentro y hacia afuera; era un movimiento que estallaba y se expandía. Uno se daba cuenta de ello; ocurría; no era algo que uno estuviera experimentando, el experimentar limita; ello tenía lugar, sucedía sin la participación de uno; el pensamiento no podía compartirlo porque el pensamiento, en cualquiera de sus formas, es una cosa muy vana y mecánica; ni la emoción podía enredarse en ello; era algo demasiado perturbadoramente activo para ambos. Estaba ocurriendo a una profundidad tan desconocida que no existía medida posible para ella. Pero había una gran quietud. Era algo muy sorprendente y nada común.

Las hojas oscuras brillaban y la luna había trepado bien alto; estaba del lado occidental e inundaba la habitación. Falta­ban aún muchas horas para el amanecer y no se escuchaba un sonido; hasta los perros de la aldea habían callado con sus pe­netrantes ladridos. Al despertar, ello estaba ahí, con claridad y precisión; estaba ahí «lo otro», y era necesario despertar, no dormir; fue algo deliberado para que uno advirtiera lo que estaba sucediendo, para que hubiera plena y lúcida conciencia respecto de lo que ocurría. Dormido, ello podría haber sido un sueño, una insinuación del inconsciente, una treta del cere­bro; pero al estar totalmente despierto, «lo otro», esta cosa extraña e incognoscible, era una palpable realidad, un hecho y no una ilusión o un sueño. Tenia una cualidad ‑si es que tal palabra puede aplicársele‑ de levedad e impenetrable fuer­za. Incluso estas palabras poseen cierto significado definido y comunicable, pero pierden todo sentido cuando «lo otro» tiene que comunicarse en palabras; las palabras son símbolos pero ningún símbolo puede jamás transmitir la realidad. Ello estaba ahí, con un poder tan incorruptible, tan inaccesible que nada podía destruirlo. Uno puede acercarse a algo con lo que está familiarizado, uno debe conocer el mismo idioma para poder comunicarse, tiene que haber alguna clase de proceso del pen­samiento, verbal o no verbal; sobre todo tiene que haber mutuo reconocimiento. No había nada de eso. Uno puede decir: es esto o es aquello, es tal o cual cualidad, pero en el momento en que ello tenía lugar no había verbalización porque el cere­bro estaba completamente silencioso, sin movimiento alguno del pensar. «Lo otro» no está relacionado con nada, y todo pensa­miento, toda existencia es un proceso de causa‑efecto; por consi­guiente, no había relación alguna con ello ni había comprensión de ello. Era una llama inaccesible y uno sólo podía mirarla y guardar su distancia. Y al despertar súbitamente eso estaba ahí. Y con eso adivino un éxtasis inesperado, un júbilo sin razón alguna; no había causa para ello, porque en ningún momento había sido buscado ni perseguido. Este éxtasis estaba ahí al despertar otra vez a la hora habitual, y continuó por un largo período de tiempo.

 

25

Hay una hierba de largo tallo, alguna clase de maleza sil­vestre que crece en el jardín y que tiene una florescencia plu­mosa, oro candente que destella en la brisa inclinándose hasta quebrarse, pero sin romperse jamás salvo bajo un viento fuerte. Hay un grupo de estas malezas color beige dorado, y cuando la brisa sopla las hace danzar; cada tallo tiene su propio ritmo, su propio esplendor, y son como una ola cuando se mecen todos juntos; entonces el color, a la luz del atardecer, es indescriptible; es el color del crepúsculo, de la tierra de los cerros dorados y de las nubes. Las flores contiguas son dema­siado definidas, demasiado toscas, y exigen que uno las mire. Estas hierbas silvestres poseen una extraña delicadeza; tienen un tenue aroma a trigo y a tiempos antiguos; son fuertes y puras, plenas de vida en abundancia. Pasaba cerca una nube crepuscular llena de luz mientras el sol descendía tras del os­curo cerro. La lluvia había dado a la tierra un grato olor y el aire era agradablemente fresco. Llegaban las lluvias y la tierra estaba expectante.

Ello ocurrió de pronto, al regresar a la habitación; estaba ahí, con una acogedora bienvenida, totalmente inesperado. Uno había entrado sólo para volver a salir; habíamos estado conver­sando sobre diversas cosas, ninguna demasiado seria. Fue una conmoción y una sorpresa encontrarse con la bienvenida de «lo otro» en la habitación; estaba aguardando ahí con tan clara invi­tación que parecía vana una disculpa. En varias oportunidades, muy lejos de aquí, en Wimbledon, bajo algunos árboles y a lo largo de un sendero que muchísimos transitaban, ello había estado aguardando en un recodo del camino; con asombro uno permanecía ahí, cerca de aquellos árboles, completamente abier­to, vulnerable, sin habla, sin un solo movimiento. No era una fantasía, una ilusión autoproyectada; la otra persona que para ese entonces se encontraba allí también lo percibió. Ello se pre­sentó ahí en distintas ocasiones, con una bienvenida de amor que todo lo abarcaba, y era algo completamente increíble; cada vez tenía una nueva cualidad, una nueva belleza, una nueva auste­ridad. Y así era en esta habitación, algo totalmente nuevo y absolutamente inesperado. Era belleza que aquietaba la mente entera y dejaba el cuerpo sin un solo movimiento, tornando a la mente, al cerebro y al cuerpo intensamente alertas y sensibles; ello hacia estremecer al cuerpo, y en unos pocos minutos «lo otro», con su acogedora bienvenida, había desaparecido tan ve­lozmente como había llegado. Ningún pensamiento, ninguna emoción caprichosa podría jamás suscitar un acontecimiento semejante; el pensamiento es mezquino, haga lo que haga, y el sentimiento es muy frágil y engañoso; ninguno de ellos, en sus más disparatados empeños, podría fabricar estos sucesos. Son inmensurablemente grandes, demasiado inmensos en su fuerza y pureza para el pensamiento o el sentimiento; éstos tienen raíces y aquellos no tienen ninguna. No son para que se les invite o retenga; el pensamiento y el sentimiento pueden jugar toda clase de tretas hábiles e imaginativas, pero no pueden inventar ni con­tener «lo otro». Ello existe por si mismo y nada puede alcanzarlo.

 

La sensibilidad es por completo diferente del refinamiento; la sensibilidad es un estado integral, el refinamiento siempre es parcial. No hay sensibilidad parcial; o ella es el estado de la totalidad del propio ser, de la conciencia total, o no existe en absoluto. La sensibilidad no es para ser acumulada poco a poco; no se la puede cultivar; no es el resultado de la experiencia y el pensamiento, no es un estado emocional. Tiene la cualidad de la precisión, sin la sugestión del romanticismo y de la fantasía. Sólo quien es sensible puede enfrentarse a lo real sin escapar hacia toda dase de confusiones, opiniones y evaluacio­nes. Únicamente aquel que es sensible puede estar solo, y esta madura soledad interna es destructiva. Esta sensibilidad está despojada de todo placer y, por tanto, tiene austeridad, no la austeridad del deseo y la voluntad sino la del ver y comprender. En el refinamiento hay placer; el refinamiento está relacionado con la educación, la cultura, el medio; su curso es interminable y es el resultado de la opción, el conflicto y el dolor, y siempre está aquel que opta, el que se refina, el que censura. Y así es como siempre existen el conflicto, la contradicción, el dolor. El refinamiento lleva a aislarse, a apartarse mediante el encierre en uno mismo, conduce a la separación que engendran el inte­lecto y el conocimiento. Es una actividad egocéntrica, por ilumi­nada que pueda estar estética y moralmente. Hay una gran sa­tisfacción en el proceso del refinamiento, pero sin el júbilo de lo profundo; es superficial y mezquino, sin mayor significación. El refinamiento y la sensibilidad son dos cosas diferentes: una conduce a la muerte que aísla y la otra a la vida que no tiene fin.

 

26

Justo al otro lado de la galería hay un árbol con gran can­tidad de espectaculares flores de color rojo, mientras que el verde de las enormes hojas resalta vívido e intenso después de las últimas lluvias. El rojo de las flores tiene un tinte anaran­jado, y contra el verde del follaje y de la colina rocosa, parece como si se hubieran apartado de la tierra y cubrieran todo el espacio de la madrugada. Era una hermosa mañana con nubes, y había esa luz que torna claro y brillante cada color. No se agi­taba una sola hoja y todas aguardaban esperanzadas otra lluvia; el sol sería ardiente y la tierra necesitaba más agua en abundan­cia. Los lechos de los ríos habían permanecido silenciosos por muchos años; en ellos crecían arbustos y el agua resultaba indis­pensable en todas partes. Los pozos estaban muy bajos y los aldeanos sufrirían si el agua siguiera faltando. Las nubes sobre los cerros eran negras, cargadas con la promesa de la lluvia. Tronaba y había relámpagos lejanos, y en seguida se desen­cadenó un aguacero. No duró mucho pero de momento era su­ficiente y había una promesa de más lluvia.

Donde el camino desciende hay un puente que cruza el rojo y arenoso lecho seco de un río; mirando desde el puente hacia el oeste, las colinas resaltaban negras, melancólicas; a la luz del atardecer los ricos campos florecidos de arroz eran increíblemente bellos. Al otro lado había árboles de un intenso verde oscuro, y hacia el norte estaban los cerros de color violáceo; el valle descansaba abierto a los cielos. Todos los colores, visibles e invisibles, se hallaban en ese valle bajo la luz crepuscular. Cada color principal tenía sus armónicos, unos ocultos, otros manifiestos, y cada hoja y cada brizna de arroz estallaban con el deleite del color. Este era intenso, poderoso, no suave ni dulce. Las nubes se estaban amontonando negras y cargadas, en espe­cial sobre los cerros, y en la lejanía relampagueaba silenciosa­mente. Comenzaron a caer las primeras gotas; entre los cerros ya estaba lloviendo y pronto la lluvia estaría aquí. Una bendi­ción para una tierra extenuada y hambrienta.

Después de una comida liviana, estábamos todos hablando acerca de cosas relativas a la escuela, de cómo era necesario esto o aquello, de lo difícil que resultaba encontrar buenos maestros, de lo indispensables que eran las lluvias, etc. Ellos continuaban hablando, y entonces súbita e inesperadamente apareció «lo otro»; estaba ahí con tal inmensidad y con una fuerza tan arro­lladora que uno se aquietó completamente; los ojos lo veían, el cuerpo lo sentía y el cerebro estaba alerta sin pensamiento algu­no. La conversación no era demasiado seria, y en medio de esta atmósfera incidental estaba ocurriendo algo tremendo. Permane­ció con uno en el momento de ir a acostarse y prosiguió como un susurro durante la noche. No hay experiencia de ello; está simplemente ahí, con su ímpetu incontenible y su bendición. Para que algo sea experimentado debe haber un experimentador, pero cuando no lo hay existe un fenómeno por completo dife­rente. No hay aceptación de ello ni rechazo; está simplemente ahí, como un hecho. Este hecho no se hallaba relacionado con cosa alguna ni en el pasado ni en el futuro, y el pensamiento no podía establecer ninguna comunicación con él; carecía de valor en términos de utilidad o provecho, nada podía obtenerse de él. Pero estaba ahí, y por su misma existencia había amor, belleza, inmensidad. Sin efe hecho, nada hay. Sin la lluvia, la tierra perecería.

El tiempo es una ilusión. Existe un mañana y han existido muchos ayeres; este tiempo no es una ilusión. El pensamiento que utiliza al tiempo como un medio para producir un cambio interno, un cambio psicológico, está persiguiendo un no‑cambio, porque un cambio semejante sólo es una continuidad modificada de lo que ha sido; un pensamiento así es perezoso, pospone, en­cuentra refugio en la ilusión de lo gradual, en los ideales, en el tiempo. La mutación no es posible a través del tiempo. La misma negación del tiempo es la mutación; ésta tiene lugar cuando son negadas todas las cosas que han tenido su origen en el tiempo: el hábito, la tradición, la reforma, los ideales. Uno niega el tiem­po y la mutación ha ocurrido, una mutación total, no la altera­ción de los patrones o la sustitución de un patrón por otro. Pero adquirir conocimiento, aprender una técnica requiere tiem­po, que no puede ni debe ser negado; estas cosas son esenciales para la existencia. El tiempo para ir desde aquí hasta allá no es una ilusión, pero toda otra forma de tiempo es ilusoria. En esta mutación hay atención, y gracias a esta atención existe una dase de acción por completo diferente. Una acción así no se vuelve un hábito, una sensación, una experiencia, un conocimiento que se repiten y que embotan el cerebro y lo tornan insensible a una mutación. La virtud, pues, no consiste en el hábito mejor, en la mejor conducta; la virtud carece de un patrón, no esta limitada; no tiene el sello de la respetabilidad; no es un ideal que pueda ser perseguido, materializado por el tiempo. La virtud es, por eso, algo peligroso para la sociedad, no una cosa dócil y sumisa. Amar implica, pues, destrucción, una revolución no económica o social, sino una revolución de la totalidad de la conciencia.

 

27

Varios de nosotros nos hallábamos cantando, aprendiendo nuevas tonadas y canciones; la sala daba sobre el jardín, el cual a duras penas podía ser mantenido dada la gran escasez de agua; las flores y arbustos se regaban con pequeños baldes, en realidad latas de queroseno. Era un jardín muy bonito en el que, pese a la abundancia de flores, dominaban los árboles; éstos eran de hermosas formas, tenían anchas copas y, en determina­das estaciones, se llenaban de flores; ahora sólo un árbol estaba florecido; las flores, de un rojo anaranjado, tenían grandes pétalos, una profusión de ellos. Había algunos árboles con finas, delicadas y pequeñas hojas, parecidos a las mimosas pero con una abundancia mayor de follaje. Por eso acudían muchos pá­jaros, y ahora, después de dos prolongados y fuertes aguaceros, se veían sucios, con las plumas mojadas, calados hasta la piel. Había un pájaro amarillo de alas negras, más grande que un estornino, casi como un mirlo; el amarillo se destacaba muy bri­llante contra el verde oscuro del follaje, y sus claros ojos alar­gados lo vigilaban todo, el más leve movimiento entre las hojas y el ir y venir de otros pájaros. Dos de éstos, negros, más pe­queños que cuervos, con las plumas empapadas, se hallaban po­sados en el mismo árbol cerca del pájaro amarillo; habían ex­tendido las plumas de sus colas y agitaban las alas para que se secaran; llegaron a me árbol más pájaros de diversos tamaños, todos en paz los unos con los otros, todos vigilando atentamente. El valle necesitaba la lluvia con desesperación y cada gota era bienvenida; los pozos tenían muy poca agua, los grandes tan­ques de la ciudad estaban vacíos y estas lluvias ayudarían a lle­narlos. Habían estado vacías por muchos años y ahora había esperanzas. El valle se había puesto muy hermoso, lavado por la lluvia, fresco, cubierto totalmente por un verde rico y variado. Las rocas limpias, bañadas, habían perdido su gran calor y los raquíticos arbustos que crecían entre ellas en los cerros, se mostraban complacidos, y los lechos secos de los ríos cantaban otra vez. La tierra volvía a sonreír.

Los cantos continuaban en esa sala casi desnuda, sin mue­bles, donde parecía cómodo y normal sentarse sobre el piso. En mitad de un canto, de manera totalmente súbita e inespe­rada apareció «lo otro»; los demás proseguían con el canto pero también se quedaron silenciosos sin darse cuenta de su silencio. Aquello estaba ahí, acompañado de una bendición, y llenaba el espacio entre la tierra y los cielos. Cuando se trata de cosas corrientes, hasta cierto punto es posible la comunicación me­diante las palabras; éstas tienen un significado, pero pierden completamente su limitada significación cuando tratamos de co­municarnos acerca de sucesos que no pueden ser verbalizados. El amor no es la palabra que lo nombra, y se torna en algo por completo diferente cuando cesa toda verbalización y toda tonta división entre lo que es y lo que no es. Este suceso no es una experiencia, no pertenece al pensamiento, no surge de reconocer algo que ha ocurrido, ayer, no es el producto de la conciencia a cualquier nivel de profundidad. No está contaminado por el tiempo. Es algo que se encuentra más allá y por encima de todo esto; aquello estaba ahí, y eso es suficiente para el cielo y la tierra.

Toda oración es una súplica, y el pedir no existe cuando hay claridad y el corazón está liviano. Instintivamente, en los pe­riodos de angustia, acude a los labios alguna clase de súplica para conjurar la causa de la perturbación, el dolor, o para obte­ner cierto beneficio. Existe la esperanza de que algún dios te­rrenal o los dioses de la mente responderán de manera satisfactoria, y a veces por casualidad o gracias a alguna extraña coin­cidencia de acontecimientos, se recibe una respuesta a una ple­garia. Ha respondido el dios y la fe está justificada. Los dioses del hombre ‑únicos dioses genuinos‑ están ahí para la como­didad, para la protección, para responder a todos los mezquinos o nobles requerimientos humanos. Hay abundancia de tales dio­ses, cada iglesia, cada templo y mezquita los tienen. Los dioses terrenales son todavía más poderosos e inmediatos; cada estado los tiene. Pero el hombre continúa sufriendo pese a todas las formas de súplica y plegaria. Sólo el poder arrollador de la comprensión puede terminar con el dolor, pero la otra alterna­tiva es fácil, respetable y exige mucho menos de uno. Y el dolor consume el cuerpo y el cerebro, los embota, los fatiga y los toma insensibles. La comprensión requiere autoconocimiento, el cual no es cosa momentánea; aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de ello es su infinitud. Pero el autoconocimiento es de instante en instante, sólo existe en el presente activo; carece de continuidad como conocimiento. Lo que tiene continuidad es el hábito, es el proceso mecánico del pensamiento. La comprensión no tiene continuidad.

 

28

Hay una flor roja que se destaca entre el follaje de color verde oscuro, y uno sólo ve eso desde la galería. Están los cerros, la roja arena de los lechos secos, la enorme higuera de Bengala y los numerosos tamarindos, pero uno sólo ve esa flor; es tan vistosa, tan plena de color, que no existe otro color; los retazos de cielo azul, las nubes ardiendo en luz, los cerros vio­leta, el rico verde de los campos de arroz, todo se desvanece y sólo queda el asombroso color de esa flor. Llena todo el cielo y el valle; pronto habrá de marchitarse y desaparecer; se acabará mientras que los cerros perdurarán. Pero en esta mañana ella era la eternidad; más allá del tiempo y del pensamiento; contenía en sí todo el amor y la felicidad; no había en ello senti­mentalismo ni romanticismo absurdo, ni era un símbolo de alguna otra cosa. La flor estaba ella misma destinada a morir en el atardecer, pero contenía toda la vida. No era algo sobre lo cual pudiera razonarse ni era tampoco algo irracional, alguna fantasía romántica; era tan real como aquellos cerros y aquellas voces llamándose las unas a las otras. Era la completa medita­ción de la vida, y la ilusión sólo existe cuando cesa el impacto del hecho. Esa nube tan llena de luz es una realidad cuya belleza no hace poderoso impacto sobre una mente que se ha em­botado y se ha vuelto insensible por la influencia, el hábito y la interminable búsqueda de seguridad. La seguridad en la fama, en las relaciones, en el conocimiento, destruye la sensibilidad y allí se asienta el deterioro. Esa flor, aquellos cerros y el agi­tado mar azul son los retos de la vida, como si fueran bombas nucleares, y sólo la mente sensible puede responder a esos retos de manera total; sólo una respuesta total no deja tras de sí las huellas del conflicto, y el conflicto indica una respuesta parcial.

Los llamados santos y sannyasis han contribuido al embota­miento de la mente y a la destrucción de la sensibilidad. Todos los hábitos, la repetición, los rituales reforzados por las creen­cias y los dogmas, por las respuestas de los sentidos, pueden ser perfeccionados y lo son, pero la lúcida percepción alerta, la sensibilidad, es un asunto muy distinto. La sensibilidad es abso­lutamente esencial para mirar profundamente en lo interno; este movimiento de penetrar en lo interno no es una reacción a lo externo; lo externo y lo interno son un solo movimiento, no están separados. La división de este movimiento como lo externo y lo interno engendra insensibilidad. Penetrar en lo interno es el fluir natural de lo externo; el movimiento de lo interno tiene su propia acción que se expresa exteriormente, pero ésta no es una reacción a lo externo. La lúcida percepción alerta de este movimiento es sensibilidad.

 

29

Era en verdad un atardecer extraordinariamente bello. Había estado lloviznando a intervalos desde la mañana y eso lo man­tuvo a uno enjaulado adentro durante todo el día; hubo una plática con su discusión correspondiente, entrevistas personales, etcétera. Había cesado de llover por algunas horas y era agra­dable poder salir. Hacia el occidente había nubes oscuras, casi negras, cargadas de lluvia y truenos; estaban suspendidas sobre los cerros tiñéndolos de un oscuro color purpúreo y tornándolos excepcionalmente opresivos y amenazantes. El sol se ponía entre un tumultuoso frenesí de nubes. Hacia el oriente las nubes estallaban colmadas de luz crepuscular; cada una de ellas tenía una forma diferente, brillaba con su propia luz y se destacaba sobre los cerros inmensa, sobrecogedoramente viva, remontán­dose hacia los astros. Había sectores de cielo azul, tan intensa­mente azul, con un verde tan delicado que se desvanecía en la blanca luz de las estallantes nubes. Los cerros estaban esculpidos con la dignidad de un tiempo infinito; uno de ellos se veía ilu­minado desde adentro; transparente y extrañamente delicado pa­recía por completo artificial; otro, cincelado en granito, oscura­mente solitario, tenía la forma de todos los templos del mundo. Cada cerro estaba vivo, pleno de movimiento, distante con la profunda gravedad del tiempo. Era un atardecer maravilloso, lleno de belleza, silencio y luz.

Todos nosotros habíamos empezado el paseo juntos, pero ahora nos habíamos separado, silenciosos, a corta distancia los unos de los otros. El camino atravesaba ásperamente el valle so­bre los lechos secos de arena roja salpicados de finas gotas de lluvia. Luego el camino daba una vuelta y se dirigía hacia el este. En la parte baja del valle hay una alquería blanca rodeada de árboles, entre los que se destaca uno enorme que abarca a todos los demás. Era una vista apacible y la tierra parecía estar bajo un hechizo. La silenciosa casa se hallaba a una milla o algo así entre los verdes, deliciosos campos de arroz. Uno la había visto a menudo desde donde el camino proseguía hacia la desemboca­dura del valle y más allá; era éste el único camino para entrar o salir del valle a pie o en automóvil. La casa blanca rodeada de esos pocos árboles había estado ahí por algunos años y siempre había sido una vista agradable, pero al verla en este atardecer desde un recodo del camino, había en relación con ella una belleza y un sentimiento por completo diferentes. Porque «lo otro» estaba ahí, y ascendía por el valle; como si hubiera una cortina de lluvia y tan sólo ahí no lloviera; llegaba como llega la brisa, suave y dulcemente, y estaba ahí tanto fuera como dentro de uno. No era pensamiento ni sentimiento, ni era una fantasía, una cosa del cerebro. Cada vez que ocurre, ello es tan nuevo y sorprendente, tan puras su fuerza y su vastedad, que hay siempre asombro y júbilo. Es algo totalmente desconocido y lo conocido no tiene contacto con ello. Para que ello sea, lo conocido debe morir completamente. La experiencia sigue estan­do dentro del campo de lo conocido, de modo que ello no es una experiencia. Toda experiencia es un estado de inmadurez. Uno sólo puede experimentar y reconocer como experiencia algo que ya haya conocido previamente. Pero esto no era experimen­table, cognoscible; debe cesar toda forma de pensamiento y sen­timiento, porque todo eso es conocido y cognoscible; el cerebro y la totalidad de la conciencia tienen que estar libres de lo cono­cido y deben vaciarse sin ninguna clase de esfuerzo. Ello estaba ahí, dentro y fuera de uno; uno caminaba en ello y con ello. Los cerros, el campo, la tierra entera estaban con ello.

Era muy temprano en la mañana y aun había oscuridad. Du­rante toda la noche hubo lluvia y truenos; las ventanas se golpea­ban y el agua entraba copiosamente en la habitación. Ni una sola estrella era visible, el cielo y los cerros se hallaban cubiertos de nubes y llovía furiosa y ruidosamente. Al despertar, la lluvia había cesado y todavía estaba oscuro. La meditación no es una práctica, no consiste en seguir un sistema, un método; éstos sólo conducen al oscurecimiento de la mente y siempre son un movi­miento que está dentro de las fronteras de lo conocido; en su actividad hay desesperación e ilusión. Reinaba mucha quietud en el amanecer y ni una hoja ni un pájaro se movían. La meditación que comenzó a desconocidas profundidades y continuaba crecien­do en intensidad y alcance, esculpía el cerebro tornándolo total­mente silencioso, arrancando de raíz los pensamientos, extirpan­do sentimientos, vaciando el cerebro de lo conocido y su sombra. Era una operación quirúrgica en la que no había operador, ni cirujano; ella continuaba, tal como un cirujano opera un cáncer, cortando todo el tejido contaminado para que la contaminación no vuelva a extenderse. Esta meditación prosiguió du­rante una hora por el reloj. Y era una meditación sin el medi­tador. El meditador interfiere con sus estupideces y vanidades, sus ambiciones y su codicia. El meditador es el pensamiento que se nutre en estos conflictos y males, y el pensamiento debe cesar completamente en la meditación. Estas son las bases, los cimientos para la meditación.

 

30

En todas partes había silencio; los cerros permanecían inmó­viles, los árboles estaban quietos y desiertos los lechos de los ríos; los pájaros habían encontrado refugio por la noche y todo se hallaba en silencio, aun los perros de la aldea. Había llovido y las nubes estaban también inmóviles. El silencio fue creciendo y se tornó más intenso, amplio y profundo. Lo que antes estaba fuera, ahora estaba dentro de uno; el cerebro que había escu­chado el silencio de los cerros, los campos y los bosques, ahora se hallaba silencioso; ya no se escuchaba a sí mismo; había pasado por eso y se había aquietado naturalmente, sin esfuerzo alguno. Sin embargo, estaba pronto para moverse al instante. Muy pro­fundamente dentro de sí el cerebro estaba inmóvil, quieto; como un pájaro que pliega sus alas, se había replegado sobre sí mismo; no se hallaba dormido ni había pereza en él, sino que al replegarse sobre sí mismo había penetrado en profundidades que se encontraban completamente fuera de su alcance. El cere­bro es esencialmente superficial; sus actividades y respuestas son inmediatas, aunque esta inmediatez sea traducida a términos de futuro. Los pensamientos y sentimientos del cerebro están en la superficie, aun cuando pueda pensar y sentir muy lejos dentro del futuro y retroceder hacia el interior del pasado. Toda expe­riencia y recuerdo son profundos sólo hasta donde alcanza su propia limitada capacidad, pero cuando el cerebro se aquieta y se repliega sobre sí mismo, deja de experimentar tanto externa como internamente. La conciencia ‑los fragmentos de tantas experiencias, de tantas compulsiones, miedos, esperanzas y deses­peración del pasado y del futuro, las contradicciones de la raza y de sus propias actividades egocéntricas‑ se hallaba ausente; la conciencia no estaba ahí. Todo el ser permanecía absoluta­mente quieto, silencioso, y en esa intensidad del ser no había más ni menos; había un penetrar en profundidad ‑o surgió una profundidad en la cual no podían penetrar el pensamiento, el sentimiento, la conciencia. Era una dimensión que el cerebro no podía capturar ni comprender. Y no había un observador que observara esta profundidad. Cada parte de la totalidad del propio ser estaba alerta, sensible, pero intensamente quieta. Esta cualidad de lo nuevo, esta profundidad se expendía, estallaba alejándose, desplegándose mediante sus propias explosiones, pero fuera del tiempo y más allá del tiempo y del espacio.

 

31

Era un bello atardecer; el aire era puro, los cerros de color azul, violeta y púrpura oscuro; los campos de arroz disponían de agua en abundancia y lucían un color vivo que variaba del verde claro a un metálico y centellante verde intenso; algunos árboles ya se habían recogido para la noche, oscuros y silencio­sos, mientras que otros aun permanecían abiertos reteniendo la luz del día. Las nubes eran negras sobre las colinas del oeste, y al norte y este reflejaban en plenitud la luz del sol que se había puesto tras de los cerros que ahora eran de un denso tono morado. No había nadie en el camino, los pocos que pasaron lo hicieron en silencio, y ya no se vela un trozo de cielo azul; las nubes se estaban reuniendo para la noche. Sin embargo, todo parecía estar despierto, las rocas, el lecho seco del río, los ar­bustos en la luz moribunda. La meditación, a lo largo de ese silencioso y desierto camino, llegó como una suave lluvia sobre los cerros; vino tan fácilmente, tan naturalmente como la noche cercana. No había esfuerzo de ninguna clase ni control con sus concentraciones y distracciones; no había un ordenar ni un perseguir; no existía en la meditación un negar o un aceptar, ni continuidad alguna de la memoria. El cerebro permanecía atento a cuanto lo rodeaba, pero silencioso, sin réplica, despreocupado pero reconociéndolo todo sin reaccionar. Estaba muy quieto y las palabras se habían desvanecido junto con el pensamiento. Se hallaba presente esa extraña energía ‑puede llamársela por cualquier otro nombre, ello no tiene importancia alguna‑, una energía profundamente activa, sin objeto ni propósito; esa ener­gía era creación, creación sin lienzo y sin mármol, y era también destrucción; no era el producto del cerebro humano, de la ex­presión y la decadencia. Era inaccesible, no podía ser clasificada y analizada, y el pensamiento y el sentimiento no son los ins­trumentos para su comprensión. No tenía absolutamente ningu­na relación con nada; estaba totalmente sola en su vastedad e inmensidad. Y mientras uno avanzaba por ese camino que se iba oscureciendo, había el éxtasis de lo imposible; no del logro, del llegar, del éxito y todas esas inmaduras urgencias y respues­tas, sino la profunda y vasta soledad de lo imposible. Lo posi­ble es mecánico y lo imposible puede ser contemplado, tanteado y tal vez alcanzado, lo cual a su vez lo torna mecánico. Pero el éxtasis no tenía causa ni razón. Estaba simplemente ahí, no como una experiencia sino como un hecho, no para ser aceptado o negado, ni para ser discutido o disecado. No era una cosa que pudiera buscarse, porque no hay sendero que conduzca hacia ella. Todo tiene que morir para que ella sea; muerte, destruc­ción, vale decir, amor.

Un pobre, agotado trabajador con ropas sucias y rasgadas, volvía al hogar con su vaca esquelética.

 

Noviembre 1

 

El cielo ardía con colores fantásticos, grandes salpicaduras de un fuego increíble; por el sur las nubes eran llamas de un color explosivo y cada nube ardía con más intensa furia que las otras. El sol se había puesto detrás del cerro con figura de es­finge, pero allí no había color, todo era opaco, triste, sin la se­renidad de un hermoso atardecer. Pero el este y el sur contenían en si toda la grandeza de un día que muere. Hacia el este el cielo era azul, el azul de una campánula, flor tan delicada que el solo tocarla implica quebrar sus tiernos, transparentes pétalos; era un azul intenso increíblemente iluminado por un verde pálido, por una violeta y por la sutileza del blanco; rayos de este fantástico azul se difundían de este a oeste cruzando todo el cielo. Y el sur albergaba ahora enormes incendios que nunca podrían ser extinguidos. A lo largo del vivo verde de los arro­zales había una extensión sembrada con caña de azúcar en flor; aun flores plumosas, de un violeta claro teñido con el tierno y suave beige de una tórtola; la plantación, penetrada por la luz del ocaso, se extendía cubriendo y atravesando los deliciosos arrozales verdes y se prolongaba hacia los cerros que eran casi del mismo color que la flor de la caña de azúcar. Los cerros se aliaban con las flores, con la roja tierra y el cielo que se iba oscureciendo, y voceaban su júbilo y su encanto ante la gloria de ese atardecer. Iban apareciendo las estrellas; pronto ya no hubo una sola nube y cada estrella resplandecía con sorprendente bri­llantez en medio de un cielo lavado por la lluvia. Y esta ma­ñana temprano, con el alba aún lejana, Orión reinaba en el cielo y los cerros permanecían silenciosos. A través del valle, el soli­tario y grave ulular de un búho fue contestado por el alegre grito de otro en un tono más alto; en el aire todavía puro sus voces alcanzaban una gran distancia, y ahora llegaban más cerca hasta que parecieron aquietarse entre un grupo de árboles; luego, rítmicamente, siguieron llamándose, uno en tono más bajo que el otro, hasta que se oyó el grito de un hombre y un perro comen­zó a ladrar.

La meditación tenía lugar en el vacío, un vacío sin fron­teras. El pensamiento no podía seguirla; había quedado donde comienza el tiempo, y no existía sentimiento alguno que pudiera distorsionar el amor. Era éste un vacío sin espacio. El cerebro no participaba de ninguna manera en esta meditación; estaba com­pletamente silencioso, y en ese silencio se movía hacia adentro y hacia afuera de sí mismo, pero no compartía en modo alguno este inmenso vacío. La totalidad de la mente recibía o percibía o tenía conciencia de lo que estaba ocurriendo y, sin embargo, aquello no se encontraba fuera de ella misma como algo extraño, ajeno. El pensamiento impide la meditación, pero es sólo por medio de la meditación que este impedimento puede disolverse. Porque el pensamiento disipa energía, y la esencia de la energía es la libertad con respecto al pensamiento y al sentimiento.

 

2

El cielo se había nublado muchísimo, los cerros estaban car­gados de nubes y éstas se acumulaban en todas las direcciones. Lloviznaba a gotas y no se veía por ninguna parte un retazo de cielo azul; el sol se había puesto en la penumbra y los árboles se hallaban apartados y distantes. Había una vieja palmera que ahora se destacaba contra la oscuridad del cielo y que contenía en si toda la luz que aún pudiera subsistir; los lechos de los ríos permanecían silenciosos, la roja arena estaba húmeda pero no se escuchaba su canto; los pájaros habían callado buscando refugio entre las gruesas hojas. Desde el nordeste soplaba una brisa y con ella vinieron nubes todavía más oscuras y más lloviz­na, pero la lluvia aún no había empezado en serio; todo eso vendría más tarde con furia acumulada. El camino que hay enfrente estaba vacío; era un camino tosco, rojizo y arenoso, y los oscuros cerros lo desdeñaban; era un camino agradable, con escasos automóviles, y los aldeanos lo utilizaban para ir de un pueblo a otro con sus carretas de bueyes; estaban sucios, andra­josos, esqueléticos y con los estómagos hundidos, pero eran fuer­tes en su flacura y muy pacientes; habían vivido de este modo por siglos y ningún gobierno va a cambiar esto en una noche. Pero estas personas tenían una sonrisa aunque sus ojos estaban cansados. Podían bailar después de una dura jornada de trabajo, y había fuego en ellos, no se sentían desesperadamente vencidos. La tierra no había tenido buenas lluvias por muchos años y éste quizá fuera uno de esos años afortunados que podrían significar más alimento para ellos y forraje para el flaco ganado. Y el camino proseguía hasta unirse, a la entrada del valle, con la gran carretera por la que circulaban unos pocos autobuses y automóviles. Y en esta carretera, mucho más lejos, estaban las ciudades con su suciedad, sus industrias, las casas lujosas, los templos y las mentes insensibles. Pero aquí, en este camino libre y abierto, había soledad, y estaban los numerosos cerros, llenos de siglos e indiferencia.

Meditar es vaciar la mente de todo pensamiento, porque el pensamiento y el sentimiento disipan energía; son reiterativos y dan origen a actividades mecánicas que, si bien constituyen una parte necesaria de la existencia, sólo son una parte; el pensa­miento y el sentimiento no pueden penetrar en la inmensidad de la vida. Se necesita un acceso por completo diferente, no por la ruta del hábito, de la relación y lo conocido; debe haber li­bertad respecto todo esto. La meditación consiste en vaciar la mente de lo conocido. Esto no puede hacerlo el pensamiento, ni las ocultas insinuaciones que provienen del pensamiento; la mente no puede vaciarse de lo conocido por medio del deseo en la forma de plegaria ni por la autodestructiva hipnosis de las palabras, imágenes, esperanzas y vanidades. Todas estas cosas deben llegar a su fin fácilmente, sin esfuerzo ni opción alguna, en la llama de la percepción alerta.

Y mientras uno paseaba por ese camino, tenía lugar un com­pleto vaciado del cerebro y la mente estaba libre de toda expe­riencia, de todo conocimiento del ayer, aun cuando hubieran sido mil oyeres. El tiempo, producto del pensamiento, se había detenido; literalmente, no había movimiento alguno hacia ade­lante o atrás; no había un partir o un llegar o un estarse quieto. El espacio, como distancia, no existía; estaban los cerros y los arbustos, pero no como lo alto y lo bajo. No había relación con nada, pero existía una lúcida y atenta percepción del puente y de los transeúntes. La totalidad de la mente, que incluye al ce­rebro con sus pensamientos y sentimientos, estaba vacía; y a causa de este vacío había energía, una energía sin medida expan­diéndose en anchura y profundidad. Toda comparación, toda medida pertenecen al pensamiento y, por consiguiente, al tiem­po. «Lo otro» era la mente sin el tiempo; era el hálito de la inocencia y la inmensidad. Las palabras no son la realidad; son solamente medios de comunicación, pero no son la inocencia y lo inconmensurable. Sólo existía el vacío.

 

3

Había sido un día triste, pesado, con las nubes agolpándose permanentemente y lloviendo con violencia. Los rojos lechos de los ríos tenían ya un poco de agua, pero la tierra necesitaba muchísima más lluvia para que los grandes desagües, los tanques y los pozos se llenaran; no volvería a llover por varios meses y el ardiente sol calcinaría la tierra. Esta parte del país nece­sitaba urgentemente del agua y cada gota era bienvenida. Uno había permanecido dentro de la casa durante todo el día y era agradable salir. Llovía a cántaros, bajo cada árbol había un char­co y el agua chorreaba de los árboles y corría por los caminos. Estaba oscureciendo; los cerros eran visibles y se destacaban contra el cielo con el mismo color sombrío de las nubes, los árboles permanecían silenciosos e inmóviles, perdidos en sus cavilaciones; se habían recogido en si mismos y rehusaban co­municarse.

De pronto, uno fue consciente de esa extraña presencia de «lo otro»; estaba ahí y había estado ahí, sólo que habían tenido lugar pláticas, entrevistas con la gente, etc., y el cuerpo no había descansado lo necesario como para percibir esa maravillosa cua­lidad de lo extraño, pero al salir afuera «aquello» estaba ahí y sólo entonces uno se dio cuenta de que había estado ahí todo el tiempo. No obstante, ello fue súbito e inesperado, con esa intensidad que es la esencia misma de la belleza. Uno iba des­cendiendo con ello por el camino, no como si fuera algo sepa­rado, no como una experiencia, como algo para observar o exa­minar, para recordar. Estos son los medios que utiliza el pensamiento, pero el pensamiento había cesado y, por tanto, no había experiencia de aquello. Toda experiencia es separativa y perju­dicial, es parte de la maquinaria del pensamiento, y todos los procesos mecánicos están sometidos al deterioro. Cada vez aque­llo era algo totalmente nuevo, y lo que es nuevo no tiene rela­ción alguna con lo conocido, con el pasado. Y había belleza, belleza más allá de todo pensamiento y sentimiento.

No se escuchaba el llamado del búho a través del silen­cioso valle; era muy temprano; el sol tardaría aun varias horas en asomar sobre los cerros. Estaba nublado y las estrellas no eran visibles; si el cielo estuviera despejado, Orión se encontraría de este lado de la casa, mirando al occidente, pero por todas partes reinaban la oscuridad y el silencio. El hábito y la meditación jamás pueden morar juntos; la meditación nunca puede volverse un hábito, nunca puede seguir el patrón formulado por el pen­samiento que forma el hábito. La meditación es la destrucción del pensamiento, y no el pensamiento prisionero de sus propios enredos, visiones e inútiles empeños. El pensamiento, al hacerse trizas contra su misma insignificancia, es el estallido de la medi­tación. Esta meditación tiene su movimiento propio, un movi­miento sin dirección y, por tanto, sin causa. Y en esa habitación, en ese peculiar silencio que hay cuando las nubes están bajas tocando casi las copas de los árboles, la meditación era un movi­miento en el cual el cerebro se vaciaba a sí mismo hasta quedar inmóvil y silencioso. Era un movimiento de la totalidad de la mente en el vacío, y había intemporalidad. El pensamiento es materia cautiva del tiempo; nunca es libre, nunca es nuevo; cada experiencia refuerza el cautiverio y, por consiguiente, hay dolor. La experiencia jamás puede liberar al pensamiento; lo vuelve más agudo, pero el refinamiento no es la terminación del dolor. El pensamiento, por astuto, por experimentado que sea, jamás puede terminar con el dolor; puede escapar del dolor, pero no puede terminar con él. El cese del dolor es el cese del pensamiento. Nadie hay que pueda poner fin al pensamiento, no pueden hacerlo sus propios dioses, sus ideales, dogmas y creencias. Cada pensamiento, por sabio o insignificante que pue­da ser, moldea la respuesta al reto de la vida ilimitada, y esta respuesta del tiempo engendra dolor. El pensamiento es mecá­nico, de modo que nunca puede ser libre; sólo en la libertad no hay dolor. El fin del pensamiento es el fin del dolor.

 

4

Había estado amenazando llover pero nunca llovió; los azu­les cerros se veían cargados de nubes, las que siempre estaban cambiando, trasladándose de un cerro a otro; pero había una nube de color gris blancuzco que, habiéndose formado sobre uno de los cerros del lado oriental, ahora se prolongaba hacia el oeste extendiéndose sobre las numerosas colinas que se recorta­ban en el horizonte; parecía empezar ahí, en la ladera de cerro, y continuar con un movimiento rotatorio hacia el horizonte occi­dental, vivamente iluminado por el sol poniente; era blanca y gris, pero en lo profundo era de color violeta, un púrpura des­vaído; parecía arrastrar consigo los cerros que cubría. A través de una brecha en el oeste, el sol se ponía en medio de una furia de nubes, y los cerros se oscurecían tornándose cada vez más grises, y los árboles estaban cargados de silencio. Hay una enor­me, vieja y solitaria higuera de Bengala, al borde del camino; es un árbol realmente magnifico, inmenso, vital, indiferente, y en ese anochecer era el señor de los cerros, de la tierra y de los ríos; ante su majestad las estrellas parecían insignificantes. Por ese camino iba un aldeano con su mujer, el marido delante guiando y la esposa detrás siguiéndolo; se veían un poco más prósperos que los otros con los que uno se cruzaba en el camino. Pasaron junto a nosotros y se nos adelantaron, ella sin mirarnos en ningún momento y él con los ojos puestos en la aldea dis­tante. Alcanzamos a la mujer; era pequeña, nunca levantaba los ojos del suelo; no estaba muy limpia; vestía un sari verde, manchado, y su blusa, de color salmón, estaba impregnada de sudor. Llevaba una flor en su aceitado cabello y caminaba con los pies desnudos. Su rostro era moreno y se desprendía de ella una gran tristeza. Su andar tenía, no obstante, cierta firmeza y jovialidad que de ningún modo afectaban su tristeza; cada cosa tenía su existencia propia, independiente, vital y sin relación la una con la otra. Pero había una gran tristeza y uno la sentía inmediatamente; era una tristeza irremediable, sin salida, sin posibilidad alguna de alivio, de cambio. Estaba ahí y estaría ahí. La mujer se encontraba al otro lado del camino, unos metros más lejos, y nada podía afectarla. Caminamos lado a lado por un rato, y ella pronto se desvió para cruzar el rojo lecho de arena y proseguir hacia su aldea, con el marido delante guiando sin mirar nunca hacia atrás, y ella siguiéndolo. Antes de que ella se desviara, estaba ocurriendo algo muy Brioso. Los pocos metros de camino que había entre nosotros desaparecieron, y con ello desaparecieron también las dos entidades; sólo existía esa mujer caminando en su impenetrable tristeza. No era una identifica­ción con ella, ni un irresistible impulso de simpatía y afecto; estas cosas existían pero no eran la causa del fenómeno. La identificación con otro, por profunda que sea, mantiene aun la separación y la división; sigue habiendo dos entidades, una identificándose con la otra, un proceso consciente e inconsciente que actúa a través del afecto o del odio; en eso hay alguna clase de esfuerzo, sutil o manifiesto. Pero aquí no había nada de eso en absoluto. Ella era el único ser humano que existía en ese camino. Ella era y el otro no era. No se trataba de una fantasía o una ilusión sino de un hecho simple, y ningún razonamiento o explicación, por hábil y sutil que fuera, podría alterar ese hecho. Incluso cuando ella se desvió y se iba alejando, el otro no existía en ese camino recto que se prolongaba por delante. Pasó algún tiempo antes de que el otro se encontrara a si mismo andando junto a un largo montón de piedras quebradas y listas para ser utilizadas en la reparación del camino.

Fue a lo largo de ese camino, frente a la hondonada de los cerros meridionales, que advino «lo otro» con una intensidad y un poder tales que sólo con enorme dificultad pudo uno sos­tenerse en pie y proseguir andando. Era como una furiosa tem­pestad, pero sin el viento ni el ruido; su intensidad era arrolladora. Extrañamente, cada vez que ello adviene es siempre algo nuevo; nunca es lo mismo, y siempre es imprevisto. No es una cosa fuera de lo ordinario, alguna energía misteriosa; «lo otro» es misterioso en el sentido de que es algo que está más allá del tiempo y del pensamiento. Una mente que se halla prisionera del tiempo y del pensamiento, jamás podrá abarcarlo. No es una cosa para ser comprendida, no más de lo que el amor puede ser analizado y comprendido; pero sin esta inmensidad, sin esta fuerza y energía, la vida, la existencia toda a cualquier nivel, se vuelve una cosa triste y trivial. Hay en ello una condición abso­luta, no una finalidad; es energía absoluta; existe por sí misma, sin causa; no es la energía última, final, porque es la energía en su totalidad. Toda forma de energía y acción debe cesar para que ello sea. Pero en esta energía está contenida toda acción. Quien ama puede hacer lo que quiera. Para que ello exista tiene que haber muerte y destrucción total; no la revolución de las cosas externas sino la destrucción total de lo conocido dentro de lo cual se guarece y cultiva toda existencia. Tiene que haber un total vacío, y sólo entonces adviene «lo otro», lo intemporal. Pero este vacío no puede cultivarse; no es el resultado de una causa que pueda comprarse o venderse; ni tampoco es el resultado del tiempo y del proceso evolutivo; el tiempo sólo puede dar origen a más tiempo. La destrucción del tiempo no es un proceso; todos los métodos y procesos prolon­gan el tiempo. El cese del tiempo es el cese total del pensa­miento y del sentimiento.

 

5

La belleza nunca es personal. Los oscuros cerros azules con­tenían la luz del atardecer. Había estado lloviendo y ahora apa­recieron grandes espacios de azul, un azul que refulgía rodeado por nubes blancas; ese azul hacia que en los ojos destellaran lágrimas olvidadas; era el azul de la infancia y la inocencia. Y ese azul se convirtió en el pálido verde Nilo de las tempranas hojas de primavera, y más allá estaba el rojo fuego de una nube que se apresuraba para cruzar los cerros. Y al otro lado de los cerros se encontraban los nubarrones de la lluvia, oscuros, den­sos e inmutables, que se acumulaban contra las colinas del oeste; y el sol quedó atrapado entre las colinas y las nubes. El rojo suelo estaba empapado y limpio, y cada árbol y arbusto rezu­maban humedad; ya había hojas nuevas; las del mango eran largas y tiernas, de color bermejo, el tamarindo tenia pequeñas hojas brillantes y amarillas, el árbol de la lluvia lucia pimpollos de un verde puro y vivo; después de una larga espera de varios meses con sol calcinante, las lluvias traían alivio a la tierra; el valle entero sonreía. La aldea dominada por la pobreza, estaba sucia, maloliente, y en ella jugaban, gritaban y reían muchos niños; parecían totalmente despreocupados de cualquier cosa que no fuera sus juegos. Sus padres se veían rendidos, macilen­tos y descuidados; ellos jamás conocerían un día de descanso, limpieza y bienestar; hambre, trabajo y más hambre; eran tris­tes aunque sonrieran con bastante facilidad; en sus ojos había una irrevocable desesperanza. En todas partes había belleza: en el pasto, en las colinas y en el cielo poblado de nubes. Los pá­jaros cantaban y, muy en lo alto, un águila volaba en círculos. En los cerros, algunas cabras flacas devoraban toda cosa que crecía; estaban insaciablemente hambrientas, y sus crías brinca­ban de roca en roca. Eran muy suaves al tacto, su piel brillaba limpia y saludable. El muchacho que cuidaba de ellas estaba can­tando sentado sobre una roca, y en ocasiones las llamaba con un grito.

El cultivo personal del placer de la belleza es una actividad egocéntrica que conduce a la insensibilidad.

 

6

Era una madrugada hermosa, clara, las estrellas ardían y en el valle reinaba el silencio. Los cerros se veían oscuros, más oscuros que el cielo, y el aire fresco traía olor a lluvia, aroma de hojas y un intenso perfume de jazmines. Todo dormía, las hojas estaban inmóviles y había magia en la belleza de la mañana; era la belleza de la tierra, de los cielos y del hombre, la belleza de los pájaros dormidos y de la fresca corriente en el seco lecho de un río; era algo increíble y no personal. Había en relación con ello cierta austeridad, no la austeridad cultivada, que es mera­mente un producto de las actividades del temor y de la resis­tencia, sino la austeridad de lo total, de lo que es tan absoluta­mente total que no conoce la corrupción. Ahí, en la galería, con Orión en el cielo del oeste, la furia de la belleza barría las defensas del tiempo. Meditando, fuera de los limites del tiempo, con los ojos puestos en el cielo llameante de estrellas y en la tierra silenciosa, la belleza no es la persecución del placer, no está en las cosas creadas, en las cosas conocidas ni en las des­conocidas imágenes y visiones del cerebro con sus pensamientos y sentimientos. La belleza nada tiene que ver con el pensamiento y el sentimiento o con la grata emoción suscitada por un con­cierto, por una pintura o por el presenciar un partido de fútbol; los placeres del concierto, de los poemas, son tal vez más refi­nados que el del fútbol, pero están todos dentro del mismo campo, como la misa o algún puja en un templo. Belleza es aquello que está más allá del tiempo y de los dolores y placeres del pensamiento. El pensamiento y el sentimiento disipan ener­gía, y entonces la belleza nunca puede ser vista. La energía, con su intensidad, es indispensable para ver la belleza ‑la belleza que está fuera de la vista del espectador. Cuando hay uno que ve, un observador, entonces no hay belleza.

Ahí, en la perfumada galería, con el amanecer aun lejano y los árboles silenciosos, lo que es esencia es belleza. Pero esta esencia no es experimentable; el experimentar debe terminarse, porque la experiencia tan sólo refuerza lo conocido. Lo conocido jamás es la esencia. La meditación nunca consiste en experimen­tar más y más; no sólo es ella el fin de la experiencia, que es la respuesta al reto ‑grande o pequeño‑ sino que es un abrir la puerta a lo esencial, abrir la puerta de una caldera cuyo fuego lo destruye todo por completo, sin dejar ceniza alguna; no que­dan residuos. Nosotros somos los residuos, los que decimos sí a muchos miles de oyeres, a las series continuas de recuerdos inter­minables, de opciones y desesperación. El Gran Yo y el pequeño yo son el patrón de la existencia, y la existencia es pensamiento y el pensamiento es la existencia, con el dolor que jamás se termina. En la llama de la meditación el pensamiento llega a su fin y con él el sentimiento, porque ninguno de ellos es amor. Sin amor no hay esencia; sin amor sólo hay cenizas, y sobre estas cenizas se basa nuestra existencia. El amor surge desde el vacío.

 

7

Los búhos comenzaron muy temprano esta mañana a llamar­se el uno al otro. Al principio estaban en lugares diferentes del valle: uno en el oeste y el otro en el norte. Su ulular era clarí­simo en el aire quieto y llegaba muy lejos. En un comienzo los dos se encontraban a bastante distancia uno de otro y poco a poco se fueron acercando; a medida que lo hacían, sus gritos se tornaban roncos, muy profundos, no tan prolongados sino más cortos e insistentes. Al acercarse más aún, sus mutuos llamados se repetían con una frecuencia mayor; debían ser unos pájaros grandes; uno no podía verlos porque todavía estaba muy oscuro cuando ambos estuvieron bastante cerca en el mismo árbol y cambió el tono y la cualidad de su ulular. Hablaban entre sí en un tono tan grave y profundo que a duras penas podía es­cuchárseles. Permanecieron ahí por un tiempo considerable hasta que llegó el amanecer. Luego, lentamente, comenzaron una serie de ruidos, ladró un perro, alguien gritó en voz alta, explotó un cohete ‑en los últimos días se estaba celebrando alguna clase de fiesta‑, se abrió una puerta y cuando hubo más luz comenzaron todos los ruidos del día.

Negar es esencial. Mantenerse despierto implica negar hoy sin saber qué traerá el mañana. Negar el patrón social, económi­co y religioso es estar solo internamente, lo que significa ser sensible. No ser capaz de negar totalmente, es ser mediocre. No poder negar la ambición con todas sus diferentes manifesta­ciones, es aceptar la norma de la existencia que engendra con­flicto, confusión y dolor. Negar al político y, por tanto, al político que hay en nosotros ‑la respuesta a lo inmediato, la visión de corto alcance‑ es estar libre de temor. La negación total implica negar lo positivo, el instinto de imitación, la conformidad. Pero esta negación es en sí misma positiva, porque no es una reacción. Negar el patrón aceptado de la belleza ‑pasada o presente‑ es descubrir la belleza que está más allá del pensa­miento y el sentimiento; pero para descubrirla se necesita ener­gía. Esta energía adviene cuando no hay conflicto, contradic­ción, y cuando la acción ya no es más una acción parcial.

 

8

La humildad es la esencia de toda virtud. La humildad no es para ser cultivada, ni lo es la virtud. La moralidad que se considera respetable en cualquier sociedad es un mero ajuste al patrón establecido por el medio social, económico y religioso, pero esta moralidad de ajuste variable no es virtud. El confor­mismo y la imitativa preocupación por la propia seguridad, lla­mada moralidad, son la negación de la virtud. El orden nunca es permanente; tiene que ser mantenido de día en día, como una habitación que uno debe limpiar cotidianamente. El orden ha de mantenerse de instante en instante, todos los días. Este orden no es personal, no es el ajuste individual al patrón de las respuestas condicionadas de agrado y desagrado, placer y dolor. Este orden no es un medio para escapar del dolor; la compren­sión y el cese del dolor significan virtud, y ésta produce orden. El orden no es un fin en sí mismo; el orden como un fin en sí mismo desemboca en el callejón sin salida de la respetabilidad que implica deterioro y decadencia. El aprender es la misma esencia de la humildad, aprender de todo y de todos. En el aprender no hay jerarquías. La autoridad niega el aprender y un seguidor jamás aprenderá.

Detrás de los cerros orientales había una nube solitaria, en llamas con la luz del sol poniente; ninguna fantasía podría ima­ginar una nube así. Ella era la forma de todas las formas; nin­gún arquitecto sería capaz de proyectar semejante estructura. Esta nube era el resultado de muchos vientos, de muchos soles y noches innumerables, de ímpetus y tensiones extraordinarias. Otras nubes eran oscuras, carecían de luz, no tenían altura ni profundidad, pero esta única nube hacía estallar el espacio. El cerro tras el cual se hallaba parecía sin vida ni fuerza; había perdido su habitual dignidad y la pureza de sus líneas. La nube había absorbido toda la cualidad propia de los cerros: su poder y su silencio. Bajo la dominante nube descansa el valle, verde y lavado por la lluvia. Después de las lluvias hay algo muy bello en este antiguo valle; se torna espectacularmente verde y bri­llante, con un verde de todos los matices, y la tierra se vuelve más roja. El aire es puro y las grandes rocas sobre los cerros se ven pulidas, azules, grises y de un pálido color violeta.

Había varias personas en la habitación, algunas sentadas sobre el piso y otras en sillas; reinaba la quietud propia de la sensibilidad estimativa y el goce interior. Un hombre tocaba un instrumento de ocho cuerdas. Tocaba con los ojos cerrados, dis­frutando al igual que el pequeño auditorio. Ello era sonido puro, y sobre ese sonido cabalgaba uno muy lejos y a gran pro­fundidad; cada nota lo llevaba a uno más y más hacia lo pro­fundo. La cualidad del sonido que producía ese instrumento tornaba infinito el viaje; desde el instante en que lo pulsaba hasta el instante en que se detenía, era el sonido lo que tenía importancia y no el instrumento, ni el hambre, ni el auditorio. Ese sonido tenía el efecto de eliminar todos los otros sonidos, aun los de los cohetes que los niños estaban disparando; uno los oía estallar con su estrépito, pero ello era parte del sonido y el sonido lo era todo ‑las cigarras que cantaban, los niños que reían, el llamado de una niñita y el sonido mismo del silencio. El hombre debe haber estado tocando por más de media hora, y el viaje prosiguió lejos y a gran profundidad durante todo ese periodo; no era un viaje imaginario, de los que se hacen en alas del pensamiento o en el frenesí de la emoción. Tales viajes duran muy poco y son acompañados por cierta intención o placer; este viaje carecía de intención y en él no había placer. Sólo había sonido y nada más, ni pensamiento ni sentimiento. Ese sonido lo llevaba a uno a través y fuera de los confines do tiempo, y quietamente penetraba en una grande e inmensa va­cuidad de la cual no había regreso. Lo que regresa siempre es el recuerdo, algo que ha sido, pero aquí no había recuerdo ni experiencia alguna. La realidad no tiene sombra ‑no tiene recuerdo.

 

9

No había una sola nube y el sol descendía tras de los cerros; el aire estaba quieto y no se movía una hoja. Todo parecía ha­llarse tensamente expectante en la luz de un cielo sin nubes. El reflejo de esa luz vespertina sobre una pequeña extensión de agua junto a la carretera, estaba pleno de energía extática, y la florerilla silvestre al borde del camino era la vida toda. Hay un cerro que parece uno de esos templos antiquísimos que jamás envejecen; era de color purpúreo, más oscuro que el violeta, intenso e impasible en su inmensidad; estaba animado por una luz interna sin sombras, y cada roca y arbusto voceaban su jú­bilo. Una carreta tirada por dos bueyes venía por el camino cargada con un poco de heno; sobre el heno se hallaba sentado un niño y un hombre conducía la muy ruidosa carreta. Ambos se destacaban nítidamente contra el cielo, en especial el perfil del niño con su nariz y su frente bien definidas, dulces; era el rostro de alguien que nunca había tenido educación y que pro­bablemente nunca la tendría; era un rostro incontaminado, no habituado todavía al rudo trabajo ni a las responsabilidades; era un rostro sonriente. El cielo puro se reflejaba en él.

Mientras uno proseguía a lo largo del camino, la meditación parecía la cosa más natural; había en ella fervor y claridad y la ocasión se adaptaba a tal estado. El pensamiento es un des­perdicio de energía, y también lo es el sentimiento. Ambos invitan a la distracción, y de ese modo la concentración se vuelve una defensiva absorción en uno mismo, como la de un niño absorto en su juguete. El juguete es fascinante y el niño está perdido en él; si se le quita el juguete se torna intranquilo. Lo mismo con los adultos: sus juguetes son los múltiples escapes. Ahí en el camino, el pensamiento con su sentimiento carecía del poder de absorción; no tenía energía autogenerada. Por consiguiente, llegó a su fin. El cerebro se aquietó, como las aguas se aquietan cuando no hay brisa. Era la quietud que había antes de la creación. Y allí, en ese cerro, muy cerca, un búho comenzó a ulular suavemente, pero de pronto calló; muy alto en el cielo una de esas águilas pardas volaba cruzando el valle. Es ésta la cualidad de quietud que tiene significación; una quietud in­ducida es estancamiento; la quietud que se compra es una mercadería que difícilmente puede tener valor alguno; una quietud que es el resultado de la represión, del control, de la disciplina, está acompañada por el clamor de la desesperación. No había un solo sonido en el valle ni en la mente, pero la mente fue más allá del valle y del tiempo. Y no existía un regreso porque la mente no se había ido. El silencio es la profundidad del vacío.

En la curva de la carretera, el camino desciende suavemente hasta el otro lado del valle a través de un par de puentes que hay sobre los lechos secos de los ríos. La carreta de bueyes se había marchado bajando por ese camino; algunos aldeanos venían subiendo por él, tímidos y silenciosos; en el lecho seco había niños jugando y se escuchaba el reclamo sostenido de un pájaro. Justamente donde el camino dobla hacia el este, advino «lo otro». Llegó derramándose en grandes olas de bendición, espléndido e inmenso. Parecía como si los cielos se hubieran abierto y desde esa inmensidad viniera lo innominable; había estado ahí todo el día, uno lo comprendió de pronto; y únicamente ahora mientras caminaba solo, con los otros un poco lejos, uno se dio cuenta del hecho; y lo que tornaba extraordi­nario ese hecho era esto que ocurría y que era la culminación de lo que había estado prosiguiendo todo el tiempo, no se tra­taba de un incidente aislado. Había luz, no la luz del sol po­niente ni la poderosa luz artificial, que producen sombras. Esta era una luz sin sombra; era la luz.

 

10

Un búho ululaba con tono gutural en los cerros; su voz pro­funda penetraba en la habitación golpeando los oídos. Excepto por ello, todo lo demás estaba silencioso; ni siquiera se escu­chaba el croar de una rana o el crujir del paso de algún animal. El silencio se tornaba más intenso entre cada ulular que provenía de los cerros meridionales; estos gritos llenaban el valle y los cerros y el aire vibraba con el llamado. Este no fue contestado por un tiempo muy largo, y cuando llegó la respuesta ésta vino desde muy lejos, de la parte occidental del valle; entre una y otra respuesta estaban el silencio y la belleza de la noche. Pronto llegaría el amanecer, pero ahora había oscuridad; uno podía distinguir los contornos del cerro y los de aquella enorme higue­ra de Bengala. Las Pléyades y Orión se estaban poniendo en un cielo claro y sin nubes; el aire era fresco gracias a un breve aguacero; tenía un perfume a viejos árboles, lluvia, flores y muy antiguos cerros y colinas. Era realmente una madrugada maravillosa. Lo que ocurría afuera tenía lugar adentro, y la me­ditación es en verdad un movimiento único, no dividido, de lo externo y lo interno. Los muchos sistemas de meditación no hacen otra cosa que aprisionar a la mente encerrándola en un patrón que ofrece maravillosos escapes y sensaciones; es sólo el inmaduro el que juega con esos sistemas, obteniendo de ellos una gran satisfacción. Sin el conocimiento de uno mismo, toda meditación conduce a lo ilusorio y a las diversas formas de auto­engaño, factual e imaginario. Éste era un movimiento de intensa energía, una energía que el conflicto jamás conocerá. El con­flicto pervierte y disipa la energía, tal como lo hacen los ideales y la conformidad. El pensamiento había desaparecido, y con éste el sentimiento, pero el cerebro estaba activo y totalmente sen­sible. Todo movimiento, toda acción que tiene tras de sí un motivo, es inacción; es esta inacción la que corrompe la energía. El amor con un motivo deja de ser amor; hay amor sin motivo. El cuerpo se hallaba totalmente inmóvil y el cerebro completa­mente quieto, y ambos estaban realmente atentos, perceptible­mente alertas a todo, pero no había pensamiento ni movimiento, alguno. No era una forma de hipnosis, un estado inducido, porque no había nada que ganar con ello, ni visiones ni sensaciones, nada de todo ese tonto negocio. Se trataba de un hecho, y un hecho carece de placer o dolor. Y este hecho era ajeno a todo reconocimiento, a lo conocido.

Llegaba el amanecer y con él advino «lo otro» que es, esen­cialmente, parte de la meditación. Ladró un perro y el día había comenzado.

 

11

Sólo existen los hechos, no hechos más grandes o más pe­queños. El hecho, lo que es, no puede ser comprendido si se aborda con opiniones o juicios; son entonces las opiniones, los juicios, los que se convierten en el hecho, y éste no es el hecho que uno desea comprender. Si uno sigue el hecho, si observa el hecho, lo que es, entonces el hecho enseña, y su enseñanza nunca es mecánica; y el seguir sus enseñanzas, el escuchar, el observar, tienen que ser agudos; esta atención es negada si existe algún motivo para el escuchar. El motivo disipa la energía, la deforma; la acción con un motivo es inacción, conduce a la confusión y al dolor. El dolor ha sido engendrado por el pensamiento, y el pensamiento, al alimentarse de si mismo, forma el «yo» y el «mí». Así como una máquina tiene vida, del mismo modo la tienen el yo y el mi, una vida que es alimentada por el pensa­miento y el sentimiento. El hecho destruye esta maquinaria.

La creencia es completamente innecesaria, como lo son los ideales. Ambos disipan la energía indispensable para seguir el desenvolvimiento del hecho, de lo que es. Las creencias, al igual que los ideales, son escapes del hecho, y en el escapar no hay fin para el dolor. El cese del dolor es la comprensión del hecho de instante en instante. No hay sistema ni método que pueda dar comprensión; sólo puede darla la lúcida percepción sin opciones de un hecho. La meditación conforme a un sistema significa eludir el hecho de lo que uno es; es muchísimo más importante comprenderse a sí mismo, comprender el constante cambio de los hechos que se relacionan con uno mismo, que meditar para encontrar a Dios, para tener visiones, sensaciones y demás for­mas de entretenimiento.

Un cuervo estaba graznando fuera de sí; se hallaba posado sobre una rama de espeso follaje. No ara visible; otros cuernos vinieron y se fueron, pero él seguía sin siquiera detenerse en su agudo, penetrante graznido; estaba enojado con algo o que­jándose de algo. Las hojas temblaban a su alrededor y ni aun las pocas gotas de lluvia lograron acallarlo. Se hallaba comple­tamente absorto en aquello que lo estaba perturbando, fuere lo que fuere. Salió, se sacudió y voló más lejos sólo para reanudar su penetrante lamento; luego se cansó y se detuvo. Y del mismo cuervo, del mismo lugar, llegó un graznido diferente, sumiso, una cosa entre amigable y seductora. Había otras aves en el árbol, el cuclillo de la India, un brillante pájaro amarillo de alas negras, un pájaro voluminoso de color gris plateado, uno de tantos que estaba escarbando a los pies del árbol. Una pe­queña ardilla listada vino corriendo y trepó al árbol. Todos es­taban ahí, en ese árbol, pero la voz del cuervo era la más alta y persistente. El sol apareció entre las nubes y el árbol proyectó una densa sombra, y desde el otro lado de la pequeña, estrecha depresión del terreno, llegaron los sones extrañamente patéticos de una flauta.

 

12

El cielo había estado todo el día cubierto con pesadas nubes oscuras, pero éstas no trajeron lluvia, y de no llover intensa­mente y por muchas horas, la gente sufrirla, la región se des­poblaría y no se escucharían voces en el lecho del río; el sol quemaría el suelo, desaparecería el verde de estas pocas semanas y la tierra quedaría desnuda. Un verdadero desastre que significaría sufrimiento para todas las aldeas de los alrededores; éstas estaban habituadas al sufrimiento, a las privaciones, a la carencia de comida. La lluvia era una bendición y de no llover ahora va no llovería durante los próximos seis meses, y el suelo se empo­brecería tornándose arenoso, pétreo. Los campos de arroz deberían ser regados con el agua de los pozos y existiría el peligro de que éstos también se secaran. La existencia resultaba dura, bru­tal, con muy pocos placeres. Los cerros eran indiferentes; ellos habían presenciado los sufrimientos de generación en genera­ción; habían visto todas las variedades de la desdicha, el llegar y el partir de las gentes, porque eran algunos de los más antiguos cerros del mundo; ellos sabían, pero poco podían hacer. Sus bosques eran derribados por los hombres, que usaban los árboles para leña, las cabras destruían sus arbustos, y la gente tenía que vivir. Y ellos, los cerros, eran indiferentes; el sufrimiento jamás podría alcanzarlos; se mantenían distantes y, aunque se encon­traban tan cerca, en realidad estaban muy lejos. Esta mañana se veían azules, y algunos eran violáceos y grises en su verdor. Ellos no podían prestar ayuda alguna pese a que eran fuertes y bellos, con el sentimiento de esa paz que adviene tan natural y fácil­mente, con profunda intensidad interna; paz completa y sin raíces. Pero no habría paz ni abundancia si las lluvias no lle­gaban. Es algo terrible que la felicidad de uno dependa de la lluvia; los ríos y canales de irrigación se encontraban muy lejos, pero el gobierno estaba ocupado con su política y sus sistemas. Lo que se necesita es el agua, el agua que está tan llena de luz y que danza infatigablemente, no palabras y esperanzas.

Estaba lloviznando y a baja altura sobre el cerro había un arco iris fantástico y delicado; circundaba las copas de los árboles y llegaba al otro lado de las colinas septentrionales. No duró mucho porque la llovizna fue cosa pasajera; pero sobre las hojas del voluminoso árbol cercano, tan parecidas a las de la mimosa, la llovizna había depositado innumerables gotitas. Sobre estas hojas se estaban bañando tres cuervos, mientras agitaban sus plumas de color gris oscuro para recoger las gotas en la parte inferior de las alas y de los cuerpos; se llamaban el uno al otro y sus graznidos reflejaban placer; cuando no hubo más gotas se trasladaron a otra parte del árbol. Lo miraban a uno con sus ojos brillantes, y sus picos realmente negros eran muy afilados. Existe una pequeña corriente muy cercana en uno de los lechos secos, y también hay una canilla que pierde agua y que forma un modesto charquito para los pájaros que acuden allí a menu­do; pero estos tres cuervos deben haber tenido el capricho de tomar su baño matinal entre las frías, refrescantes hojas. Es un árbol anchísimo en su extensión y muchos pájaros acuden a él durante el mediodía en busca de refugio. Siempre hay allí algún pájaro, llamando o parloteando o rezongando. Los árboles son bellos en la vida y en la muerte; viven y jamás piensan en la muerte; siempre se están renovando a sí mismos.

Qué fácil es degenerar, en todas las formas; al dejar que el cuerpo se desgaste, que se vuelva perezoso, gordo; al permitir que se sequen los sentimientos, al complacerse la mente en su superficialidad tornándose mezquina e insensible. Una mente lista es una mente superficial, no puede renovarse a sí misma y, por tanto, se marchita en su propia mezquindad; se deteriora por el ejercicio de su frágil agudeza, por su pensamiento. Cada pensamiento conforma a la mente en el molde de lo conocido; cada sentimiento, cada emoción, por refinados que sean, son vanos, significan desgaste, y el cuerpo alimentado con pensamientos y sentimientos termina por perder su sensibilidad. No es la energía física ‑aunque ésta es necesaria‑ la que se abre paso en medio del tedioso embotamiento; no es el entusiasmo o el sentimenta­lismo lo que puede producir sensibilidad en la totalidad del propio ser; el entusiasmo y el sentimentalismo corrompen. El factor que desintegra es el pensamiento, porque el pensamiento tiene sus raíces en lo conocido. Una vida basada en el pensa­miento y sus actividades, se vuelve mecánica; por suave que pueda deslizarse, su acción será siempre una acción mecánica. La acción con un motivo disipa energía y así sobreviene la desin­tegración. Todos los motivos, conscientes o inconscientes, se engendran en lo conocido. Una vida hecha de lo conocido, aun­que se proyecte en el futuro como lo desconocido, es decaden­cia; en esa vida no existe la renovación. El pensamiento nunca puede producir inocencia y humildad. Sin embargo, sólo la inocencia y la humildad pueden mantener la mente joven, sen­sible, incorruptible. Liberarse de lo conocido significa terminar con el pensamiento; morir para el pensamiento, de instante en instante, es estar libre de lo conocido. Es esta muerte la que pone fin a la decadencia.

 

13

Hay una enorme roca que se destaca por sí misma desde los cerros meridionales; cambia su color de hora en hora, es roja, es mármol rosa profundo intensamente pulido, es de un apagado rojo ladrillo, es una terracota tostada por el sol y la­vada por la lluvia, es de un desvaído gris verde‑amarillento, o una flor de múltiples matice; y a veces parece meramente un bloque de piedra sin vida alguna. Es todas estas cosas, y en esta mañana, justo cuando el amanecer tornaba grises las nubes, esta roca era un fuego, una llama entre los verdes arbustos; es caprichosa como una persona mimada, pero sus estados de ánimo nunca son tenebrosos, amenazantes; ella siempre tiene color, llameante o sereno, estridente o risueño, acogedor o re­traído. Podría ser uno de esos dioses a los que se adora; sin embargo, es sólo una roca plena de color y dignidad. Cada uno de estos cerros parece tener en sí algo especial, ninguno es de­masiado alto, son duros en un clima que es duro, parecen esculpidos por una explosión. Es como si acompañaran al valle, no demasiado grande, muy alejado de las ciudades y del tráfico; el árido valle que es verde cuando llueve. La belleza del valle son los árboles en medio de los florecientes arrozales. Algunos de los árboles son macizos, de grandes troncos y ramas, con for­mas espléndidas; otros aguardan expectantes las lluvias, mal desarrollados pero creciendo pausadamente; hay otros que tienen hojas y sombra en abundancia. No hay demasiados de ellos, pero los que sobreviven son realmente muy hermosos. La tierra es roja y los árboles son verdes y los arbustos crecen muy pegados al rojo suelo. Todos sobreviven durante meses a los duros días asoleados y sin lluvia y, cuando por fin llueve, se regocijan y su regocijo sacude la quietud del valle; cada árbol, cada arbusto es un clamor de vida y el verde de las hojas es algo increíble; los cerros también se unen al júbilo y esa gloria abarca toda la tierra.

No se escuchaba sonido alguno en el valle; estaba oscuro y no se movía ninguna hoja; amanecería en una hora o algo así. La meditación no es una autohipnosis inducida por las palabras o el pensamiento, por la repetición o la imagen; toda imagina­ción, de cualquier clase que sea, debe ser desechada, puesto que las imágenes conducen a la ilusión. Lo que importa es la com­prensión de los hechos y no las teorías, las búsquedas de conclu­siones y el ajustarse a las mismas, o el ambicionar visiones. Todo esto debe ser descartado; la meditación significa comprender estos hechos y, de ese modo, ir más allá de ellos. El principio de la meditación es el conocimiento de uno mismo; de otro modo, lo que se llama meditación conduce a todas las formas de necedad e inmadurez.

Era temprano y el valle estaba dormido. Al despertar, la meditación era la continuación de lo que había estado ocurrien­do; el cuerpo se hallaba totalmente inmóvil; no había sido aquietado sino que estaba quieto; no había pensamiento pero el ce­rebro estaba alerta, sin sensación alguna; no existían el pensa­miento ni el sentimiento. Y se inició un movimiento intemporal. La palabra es tiempo, la palabra indica espacio; la palabra es del pasado o del futuro, pero el presente activo carece de pa­labras. Lo que está muerto puede ponerse en palabras, pero no lo que es vida. Toda palabra que se emplea para comunicarse acerca del vivir es la negación del vivir. Este era un movimiento que pasaba a través y entre los muros del cerebro, pero el ce­rebro no tenía contacto con él; el cerebro era incapaz de seguirlo o de reconocerlo. Este movimiento era algo no engendrado por lo conocido; el cerebro podía seguir lo conocido así como podía reconocerlo, pero aquí no era posible ninguna clase de reconoci­miento. Un movimiento tiene dirección, pero éste no la tenía; y no era estático. Debido a que no tenía dirección alguna, era la esencia misma de la acción. Toda dirección es un producto de las reaccione o de las influencias. Pero la acción que no es el resultado de las reacciones, compulsiones o influencias, es energía total. Esta energía, el amor, tiene su propio movimien­to. Pero la palabra amor, lo conocido, no es amor. Sólo existe el hecho, la libertad con respecto a lo conocido. La meditación era la explosión del hecho.

Nuestros problemas se multiplican y continúan; la continuación de un problema pervierte y corrompe la mente. Un pro­blema es un conflicto, una cuestión que no ha sido compren­dida; este problema se transforma en cicatrices y eso destruye la inocencia. Todo conflicto debe ser comprendido y, de ese modo, terminado. Uno de los factores de deterioro es la vida continuada de un problema; cada problema engendra otro pro­blema, y una mente abrasada por los problemas, personales o colectivos, sociales o económicos, se halla en estado de dete­rioro.

 

14

La sensibilidad y la sensación son dos cosas diferentes. Las sensaciones, las emociones, los sentimientos dejan residuos cuya acumulación embota y deforma. Las sensaciones son siempre contradictorias y, por tanto, conflictivas; el conflicto embota la mente, pervierte la percepción. Apreciar la belleza en términos de sensación, de agrado y desagrado, es no percibir la belleza; la sensación sólo puede dividirse como belleza y fealdad, pero la división no es belleza. Debido a que las sensaciones, senti­mientos engendran conflicto, para evitar el conflicto se ha abo­gado por la disciplina, el control, la represión; pero esto sólo genera resistencia y, de ese modo, incrementa el conflicto y produce mayor entorpecimiento e insensibilidad. El santo con­trol y la represión son la santa insensibilidad y la brutal torpeza que tanto se respetan. Para tornar a la mente más estúpida e insensible, se han inventado y divulgado los ideales y las con­clusiones. Todas las formas de sensaciones, por refinadas o groseras que puedan ser, cultivan la resistencia y son causa de deterioro. La sensibilidad es el morir a cada residuo de sensa­ción; ser sensible, total e intensamente sensible a una flor, a una persona, a una sonrisa, es no tener cicatrices en la memoria, porque toda cicatriz destruye la sensibilidad. Estar alerta a cada sensación, sentimiento o pensamiento a medida que brotan, de instante en instante, sin preferencia alguna, es estar libre de cicatrices sin permitir que se forme ni una sola de ellas. Las sensaciones, los sentimientos, los pensamientos son siempre parciales, fragmentarios y destructivos. La sensibilidad es una armonía total de cuerpo, mente y corazón.

El conocimiento es mecánico y funcional; cuando el cono­cimiento, la capacidad se utiliza para adquirir status, engendra conflicto, antagonismo, envidia. El cocinar y el gobernar son funciones, y cuando el status se introduce furtivamente en cual­quiera de las dos, entonces empiezan las disputas, el esnobismo y el culto de la posición, la función y el poder. El poder es siempre perverso, y es esta perversidad la que corrompe a la sociedad. La importancia psicológica de la función produce la jerarquía del status. Negar las jerarquías es negar el status; hay jerarquía de función pero no de status. Las palabras son de poca importancia, lo que tiene inmensa significación es el hecho. El hecho nunca es causa de dolor, pero las palabras que ocultan el hecho y escapan de él, sí engendran conflicto y desdicha incalculables.

Un grupo compacto de ganado estaba pastando en la verde pradera; todos los animales eran de un color pardo con diferen­tes matices, y cuando se movían en conjunto era como si se moviese la tierra. Son animales bastante grandes, indolentes, siempre importunados por las moscas; están especialmente cuidados y alimentados, no como los de la aldea; aquellos son pequeños, esqueléticos, rinden muy poco, huelen bastante mal y parecen eternamente hambrientos. Siempre hay algún muchacho o una niña con el ganado, gritándole, hablándole, llamándolo. La vida es difícil en todas partes, hay enfermedad y muerte. Una mujer ya anciana pasa cerca todos los días llevando un cacharro pequeño con leche o alguna clase de comida; es tímida, se nota que le faltan los dientes; sus ropas están sucias y hay desdicha en su rostro; ocasionalmente sonríe, pero es una sonrisa más bien forzada. Viene de la aldea cercana y anda siempre con los pies desnudos; son pies sorprendentemente pequeños y ásperos, pero en esa mujer hay fuego; es una anciana flaca pero toda nervio y vigor. Su manso caminar no es manso en absoluto. En todas partes hay desdicha y una sonrisa forzada. Los dioses han desaparecido excepto en los templos, y el pode­roso de la tierra jamás tiene ojos para esa mujer.

Está lloviendo, una prolongada y densa llovizna, y las nubes envuelven a los cerros. Los árboles siguen a las nubes y éstas son perseguidas por los cerros; el hombre es dejado atrás.

 

15

Amanecía; los cerros se ocultaban entre las nubes y todos los pájaros estaban cantando, llamándose, chillando; una vaca mugía y aullaba un perro. Era una mañana agradable, la luz era suave y el sol se hallaba detrás de los cerros y las nubes. Alguien estaba tocando una flauta bajo la antigua y enorme higuera de Bengala; el sonido era acompañado por el de un pequeño tambor. La flauta dominaba al tambor y llenaba el aire; sus muy tiernas y dulces notas parecían penetrar en el propio ser; uno sólo escuchaba esas notas aunque hubiera otros sonidos; las variables vibraciones del pequeño tambor llegaban a uno a través de las ondas de la flauta, y el áspero grito del cuervo venía con el tambor. Todos los sonidos penetran; uno resiste a algunos y acoge a otros, los agradables y los desagradables, y así es como uno los desperdicia. La voz del cuervo venía con el tambor y el tambor cabalgaba sobre la delicada nota de la flauta, y de ese modo la totalidad del sonido podía penetrar profundamente más allá de todo placer o resistencia. Y había en ello una gran belleza, no la belleza que conocen el pensamiento y el sentimiento. Y sobre ese sonido viajaba la explosiva meditación; y en esa meditación se reunían la flauta, el palpitante tambor, el áspero graznido del cuervo y todas las cosas de la tierra, que así daban hondura e inmensidad a la explosión. La ex­plosión es destructiva y la destrucción es la tierra y la vida, como lo es el amor. Esa nota de la flauta es explosiva si dejamos que lo sea, pero no la dejamos, porque queremos una vida segura, sin riesgos, y así la vida llega a ser un asunto bastante insípido; habiendo hecho de ella algo insípido, tratamos de dar una significación, un propósito a la fealdad y a la trivial belleza que la acompaña. Y así la música es algo que debe pro­curarnos goce despertando gran cantidad de sentimientos, tal como lo hace el fútbol o algún ritual religioso. Los sentimientos, las emociones son una disipación de energías, y así fácilmente se transforman en odio. Pero el amor no es una sensación, una cosa capturada por el sentimiento. Escuchar completamente, sin resistencia, sin barrera alguna, es el milagro de la explosión que hace pedazos lo conocido, y escuchar esa explosión sin mo­tivo alguno, sin una dirección determinada, es penetrar donde el pensamiento, el tiempo, no puede proseguir.

El valle tiene probablemente como una milla de ancho en su punto más estrecho, donde los cerros se juntan y corren hacia el este y el oeste, aunque uno o dos de los cerros impiden a los otros correr libremente; éstos se encuentran hacia el oeste; de donde asoma el sol hay espacio descubierto y se ve cerro tras cerro. Estos cerros se desvanecen en el horizonte con precisión y grandeza; parecen tener esa extraña propiedad de azul violáceo que viene con los años y el sol ardiente. En el atardecer atrapan la luz del sol poniente y entonces se vuelven por completo irreales, maravillosos en su color; entonces el cielo del este tiene todo el color de la puesta del sol; uno podría pensar que el sol se ha ocultado por allí. Era éste un atardecer suavemente rosado, con nubes oscuras. En el momento en que uno salía de la casa conversando con otra persona de muy diversas cosas, «lo otro», lo incognoscible, estaba ahí. Fue totalmente impre­visto, porque uno se encontraba en medio de una seria conver­sación y ello estaba ahí con tanto apremio. Todo hablar cesó muy fácil y naturalmente. La otra persona no advirtió el cambio en la cualidad de la atmósfera y continuó diciendo algo que no requería respuesta. Caminamos toda esa milla casi sin pronun­ciar una palabra, y caminamos con ello, bajo ello, dentro de ello. Es totalmente lo desconocido, aunque venga y se vaya; todo reconocimiento ha cesado porque el reconocimiento sigue siendo la actividad de lo conocido. Cada vez hay «mayor» be­lleza e intensidad e impenetrable fuerza. Ésta es también la natu­raleza del amor.

 

16

Era un atardecer muy sereno, las nubes se habían ido y esta­ban reuniéndose en torno del sol poniente. Los árboles, in­quietos por la brisa, se preparaban para pasar la noche; también ellos se habían serenado; los pájaros acudían en busca de refugio nocturno entre el denso follaje de esos árboles. Había dos pe­queños búhos posados en lo alto sobre los alambres del telé­grafo, con sus ojos fijos, sin parpadear. Y, como de costumbre, los cerros permanecían solitarios y distantes, lejos de cualquier clase de perturbación; durante el día habían tenido que aguantar los ruidos del valle, pero ahora se habían apartado de toda comunicación y la oscuridad se estaba cerrando sobre ellos, aun cuando persistía la débil luz de la luna. Esta tenía a su alrede­dor un halo vaporoso de nubes; todo estaba preparándose para dormir, excepto los cerros. Ellos nunca dormían; siempre vigilantes, aguardando, observando y comunicándose perpetuamente entre sí. Esos dos pequeños búhos posados sobre el alambre emitían sonidos de cascabel, como de piedrecitas en una caja de metal; ese cascabeleo producía un ruido muy superior al tamaño de sus cuerpecillos parecidos a grandes puños; uno podía oírlos en la noche, yendo de un árbol a otro, con un vuelo tan silen­cioso como el de los búhos más grandes. Desde el alambre baja­ron volando para posarse sobre los arbustos, y luego se remon­taron de nuevo hacia las ramas inferiores del árbol; desde allí se quedarían observando a distancia segura y pronto perderían el interés. Más lejos, en el poste ladeado, había un búho grande; era pardo, tenía ojos enormes y un agudo pico que parecía brotar entre esos llamativos y fijos ojos. Mediante unos pocos golpes de sus alas voló de allí con tan serena premeditación que la estructura y el poder de esas gráciles alas despertaba verda­dero asombro; voló hacia el interior de los cerros y se perdió en la oscuridad. Este debe haber sido el búho que, con su pareja, se llamaban el uno al otro durante la noche; en la noche pasada se fueron seguramente a los otros valles que están más allá de los cerros; volverían porque su nido se hallaba en uno de aquellos cerros del norte, donde podían oírse sus tempranos gritos maña­neros si uno pasaba por allí calladamente. Al otro lado de estos cerros había tierras más fértiles, con verdes y deliciosos arrozales.

El cuestionamiento se ha vuelto mera rebelión, una reacción a lo que es, y todas las reacciones tienen escasa significación. Los comunistas se rebelan contra los capitalistas, el hijo contra el padre; es la negativa a aceptar la norma social, el deseo de romper con las ataduras económicas y de clase. Tal vez estas rebeliones sean necesarias pero, no obstante, ellas no son muy profundas; en lugar del viejo patrón se repite uno nuevo, y en la misma ruptura del molde antiguo aparece uno nuevo ence­rrando la mente y destruyéndola. El rebelarse perpetuamente dentro de la prisión es el cuestionamiento reactivo de lo inmediato, y el remodelar y redecorar los muros de la prisión parece darnos una satisfacción tan intensa que jamás nos abrimos paso a través de los muros derrumbándolos. El descontento con el que ponemos en tela de juicio ciertas cosas está dentro de los muros de la prisión, lo cual no nos lleva muy lejos; podrá lle­varnos a la luna o a las bombas de neutrones, pero todo esto sigue siendo la invitación al dolor. Pero cuestionar la estructura del dolor e ir más allá de la misma, no es escapar mediante la reacción. Este cuestionamiento es mucho más urgente que el ir a la luna o al templo; es este cuestionamiento el que derriba la estructura y no erige una nueva y más costosa prisión, con sus dioses y sus salvadores, sus economistas y sus líderes. Este cuestionar es la destrucción de la maquinaria del pensamiento, y no la sustitución de un pensamiento por otro, una conclusión por otra, una teoría por otra teoría. Este cuestionamiento hace pedazos la autoridad, la autoridad de la experiencia, de la pala­bra y del tan respetado y maligno poder. Este cuestionamiento, que no nace de la reacción, de la preferencia o el motivo, hace estallar la moral y respetable actividad egocéntrica; es esta actividad la que siempre está siendo reformada y nunca destruida. Esta reforma interminable es el interminable dolor. Lo que tiene tras de sí una causa, un motivo, engendra inevitablemente agonía y desesperación.

Nosotros tememos esta destrucción total de lo conocido, el fundamento del yo, del mí y de lo mío; lo conocido es mejor que lo desconocido, lo conocido con su confusión, conflicto y desdicha; el liberarnos de esto que conocemos podría destruir lo que llamamos amor, relación, felicidad, etc. La libertad con respecto a lo conocido, el explosivo cuestionamiento ‑no el de la reacción‑ termina con el dolor, y entonces el amor es algo que está más allá de la medida del pensamiento y el sentimiento.

Nuestra vida es muy superficial y vacía; mezquinos pensa­mientos y mezquinas actividades entrelazadas con conflictos e infortunios; y siempre viajando de lo conocido a lo conocido en procura psicológica de seguridad. No hay seguridad en lo cono­cido por mucho que uno pueda desearla. La seguridad es tiempo y no existe el tiempo psicológico; es un mito y una ilusión que engendran temor. Nada existe que sea permanente, ni ahora ni más adelante en el futuro. El patrón moldeado por el pensa­miento y el sentimiento, el patrón de lo conocido, se hace peda­zos mediante el correcto cuestionar y escuchar. El conocerse a sí mismo, el conocer los modos en que actúan el pensamiento y el sentimiento, el escuchar atentamente cada movimiento del pensar y del sentir, termina con lo conocido. Lo conocido en­gendra dolor, y el amor es la libertad con respecto a lo conocido.

 

17

La tierra era del color del cielo; los cerros, los verdes y ma­duros arrozales, los árboles y el seco lecho arenoso del río tenían el color del cielo; cada roca de los cerros, los grandes cantos rodados, eran las nubes, y las nubes eran las rocas. El cielo era la tierra y la tierra el cielo; el sol poniente lo había transfor­mado todo. El cielo en llamas ardía en cada veta de las nubes, en cada piedra, en cada brizna de hierba, en cada grano de arena. Era un incendio verde, púrpura, violeta e índigo fulgu­rando con la furia de las llamas. Sobre aquel cerro había una vasta extensión de púrpura y oro; encima de los cerros meri­dionales un ardiente, delicado verde y pálidos azules; hacia el este una espléndida puesta de sol en oposición, rojo púrpura, ocre tostado, magenta y violeta pálido. La puesta de sol en oposición estallaba en esplendor igual que la del oeste; unas pocas nubes se habían reunido alrededor del sol poniente; eran puras, un fuego sin humo que jamás se apagaría. Este fuego, en su vastedad e intensidad, lo penetraba todo y se introducía en la tierra. Y la tierra era los cielos y los cielos eran la tierra. Y todo vivía y estallaba de color y el color era Dios, no el dios del hombre. Los cerros se tornaron transparentes, cada roca, cada piedra habían perdido su peso y flotaban en el color, y los cerros dis­tantes eran azules, del azul de todos los mares y del cielo de todos los climas. Los florecidos arrozales, una extensión intensamente verde y rosada, llamaban de inmediato la atención. Y el camino que atravesaba el valle se veía púrpura y blanco, tan vivo que era uno de los rayos que corrían de una a otra parte del cielo. Uno mismo era parte de esa luz que ardía furio­samente, que estallaba, esa luz sin sombra, sin raíz y sin pala­bras. Y a medida que el sol iba descendiendo, cada color se tornaba más violento, más intenso, y uno se perdía completamente, más allá de cuanto pudiera recordar. Este era un atardecer sin memoria.

Cada pensamiento y sentimiento deben florecer para poder vivir y morir; todo debe florecer en uno, la ambición, la envidia, el odio, la alegría, la pasión; en ese florecimiento está la muerte de todo ello y hay libertad. Es sólo en libertad que algo puede florecer, no en la represión, en el control y la disciplina; esto sólo pervierte, corrompe. En la libertad y el florecimiento radi­can la bondad y toda virtud. No es fácil dejar que la envidia florezca; uno la condena o la fomenta, pero jamás le da libertad. Es solamente en libertad que el hecho de la envidia revela su color, su forma, su profundidad, sus peculiaridades; si se la reprime no se revelará a sí misma en plenitud y libertad. Una vez que se ha mostrado completamente, la envidia cesa sólo para revelar otro hecho, el vacío, la soledad, el miedo. Y a medida que a cada hecho se le permite que florezca libremente, en toda su integridad, toca a su fin el conflicto entre el observador y lo observado; ya no existe más el censor sino sólo la observación, sólo el ver. La libertad puede existir únicamente en la consu­mación, no en la represión, en la repetición, en la obediencia a un patrón de pensamiento. Hay consumación tan sólo en el flo­recer y el morir; el florecer no existe si no hay un terminar. Lo nuevo no puede existir si no hay libertad con respecto a lo cono­cido. El pensamiento, lo viejo, no puede dar origen a lo nuevo; lo viejo debe morir para que lo nuevo sea. Lo que florece tiene que llegar a su fin.

 

20

Estaba muy oscuro; las estrellas brillaban en un cielo sin nubes y el aire de la montaña era puro y fresco. La luz de los faros atrapaba los grandes cactus tornándolos de plata bruñida; los cubría el rocío de la mañana y resplandecían; las pequeñas plantas también brillaban con el rocío y los faros hacían que el verde chispeara y centelleara con un tono muy diferente del diurno. Todos los árboles se hallaban en silencio, misteriosos, dormidos e inaccesibles. Orión y las Pléyades descendían entre los oscuros cerros; incluso los búhos estaban muy lejos y callados; excepto por el ruido del automóvil, el campo entero dormía; sólo las chotacabras, posadas en el camino con sus ojos rojizos y centelleantes, al ser sorprendidas por la luz de los faros clava­ron la vista en nosotros y escaparon revoloteando. Tan temprano en la mañana las aldeas dormían, y las pocas personas que había en el camino iban tan arropadas que sólo se les veía los rostros; se dirigían fatigosamente de una aldea a otra; tenían el aspecto de haber estado caminando toda la noche; algunos se habían agrupado en torno de una fogata y proyectaban largas sombras a través de la carretera. Un perro se estaba rascando en medio del camino; como no se movería, el automóvil tuvo que rodearlo para pasar. Entonces, apareció de pronto el lucero de la mañana; era fácilmente del tamaño de un pequeño platillo, asombrosa­mente brillante, y parecía tener al oriente bajo su dominio. Cuando se elevó, justo debajo de él surgió Mercurio, pálido y sometido. Había un tenue resplandor y muy a lo lejos comenzaba el amanecer.

La carretera doblaba hacia adentro y hacia afuera, difícilmente se mantenía recta alguna vez, y los árboles que había a ambos lados la detenían impidiendo que se desviara hacia el in­terior de los campos. Había grandes extensiones de agua para ser empleada con fines de irrigación durante el verano, cuando el agua escaseara. Los pájaros dormían aun, salvo uno o dos, y a medida que el amanecer se acercaba, comenzaron a despertar, cuervos, buitres, palomas y las innumerables avecillas. Estába­mos ascendiendo y pasamos por una vasta extensión boscosa; ningún animal salvaje se había cruzado en la carretera. Y ahora había monos en el camino, un ejemplar enorme sentado en el suelo junto al gran tronco de un tamarindo; ni se movió cuando pasamos, en tanto que los otros se dispersaron precipitadamente en todas direcciones. Había uno muy pequeño, debía tener unos días, que estaba aferrado al vientre de su madre, la cual parecía disgustada con todas las cosas. El amanecer estaba sucumbiendo al día, y los camiones que pasaban estrepitosamente a nuestro lado habían apagado sus faros. Y ahora las aldeas estaban des­piertas, la gente barría los umbrales y arrojaba la basura en medio del camino, donde yacían pesadamente dormidos varios perros sarnosos que, al parecer, preferían el centro mismo de la carretera; los camiones, los automóviles y la gente pasaban es­quivándolos. Había mujeres que transportaban agua del pozo y eran seguidas por niños pequeños. El sol comenzaba a tor­narse caluroso y deslumbrante y los cerros ya no resultaban agra­dables; había menos árboles y estábamos dejando las montañas en camino hacia el mar por un campo llano y abierto; el aire era húmedo y caliente, y nos acercábamos a la grande, populosa y suda ciudad[28]; los cerros habían quedado muy atrás.

El automóvil corría con bastante rapidez y era éste un buen lugar para meditar. Hay que estar libre de la palabra y no con­cederle demasiada importancia; ver que la palabra no es la cosa y que la cosa jamás es la palabra; no quedar atrapado en la suges­tión de las palabras y, sin embargo, emplear las palabras con cuidado y comprensión; ser sensible a las palabras sin verse abrumado por ellas; abrirse paso a través de la valla de las palabras y considerar el hecho; evitar el veneno de las palabras y sentir su belleza; desechar toda identificación con las palabras y examinarlas, porque las palabras son una celada y una trampa. Ellas son los símbolos y no lo real. La pantalla de las palabras actúa como un refugio para la mente perezosa, irreflexiva, que gusta de engañarse a sí misma. La esclavitud a las palabras es el comienzo de la inacción ‑que puede aparecer como acción. Y una mente que está atrapada en los símbolos no puede ir muy lejos. Toda palabra, todo pensamiento moldea a la mente, y sin comprender cada pensamiento la mente se convierte en esclava de las palabras y comienza el dolor. Las conclusiones y las explicaciones no dan fin al dolor.

            La meditación no es un medio para un fin; no existe el fin, no hay una meta; la meditación es un movimiento en el tiempo y fuera del tiempo. Todo sistema, todo método ata el pensamien­to al tiempo, pero la lúcida percepción alerta y sin preferencias de cada pensamiento y sentimiento, el comprender los motivos, el mecanismo, el dejarlos florecer, es el principio de la medita­ción. Cuando el pensamiento y el sentimiento florecen y mueren, la meditación es un movimiento fuera del tiempo. En este movi­miento hay éxtasis; en el total vacío hay amor, y con el amor hay destrucción y creación.

 

21

Toda existencia implica opción; sólo en la madura soledad interna no hay opción. La opción, en todas sus formas, es con­flicto y contradicción inevitable; esta contradicción, sea interna o externa, engendra confusión y desdicha. Para escapar de esta desdicha, se vuelven necesidades compulsivas los dioses, las creencias, el nacionalismo, el compromiso con diversos patrones de actividades. Habiendo escapado, todo esto llega a ser de primordial importancia, y el escape es el camino de la ilusión; entonces sobrevienen el temor y la ansiedad. La opción conduce a la desesperación y al sufrimiento, y no hay fin para el dolor. La selección, las opciones deben existir siempre en tanto haya uno que opta, que escoge ‑la memoria acumulada de dolor y placer‑ y cada experiencia de opción sólo refuerza la memoria cuya respuesta se convierte en pensamiento y sentimiento. La memoria sólo tiene un significado parcial: el de responder mecá­nicamente; esta respuesta es la opción. En la opción no hay liber­tad. Uno opta, elige de acuerdo con el ambiente en que se ha criado, de acuerdo con su condicionamiento social, económico y religioso. La opción inevitablemente fortalece este condiciona­miento, del cual no es posible escapar; el escapar sólo engendra más sufrimiento.

Había unas pocas nubes reuniéndose alrededor del sol; esta­ban muy bajas en el horizonte y ardían. Las palmeras resaltaban oscuras contra el cielo en llamas; se hallaban en medio de ver­des y dorados arrozales que se extendían a lo lejos hasta perderse en el horizonte. Había una que se destacaba por sí misma sobre un campo verde amarillento de arroz; no estaba sola, aunque parecía como perdida y muy distante. Desde el mar soplaba una suave brisa y unas cuantas nubes estaban persiguiéndose las unas a las otras con más velocidad que la brisa. Las llamas se estaban apagando y la luna ahondaba las sombras. Había som­bras por todas partes susurrando quedamente entre si. La luna estaba bien alta y a través de la carretera las sombras eran pro­fundas y engañosas. Una culebra de agua podría estar cruzando el camino, deslizándose silenciosamente a la caza de una rana; había agua en los arrozales y las ranas croaban, casi rítmicamente; en la larga extensión de agua al costado de la carretera, con sus cabezas asomando fuera de la superficie, se perseguían las unas a las otras, sumergiéndose y emergiendo para desapare­cer otra vez. El agua era plata reluciente que centelleaba, cálida al tacto y llena de ruidos misteriosos. Pasaban carretas de bue­yes transportando leña a la ciudad; una bicicleta hacia sonar la campanilla, un camión con faros deslumbradores exigía estri­dentemente que se le hiciera lugar, y las sombras permanecían inmóviles.

Era un hermoso atardecer y allí en la carretera, tan cerca de la ciudad, había un silencio profundo que ningún sonido perturbaba, ni siquiera el del camión. Era un silencio que ningún pensamiento ni palabra alguna podrían alcanzar, un silen­cio que acompañaba a las ranas, a las bicicletas, un silencio que lo seguía a uno; uno caminaba en él, lo respiraba, lo veía. No era tímido, estaba ahí insistente y acogedor. Iba más allá de uno penetrando en vastas inmensidades, y uno podía seguirlo sí el pensamiento y el sentimiento estaban completamente quietos, olvidados de sí mismos, perdidos con las ranas en el agua; ellos no tenían importancia alguna, podían perderse fácilmente y recuperarse cuando se les necesitara. Era un atardecer encantador, pleno de claridad y de una sonrisa que se iba desvaneciendo rápidamente.

La opción siempre está engendrando desdicha. Si uno la ob­serva, la verá acechando, exigiendo, insistiendo y suplicando, y antes de saber uno dónde está, se halla aprisionado en su red de dudas, responsabilidades y desesperaciones de las que no es posible escapar. Basta observarlo para darse cuenta del hecho. Darse cuenta del hecho; uno no puede cambiar d hecho; podrá ocultarlo, escapar de él, pero no puede cambiarlo. Está ahí. Sí lo dejamos solo, si no interferimos con nuestras opiniones y espe­ranzas, temores y desesperación, con nuestros juicios astutos y calculados, el hecho florecerá y revelará todas sus intrincaciones, sus sutiles modos de actuar ‑y los hay en cantidad‑, su aparente importancia y ética, sus motivos ocultos, sus caprichos. Si dejamos solo al hecho, él nos mostrará todo esto y mucho más. Pero es preciso estar lúcidamente atento a ello, sin opción alguna, avanzando paso a paso. Entonces veremos que la opción, habiendo florecido muere, y que hay libertad; no que uno está libre, sino que hay libertad. Uno mismo es el que produce la opción, y uno ha cesado de producirla. No hay nada por lo que optar, nada que escoger. En este estado sin opción, florece la madura soledad interna. Su muerte es un no terminar jamás. Ello está siempre floreciendo y es siempre nuevo. Morir para lo conocido es estar internamente solo. Toda opción se halla dentro del campo de lo conocido; la acción en este campo siem­pre engendra dolor. La terminación del dolor está en la madura y lúcida soledad interior.

 

22

En la abertura que dejaban las masas de hojas había una flor rosada de tres pétalos; estaba encajada dentro del verde y ella también debe haberse sorprendido de su propia belleza. Crecía sobre un alto arbusto, pugnando por sobrevivir entre todo ese verdor; había un árbol enorme elevándose sobre ella y también algunos arbustos, todos luchando por la vida. Muchas otras flores crecían en este arbusto, pero esta única flor entre el follaje no tenía compañera, se erguía solitaria y, por ello, más sobrecogedora. Soplaba una ligera brisa entre las hojas pero nunca llegaba hasta esta flor, que estaba inmóvil y sola; y porque estaba sola tenía una extraña belleza, como una estrella única cuando el cielo está despejado. Y más allá de las verdes hojas se veía el negro tronco de una palmera; no era realmente negro pero se parecía al tronco de un elefante. Y mientras uno lo miraba, el negro se tornó en rosado; el sol del atardecer estaba sobre él y todas las copas de los árboles ardían, inmóvi­les. La brisa había cesado y sobre las hojas había retazos de sol poniente. Un pajarillo posado sobre una rama estaba compo­niendo sus plumas. Dejó de mirar a su alrededor y en seguida levantó vuelo hacia el sol.

Nosotros estábamos sentados enfrente de los músicos, y éstos se hallaban de cara al sol poniente; éramos muy pocos, y el pequeño tambor era tocado con notable destreza y deleite; resultaba realmente extraordinario lo que esos dedos hacían. El músico nunca miraba sus manos; éstas parecían tener vida propia, moviéndose con gran rapidez y firmeza, golpeando con precisión la tensa piel; jamás vacilaban. La mano izquierda desconocía por completo lo que hacía la mano derecha, porque golpeaba con un ritmo diferente pero siempre en armonía. El instrumentista era muy joven, serio, de ojos chispeantes; tenía talento y estaba encantado de tocar para ese auditorio pequeño y capaz de apreciarlo. Luego se incorporó un instrumento de cuerdas y el pequeño tambor lo siguió. Ya no estuvo más solo.

El sol se había puesto y las pocas nubes errantes se estaban tornando de un rosa pálido; en esta latitud no hay crepúsculo y la luna, casi llena, resaltaba clara en un cielo sin nubes. Pa­seando por esa carretera, con la luz de la luna sobre el agua y el croar de innumerables ranas, advino una bendición. Es extraño lo lejos que está el mundo y a qué gran profundidad ha viajado uno. Los postes del telégrafo, los autobuses, las carretas de bueyes y los exhaustos aldeanos estaban ahí, al lado de uno, pero uno estaba muy lejos, a una profundidad que ningún pen­samiento podía alcanzar; todo sentimiento había quedado muy atrás. Uno caminaba, lúcidamente alerta con respecto a todo cuanto sucedía alrededor, al oscurecimiento de la luna por ma­sas de nubes, a la campanilla de advertencia de la bicicleta, paro uno estaba muy lejos; no uno, sino una grande, vasta profundidad. Esta profundidad prosiguió más hacia lo hondo de sí misma, fuera del tiempo y más allá de los límites del espacio. La memoria no podía seguirla; la memoria está encadenada, pero esto no lo estaba. Esta era libertad total y completa, sin raíces, sin dirección ninguna. Y muy en lo profundo y lejos de todo pensamiento, había una energía explosiva que era puro éxtasis, palabra que tiene un significado agradable que gratifica al pensamiento, pero el pensamiento jamás podrá capturar ese éxtasis ni recorrer la distancia sin espacio para perseguirlo. El pensamiento es una cosa estéril y nunca será capaz de seguir o comunicarse con aquello que es intemporal. El atronador auto­bús con sus luces enceguecedoras casi lo empujó a uno fuera de la carretera a las danzantes aguas.

La esencia del control es la represión. El puro ver termina con toda forma de represión; el ver es infinitamente más sutil que el mero control. El control es comparativamente fácil, no requiere mucha comprensión; la conformidad a un patrón, la obediencia a la autoridad establecida, a la tradición, el temor de no hacer lo correcto, la búsqueda del éxito, son las cosas que dan origen a la represión de lo que es o a la sublimación de lo que es. La comprensión se produce por si misma en el puro acto de ver el hecho cualquiera que éste pueda ser, y en virtud de ello tiene lugar la mutación.

 

25

El sol se hallaba oculto por las nubes y las tierras llanas se extendían lejos en el horizonte que se estaba tornando de color rojo y castaño dorado; había un pequeño canal sobre el que pasaba la carretera entre los arrozales. Éstos eran verdes y amarillo oro, esparcidos a ambos lados de la carretera, al este y al oeste, en dirección al mar y al sol poniente. Hay algo extra­ordinariamente conmovedor y bello en la vista de las palmeras, negras contra el cielo en llamas, entre los campos de arroz; no es que la escena fuera sentimental o romántica o propia de una tarjeta postal; probablemente era todo esto, pero había una in­tensidad y una dignidad arrebatadoras y un deleite que brotaba de la misma tierra y de las cosas comunes junto a las que uno pasaba todos los días. El canal, una larga, estrecha franja de agua, fuego derretido, corría de norte a sur entre los arrozales, silencioso y solitario. No había mucho tráfico en el canal, sólo unos lanchones toscamente construidos, con velas cuadradas o triangulares, que transportaban leña o arena, y hombres de muy grave aspecto sentados en compactos grupos. Las palmeras dominaban la ancha tierra verde; eran de todas las formas y tamaños, independientes y libres de cuidados, barridas por los vientos y quemadas por el sol. Los arrozales tenían un maduro color amarillo oro y en medio de ellos había grandes pájaros blancos; ahora estaban volando en dirección al sol con sus largas patas extendidas hacia atrás y las alas batiendo perezosamente al aire. Las carretas de bueyes que llevaban leña de casuarina a la ciudad pasaban rechinantes formando una larga fila, los hombres caminaban y la carga era pesada. No era nin­guna de estas escenas comunes la que tornaba encantadora la tarde; todas ellas formaban parte del atardecer que iba mu­riendo, los ruidosos autobuses, las silenciosas bicicletas, el croar de las ranas, el aroma de las últimas horas del día. Había una profunda y dilatada pureza. Lo que era bello estaba ahora glori­ficado de esplendor; todo se hallaba envuelto en ello; había éxtasis y júbilo no sólo profundamente dentro de uno sino entre las palmeras y los arrozales. El amor no es una cosa común, pero estaba ahí en la choza alumbrada por una lámpara de acei­te; estaba con esa mujer ya anciana que iba cargando algo pesado sobre la cabeza; con ese niño desnudo que llevaba un pedazo de madera atado a un trozo de cuerda y lo balanceaba, y la madera despedía chispas que eran para él sus fuegos arti­ficiales. Estaba en todas partes, tan simple que uno podía encontrarlo bajo una hoja muerta o en aquel jazmín junto a la vieja casa que se desmoronaba. Pero todo el mundo se hallaba atareado, perdido en sus ocupaciones. Aquello estaba ahí lle­nando el corazón, la mente y el cielo; permanecía en uno y ya nunca lo abandonarla. Sólo hay que morir a todo, sin dejar raíces, sin una lágrima. Entonces ello vendrá a nosotros si so­mos afortunados y hemos dejado para siempre de correr tras de ello implorando, esperando, llorando. Indiferentes hacia ello pero sin dolor, y habiendo dejado atrás y muy lejos el pensa­miento. Y ello estará ahí, como en esa polvorienta, oscura carretera.

El florecer de la meditación es bondad. No es una virtud para ser acumulada pedacito a pedacito, lentamente, en el espa­cio del tiempo; no es la moralidad que la sociedad considera res­petable, ni es la sanción de la autoridad. Es la belleza de la meditación la que da perfume a su florecimiento. ¿Cómo puede haber alegría en la meditación si ella es una artimaña del deseo y del dolor? ¿Cómo puede ella florecer si estamos buscándola por medio del control, la represión y el sacrificio? ¿Cómo puede florecer en las tinieblas del miedo o en la corruptora ambición o en el olor del éxito? ¿Cómo puede florecer a la sombra de la esperanza y la desesperación? Es preciso desprenderse de todo esto y dejarlo muy atrás sin pesar, fácilmente, naturalmente. La meditación no es el esfuerzo de erigir defensas para resistir y consumirse; no se ajusta a la sostenida práctica de ningún sistema. Todos los sistemas terminan inevitablemente por adap­tar el pensamiento a un patrón, y la conformidad destruye el florecer de la meditación. Esta florece tan sólo en libertad. Sin libertad no hay conocimiento propio y sin el conocimiento de uno mismo no hay meditación. El pensamiento es siempre mez­quino v superficial por lejos que pueda perderse en la búsqueda de conocimiento; el adquirir y desarrollar conocimientos no es meditación. Esta florece únicamente cuando hay libertad con respecto a lo conocido; en lo conocido, la meditación se marchita muere.

 

26

Hay una palmera que se yergue totalmente sola en medio de un arrozal: ya no es joven, quedan sólo unas pocas palmas. Es muy alta y derecha; tiene la cualidad de la rectitud sin la bulla y el alboroto de la respetabilidad. Está ahí, y está sola. Nunca ha conocido otra cosa y seguirá de este modo hasta que muera o sea destruida. Uno súbitamente se encontró con ella en la curva de la carretera y quedó sobrecogido al verla entre los ricos campos de arroz y el agua que fluía; el agua y los verdes campos intercambiaban murmullos, como siempre lo han estado haciendo desde remotos días, y estos suaves susurros nunca llegaban hasta la palmera; ella se erguía solitaria con los altos cielos y las nubes resplandecientes. Existía por si misma, com­pleta y distante, y jamás sería otra cosa que esto. El agua rutilaba bajo la luz del atardecer y la palmera estaba hacia el oeste, en dirección opuesta a la carretera; más allá se extendían otros arrozales. Antes de dar con ella uno tuvo que pasar por el ruido, las calles sucias y polvorientas colmadas de niños, cabras y ga­nado; los autobuses levantaban nubes de tierra que a nadie pare­cían importarle, y los perros sarnosos poblaban la carretera. El automóvil dio la vuelta y salió de la arteria principal que continuaba, y pasó por muchas casas pequeñas, huertas y arrozales. Luego dobló a la izquierda, atravesó algunos pórticos ostentosos y un poco más lejos, en medio de un claro, había unos ciervos pastando. Deben haber sido unas dos o tres doce­nas; algunos tenían grandes y pesadas astas y, entre los más pequeños, los había que ya mostraban nítidamente lo que iban a ser; muchos de ellos eran de un color blanco a manchas; esta­ban nerviosos, agitando sus grandes orejas, pero continuaban pastando. Algunos cruzaron la roja senda hacia campo abierto y varios otros estaban entre los arbustos a la expectativa de lo que iba a suceder; el pequeño automóvil se había detenido y pronto todos ellos pasaron al otro lado y se reunieron con los demás. Era un límpido atardecer y estaban apareciendo las estrellas, claras y brillantes; los árboles se recogían para la noche y había cesado el parloteo impaciente de los pájaros. La luz del atardecer se reflejaba en el agua.

En esa luz vespertina, y mientras uno recorría el estrecho camino, la intensidad del deleite fue creciendo sin que exis­tiera una causa para ello. Había comenzado mientras uno obser­vaba a una pequeña araña saltarina que con brincos asombrosa­mente rápidos atrapaba las moscas y las retenía ferozmente; había comenzado durante la contemplación de una solitaria hoja que se agitaba en tanto las otras hojas permanecían inmóviles; había mientras uno se hallaba observando a la pe­queña ardilla listada que rezongaba por cualquier cosa meneando su larga cola hacia arriba y abajo. El deleite no tenía causa; la alegría que es un resultado de algo, es en todos los casos muy trivial y cambia con los cambios. Este extraño, inesperado deleite crecía en su intensidad, y lo que es intenso nunca es brutal; tiene la cualidad de someterse pero permanece siendo intenso. No es la intensidad que tiene toda energía que se concentra; no es la intensidad producida por el pensamiento que persigue una idea o que está ocupado consigo mismo: no es un sentimiento exaltado, porque todo esto tiene tras de sí motivos o propósitos. Esta intensidad no tenía causa, no tenía un fin, ni era producida por medio de la concentración, la cual realmente impide el despertar de la energía total. Ella crecía sin que nada se hiciera al respecto; era como algo que está fuera de uno mismo, sobre lo cual uno no tiene ningún control; uno nada tiene que ver en la cuestión. En el mismo incremento de la intensidad había dulzura, mansedumbre. Esta palabra está echada a perder; su­giere debilidad, desaliño, irresolución, incertidumbre, un tímido aislamiento, cierto temor, etc. Pero no es ninguna de estas cosas; es algo vital y poderoso, sin defensas y, por eso mismo, intenso. Aunque uno lo desee no puede cultivarlo; no pertenece a la categoría de «lo débil y lo fuerte». Aquello era vulnerable, como lo es el amor. El deleite con su mansedumbre crecía en intensidad. No había otra cosa sino eso. El ir y venir de la gente, el manejo del automóvil, la charla, el ciervo y la palmera, las estrellas y los arrozales estaban ahí, en toda su belleza y lozanía, pero todo eso se encontraba dentro y fuera de esta intensidad. Una llama tiene forma, tiene un contorno, pero dentro de la llama sólo existe la intensidad del calor sin forma ni contorno.

 

27

Las nubes, empujadas por un fuerte viento, se estaban amon­tonando hacia el sudoeste; grandes nubes, magnificas, que se hinchaban como olas, plenas de furia y espacio; eran de color blanco y gris oscuro, cargadas de lluvia, cubriendo todo el cielo. Los viejos árboles se irritaban con ellas y con el viento. Querían que se les dejara tranquilos, aun cuando necesitaran de la lluvia; ésta los dejaría limpios otra vez lavando todo el polvo, y las hojas volverían a resplandecer; pero ellos, al igual que las per­sonas viejas, no deseaban que se los molestara de este modo. En el jardín había muchas flores, muchos colores, y cada flor danzaba, una cabriola, un brinco, y todas las hojas estaban en movimiento; aun las minúsculas briznas de hierba temblaban sobre el pequeño sector de césped. Dos mujeres viejas, flacas, lo estaban escardando; viejas antes de tiempo, magras y gasta­das; en cuclillas sobre el césped charlaban arrancando las ma­lezas perezosamente; no estaban del todo ahí, estaban en alguna otra parte llevadas por sus pensamientos, aunque siguieran escar­dando y charlando. Parecían inteligentes, con sus ojos chispean­tes, pero tal vez demasiados hijos y la falta de una buena ali­mentación las había desgastado y envejecido prematuramente. Uno se transformó en ellas, ellas eran uno mismo y la hierba y las nubes; no se trataba de un puente verbal que uno cruzara llevado por la piedad o por algún vago sentimiento poco fami­liar; uno no pensaba en absoluto ni estaba agitado por sus emo­ciones. Esas mujeres eran uno mismo y uno era ellas; habían cesado la distancia y el tiempo. Llegó un automóvil con un chófer y él penetró en ese mundo. Su tímida sonrisa y su saludo eran los de uno, y uno se preguntaba a quién estaba él sonriendo y saludando. El chófer sentía cierto embarazo, no estaba muy habituado a este sentimiento de unidad. Las mujeres y el chófer eran uno y uno era las mujeres y el chófer; la barrera que ellos habían edificado desapareció y, tal como las nubes que pasa­ban, todo eso parecía ser parte de un circulo que se iba ensan­chando e incluyendo dentro de sí muchas cosas, la sucia carretera, el espléndido cielo y los transeúntes. Aquello nada tenía que ver con el pensamiento, el pensamiento es en todos los casos algo muy sórdido; y tampoco el sentimiento estaba para nada involu­crado en ello. Era como una llama que ardía abrasándolo todo sin dejar huellas ni cenizas; no era una experiencia con sus re­cuerdos, una experiencia que pudiera repetirse. Ellos eran uno mismo y uno era ellos, y eso murió con la mente.

Es extraño el deseo de alardear ante los demás, de ser al­guien. La envidia es odio y la vanidad corrompe. Parece tan difícil e imposible ser sencillo, ser lo que somos y no presumir. Ser lo que uno es resulta en sí mismo muy arduo, ser lo que uno es sin tratar de llegar a ser esto o aquello ‑lo cual no es demasiado difícil. Siempre puede uno aparentar, ponerse una máscara, pero ser lo que se es constituye una cuestión muy com­pleja; porque uno está siempre cambiando, nunca es el mismo y cada instante revela una nueva faceta una nueva profundidad, una superficie nueva. No es posible ser en un instante todo esto, porque cada instante conlleva su propio cambio. De modo que si uno es siquiera un poco inteligente, renuncia a ser esto o aquello. Cada uno de nosotros piensa que es muy sensitivo, y un inci­dente cualquiera, un pensamiento fugaz, demuestra que no lo es; piensa que es talentoso, instruido, artístico, moral, pero al voltear la esquina se encuentra con que no es ninguna de estas cosas sino profundamente ambicioso, envidioso, inepto, brutal e impaciente. Alternativamente uno es todas estas cosas y desea algo que tenga continuidad, permanencia ‑por supuesto, sólo aquello que sea provechoso, agradable. Así es como corremos tras de ello, y todos nuestros otros yoes claman por salirse con la suya, por lograr su propia realización. De este modo, cada uno de nosotros se convierte en un campo de batalla en el cual generalmente triunfa la ambición con todos sus placeres y su infortunio, su envidia y su temor. A ello se añade la palabra «amor» en aras de la respetabilidad y para mantener la inte­gridad de la familia; pero uno mismo está atrapado en los pro­pios compromisos y actividades, aislado, clamando por recono­cimiento y fama: yo y mi país, yo y mi partido, yo y mi dios consolador.

De modo que ser lo que uno realmente es resulta un asunto muy difícil; si uno está de algún modo despierto, conoce todas estas cosas y el dolor que siempre las acompaña. Así es que uno se sumerge en su trabajo, en su creencia, en sus fantásticos ideales y meditaciones. Para entonces uno ha envejecido y está listo para la sepultura, si es que ya no está muerto internamente. Desechar todas estas cosas con sus contradicciones y su creciente sufrimiento, es la cosa más natural e inteligente que podamos hacer. Pero antes de que uno llegue a ser nada, debe haber des­enterrado todas estas cosas ocultas exponiéndolas y, de ese modo, comprendiéndolas. Para comprender estos impulsos secretos, estas compulsiones, es preciso estar lúcidamente alerta a ellas, alerta sin opción alguna, igual que con la muerte; entonces, en el puro acto de ver, estas cosas se marchitarán y uno estará libre del dolor y será como la nada. Ser como la nada no es un es­tado negativo; la misma negación de todo lo que uno ha sido, es la más positiva de las acciones, no lo positivo de la reacción, que es inacción; es dicha inacción la que da origen al dolor. Esta negación es libertad. Esta acción positiva de negar, pro­porciona energía, y las meras ideas disipan energía. La idea es tiempo, y el vivir en el tiempo es desintegración, dolor.

 

28

Había un gran claro en la densa arboleda de casuarinas al costado de la tranquila carretera; al atardecer ésta se hallaba a oscuras, desierta, y el claro era una invitación al cielo. Más allá de la carretera y rodeada por un pequeño cerco, había una choza con techo formado por hojas de palma entrelazadas; la choza se hallaba iluminada por una débil luz proveniente de una mecha que ardía en un platillo con aceite, y dentro se encontraban dos personas, un hombre y una mujer, tomando su comida de la tarde sentados sobre el piso mientras charlaban y reían ocasionalmente. Dos hombres venían atravesando los arrozales por un estrecho sendero que dividía a los mismos y que estaba destinado a contener agua. Conversaban volublemente y llevaban alguna carga sobre sus cabezas. Había un grupo de aldeanos que algo estaban explicándose los unos a los otros entre risas agudas y muchas gesticulaciones. Una mujer llevaba un becerro de unos pocos días, seguida por la madre de éste, que suavemente in­fundía confianza en su bebé. Una bandada de pájaros blancos con largas patas volaba hacia el norte batiendo el aire lenta y rítmicamente con sus alas. El sol se había puesto en un cielo claro al que un rayo de color grisáceo atravesaba casi de hori­zonte a horizonte. Era un atardecer muy sereno y las luces de la ciudad estaban lejos. Esta abertura entre la arboleda de casuarinas contenta toda la tarde, y al pasar por ahí, uno era cons­ciente de la extraordinaria calma que reinaba; todas las luces y el resplandor del día habían sido olvidados, así como el bu­llicio de los hombres yendo y viniendo. Ahora, rodeado uno por oscuros árboles y una luz que se desvanecía rápidamente, había quietud. No sólo quietud, sino que en esa quietud había júbilo, el júbilo de una inmensa soledad; y mientras uno pasaba por ello, advino «lo otro» siempre extraño, siempre desconocido; advino cobijando a la mente y al corazón en su claridad y belleza. Todo tiempo cesó, el instante siguiente no tuvo comienzo. En el vacío sólo hay amor.

La meditación no es un juego imaginativo. Toda clase de imagen, toda palabra, todo símbolo tienen que cesar para que florezca la meditación. La mente debe perder su esclavitud a las palabras y a las reacciones que éstas conllevan. El pensamiento es tiempo, y el símbolo, por antiguo y significativo que sea, debe dejar de aferrarse al pensamiento. Entonces el pensamiento no tiene continuidad, existe sólo de instante en instante y pierde así su obstinación mecánica; el pensamiento no moldea entonces a la mente, no la encierra dentro de la estructura de las ideas y no la condiciona a la cultura, a la sociedad en que vive. La libertad no lo es con respecto a la sociedad sino con respecto a las ideas; entonces la relación, la sociedad no condiciona a la mente. La totalidad de la conciencia es residual y está cambian­do, modificándose, adaptándose, y la mutación sólo es posible­ cuando han llegado a su fin el tiempo y la idea. Este fin no es una conclusión, una palabra que hay que destruir, una idea que deba ser negada o aceptada. Es para ser comprendido mediante el conocimiento de uno mismo; conocer no es aprender; cono­cer implica reconocimiento y acumulación, que impiden el apren­der. El aprender es de instante en instante, porque el «yo», el «mí» está cambiando permanentemente, nunca es constante. La acumulación, el conocimiento, deforma y pone fin al aprender. El reunir conocimientos, por más que se expandan sus fronteras, se vuelve algo mecánico, y una mente mecánica no es una mente libre. El conocimiento de uno mismo libera a la mente de lo conocido; vivir la vida entera dentro de la actividad de lo cono­cido engendra interminable conflicto y desdicha. La meditación no es un logro personal, una búsqueda personal de la realidad; se torna en eso cuando se halla restringida por métodos y siste­mas, con lo cual se engendran engaños e ilusiones. La medita­ción saca a la mente de la existencia estrecha, limitada, y la libera hacia una vida intemporal en eterna expansión.

 

29

Sin sensibilidad no puede haber afecto; la reacción personal no indica sensibilidad; uno puede ser sensible con respecto a su familia, a su realización, a su status y capacidad. Esta clase de sensibilidad es una reacción limitada, estrecha, y es perjudicial. El buen gusto no es sensibilidad, porque el buen gusto es per­sonal, y la lúcida percepción de la belleza es la libertad con respecto a las reacciones personales. Sin la apreciación de la belleza y sin la percepción sensible de la misma, no hay amor. Esta percepción sensible de la naturaleza, del río, del cielo, de la gente, de la sucia calle, es afecto. La esencia del afecto es la sensibilidad. Pero la mayoría de las personas tienen miedo de ser sensibles; para ellas ser sensibles implica ser lastimadas, y por eso se endurecen para protegerse del dolor. O escapan hacia toda forma de entretenimiento, la iglesia, el templo, la chismografía, el cine y la reforma social. Pero el ser sensible no es algo personal, y cuando lo es conduce a la desdicha. Romper con estas reacciones personales e ir más allá de ellas es amar, y el amor es tanto para el uno como para los muchos; no está limi­tado a uno o a muchos. Para ser sensibles, es preciso que todos nuestros sentidos estén totalmente despiertos, activos, y el tener miedo de ser un esclavo de los sentidos es meramente eludir un hecho natural. La lúcida percepción del hecho no conduce a la esclavitud; lo que lo hace es el temor al hecho. El pensamiento pertenece a los sentidos, y el pensamiento contribuye a la limi­tación; sin embargo, no tememos al pensamiento. Por el contra­rio, éste es ennoblecido junto con la respetabilidad y cultivado devotamente con la presunción. Ser sensiblemente perceptivo con respecto al pensamiento, al sentimiento, al mundo que a uno lo rodea, a la oficina y a la naturaleza, es estallar en afecto de instante en instante Sin afecto, toda acción se torna pesada, mecánica, y conduce a la decadencia.

Era una mañana lluviosa y el cielo, oscuro y tumultuoso, estaba cargado de nubes; la lluvia había comenzado muy tem­prano y uno podía oírla entre las hojas. Y en el pequeño sector cubierto de césped había muchos pájaros, grandes y pequeños, pájaros de color gris claro, pardos con ojos amarillos, grandes cuervos negros y otros pajarillos más chicos que gorriones; esta­ban todos escarbando, arrancando la hierba, parloteando inquie­tos, quejándose unos y satisfechos otros. Lloviznaba y eso parecía no importarles, pero cuando comenzó a llover con más intensi­dad volaron todos protestando ruidosamente. Pero los arbustos y los voluminosos y viejos árboles se regocijaban; sus grandes hojas eran lavadas del polvo de muchos días. Gotas de agua col­gaban suspendidas en los extremos de las hojas; una gota caería al suelo y otra habría de formarse para caer; cada gota era la lluvia, el río y el mar. Y cada gota brillaba, centelleaba; era más rica y más hermosa que todos los diamantes; una gota se formaba, permanecía en su belleza para luego desaparecer en la tierra sin dejar rastros. Era una procesión interminable y desaparecía en el interior de la tierra. Era una procesión infi­nita más allá del tiempo.

Ahora llovía, y la tierra se llenaba para los calurosos días que habrían de prolongarse por muchos meses. El sol estaba tras de las nubes y la tierra descansaba del calor. La carretera era pésima, con gran cantidad de profundos baches llenos de un agua pardusca; a veces el pequeño automóvil los atravesaba, a veces los esquivaba, pero seguía adelante. Había flores rosadas que trepaban por los árboles, a lo largo de las alambradas de púas, creciendo salvajemente sobre los arbustos; y la lluvia caía entre ellas tornando más suaves y dulces sus colores; esta­ban en todas partes y no podían dejar de verse. La carretera proseguía pasando por una aldea sucia, con sucias tiendas y sucios restaurantes, y al dar vuelta en una curva había un arrozal encerrado entre palmeras. Éstas lo rodeaban casi como adheridas a él para que los hombres no lo estropearan. El arrozal seguía las líneas curvas de las palmeras y más allá había arboledas de bananos cuyas grandes, brillantes hojas eran visibles entre las palmeras. Ese arrozal estaba hechizado; era tan pasmosamente verde, tan rico y maravilloso; era increíble, arrebataba la mente y el corazón. Uno lo miraba y uno desaparecía para ya jamás volver a ser el mismo. Ese color era Dios, era música, era el amor de la tierra; los cielos llegaban hasta las palmeras y cubrían la tierra. Pero ese arrozal era la bendición de la eterni­dad. Y la carretera proseguía hacia el mar; ese mar de color verde claro, con enormes y agitadas olas rompiendo sobre una playa arenosa; eran olas asesinas y encolerizadas, con la furia reprimida de muchas tempestades; el mar parecía furiosamente tranquilo y las olas mostraban el peligro. No se veían botes, esos endebles catamaranes tan toscamente unidos por un trozo de cuerda; todos los pescadores estaban en las oscuras chozas, cu­biertas con hojas de palma, que se levantaban sobre la arena muy cerca del agua. Y las nubes venían rodando arrastradas por los vientos que uno no podía sentir. Y nuevamente volvería a escucharse la grata risa de la lluvia.

Para la persona que se llama religiosa, ser sensible significa pecar, un mal reservado para lo carnal, lo mundano; para más personas religiosas lo bello es tentación que debe ser resistida, una distracción maligna que es preciso rechazar. Pero las buenas obras no son un sustituto del amor, y sin amor toda actividad, noble o innoble, conduce al sufrimiento. La esencia del afecto es la sensibilidad, y sin ésta todo culto o adoración son un es­cape de la realidad. Para el monje, para el sanyasi los sentidos son la vía del dolor, salvo el pensamiento que debe dedicarse al dios para el cual se está condicionado. Pero el pensamiento pertenece a los sentidos. El pensamiento es lo que da origen al tiempo psicológico, y es el pensamiento el que torna peca­minosa a la sensibilidad. La virtud consiste en ir más allá del pensamiento, y esa virtud es sensibilidad en su más alto grado, la cual es amor. Donde hay amor no hay pecado; quien ama puede hacer lo que quiera, y entonces no hay lugar para el dolor.

 

30

Una región sin un río es una región desolada. Éste es un río pequeño ‑si es que puede llamársele río‑ pero tiene un puente bastante grande hecho de piedra y ladrillos[29]; no es muy ancho y los autobuses y automóviles tienen que desplazarse muy lentamente; siempre hay gente a pie y están las inevitables bicicletas. Pretende ser un río, y durante las lluvias luce como un río pleno y profundo, pero ahora las lluvias casi se han ter­minado y parece una amplia extensión de agua con una gran isla y muchos arbustos en medio de ella. Va hacia el mar, direc­tamente al este, muy animado y alegre. Pero ahora existe una ancha faja arenosa que aguarda la próxima estación de las lluvias. Había ganado que estaba vadeando el río hacia la isla y unos cuantos pescadores que trataban de atrapar algún pez; los peces eran siempre pequeños, del tamaño aproximado a un dedo grande, y olían horriblemente cuando eran puestos en venta bajo los árboles. Y esa tarde, en las tranquilas aguas había una gran garza, totalmente inmóvil y silenciosa. Era el único pájaro que había en el río; en los atardeceres solían cruzarlo volando cuervos y otras aves, pero en ese atardecer no se veía sino esta garza solitaria. Resultaba imposible dejar de verla; tan blanca era, tan inmóvil estaba bajo el cielo iluminado del atar­decer. El sol amarillo y el mar verde pálido se hallaban algo dis­tantes y allí donde la tierra se les unía, tres grandes palmeras se enfrentaban al río y al mar. El sol del atardecer estaba sobre ellas y más lejos el mar inquieto, peligroso y agradablemente azul. Visto desde el puente, el cielo parecía tan vasto, tan cer­cano, tan puro; el aeropuerto estaba lejos. Pero en ese atarde­cer, la garza solitaria y esas tres palmeras eran toda la tierra, el tiempo pasado y el presente y la vida que no tenía pasado. La meditación se tornó en un florecer sin raíces y, por tanto, en un morir. La negación es un movimiento maravilloso de la vida, y lo positivo es sólo una reacción a la vida, una resistencia. Con resistencia no hay muerte sino sólo temor; el temor engen­dra más temor y degeneración. La muerte es el florecer de lo nuevo; la meditación es el morir de lo conocido.

Es extraño que uno nunca pueda decir, «yo no sé». Para decirlo y sentirlo realmente, tiene que haber humildad. Pero uno nunca acepta el hecho de no saber; es la vanidad la que nutre la mente de conocimientos. La vanidad es una enfermedad ex­traña, siempre llena de esperanzas y siempre desalentada. Pero admitir que uno no sabe es detener el proceso mecánico del conocimiento. Hay diversas maneras de decir «no sé»: la pre­tensión con todos sus sutiles y secretos recursos para impresionar, para ganar importancia, etc.; el «no sé» que en realidad está haciendo tiempo para encontrar; y el «no sé» que no im­plica una búsqueda para saber. El primer estado nunca aprende, sólo acumula y así no aprende, y el último es siempre un estado de aprender sin acumular jamás. Para aprender tiene que haber libertad, y entonces la mente puede permanecer joven y en es­tado de inocencia; la acumulación hace que la mente decaiga, envejezca y se marchite. La inocencia no es falta de experiencia sino libertad con respecto a la experiencia; esta libertad significa morir a cada experiencia y no dejar que ésta arraigue en el fer­tilizado terreno del cerebro. La vida no existe sin la experiencia pero no hay vida cuando el terreno está repleto de raíces. La humildad no es una consciente purificación de lo conocido; ésa es la vanidad de la realización; la humildad es ese completo no saber qué es morir. El miedo a la muerte lo es sólo con respecto a lo conocido, no a lo desconocido. No hay miedo a lo desconocido; lo que tememos es sólo el cambio, el cese de lo conocido.

Pero el hábito de la palabra, el contenido emocional de la palabra, las implicaciones ocultas en la palabra, impiden libe­rarse de la palabra. Sin esa libertad uno es el esclavo de las pa­labras, de las conclusiones, de las ideas. Si uno vive de pala­bras, como tantos lo hacen, el hambre interior es insaciable; es un eterno arar sin sembrar jamás. Entonces uno vive en un mundo de irrealidades, un mundo ficticio de dolor que no tiene sentido alguno. Una creencia es una palabra, es una conclusión del pensamiento hecha de palabras, y esto es lo que corrompe y deteriora la belleza de la mente. Destruir la palabra es demoler la estructura interna de seguridad, la cual no tiene realidad alguna. Permanecer inseguro no implica desprenderse violenta­mente de la seguridad, lo cual conduce a diversos tipos de en­fermedades; esa inseguridad que surge del florecimiento de la seguridad y de su comprensión, es humildad y es inocencia, cuya fuerza el arrogante jamás podrá conocer.

 

Diciembre 1, 1961

 

La carretera estaba fangosa, con surcos profundos y colma­da de gente; se hallaba fuera de la ciudad y lentamente estaban construyendo un suburbio, pero ahora se encontraba increíblemente sucia, llena de hoyos, perros, cabras, ganado errabun­do, bicicletas, automóviles y más gente. Había almacenes que vendían botellas con bebidas coloreadas, tiendas que tenían a la venta telas, comida, leña para el fuego, un taller donde arre­glaban bicicletas, y más comida, más cabras y más gente. El campo proseguía a ambos lados de la carretera, con arrozales, palmeras y grandes charcos de agua. Detrás de las palmeras, el sol entre las nubes estallaba de color y vastas sombras; los char­cos ardían, y cada árbol, cada arbusto estaban atónitos ante la inmensidad del cielo. Las cabras mordisqueaban las raíces, las mujeres lavaban ropa junto a un grifo, los niños proseguían con sus juegos; en todas partes había actividad y nadie se mo­lestaba en mirar el cielo o esas nubes repletas de color; era un atardecer que pronto desaparecería para no aparecer nunca más, y a nadie parecía importarle. Lo verdaderamente importante era lo inmediato, lo inmediato que puede extenderse en el futuro más allá de donde alcanza la vista. Para ellos la visión de largo alcance es la visión inmediata.

El autobús avanzaba embistiendo, sin ceder jamás una pul­gada, seguro de sí mismo; todos le abrían paso pero el pesado búfalo lo obligó a detenerse; estaba justo en medio de la carrete­ra, moviéndose con su paso lento, sin prestar en ningún mo­mento atención a la bocina, y la bocina terminó por exasperarse. En el fondo cada uno es un político interesado en lo inmediato y tratando de forzar la vida dentro de lo inmediato. Después, a la vuelta de la esquina, quizás esté aguardando el dolor, pero éste podrá evitarse: están la píldora, la bebida, el templo y el conjunto de las necesidades primordiales. Uno podría terminar con todo eso si creyera ardientemente en algo, o se sumergiera en el trabajo o se comprometiera con algún patrón de pensamiento. Pero ha probado todas esas cosas y la mente quedó tan árida como el corazón; entonces uno cruzó al otro lado del camino y se perdió en lo inmediato.

El cielo estaba ahora cubierto de densas nubes y sólo se veía un retazo de color donde había estado el sol. La carretera continuaba, pasando por palmeras, casuarinas, arrozales, chozas, y seguía y seguía y súbitamente, inesperado como siempre, «lo otro» advino con esa pureza y fuerza que ningún pensamiento, que ninguna locura podrían jamás formular. Y ello estaba ahí y el corazón parecía estallar de éxtasis en la vacía inmensidad de los cielos. El cerebro estaba completamente silencioso, in­móvil, pero sensible, alerta. No podía seguir el movimiento en el vacío; él era del tiempo, pero el tiempo había cesado y el cerebro no podía experimentar; la experiencia es reconocimiento y lo que el cerebro reconocería sería tiempo. Por lo tanto, estaba inmóvil, simplemente quieto, sin pedir, sin buscar. Y esta tota­lidad de amor o como quiera uno llamarlo ‑la palabra no es la cosa‑ lo penetró todo y se perdió. Todo tenía su espacio, su lugar, pero esto no tenía ninguno; en consecuencia, no podía ser hallado; haga uno lo que haga, no lo hallará. No se encuentra en el mercado ni en templo alguno; todo ha de destruirse, no ha de quedar una piedra sin ser volteada, ni un cimiento en su lugar, pero aun así, en este vacío no debe haber una sola lágrima; y entonces, tal vez, lo incognoscible podría pasar cerca. Ello estaba ahí, y estaba la belleza.

Todo deliberado patrón de cambio es no‑cambio; ese cambio tiene un motivo, un propósito, una dirección y, por tanto, es me­ramente una continuidad modificada de lo que ha sido. Se­mejante cambio es inútil; es como cambiarle los vestidos a una muñeca, la cual permanece invariable, mecánica, carente de vida, frágil, destinada a romperse y a ser desechada como un desper­dicio. El fin inevitable de ese cambio es la muerte; la revolución social, económica, es muerte dentro del patrón del cambio. No es revolución en absoluto, es una continuidad modificada de lo que ha sido. La mutación, la revolución total ocurre sólo cuando el cambio, el patrón de tiempo, es visto como falso y entones, al abandonárselo por completo, tiene lugar la mutación.

 

2

 

El mar estaba encrespado con olas atronadoras cuyo sonido llegaba desde lejos; cerca había una aldea edificada en torno de una profunda y gran laguna ‑se le llama aljibe‑ y un templo derruido El agua del aljibe era de un color verde pá­lido y había escalones que descendían en su interior desde todos lados. La aldea se hallaba descuidada, sucia, y apenas si había algún camino; alrededor de este aljibe había casas y a un cos­tado estaba el antiguo templo en ruinas y además había uno comparativamente nuevo, con muros veteados de rojo; las casas estaban desmoronándose, pero existía en relación con la aldea un sentimiento familiar, amistoso. Cerca del sendero que llevaba hacia el mar, había un grupo de mujeres regateando con voces chillonas acerca de un pescado; parecían muy excitadas por todo; era su entretenimiento vespertino ya que también reían. Y es­taba la basura del camino que se amontonaba en un rincón, y los perros sarnosos de la aldea que hurgaban con sus hocicos en ese montón de desperdicios; junto al mismo había un almacén donde vendían bebidas y cosas para comer, a cuya puerta una pobre mujer andrajosa y con una criatura pedía limosna. El cruel mar estaba muy cerca, atronador, y los deliciosos arro­zales verdes se extendían más allá de la aldea, apacibles, llenos de promesas en la luz del atardecer. A través del mar venían, sin prisa, masas de nubes iluminadas por el sol, y en todas partes había actividad, pero nadie levantaba los ojos para mirar el cielo. El pez muerto, el bullicioso grupo, las verdes aguas en esa profunda laguna, los muros veteados del templo, todo parecía contener al sol poniente. Si uno sigue por ese camino hasta el otro lado del canal, cerca del arrozal y los bosquecillos de casuarinas, cada transeúnte que uno conoce se muestra amistoso, se detiene y le habla a uno, le dice que debería venir a vivir con ellos, que ellos lo atenderían bien. El cielo se está oscure­ciendo y el verde de los arrozales ha desaparecido; las estrellas lucen muy brillantes.

Paseando por ese camino en plena oscuridad, con la luz de la ciudad reflejada en las nubes, esa fuerza inquebrantable llegó con tanta plenitud y tal claridad que literalmente le quitó a uno el aliento. Esa fuerza era toda la vida. No era la fuerza de una voluntad cuidadosamente elaborada, ni la fuerza de muchas defensas y resistencias; no era la fuerza del coraje ni la de los celos y la muerte. No tenía cualidad, ninguna descripción podría contenerla y, sin embargo, estaba ahí como aquellos oscuros cerros distantes y esos árboles junto al camino. Era demasiado inmensa para que pudiera tener su origen en el pensamiento o para que éste pudiera especular sobre ella. Era una fuerza que no tenía causa y, por tanto, nada podía añadírsele ni qui­társele. No podía ser conocida; carecía de forma, de figura y era inaccesible. Conocer implica reconocimiento, pero ella es siempre nueva, es algo que no puede medirse en el tiempo. Había estado allí todo el día, inciertamente, sin insistir, como un susurro, pero ahora estaba ahí con tanta urgencia y una ple­nitud tal que nada había sino eso. Las palabras se han deterio­rado tornándose vulgares; la palabra amor está en el mercado, pero esa palabra tenía un significado por completo diferente mientras uno paseaba por ese camino desierto. Llegó junto con esa impenetrable fuerza; ambos eran inseparables, como el color es inseparable de un pétalo. Consumían totalmente el cerebro, el corazón y la mente, y nada quedaba sino eso. No obstante, los autobuses pasaban rechinando, los aldeanos charlaban ruido­samente, y las Pléyades estaban sobre el horizonte. Ello conti­nuó, tanto caminando solo como yendo acompañado de otros, y prosiguió durante la noche hasta que la mañana vino entre las palmeras. Pero está ahí, como un susurro entre las hojas.

Qué cosa tan extraordinaria es la meditación. Si existe cual­quier clase de compulsión, de esfuerzo para que el pensamiento se ajuste o imite, entonces la meditación se vuelve una pesada carga. El silencio que se desea deja de ser esclarecedor; si la meditación es la persecución de visiones y experiencias, conduce a la ilusión y a la autohipnosis. Sólo en el florecer del pensa­miento y, por tanto, en el cese del pensamiento, tiene signi­ficado la meditación; el pensamiento únicamente puede florecer en libertad, no en los patrones de conocimiento que siempre están ensanchándose. El conocimiento puede brindar experiencias más nuevas con sensaciones mayores, pero una mente que está buscando experiencias de cualquier clase, es una mente inmadura. La madurez implica libertad de toda experiencia; ser maduro es no estar más influido por el ser o el no‑ser. La madurez en la meditación es la liberación de la mente con res­pecto al conocimiento que moldea y controla toda experiencia. Una mente que es luz para sí misma no necesita experiencias. La meditación es un viajar por el mundo del conocimiento y, habiéndose liberado de él, un penetrar en lo desconocido.

 

3

En ese agradable camino hay una choza iluminada por una lámpara de aceite, y dentro de ella estaban riñendo; con una voz de tono alto, chillón, la mujer gritaba algo acerca de dinero, que no había quedado bastante para comprar arroz; él, en un tono bajo, acobardado, estaba mascullando algo. Uno podía oír la voz de ella desde muy lejos y sólo el atestado autobús la ahogaba. Las palmeras permanecían silenciosas y aun las plumo­sas copas de las casuarinas habían detenido su suave movimien­to. No había luna y estaba oscuro, el sol se había puesto tiempo atrás entre masas de nubes. Pasaron autobuses y automóviles en gran cantidad, porque toda la gente había ido a ver un antiguo templo cerca del mar, y otra vez la carretera quedó tranquila, aislada y muy lejos de todo. Los pocos aldeanos que transitaban lo hacían conversando en voz baja, cansados de la labor del día. Llegaba esa extraña inmensidad y ya estaba ahí con increíble dulzura y afecto; como una tierna, nueva hoja en prima­vera, tan fácil de destruir, estaba ahí totalmente vulnerable y, por ello, eternamente indestructible. Todo pensamiento y sen­timiento desaparecieron, y cesó el reconocimiento.

Es extraño lo importante que se ha vuelto el dinero, tanto para quien lo da como para quien lo recibe, para el hombre que tiene poder y para el pobre. Ellos hablan eternamente de dinero o evitan hablar de dinero porque eso es de mal gusto, pero son conscientes del dinero. Dinero para hacer buenas obras, dinero para el partido, dinero para el templo, y dinero para comprar arroz. Si uno tiene dinero es un desdichado, y si no lo tiene también lo es. Ellos le dicen a uno cuánto vale esa persona cuan­do hablan de su posición, de los títulos que ha logrado, de su talento, de su capacidad, de lo mucho que está haciendo. Siempre la envidia del rico y la envidia del pobre, la compe­tencia en la ostentación, en el conocimiento, en las ropas y la brillantez de la conversación. Todos tratan de impresionar a alguien, cuanto más grande la multitud, mejor. Pero el dinero es más importante que ninguna otra cosa excepto el poder. Ambos constituyen una maravillosa combinación; el santo tiene poder aunque no tenga dinero; él tiene influencia sobre el pobre y el rico. El político utilizará al país, al santo, a los dioses que hay, para llegar a la cúspide y hablarle a uno del absurdo de la ambición y de la crueldad del poder. Para el dinero y el poder no hay fin; cuanto más se tiene más se desea y eso nunca ter­mina. Pero tras de todo lo que es dinero y poder está el dolor, que no puede descartarse; uno podrá ponerlo a un lado, podrá tratar de olvidarlo, pero siempre estará ahí; uno no puede ale­jarlo mediante argumentaciones, siempre está ahí, una profunda herida que jamás parece curarse.

Nadie quiere verse libre del dolor, es demasiado complejo para que se le comprenda; todo está explicado en los libros, y los libros, las palabras, las conclusiones se vuelven suma­mente importantes, pero el dolor sigue estando ahí oculto bajo las ideas. Y el escape adquiere significación; el escape es la esencia de la superficialidad, aunque pueda variar en hondura. Pero el dolor no puede ser trampeado fácilmente. Es preciso llegar al mismo corazón del dolor para acabar con él; uno tiene que ahondar muy profundamente dentro de si mismo sin dejar de poner al descubierto un solo rincón. Tiene que ver cada doblez, cada vuelta del astuto pensamiento, cada sentimiento en relación con todas las cosas, cada movimiento de cada reacción, y tiene que hacerlo sin limitaciones, sin preferencias. Es como seguir el curso de un río hasta su origen; el río lo llevará a uno hasta allí. Es preciso seguir cada hebra, cada indicio hasta llegar al corazón mismo del dolor. Sólo hay que observar, ver, escuchar; todo está ahí, claro y a la vista. Uno tiene que em­prender el viaje, no a la luna, no a los dioses, sino al interior de si mismo. Uno puede dar un rápido paso hacia la propia interioridad y, así, rápidamente acabar con el dolor; o bien puede prolongar el viaje con desidia, con pereza y sin pasión. Es indis­pensable tener pasión para terminar con el dolor, y la pasión no se compra con el escape. Está ahí cuando uno deja de escapar.

 

4

Bajo los árboles había mucha quietud; una gran cantidad de pájaros cantaban, se llamaban los unos a los otros, parlotea­ban, perpetuamente inquietos. Las ramas eran enormes, bella­mente formadas, pulidas, lisas, sobrecogía verlas; tenían una línea, una gracia tal que impresionaban profundamente, y uno se maravillaba de las cosas de la tierra. La tierra no tenía nada más bello que el árbol, y cuando éste muriera seguirla siendo bello, con cada rama desnuda abierta al cielo, blanqueada por el sol y con pájaros reposando sobre su desnudez. Habría refugio para los búhos, ahí en ese profundo hueco, y los bri­llantes y chillones papagayos harían su nido bien alto en la cavidad de aquella rama; vendrían los pájaros carpinteros con los rojos penachos de plumas asomando rectos de sus cabezas, para hacer unas cuantas perforaciones; por supuesto, llegarían esas ardillas listadas corriendo alrededor de las ramas, quejándose permanentemente de algo y siempre curiosas; justo en la rama más alta habría un águila blanca y roja inspeccionando la tierra con solitaria dignidad. Habría muchas hormigas, rojas y negras, subiendo veloces por el árbol y otras corriendo hacia abajo, y sus picaduras serian muy dolorosas. Pero ahora el árbol estaba vivo, era maravilloso y daba abundante sombra, y el sol abrasador no lo alcanzaba a uno; era posible sentarse ahí por una hora y ver y escucharlo todo, lo vivo y lo muerto, lo ex­terno y lo interno. Uno no puede ver y atender a lo externo, sin transitar por lo interno. En realidad lo externo es lo interno y lo interno es lo externo, y es difícil, casi imposible, separarlos. Al mirar este magnifico árbol uno se pregunta quién está ob­servando a quien, y pronto ya no hay observador en absoluto. Todo está intensamente vivo; sólo hay vida y el observador está tan muerto como aquella hoja. No existe una línea divisoria entre el árbol, los pájaros, ese hombre sentado a la sombra y la ‘tierra tan plena, tan abundante. Allí hay virtud sin pensamiento y, por lo tanto, hay orden. El orden no es permanente; está ahí sólo de instante en instante, y esa inmensidad llega con el sol poniente, tan casual, tan espontánea, tan bienvenida. Los pájaros han callado porque está oscureciendo y todo se aquieta poco a poco aprestándose para la noche. El cerebro, esa cosa tan sen­sible, tan viva, tan maravillosa, está totalmente silencioso, tan sólo observando, escuchando sin un momento de reacción, sin registrar, sin experimentar, sólo viendo y escuchando. Con esa inmensidad hay amor y destrucción, y esa destrucción es una fuerza inaccesible. Todo esto son palabras, como aquel árbol muerto, un símbolo de lo que fue y ya no es. Eso se ha ido, se ha alejado de la palabra; la palabra está muerta y nunca podrá aprehender esa vertiginosa y arrebatadora cualidad de la nada. Sólo en ese vacío inmenso existe el amor con su inocencia. ¿Cómo puede el cerebro percibir ese amor, el cerebro que es tan activo, que está tan atestado, tan cargado de conocimiento, de experiencia? Todo debe ser negado para que ello sea.

El hábito, por conveniente que pueda ser, destruye la sen­sibilidad; el hábito proporciona el sentimiento de seguridad, y ¿cómo puede haber un estado de alerta, cómo puede haber sen­sibilidad cuando se cultiva el hábito? No es que la inseguridad produzca una percepción alerta y sensible. Qué rápidamente se convierte todo en hábito, tanto el dolor como el placer, y enton­ces sobreviene el aburrimiento y esa cosa tan peculiar llamada ocio. Después del hábito que ha estado funcionando durante cuarenta años, uno tiene ocio, o tiene ocio al terminar el día. El hábito tuvo su oportunidad y ahora le toca el turno al ocio, el cual a su vez se convierte en un hábito. Sin sensibilidad no hay afecto ni existe esa integridad que no es la reacción estimu­lada por una existencia contradictoria. La maquinaria del hábito es el pensamiento que siempre está buscando seguridad, algún estado confortable desde el cual nunca será perturbado. Es esta búsqueda de lo permanente la que niega la sensibilidad. Ser sensible no lastima jamás, son sólo aquellas cosas en las cuales uno ha encontrado refugio las que causan dolor. Ser totalmente sensible es estar totalmente vivo, y eso es amor. Pero el pensamiento es muy astuto; él evadirá al perseguidor, que es siem­pre otro pensamiento; el pensamiento no puede perseguir a otro pensamiento. Sólo el florecer del pensamiento puede ser visto, escuchado; y lo que florece en libertad llega a su fin, muere sin dejar una huella.

 

5

Este cuclillo cuyo reclamo se había estado escuchando desde el amanecer, era más chico que un cuervo, más gris; tenia una larga cola y brillantes ojos rojizos; se hallaba posado sobre una pequeña palmera, semioculto, llamando con tonos claros y deli­cados; se divisaban su cola y cabeza, y más allá, en un arbolillo estaba su compañera. Ésta era más pequeña, más tímida, se hallaba más oculta; luego el macho voló hacia donde estaba la hembra, y ésta salió hasta el extremo de una rama descubierta; permanecieron ahí mientras el macho continuaba con su reclamo y pronto levantaron vuelo y desaparecieron. El cielo estaba nu­blado y una suave brisa jugueteaba entre las hojas; las pesadas palmas se hallaban inmóviles, ya les tocaría el turno al fin del día, hacia el anochecer, de iniciar su lenta danza; pero ahora permanecían quietas, aletargadas e indiferentes. Debe haber llovido durante la noche, el suelo estaba húmedo y la arena que­bradiza; reinaba la paz en el jardín porque el día no había co­menzado aún; los grandes y espesos árboles se hallaban somno­lientos, mientras que los más pequeños habían despertado todos, y dos ardillas se perseguían la una a la otra juguetonamente sa­liendo y penetrando entre las ramas. Las nubes del temprano amanecer cedían el paso a las nubes del día y las casuarinas co­menzaban a mecerse.

Cada acto de la meditación jamás es igual, hay un hálito nuevo, un nuevo estallido; no existe un molde que deba que­brarse, porque no hay construcción de otro, de un nuevo hábito que encubra al viejo. Todos los hábitos, aunque hayan sido adquiridos recientemente, son viejos; se han formado a partir de lo viejo, pero la meditación no consiste en quebrar el viejo molde para construir uno nuevo. La meditación era el estallido de lo nuevo, era nueva, no se hallaba en el campo de lo viejo; nunca había penetrado en ese terreno; era nueva y jamás había conocido lo viejo; era explosiva en sí misma; no hacía pedazos alguna cosa sino que ella era la destrucción misma. Destruía y, por tanto, era nueva y había creación.

En la meditación no existe un juguete que lo absorba a uno o al cual uno pueda absorber. Ella es la destrucción de todos los juguetes, las visiones, las ideas, las experiencias que contri­buyen a elaborar lo que se llama meditación. Uno debe echar los cimientos para la verdadera meditación, de otro modo estará atra­pado en diversas clases de ilusiones. La meditación es la negación más pura, una negación que no es el resultado de reacción al­guna. Negar y permanecer negando en la negación, es una acción sin motivo, y eso es amor.

 

6

Era un pájaro de color gris jaspeado, casi tan grande como un cuervo; no era ni pizca de tímido y uno podía observarlo el tiempo que quisiera; estaba comiendo bayas que colgaban en gruesos racimos de color verde plateado y las seleccionaba muy cuidadosamente. Pronto otros dos pájaros, casi del mismo tama­ño que el de color gris jaspeado, vinieron a posarse sobre otros racimos; eran los cuclillos de ayer; esta vez no había dulces re­clamos, todos estaban muy atareados comiendo. Estos cuclillos son por lo general pájaros muy asustadizos, pero no parecía importarles que alguno estuviera tan cerca de ellos observán­dolos, sólo a unos pocos metros de distancia. Después llegó la ar­dilla listada para unirse al grupo, pero los tres pájaros escaparon volando y la ardilla se dedicó a comer con voracidad, pero cuando vino un cuervo graznando esto fue demasiado para ella y huyó velozmente. El cuervo no comió ninguna baya, pero probablemente le disgustaba que otros se divirtieran viéndolo. Era una mañana fresca y el sol asomaba lentamente tras de los tupidos árboles; había largas sombras y el suave rocío permanecía año sobre los pastos; en la pequeña laguna había dos lirios azules con el corazón de oro; era un color dorado claro y el azul era el azul de los cielos en primavera; las hojas eran redondas, muy verdes, y una ranita se hallaba sentada sobre una de ellas, inmóvil, mirando fijamente. Los dos lirios constituían la delicia de todo el jardín, pero los grandes árboles los despreciaban sin darles sombra; eran delicados, tiernos y estaban quietos en su laguna. Cuando uno los miraba, llegada a su fin toda reacción, se desvanecían los pensamientos y sentimientos y sólo los lirios quedaban en su belleza y quietud; eran intensos como toda cosa viviente, excepto el hombre que está perpetuamente ocupado consigo mismo. Mientras uno los contemplaba el mundo había cambiado, no hacia un orden social mejor con menos tiranía y más libertad o con la pobreza eliminada, sino que no existía el pesar ni el dolor, ni el ir y venir de la ansiedad, ni el afán que surge del tedio; el mundo había cambiado porque esos dos lirios estaban ahí, azules y con los corazones del color del oro. Ese era el milagro de la belleza.

El camino nos era ahora familiar a todos: el aldeano, la larga fila de carretas de bueyes, unas quince o veinte, con el hombre caminando al lado de cada una de ellas, con los perros, las cabras y los maduros arrozales; y en ese atardecer el camino se abría en una sonrisa y los cielos estaban muy cercanos. Oscurecía y el camino brillaba con la luz del cielo, la noche se apro­ximaba. La meditación no proviene del esfuerzo; todo esfuerzo contradice, resiste; el esfuerzo y la opción siempre engendran conflicto, y entonces la meditación se vuelve un escape del hecho, de lo que es. Pero en ese camino, la meditación se rendía a «lo otro», silenciando por completo al ya aquietado cerebro; el cere­bro era meramente un pasaje para aquello que es inmensurable; como un río profundo entre dos empinadas orillas, esta cosa extraña, desconocida que es «lo otro» se movía sin dirección, sin tiempo.

 

7

Por la ventana uno podía ver una joven palmera y un árbol lleno de grandes flores con pétalos rosados entre las verdes hojas. Las palmas ondeaban en todas direcciones pesada y desma­ñadamente, mientras que las flores permanecían inmóviles. Más lejos estaba el mar y uno podía oírlo toda la noche, profundo y penetrante; nunca variaba su opresivo sonido que se mantenía vibrando en el aire; en él había amenaza, desasosiego y una fuerza brutal. Con el alba, el bramido del mar disminuyó y otros sonidos tomaron posesión: los pájaros, los automóviles y el tambor. La meditación era el fuego que quemaba todo tiempo y distancia, toda realización y experiencia. Sólo existía el vasto, infinito vacío, pero en él había movimiento, creación. El pensa­miento no puede ser creativo; puede producir cosas en el lienzo, o mediante palabras, o en la piedra o con un maravilloso cohete; el pensamiento, por refinado o sutil que pueda ser, está dentro de los límites del tiempo; él sólo puede abarcar el espacio; no puede ir más allá de si mismo. El pensamiento no puede puri­ficarse a sí mismo, no puede perseguirse; sólo puede florecer ‑si no se bloquea a sí mismo‑ y morir. Todo sentimiento es sensación y la experiencia pertenece a la sensación; el senti­miento y el pensamiento erigen las barreras del tiempo.

 

9

El mar podía oírse desde una gran distancia, atronando ola tras ola, interminablemente; éstas no eran olas innocuas; eran peligrosas, violentas y despiadadas. El mar parecía en calma, soñador, paciente, pero las olas eran enormes, altas, temibles. Se llevaban a los hombres, los ahogaban, y la corriente era muy fuerte. Las olas jamás eran suaves, sus altas curvas eran magni­ficas, espléndidas para verlas a distancia, pero en ellas había fuerza bruta y crueldad. Los catamaranes, tan endebles, condu­cidos por hombres delgados y morenos, atravesaban esas olas, indiferentes, sin cuidarse, sin albergar jamás un pensamiento de temor; irían lejos en dirección al horizonte y probablemente regresarían tarde en el día con su nutrida pesca. Esa tarde las olas se mostraban particularmente furiosas, arrogantes en su impaciencia, y su estallido sobre la playa era ensordecedor; la playa se extendía de norte a sur con una arena perfectamente limpia, amarillenta, quemada por el sol. Y el sol tampoco era benigno; siempre ardiente, abrasador; sólo en la madrugada, justo cuando asomaba surgiendo del mar o al ponerse entre masas de nubes, era templado, agradable. El furioso mar y el sol abrasador torturaban la tierra y la gente era muy pobre, flaca, siempre hambrienta; la presencia de la miseria era per­manente y morir resultaba muy fácil, más fácil que nacer, lo cual engendraba indiferencia y deterioro. Los acomodados tam­bién eran indiferentes, insensibles, excepto para hacer dinero o para construir un puente o en la búsqueda de poder; para esta dase de cosas eran muy hábiles en obtener más y más ‑más conocimientos, más capacidad‑ pero siempre perdiendo y con la muerte siempre ahí. La muerte es tan definitiva, no puede ser engañada, no hay argumentos, por sutiles y astutos que pue­dan ser, capaces de detenerla; está siempre ahí. Uno no puede construir murallas contra la muerte, pero si puede hacerlo con­tra la vida; a la vida puede engañársela, uno puede escapar de ella, acudir al templo, creer en salvadores, ir a la luna; uno puede hacer cualquier cosa con la vida, pero ahí están el dolor y la muerte. Uno puede esconderse del dolor pero no de la muerte. Aun a esa distancia podía oírse el tronar de las olas y las palmeras se destacaban contra el cielo rojizo del atardecer. Los charcos y la acequia fulguraban con el sol poniente.

Nos impulsan toda clase de motivos, cada acción tiene tras de si un motivo, y así es como carecemos de amor. No amamos aquello que hacernos. Creemos que no es posible actuar, vivir sin un motivo y de ese modo convertimos nuestra existencia en una cosa insulsa y trivial. Utilizamos la función para adquirir status; la función es tan sólo un medio para alguna otra cosa. No existe el amor por la cosa misma, y entonces todo se vuelve falso y la relación es algo terrible. El apego es sólo un recurso para ocultar nuestra propia superficialidad, nuestra soledad estéril, nuestra insuficiencia; la envidia no engendra más que odio. El amor carece de motivos, y es porque no hay amor que se intro­ducen subrepticiamente toda clase de motivos en nuestros actos. Vivir sin motivos no es difícil; ello requiere integridad, no con­formidad a las ideas, a las creencias. Tener integridad es tener percepción autocrítica, estar sensiblemente alerta, alerta a lo que uno es de instante en instante.

 

10

Era una luna muy joven que parecía colgar suspendida entre las palmeras; ayer no estaba ahí; puede que haya permanecido oculta tras de las nubes, tímidamente esquiva, porque era sólo una cinta, una delicada y curva línea de oro, y ahí entre las palmeras oscuras y solemnes, resultaba un milagro de encanto. Las nubes se congregaban para ocultarla, pero estaba ahí visi­ble, tierna y muy cercana. Las palmeras se erguían silenciosas, austeras, ásperas, y los arrozales se estaban tornando amari­llentos con la vejez. El atardecer estaba lleno de voces entre las hojas y unas millas más lejos atronaba el mar. Los aldeanos no se daban cuenta de la belleza del atardecer; estaban habituados a ella; lo aceptaban todo, la pobreza, el hambre, el polvo, la escualidez y las nubes que se iban acumulando. Uno termina por acostumbrarse a todo, al dolor y a la felicidad; si la gente no se acostumbrara a las cosas, seria más desdichada aún, más inquieta. Resulta mejor ser insensible, embotarse que dar paso a más disgustos; es más fácil así, ir muriendo lentamente. Uno puede encontrar razones económicas y sociales para todo esto, pero persiste el hecho, tanto con el pobre como con el acomo­dado, de que es más simple acostumbrarse a las cosas, ir a la oficina, a la fábrica, por los siguientes treinta años, con el abu­rrimiento y la futilidad de todo ello; pero uno tiene que vivir, uno tiene responsabilidades y, por lo tanto, es más seguro habi­tuarse a todo. Nos habituamos al amor, al miedo y a la muerte. En hábito se convierten la bondad y la virtud, y aun los esca­pes y los dioses. Una mente manejada por los hábitos es una mente lerda, superficial.

 

11

El amanecer tardaba en llegar; aun brillaban las estrellas y los árboles permanecían recogidos en si mismos; no se escuchaba el llamado de ningún pájaro, ni siquiera los pequeños búhos que parlotearon durante la noche de árbol en árbol. Todo se hallaba extrañamente callado, excepto el bramido del mar. Se sentía el perfume de muchas flores, el olor a hojas pu­driéndose y a tierra mojada; el aire estaba muy quieto y los olores penetraban en todas partes. La tierra aguardaba el ama­necer y la llegada del día; había expectativa, paciencia y una extraña quietud. La meditación proseguía en esa quietud, y esa quietud era amor; no el amor a algo o a alguien, la imagen y el símbolo, la palabra y el cuadro. Era simplemente amor, sin sensaciones, sin sentimientos. Era algo que existía completamente por si mismo, desnudo, intenso, sin raíz y sin designio. El sonido de aquel pájaro a lo lejos era ese amor, y era la direc­ción de donde provenía el sonido, y la distancia; estaba ahí sin tiempo, sin palabras. No era una emoción, ésta se marchita y es cruel; el símbolo, la palabra pueden sustituirse, pero no la cosa. Al estar desnudo era totalmente vulnerable y, por ello, indestruc­tible. Tenía esa inaccesible fuerza de «lo otro», lo incognosci­ble que llegaba a través de los árboles y desde más allá del mar. La meditación era el sonido de aquel pájaro que llamaba desde ese vacío, y era el bramido del mar atronando contra la playa. El amor sólo puede existir en el vacío total. El grisáceo amane­cer ya estaba ahí, lejos en el horizonte, y los oscuros árboles se veían más oscuros aún, más intensos. En la meditación no existe la repetición, una continuidad del hábito; hay muerte de todo lo conocido y un florecer de lo desconocido. Se desvanecían las estrellas y las nubes despertaban con la llegada del sol.

La experiencia destruye la claridad y la comprensión. La ex­periencia es sensación, una respuesta a diversas clases de estímulos, y cada experiencia refuerza los muros que nos encie­rran, por mucho que esa experiencia pueda ampliarse y expan­dirse. El conocimiento acumulado es mecánico, lo son todos los procesos aditivos; éstos resultan necesarios para la existencia mecánica, pero el conocimiento está atado al tiempo. El anhelo de experiencias es interminable, como lo es toda sensación. La crueldad de la ambición es lo que promueve la experiencia, con la sensación de poder y el endurecimiento de la capacidad. La experiencia no puede producir humildad, que es la esencia de la virtud. Sólo en la humildad existe el aprender y el aprender no es la adquisición de conocimientos.

Un cuervo inauguró la mañana y todos los pájaros en el jardín se le unieron, y de pronto todo estaba despierto y la brisa soplaba entre las hojas y todo era esplendor.

 

13

Había de horizonte a horizonte ‑norte a sur‑ una larga extensión de negras nubes cargadas con lluvia, y las rompientes eran blancas; al norte llovía a cántaros y la lluvia venía lentamente hacia el sur; desde el puente sobre el río se veía una larga línea blanca de olas contra el horizonte negro. Autobuses, bicicletas, automóviles y pies desnudos avanzaban por el puente mientras la lluvia venía acercándose con furia. El río estaba desierto, como generalmente lo está con ese tiempo, ni siquiera se hallaba en él aquella hermosa garza, y las aguas eran tan oscuras como el cielo. A través del puente pasaba una parte de la gran ciudad atestada, ruidosa, sucia, presumida, próspera, y a poca distancia hacia la izquierda se hallaban las chozas de barro, los edificios arruinados, los pequeños y sucios alma­cenes, una pequeña fábrica y un camino atestado en el que una vaca estaba echada justo en el medio y los autobuses y automó­viles debían rodearla para avanzar. Hacia el oeste había franjas de color rojo vivo, pero éstas también iban siendo cubiertas por la lluvia próxima. Más allá de la estación de policía, al otro lado de un estrecho puente, está el camino que atraviesa los arrozales hacia el sur, tejos de la ciudad sucia y ruidosa. En­tonces comenzó a llover, un cortante y espeso aguacero que en un segundo formó charcos en el camino y había agua corriente donde antes el suelo estaba reseco; era una lluvia furiosa, explosiva, que lavaba, limpiaba, purificaba la tierra. Los aldeanos estallan empapados hasta la piel pero eso no parecía importarles; proseguían con sus risas y sus charlas, metiendo sus pies des­nudos en los charcos. La pequeña choza con la lámpara de aceite hacia agua, los autobuses pasaban rugiendo, salpicando a todo el mundo, y las bicicletas con sus débiles faros avanza­ban en la densa lluvia haciendo sonar sus campanillas.

Todo era lavado hasta quedar limpio, el pasado y el pre­sente, no había tiempo, no había futuro. Cada paso que uno daba era intemporal, y el pensamiento, una cosa del tiempo, ­se detuvo; no podía avanzar ni retroceder, no existía. Y cada gota de esa furiosa lluvia era el río, el mar y las nieves perpe­tuas. Había un vacío completo, total, y ese vacío era creación, amor y muerte no separados.

Era preciso vigilar cada paso, los autobuses casi lo tocaban a uno al pasar.

 

15

Era un hermoso atardecer; unas cuantas nubes se habían congregado en torno del sol poniente; había también algunas nubes errantes ardiendo en color y la luna nueva estaba atra­pada entre ellas. El bramido del mar llegaba entre las casua­rinas y las palmeras, que suavizaban su furia. Las altas, rectas palmeras se destacaban negras contra el cielo de un rosa intenso y resplandeciente, y una bandada de blancas aves acuáticas se dirigía al norte, grupo tras grupo, con sus delgadas patas ten­didas hacia atrás y batiendo lentamente las alas. Y una larga fila de chirriantes carretas de bueyes avanzaban en dirección a la ciudad, cargadas con leña de casuarinas. El camino estuvo atestado por un rato y quedó casi desierto a medida que uno avanzaba e iba oscureciendo. Justo en el momento de ponerse el sol, quietamente adviene sobre la tierra una extraña sensa­ción de paz, de dulzura, de purificación. No se trata de una reacción; está ahí en la ciudad con todos sus ruidos, con la es­cualidez, el bullicio y el circular de la gente; está ahí en ese pequeño retazo de tierra descuidada; está ahí donde se encuen­tra ese árbol con una coloreada cometa presa entre las ramas; está en esa desierta calle, al otro lado del templo, está en todas partes, uno sólo tiene que vaciarse del día. Y en ese atardecer, a lo largo del camino, ahí estaba, invitándolo a uno dulcemente a alejarse de todo y de todos, y a medida que oscurecía ello se tornó más bello e intenso. Las estrellas brillaban entre las palmeras y Orión estaba entre ellas asomando desde el mar, y las Pléyades se encontraban fuera de su alcance con las tres cuartas partes del trayecto ya recorridas. Los aldeanos se acercaban para conocernos y querían conversar con nosotros, vendernos algún terreno para que así viviéramos entre ellos. A medida que avanzaba el anochecer, «lo otro» descendió con su explosiva bienaventuranza y el cerebro estaba tan inmóvil como esos ár­boles en los que no temblaba una sola hoja. Todo se tornó más intenso, cada color, cada forma, y en esa pálida luz lunar los charcos que había al costado del camino eran las aguas de la vida. Hay que desprenderse de todo, todo debe ser borrado, no hay que admitir nada, pero el cerebro debe estar totalmente quieto, sensible para observar, para ver. Como una inundación que cubre la tierra seca y abrasada, aquello llegó pleno de en­canto y claridad; llegó para quedarse.

 

17

Fue mucho antes del amanecer que el agudo grito de un pájaro despertó a la noche por un instante, y la luz de ese grito se desvaneció. Los árboles permanecían inmóviles, oscuros, fun­diéndose en el aire; era una noche suave y serena, infinita­mente viva, despierta; había en ella movimiento, una conmo­ción profunda que acompañaba al silencio total. Aun la aldea cercana, con sus innumerables perros que siempre estaban la­drando, ahora se hallaba silenciosa. Era una calma extraña, te­rriblemente poderosa, destructivamente viva. Tan viva y tan quieta que uno sentía temor de moverse; fue así que el cuerpo quedó congelado en su inmovilidad, y el cerebro, que había despertado con aquel agudo grito del pájaro, terminó por aquie­tarse también con su sensibilidad intensificada. Era una noche brillante de estrellas en un cielo sin nubes; parecían tan cer­canas, y la Cruz del Sur se encontraba justo encima de los ár­boles, rutilante en el aire cálido. Todo estaba muy quieto. La meditación jamás está en el tiempo; el tiempo no puede pro­ducir la mutación; puede producir cambios que, a su vez, nece­sitan ser cambiados, como todas las reformas; la meditación que brota del tiempo, ata siempre, en una meditación así no hay libertad, y sin libertad nunca cesan la opción y el conflicto.

 

18

Muy alto en las montañas, entre los áridos peñascos sin un solo árbol ni arbusto, había una pequeña corriente brotando de la sólida, inaccesible roca; apenas si era una corriente, más bien un gotear. A medida que descendía formaba una cascada, sólo un murmullo, y bajaba, bajaba hacia el valle; y ahí ya procla­maba su fuerza, el largo camino que recorrería a través de ciu­dades, bosques y espacios abiertos. Estaba destinada a conver­tirse en un río irresistible que barrería sus márgenes purificán­dose a si mismo a medida que avanzara, estallando sobre las rocas, fluyendo a lejanos lugares, fluyendo perpetuamente hacia el mar[30]. Lo que importaba no era llegar hasta el mar, sino ser un río, un río ancho, profundo, rico y espléndido; un río que entraría en el mar para desaparecer en las vastas, insondables aguas; pero el mar se hallaba muy lejos, a muchos miles de millas, y de aquí a entonces estaban la vida, la belleza y el jú­bilo incesante; nada podía detener eso, ni aun las fábricas o las represas. Era realmente un río maravilloso, ancho, profundo, con tantas ciudades en sus márgenes, tan despreocupadamente libre y sin abandonarse jamás. Toda la vida estaba en sus orillas: verdes campos, florestas, casas solitarias, muerte, amor y des­trucción; lo cruzaban largos y anchos puentes de graciosas for­mas y muy transitados. Otras corrientes y ríos se le unían, pero él era el río madre de todos los ríos, de los pequeños y los grandes. Siempre estaba lleno, siempre purificándose a si mismo, y en un atardecer era una bendición contemplarlo, con el color cada vez más profundo de las nubes y con sus doradas aguas. Pero el pequeño gotear tan lejano, en medio de aquellas gi­gantescas rocas que parecían concentrarse para producirlo, era el principio de la vida, y el final estaba más allá de sus orillas y más allá de los mares.

La meditación era como ese río, sólo que no tenía comienzo ni fin; comenzaba y su fin era su comienzo. No había causa, y su movimiento era su renovación. Ella era siempre nueva, nunca se acumulaba para envejecer; jamás quedaba contaminada por­que no tenía raíces en el tiempo. Es bueno meditar, no for­zarlo, no hacer ningún esfuerzo, comenzar gota a gota e ir más allá del tiempo y del espacio, donde el pensamiento y el sentimiento no pueden penetrar, donde no existe la expe­riencia.

 

19

Era una hermosa mañana, bastante fresca, y el alba estaba lejos aún; los pocos árboles y arbustos que crecían alrededor de la casa parecían haberse convertido durante la noche en un bosque con muchas serpientes escondidas y animales salvajes, y la luz de la luna con sus miles de sombras ahondaba la im­presión; eran árboles grandes, sobrepasaban en altura a la casa, y todos se hallaban silenciosos aguardando el alba. Y súbita­mente, a través de los árboles y desde más allá, llegó un canto, un canto religioso de devoción; la voz era rica, el cantor ponía en ella su corazón, y el canto viajaba lejos en la noche de luna. Mientras uno lo escuchaba iba cabalgando sobre la onda del sonido y era parte de él e iba más allá de él, más allá del pen­samiento y el sentimiento. Luego se agregó otro sonido de un instrumento, muy tenue pero claro.

 

26

El río es ancho y espléndido aquí; es profundo y tranquilo como un lago, sin una sola onda. Hay unos pocos botes, la mayoría de pescadores, y una embarcación grande con una vela rasgada, que lleva arena a la ciudad que está más allá del puen­te. Lo realmente hermoso es la extensión de agua que se pro­longa hacia el este y la margen del otro lado; el río parecía un enorme lago, pleno de inenarrable belleza y de espacio como para equipararse al cielo; es ésta una región llana, el cielo colma la tierra y el horizonte está más allá de los arboles, muy lejos. Los árboles se encuentran en la otra orilla pasando los tri­gales recién sembrados; primero se extienden los verdes campos y más allá están los árboles, y en medio de ellos hay aldeas. El río crece mucho durante las lluvias y trae consigo más rico sedimento; cuando el río baja se siembra el trigo de invierno; éste es de un verde maravilloso, rico y pleno, y la larga, ancha orilla, es una alfombra de verdor fascinante. Desde este lado del río los árboles se ven como una impenetrable floresta, pero hay aldeas que se cobijan entre ellos. Sin embargo, hay un árbol enorme, con sus raíces al descubierto, que es la gloria de la ri­bera; debajo de él se levanta un pequeño templo blanco, pero sus dioses son como el agua que pasa al lado mientras el árbol permanece; éste tiene un tupido follaje con hojas de largos tallos y los pájaros cruzan el río. Tiene la presencia de la be­lleza, la dignidad de lo que está solo. Pero aquellas aldeas se hallan atestadas, son pequeñas, mugrientas, y los seres humanos ensucian la tierra que los rodea. Desde este lado, las blancas pa­redes de las aldeas entre los árboles se ven nuevas, tienen gracia y una gran belleza. La belleza no es algo hecho por el hombre; las cosas del hambre despiertan sentimientos, sensaciones, pero nada tienen que ver con la belleza. La belleza jamás puede ser un producto, no está en algo que se haya construido ni se en­cuentra en los museos. Uno tiene que ir más allá de todo esto, del gusto personal y la preferencia, tiene que purificarse de toda emoción, porque el amor es belleza.

A medida que fluye hacia el este[31], el curso del río se curva majestuosamente pasando por aldeas, ciudades y bosques pro­fundos; pero aquí, bajo la ciudad y el puente, el río y su ribera opuesta es la esencia de todos los ríos y de todas las riberas. Cada río tiene su propio canto, su propio deleite y sus travesu­ras, pero aquí, en su silencio mismo contiene la tierra y los cielos. Es éste un río sagrado, como todos los ríos lo son; no obstante, en esta parte del largo, sinuoso río hay una dulzura, una delicadeza de inmensa profundidad, y hay destrucción. Al contemplarlo ahora uno quedaba hechizado por su madurez y tranquilidad. Y perdía todo sentido de la tierra y el cielo. En ese quieto silencio advino «lo otro» y la meditación perdió su significado. Aquello era como una ola que viniera desde muy lejos, acumulando impulso a medida que avanzaba, estallando sobre la playa, barriéndolo todo ante sí. Sólo que no había tiem­po ni distancia; estaba ahí con impenetrable fuerza, con des­tructiva vitalidad y, por tanto, ahí estaba la esencia de la belleza, que es amor. No hay imaginación que pueda suscitar todo esto, ningún hondo y recóndito motivo podrá jamás proyectar esta inmensidad. Todo pensamiento y sentimiento, todo deseo y compulsión estaban por completo ausentes. Esto no era una experiencia; la experiencia implica reconocimiento, un centro que se acumula, memoria y continuidad. No era una experiencia; sólo los inmaduros anhelan experiencias y, por eso, quedan atra­pados en la ilusión. Esto era simplemente un suceso, un evento, un hecho, como una puesta de sol, como la muerte y el sinuoso río. La memoria no podía atraparlo en su red para retenerlo y, en consecuencia, destruirlo. Ello no podía ser contenido por el tiempo y el recuerdo, ni perseguido por el pensamiento. Era un relámpago en el que todo tiempo, toda eternidad se consumía sin dejar cenizas, recuerdos. La meditación es el completo y total vaciado de la mente, no con el fin de recibir, de ganar, de llegar, sino un total desnudarse sin motivo alguno; es, en ver­dad, un vaciar la mente de lo conocido, tanto la consciente como la inconsciente, vaciarla de toda experiencia, pensamiento y sen­timiento. La negación es la misma esencia de la libertad; la aserción y la búsqueda positiva implican esclavitud.

 

30

Dos cuervos peleaban malignamente enojados el uno con el otro; había furia en sus voces, ambos se hallaban en el suelo pero uno llevaba ventaja sobre el otro pues le estaba clavando su duro y negro pico. Fue inútil gritarles desde la ventana, y uno de ellos ya estaba a punto de ser matado. Un cuervo que pasaba interrumpió su vuelo y descendió súbitamente llamando, graz­nando con más estridencia que los que peleaban en el suelo; aterrizó junto a ambos batiendo contra ellos sus negras y lus­trosas alas. En un segundo llegaron media docena de cuervos más, todos graznando furiosamente, y varios de ellos separaron con sus picos y alas a los dos que intentaban matarse. Ellos podían matar a otros pájaros, otras cosas, pero no debía haber ase­sinatos entre los de su propia clase; y ése había de ser el fin de la cuestión para todos. Los dos aún querían pelear pero los otros los disuadieron y pronto todos volaron y hubo quietud en el pequeño espacio abierto entre los árboles junto al río.

Era ya avanzada la tarde y el sol se hallaba tras de los árbo­les; el frío realmente riguroso había desaparecido y todos los pájaros estuvieron cantando el día entero, llamándose mutua­mente y produciendo todos esos gratos sonidos que les son característicos. Los papagayos volaban enloquecidos aprestándose para la noche; era un poco temprano aún pero ya llegaban; el gran tamarindo podía albergar a una buena cantidad de ellos; tenían casi el color de las hojas, pero el verde de sus plumas era más intenso, más vivo; si uno observaba cuidadosamente podía apreciar la diferencia, y también distinguir los brillantes picos curvos que usaban para sujetarse y trepar; se veían más bien torpes entre las ramas, trasladándose de una a otra, pero en su movimiento eran la luz de los cielos; sus voces sonaban ásperas y agudas y su vuelo nunca era recto, pero su color era la primavera de la tierra.

Más temprano en la mañana, sobre una rama de ese árbol, dos pequeños búhos estuvieron asoleándose de cara al sol na­ciente; se hallaban tan inmóviles que era imposible advertirlos ‑eran del color de la rama, gris moteado‑ a menos que por casualidad uno los viera salir de su hueco en el tamarindo. El frío había sido muy agudo, cosa de lo más insólita, y esa ma­ñana dos papamoscas de color verde‑oro cayeron muertos por congelación; eran un macho y una hembra, debían haber for­mado una pareja; murieron en el mismo instante y aún estaban suaves al tacto. Eran realmente de color verde‑oro con largos picos curvos; eran tan delicados, estaban tan extraordinariamente vivos todavía. El color es algo muy extraño; el color es dios, y el de esos dos pájaros era la gloria de la luz; el color permanecería aunque el mecanismo de la vida hubiera tocado a su fin. El color era más perdurable que el corazón: estaba más allá del tiempo y del dolor.

Pero el pensamiento jamás podrá resolver la agonía del dolor. Uno podrá razonar y razonar pero el dolor seguirá es­tando ahí después del largo y complicado viaje del pensamiento. El pensamiento nunca podrá resolver los problemas humanos; el pensamiento es mecánico y el dolor no lo es. El dolor es tan extraño como el amor, pero el dolor mantiene fuera al amor. Uno podrá disipar completamente al dolor, pero no es posible invitar al amor. El dolor es autocompasión con todas sus ansiedades, temores, culpas, pero todo esto no puede ser borrado por el pensamiento. El pensamiento engendra al pensador y entre ambos procrean al dolor. El fin del dolor llega cuando uno se libera de lo conocido.

 

31

Había muchos botes de pescadores a medida que el sol avan­zaba profundamente hacia el oeste, y el río despertó de pronto entre risas y conversaciones ruidosas; había veintitrés de esos botes y cada uno contenta dos o tres hombres. El río es ancho aquí y esos pocos botes parecían haber tomado posesión de las aguas; los hombres echaban carreras gritando, llamándose unos a otros con voces excitadas, como de niños que jugaran; eran gente muy pobre, con sucios andrajos, pero en esos momentos no tenían preocupaciones y sus ruidosas charlas y risas llenaban el aire. El río centelleaba y la suave brisa trazaba diseños sobre el agua. Los cuervos comenzaban ahora a volar de regreso a través del río hacia sus árboles habituales; las golondrinas volaban a baja altura, casi tocando el agua.

 

Enero 1, 1962[32]

 

Una sinuosa corriente de agua se abre paso hacia el ancho río, viene a través de una parte de la ciudad sucia de todo cuanto uno pueda imaginarse, y llega al río casi exhausta; cerca de donde se encuentra con éste hay un puente destartalado que la cruza, hecho con cañas de bambú, trozos de cuerda y paja; cuando está casi por derrumbarse, colocan un largo palo en el blando lecho del arroyo y más paja y barro, y lo atan con una cuerda no muy gruesa llena de nudos. Toda la cosa es una ver­dadera ruina; alguna vez debe haber sido un puente bastante derecho, pero ahora sus depresiones casi tocan el perezoso arro­yo, y cuando uno lo cruza oye el barro y la paja hundiéndose en el agua. Pero de algún modo debe ser bastante fuerte; es un puente estrecho; resulta algo difícil evitar rozarse con otra per­sona que venga en sentido contrario. Lo recorren bicicletas car­gadas con tarros de leche, sin la menor preocupación por si mismas o por otros; está siempre ocupado por aldeanos que van a la ciudad con sus productos y vuelven de noche a sus aldeas, fatigados, llevando una cosa u otra, tenazas, cometas, un pedazo de madera, una losa y objetos que no pueden obtener en sus propias aldeas. Visten harapos, están sucios, enfermos, y tienen una paciencia infinita caminando, con los pies desnudos, millas y millas interminables; les falta la energía para rebelarse, para echar del país a todos los políticos, pero si lo hicieran, pronto ellos mismos querrían convertirse en políticos, explotadores as­tutos, inventando medios para sostenerse en el poder, ese mal que destruye a los hombres.

Estábamos cruzando ese puente junto con un enorme búfalo, algunas bicicletas y los aldeanos que habitualmente lo utiliza­ban; estaba a punto de derrumbarse, pero de algún modo todos logramos cruzarlo y al pesado y fastidioso animal no parecía importarle nada. Al remontar la ribera siguiendo un muy gasta­do sendero de arena y después de pasar por una aldea con un antiguo aljibe, uno llegaba a terreno abierto y llano con mangos y tamarindos y campos de trigo invernal; es una llanura que se extiende milla tras milla hasta que, muy lejos, se encuentra con las colinas y las montañas eternas. El sendero es antiquísimo, tiene muchos miles de años, hay templos en ruinas y lo han transitado incontables peregrinos[33]. Cuando el sendero dobla, uno alcanza a ver en la lejanía el río entre los árboles.

Era un bello atardecer, fresco, silencioso, y el cielo era in­menso, ningún árbol, ninguna tierra podía contenerlo; era como si no hubiera horizonte, como si los árboles y la interminable llanura se fundieran en la expansión del cielo. Éste era pálido, de un delicado azul, y la puesta del sol había dejado una bruma de oro donde debería haber estado el horizonte. Los pájaros lla­maban desde sus refugios en los árboles, se escuchaba el balido de una cabra y, muy a lo lejos, silbaba un tren; algunas personas de la aldea, todas mujeres, se hallaban agrupadas en torno de un fuego y, extrañamente, también ellas habían callado. La mostaza estaba en flor, un amarillo que se esparcía por los campos y, a través de éstos, desde una aldea, una columna de humo se elevaba recta en el aire. El silencio era extrañamente penetrante; pasaba a través de uno e iba mucho más allá de uno; no tenía movimiento, ni una sola onda; uno caminaba en él, lo sentía, lo respiraba, era parte de ese silencio. Uno no lo había producido mediante las acostumbradas tretas del cerebro; estaba ahí, y uno mismo era parte de él, no lo estaba experimentando; no había pensamiento que pudiera experimentar, que pudiera recordar, acumular. Uno no se hallaba separado de él para observar, para analizar. Sólo eso estaba ahí y nada más. El tiempo, el tiempo cronológico, estaba avanzando y, por el reloj, este milagro de silencio duró cerca de media hora, pero no existía la duración, no había tiempo. De nuevo estaba uno ca­minando en él, y pasó por el antiguo aljibe, por la aldea, cruzó el estrecho puente y penetró en el paraje oscuro. El silencio es­taba ahí, y acompañándolo estaba «lo otro» con su irresistible y sobrecogedora bienvenida. El amor no es una palabra ni un sentimiento; ahí estaba con su impenetrable fuerza y con la delicadeza de una tierna hoja que tan fácilmente se destruye. Las Pléyades estaban bien en lo alto y Orión sobre las copas de los árboles; la estrella más brillante descansaba en las aguas del río.

 

2

Los muchachos de la aldea estaban remontando cometas a lo largo de la orilla del río; daban verdaderos alaridos, reían, se perseguían unos a otros y vadeaban el río para recuperar los cometas caídos; su excitación era contagiosa, porque las per­sonas mayores que se hallaban en una parte más alta de la ribera los observaban gritándoles, alentándolos. Parecía ser el entretenimiento vespertino de toda la aldea; aun los famélicos perros sarnosos acompañaban con sus ladridos; todo el mundo tomaba parte en la excitación. Todos estaban medio muertos de hambre, no había un solo gordo entre ellos, ni siquiera entre los viejos; los más ancianos eran los más flacos; incluso los niños eran muy delgados pero parecían tener energía en abundancia. Todos vestían harapos rotos y sucios, remendados con diferentes telas de muchos colores, pero eran alegres, aun los más viejos y achacosos; parecían no ser conscientes de su propia miseria, de su debilidad física, ya que muchos de ellos llevaban pesados fardos; tenían una paciencia asombrosa, y debían tenerla por­que la muerte estaba ahí, muy cerca, y con ella la agonía de la vida; todo estaba ahí al mismo tiempo: muerte, nacimiento, sexo, pobreza, inanición, excitaciones, lágrimas. Bajo algunos árboles en la parte más alta de la ribera, no lejos de un antiguo templo en ruinas, ellos tenían un lugar para sepultar a sus muertos[34]; había multitud de pequeñas criaturas que habrían de conocer el hambre, el olor de los cuerpos sin lavar y el olor de la muerte. Pero el río estaba ahí todo el tiempo, a veces ame­nazando a la aldea, pero ahora se hallaba tranquilo, plácido, y las golondrinas lo sobrevolaban a tan baja altura que casi roza­ban el agua que tenía el color de un suave fuego. El río lo era todo, ellos se bañaban ocasionalmente, lavaban sus ropas y sus flacos cuerpos, y lo adoraban y le ponían flores ‑cuando logra­ban obtenerlas‑ para demostrarle su respeto; en él pescaban y junto a él morían. El río era en absoluto indiferente a su alegría y a su dolor; era tan profundo, había en él tanta gravedad, tanto poder; estaba terriblemente vivo y era muy peligroso. Pero ahora estaba quieto, sin una sola onda que perturbara la superficie, y sobre ésta cada golondrina proyectaba una sombra; no volaban muy lejos, sólo cerca de algunos metros; se elevaban un poco, volvían a bajar y otra vez volaban unos metros o algo así, hasta que llegaba la oscuridad. Había pequeñas aves acuá­ticas que volaban velozmente moviendo sus colas hacia arriba y abajo; las había algunas más grandes, casi del color de la tierra húmeda, pardo grisáceo; elevándose y descendiendo recorrían la orilla del agua. Pero el prodigio de todo ello era el cielo sin horizonte, tan vasto, tan infinito. La luz de la tarde que moría era suave y apacible; no proyectaba sombra alguna y cada ar­busto, árbol y pájaro estaban solos. El río que centelleaba du­rante el día, era ahora la luz del cielo; estaba hechizado, so­ñaba perdido en la belleza y amor de esta luz en la que todas las cosas cesan de existir, el corazón con su llanto y el cerebro con su astucia; desaparecieron el placer y el dolor y sólo dejaron luz, luz transparente, suave, acariciante. Había sólo luz; el pensamiento y el sentimiento no participaban en ello, jamás podrían dar luz; no estaban ahí, solamente estaba esta luz mando el sol se ocultó tras los muros de la ciudad y en el cielo no quedaba una nube. No es posible ver esta luz a menos que uno conozca el movimiento intemporal de la meditación; este movimiento existe cuando cesa el proceso del pensar. El pensamiento o el sentimiento no conducen al amor.

Había mucha oscuridad y quietud, no se movía una hoja; todas las estrellas que podían caber en el río estaban ahí y rebosaban en el cielo. El cerebro se hallaba completamente inmó­vil pero muy activo y alerta, observando sin el observador, sin un centro desde el cual pudiera observar; tampoco había sensa­ción alguna. «Lo otro» estaba ahí, profundamente dentro, a una profundidad inaccesible; ello era acción, acción que barría con todo sin dejar una huella de lo que ha sido o de lo que es. No había espacio en el cual pudiera existir un límite, ni había tiempo para que el pensamiento pudiera formarse en él.

 

3

Hay algo curiosamente agradable en recorrer caminando solo un sendero metido profundamente en el campo, un sendero que ha sido utilizado por los peregrinos durante varios miles de años; a lo largo de él hay árboles muy añosos, mangos y tama­rindos, y pasa por diversas aldeas y entre verdes trigales; el polvo fino y seco es suave bajo los pies, y debe convertirse en pesado barro durante la estación de las lluvias; la tierra blanda, fina, penetra en los pies y se introduce, aunque no demasiado, en los ojos y la nariz. Hay antiguas fuentes y templos con dio­ses marchitos. La región es plana, plana como la palma de la mano, y se extiende hasta el horizonte, si es que hay un hori­zonte. El sendero tiene tantas vueltas que en unos cuantos mi­nutos se enfrenta a todas las direcciones de una brújula. El cielo parece seguir ese sendero que se muestra abierto y amistoso. Existen pocos senderos como ése en el mundo, aun cuando cada uno tenga su propio encanto y belleza. Hay uno [en Gstaad] que atraviesa el valle escalándolo suavemente entre ricas pastu­ras, las que son cosechadas para el invierno a fin de que sirvan de alimento a las vacas; ese valle está blanco con la nieve, pero para aquel entonces [cuando él estuvo allí], era el fin del ve­rano y había abundancia de flores, y rodeándolo todo estaban las montañas nevadas y el torrente atravesaba ruidoso el valle; difícilmente se encontraba a alguien en aquel sendero y uno caminaba por él en medio del silencio. También hay otro sen­dero [en Ojai] montañoso que trepa empinadamente por una árida, polvorienta ladera que se desmorona; un sendero rocoso, áspero y resbaladizo, sin un solo árbol en ninguna parte, ni si­quiera un arbusto; había allí una codorniz con sus crías recién nacidas, una docena de ellas, y un poco más arriba una serpiente de cascabel toda enroscada, lista para atacar pero lanzándole a uno una clara advertencia. No obstante, este sendero era ahora diferente de cualquier otro sendero, estaba lleno de polvo, lo habían ensuciado aquí y allá los seres humanos, y había en él antiguos templos en ruinas con sus imágenes; un gran toro se estaba hartando entre las altas espigas sin que nadie lo molestara; también había monos, y papagayos, que eran la luz de los cie­los. Éste fue el sendero de millares de seres humanos por mu­chos miles de años. Mientras uno iba caminando por él, se perdía a sí mismo; uno caminaba sin un solo pensamiento, y ahí esta­ban el cielo increíble y los árboles con su tupido follaje y sus pájaros. Hay en ese sendero un mango espléndido, tiene tantas hojas que las ramas no pueden verse, y es muy viejo. Y a me­dida que uno prosigue su camino no queda en absoluto un solo sentimiento; también el pensamiento se ha desvanecido, pero hay belleza. Esta belleza llena la tierra y el cielo, llena cada hoja y cada brizna marchita de hierba. Está ahí cubriéndolo todo y uno mismo es parte de ella. Uno no ha sido hecho para sentir todo esto, pero ello está ahí, y porque uno no está, está eso, sin una palabra, sin un movimiento. El regreso es silencioso, en medio, de una luz que va palideciendo.

Cada experiencia deja una huella y cada huella distorsiona la experiencia; de modo que no hay experiencia que no haya sido. Todo es viejo, nada es nuevo. Pero esto no es así. Todas las huellas de todas las experiencias se han borrado; el cerebro, depósito del pasado, está completamente inmóvil y quieto, sin reacción alguna pero activo, sensible; entonces pierde el pasado y se renueva.

Estaba ahí, esa inmensidad que no tenía pasado ni futuro; estaba ahí sin conocer jamás el presente. Llenaba el lugar y se expendía más allá de toda medida.

 

5

El sol asoma desde los árboles y se instala sobre la ciudad y entre los árboles y la ciudad está toda la vida, está todo el tiempo. El río pasa en medio de ellos, profundo, vivo y sereno; muchos botes pequeños suben y bajan por él; algunos con grandes velas cuadradas, cargan leña, arena y cortes de piedra, y a voces llevan a hombres y mujeres que vuelven a sus aldeas, pero la mayoría son pequeños botes de pescadores tripulados por flacos hombres morenos. En apariencia son gente muy feliz, voluble, se llaman y gritan los unos a los otros, todos visten harapos, no tienen mucho que comer e inevitablemente tienen numerosos hijos. No pueden leer ni escribir; carecen de entretenimiento externo, no hay cinematógrafos, etc., pero se divier­ten cantando, en coros, cantos devocionales, o relatando historias religiosas. Son todos muy pobres y la vida es muy difícil, siem­pre están ahí la enfermedad y la muerte, como la tierra y el río. Y en ese atardecer había más golondrinas que nunca; volaban a baja altura, casi tocando el agua, y el agua tenía el color del fuego moribundo. Todo estaba tan vivo, era tan intenso; cuatro o cinco robustos cachorrillos jugaban en torno de la madre ham­brienta y flaca; muchos grupos de cuervos volaban de regreso a la otra orilla; los relumbrantes papagayos también volvían chi­llando a los árboles, con su vuelo tan característico; un tren atravesaba el puente y el estrépito llegaba muy lejos por el río, en cuyas frías aguas se estaba lavando una mujer. Todo luchaba por vivir; una batalla por la vida misma en la que siempre está ahí la muerte; luchar en cada momento de la existencia y des­pués morir. Pero entre la salida del sol y su puesta detrás de los muros de la ciudad, el tiempo consumía toda la vida, el tiempo pasado y presente corroía el corazón del hombre; el hombre tenía su existencia en el tiempo, y por eso conocía el dolor.

Los hombres de la aldea que marchaban detrás por el es­trecho sendero junto al río, como engarzados uno por uno, de algún modo eran parte del que caminaba al frente; había ocho de ellos, y el más anciano que iba directamente detrás tosía y escupió todo el tiempo, mientras que los otros caminaban más o menos silenciosamente. El hombre que los precedía tenía una lúcida conciencia de ellos, de su silencio, de sus toses, de su agotamiento después de una larga jornada; no estaban agita­dos sino tranquilos y prontos a alegrarse por cualquier cosa. É1 era consciente de ellos, tal como lo era del río resplandecien­te, del suave fuego que ardía en el cielo y de los pájaros que retornaban a sus nidos; no existía un centro desde el cual él estuviera viendo, sintiendo, observando; todo esto implica pala­bras, pensamientos. No había pensamiento alguno sino sólo estos hechos. Todos los hombres caminaban firmemente y el tiempo había dejado de existir; esos aldeanos regresaban al hogar, a sus chozas, y el hombre iba con ellos; ellos aun parte de él, no que se diera cuenta de ellos como formando parte. Ellos fluían con el río, volaban con los pájaros y eran tan abiertos y amplios como el cielo. Esto era un hecho, no era imaginación; la imaginación es algo artificial, mientras que el hecho es una ardiente realidad. Esos nueve hombres marchando perpetuamente, venían desde ninguna parte e iban hacia nin­guna parte; era una procesión infinita de la vida. Extrañamente, el tiempo y toda identidad habían llegado a su fin. Cuando el hombre que iba al frente se volvió para regresar, todos los aldea­nos, especialmente el viejo que estaba tan cerca, justo detrás de él, saludaron como si fueran amigos desde hacia mucho tiempo. Oscurecía, las golondrinas habían desaparecido; brilla­ban luces sobre el largo puente y los árboles se estaban reco­giendo en ellos mismos. Muy lejos sonaba la campana de un templo.

 

7

Hay un pequeño canal, de medio metro de ancho, que corre entre los verdes trigales. A lo largo de ese canal existe un sen­dero por el que uno puede caminar bastante tiempo sin encontrar un alma. En ese atardecer se hallaba particularmente tran­quilo; bebiendo en ese canal había un opulento grajo, con alas sorprendentemente azules y brillantes; tenía un color pardo ama­rillento bajo las rutilantes alas azules; no era uno de esos grajos rezongones; uno podía aproximársele bastante sin ser insultado. Él lo miraba a uno con extrañara y uno lo miraba con una explosión de afecto; era un pájaro robusto, confortante y muy bello. Aguardaba a fin de ver qué haría uno, y cuando uno no hizo nada se calmó y enseguida levantó vuelo para alejarse sin un solo grito. En ese pájaro uno se había encontrado con todos los pájaros que jamás hubieran existido; fue aquella explosión lo que hizo esto posible. No fue una explosión bien planeada, razonada; simplemente ocurrió, con una intensidad y una furia cuya misma conmoción hizo que el tiempo se detuviera por completo. Pero al proseguir por ese estrecho sendero uno pasaba junto a un árbol que se había convertido en el símbolo de un templo, porque había flores y una imagen crudamente pintada, y el templo era el símbolo de alguna otra cosa y esa otra cosa también era un enorme símbolo. Las palabras, los símbolos se han vuelto, al igual que la bandera, terriblemente importantes. Los símbolos son cenizas que alimentan la mente, y la mente es estéril; y es en este desierto donde tiene su origen el pensa­miento, el cual es hábil, inventivo como lo son todas las cosas que proceden de lo árido e insignificante. Pero el árbol era es­pléndido, tenía un espeso follaje y albergaba a numerosos pája­ros; la tierra alrededor estaba barrida y la mantenían limpia se había construido una plataforma de barro alrededor del árbol y sobre ella estaba la imagen apoyada contra el grueso tronco. Las hojas eran perecederas y la imagen de piedra no lo era; ésta perduraría, destruyendo las mentes.

 

8

El temprano sol de la mañana se hallaba sobre el agua y era deslumbrador; un bote de pescadores atravesaba ese brillante sendero y había una ligera niebla entre los árboles de la ori­lla opuesta. El río jamás está quieto, siempre hay un movi­miento, una danza de innumerables pasos, y esta mañana se ha­llaba muy activo haciendo que los árboles y arbustos parecieran desvaídos y pesados; no así los pájaros que llamaban y canta­ban, y los papagayos con sus chillidos. Estos papagayos vivían en el tamarindo que está junto a la casa, y solían ir y venir todo el día con su bullicioso vuelo. Los cuerpos de color verde claro resplandecían al sol y sus curvos picos rojos eran más brillantes cuando pasaban volando como relámpagos. Tenían un vuelo agudo y veloz, y uno podía divisarlos entre las verdes hojas si miraba cuidadosamente cuando se habían vuelto más torpes y no tan ruidosos como en su vuelo. Era muy temprano pero todos los pájaros habían salido ya mucho antes de que el sol se posara sobre el agua. Aun a esa hora el río se hallaba des­pierto con la luz de los cielos y la meditación era una intensi­ficación de la inmensidad de la mente; la mente nunca está dormida, nunca del todo inatenta; aquí y allá, sectores de ella son avivados por el conflicto y el dolor, embotados por el hábi­to y la satisfacción pasajera, y cada placer deja una huella de vehemente deseo. Pero todos estos confusos episodios no dejan espacio para la totalidad de la mente. Ellos se vuelven enormemente importantes y siempre engendran una mayor signifi­cación de lo inmediato, y así la inmensidad es puesta a un lado por lo inmediato, lo pequeño. Lo inmediato es el tiempo del pensamiento, y el pensamiento jamás puede resolver ninguna cuestión, excepto las mecánicas. Pero la meditación no es obra de la máquina; la meditación nunca puede ser un medio para llegar a alguna parte; ella no es el bote para cruzar a la otra orilla. No hay orilla, no hay un llegar; como el amor, la medi­tación existe sin motivo. Es un movimiento infinito cuya acción está en el tiempo, pero el movimiento no es del tiempo. Toda acción de lo inmediato, del tiempo, es el terreno donde arraiga el infortunio; nada puede crecer ahí excepto el conflicto y el dolor. Pero la meditación es la lúcida percepción de este terreno, y es el no permitir jamás ‑sin opciones, sin preferencias‑ que una semilla arraigue, por placentera o dolorosa que pudiera ser. La meditación es la muerte de la experiencia. Y sólo entonces hay claridad cuya libertad está en el ver. La meditación es un extraño deleite que no puede comprarse en el mercado; nin­gún gurú o discípulo pueden jamás conocerla; todo seguimien­to, toda gula tienen que cesar tan fácil y naturalmente como una hoja que se desprende y cae al suelo.

Lo inmensurable estaba ahí, llenando el pequeño espacio y el espacio entero; llegó tan dulcemente como la brisa llega sobre el agua, pero el pensamiento no podía contenerlo y el pasado, el tiempo, era incapaz de medirlo.

 

9

Al otro lado del río, el humo se elevaba en una recta colum­na; era un simple movimiento que se abría expandiéndose en el cielo. No había un soplo de aire ni la más pequeña onda sobre el río, y todas las hojas estaban quietas; el único movimiento ruidoso era el de los papagayos cuando pasaban como relám­pagos. Ni siquiera el pequeño bote de pescadores alteraba el agua; todo parecía haberse congelado en la inmovilidad, excepto el humo. Aun cuando se elevara tan recto hacia el cielo, había en él cierta alegría, y la libertad de la acción total. Y más allá de la aldea y del humo estaba el resplandeciente cielo del atar­decer. Había sido un día fresco, el cielo estuvo despejado y la luz era la luz de mil inviernos, de corta duración pero penetran­te y expansiva; es luz iba con uno a todas partes sin abandonarlo en ningún momento. Como un perfume, estaba en los lugares más inesperados; parecía haber penetrado en los rincones más secretos del propio ser. Era una luz que no dejaba sombra y las sombras perdían su profundidad; debido a ello toda sustancia perdió su densidad; era como si uno mirara a través de todo, a través de los árboles al otro lado del muro, a través del propio ser, tan opaco y tan desnudo como el cielo. La luz era intensa, y estar con ella implicaba ser apasionado, no con la pasión del sentimiento o el deseo, sino con la pasión que jamás se marchita ni muere. Era una luz extraña, lo exponía todo tornándolo vul­nerable, y lo que no tenía defensas era amor. Uno no podía seguir siendo lo que era, uno había ardido, se había consumido sin dejar cenizas, y repentinamente nada hubo sino esa luz.

 

12

Era una niñita como de diez o doce años, y se hallaba apoya­da contra un poste del jardín; estaba sucia, llena de polvo, despeinada, y su cabello no había sido lavado en muchas sema­nas; sus ropas estaban rotas y sucias como ella misma. Tenía un largo trapo enrollado al cuello y contemplaba a varias personas que estaban tomando el té en la galería; miraba con total indi­ferencia, sin ningún sentimiento, sin pensamiento alguno acerca de lo que ocurría; sus ojos estaban fijos sobre el grupo del primer piso, y los papagayos que pasaban chillando no le cau­saban impresión alguna, ni tampoco las palomas de suave color terroso que tan cerca estaban de ella. La pequeña no tenía hambre, probablemente era la hija de uno de los sirvientes porque parecía familiarizada con el lugar y se veía bastante bien alimentada. Se comportaba como si fuera una mujercita adulta, llena de seguridad, y había con relación a ella una ex­traña condición de lejanía, de retraimiento. Mirándola recor­tada contra el río y los árboles, uno mismo sintió de pronto que estaba observando al grupo que tomaba el té; lo observaba sin ninguna emoción, sin pensamiento alguno, por completo indife­rente a todo y a cuanto pudiera ocurrir. Y cuando ella se fue caminando hacia aquel árbol que domina el río, era uno mismo el que caminaba, uno era el que se sentó en el suelo áspero y polvoriento; era uno el que tomó ese trozo de madera y lo arrojó sobre la orilla, solitario, adusto, sin interesarse jamás en nada. Pronto uno se levantó y vagó alrededor de la casa. Y, extra­ñamente, uno era las palomas, la ardilla que trepaba veloz por el árbol, ese chófer desaseado, sucio, y el río que pasaba cerca, tan quietamente. El amor no es sufrimiento ni está hecho a base de celos, pero es peligroso porque destruye. Destruye todo cuanto el hombre ha edificado en torno de sí mismo, excepto los ladrillos. El amor no puede erigir templos ni reformar la corrupta sociedad; él no puede hacer nada, pero sin él, haga uno lo que haga, nada puede hacerse. Las computadoras y la automatización podrán alterar la forma de las cosas y proveer al hombre de ocio, el cual se convertirá en otro problema cuando ya hay tantos problemas. El amor carece de problemas y por ello es tan destructivo y peligroso. El hombre vive para los pro­blemas, esas cosas que continúan sin resolverse jamás; sin los problemas él no sabría qué hacer; estaría perdido. Así es que los problemas se multiplican interminablemente; al resolver uno ya hay otro, pero la muerte, por supuesto, es destrucción; no es amor. La muerte es la vejez, la enfermedad y los problemas que ninguna computadora puede resolver. No es la destrucción que proviene del amor; ésa no es la muerte que se origina en el amor. Esa muerte son las cenizas de un fuego que ha sido cuidadosamente alimentado, es el ruido de las máquinas auto­máticas que continúan funcionando sin interrupción. Amor, muerte y creación son inseparables; no se puede tener a uno y negar a los otros; el amor no puede comprarse en el mercado ni en iglesia alguna; son ésos los últimos lagares donde uno podría encontrarlo. Pero si uno no busca y uno no tiene pro­blemas, ningún problema, entonces quizás el amor podría llegar cuando uno está mirando hacia otro lado.

El amor es lo desconocido, y todo cuanto uno conoce debe arder y consumirse sin dejar cenizas; el pasado, rico o sórdido, debe abandonarse como casualmente, sin motivo alguno, tal como hace esa niña arrojando un palo sobre la orilla del río. El arder de lo conocido es la acción de lo desconocido. Muy lejos están tocando una flauta, no demasiado bien, y el sol, una enorme bola roja, se pone tras de los muros de la ciudad; el río tiene el color de un fuego apacible y todos los pájaros regresan para la noche.

 

13

El alba apenas estaba llegando y ya todos los pájaros parecían hallarse despiertos, llamando, cantando, repitiendo inter­minablemente una nota o dos; los más ruidosos eran los cuer­vos. Los había en cantidad, graznándose los unos a los otros, y había que escuchar con mucha atención para poder captar las notas de otros pájaros. Los papagayos chillaban ya en su vuelo al pasar como centellas, y en esa pálida luz el hermoso verde de sus cuerpos era realmente espléndido. No se movía una hoja, y el río de plata fluía ancho, dilatado, profundo como la noche; la noche le había hecho algo al río; éste se había vuelto más rico, más profundo con la tierra, más inseparable; estaba vivo, vivo con una intensidad que era destructiva en su pureza. La otra orilla todavía estaba las anchas extensiones de verde trigo y los árboles aún permanecían quietos, misteriosos, y muy a lo lejos repicaba, sin música, la campana de un tem­plo. Ahora todo comenzaba a despertar clamorosamente con la salida del sol. Cada graznido era más agudo, y se intensificaba también cada chillido, y el color de cada hoja, de cada flor, e intenso era el perfume de la tierra. El sol alcanzó las hojas de los árboles y trazó un sendero de oro a lo largo del río. Era una mañana hermosa cuya belleza perdularia, pero no en la memoria; la memoria es una cosa artificial, muerta, y jamás puede retener la belleza o el amor. Los destruye. La me­moria es mecánica, tiene su utilidad, pero la belleza no es de la memoria. La belleza es siempre nueva, pero lo nuevo carece de relación con lo viejo, que pertenece al tiempo.

 

14

Era una luna muy nueva y, sin embargo, daba luz suficien­te para las sombras; había abundancia de sombras y éstas se hallaban muy quietas. A lo largo del estrecho sendero todas las sombres parecían estar dotadas de vida, susurrando entre sí, cada hoja en penumbras charlando con su vecina. La forma de las hojas y el voluminoso tronco se destacaban nítidos sobre el suelo, y más abajo el río era de plata; ancho, silencioso, había en él una curtiente profunda que no dejaba rastro en la super­ficie. Incluso la brisa vespertina había cesado y no había nubes que se concentraran en torno del sol poniente; más arriba en el cielo se vela una nube solitaria, sólo una vislumbre de color rosado que permaneció inmóvil hasta que desapareció en la noche. Los tamarindos y los mangos se estaban recogiendo para el descanso nocturno, y los pájaros habían callado procurándose un refugio profundamente oculto entre las hojas. Un búho pe­queño se hallaba posado sobre el cable del telégrafo y justo cuando uno estuvo debajo de él voló con esas extraordinarias alas silenciosas. Después de haber entregado la leche, las bici­cletas regresaban haciendo sonar los tarros vacíos; había muchas, solas o en grupos, pero a pesar del ruido y de la charla, ese peculiar silencio del campo abierto y del cielo inmenso, se man­tuvo invariable. Nada podía alterarlo en ese atardecer, ni siquie­ra un tren de carga que cruzaba el puente de acero. Hacia la derecha hay un pequeño sendero que se pierde entre los verdes campos, y mientras uno lo recorre muy lejos de todo, de rostros, de lágrimas, súbitamente se da cuenta de que algo está ocurrien­do. Uno sabe que no se trata de la imaginación, del deseo afe­rrándose a alguna fantasía o a alguna experiencia olvidada, o reviviendo algún placer, alguna esperanza; uno sabe bien que no es ninguna de estas cosas, ya ha pasado antes por este exa­men y rápidamente descarta todo eso con un gesto; y entonces se da cuenta de que algo está ocurriendo. Ello es tan inesperado como ese enorme toro que surge viniendo desde el atardecer en penumbras; está ahí, insistente e inmenso, «lo otro», lo que ninguna palabra o símbolo pueden capturar; está ahí llenando el cielo y la tierra y toda pequeña cosa que en ellos existen. Uno y ese aldeano que pasa al lado sin decir palabra, son parte de ello. En ese intervalo intemporal no hay pensamiento ni sentimiento, sólo esa intensidad; y el cerebro está completa­mente quieto. Ha desaparecido toda sensibilidad meditativa, sólo está ahí esa pureza increíble. Es la pureza de una fuerza inaccesible e impenetrable. Pero ahí estaba. Todo permanecía quieto, no había movimiento alguno, ni agitación, y aun el sil­bato del tren sonaba dentro del silencio. Este silencio lo acom­pañó a uno al regresar a la habitación, y ahí estaba también, porque nunca lo había abandonado.

 

16

Con el camello pesadamente cargado, atravesábamos todos el puente nuevo que cruza el pequeño arroyo: los ciclistas, las mujeres de la aldea que regresaban de la ciudad, un perro sar­noso y un anciano arrogante con una larga barba blanca. Habían quitado el viejo y desvencijado y ahora estaba este puen­te nuevo hecho con fuertes pilares, cañas de bambú, paja y barro; tenía una construcción sólida y el camello no vaciló al cruzarlo; era aún más arrogante que el anciano, llevaba la cabe­za bien erguido en el aire, era desdeñoso y bastante maloliente. Todos pasamos por el puente y la mayoría de los aldeanos pro­siguieron a lo largo del río mientras que el camello se dirigió en sentido opuesto. Era ése un sendero polvoriento, con una fina arcilla reseca; el camello dejaba una ancha, enorme huella y no podía instársele a que anduviera algo más rápido de lo que él quería hacerlo; iba cargado con sacos de grano y parecía por completo indiferente a todo; pasó por el antiguo aljibe y los templos en ruinas, y el hombre que lo conducía se empeñaba en que apurara el paso dándole palmadas con las manos desnudas. Existe otro camino que da la vuelta hacia la derecha y pasa por las mostazas de flores amarillas, los florecidos guisantes y los ricos trigales verdes; este camino no es muy utilizado y es agradable pasear por él. La mostaza tenía un aroma ligero pero el del guisante era más intenso; y el trigo, que había comen­zado a formar espigas, tenía también su propio aroma. Y la com­binación de los tres llenaba el aire del atardecer con una fra­gancia no demasiado fuerte, sino moderada y agradable. Era un bello atardecer, con el sol poniente detrás de los árboles; en ese sendero uno estaba muy lejos de todo, aunque hubiera alrededor aldeas dispersas; pero era uno mismo el que estaba muy lejos y nada podía acercarse a uno. Ello no era algo del espacio, el tiempo o la distancia; uno se hallaba muy lejos y no había medida. La profundidad era insondable, una profundidad sin altura ni circunferencia. Un ocasional aldeano pasó llevando las pocas y magras cosas que había comprado en la ciudad, y al pasar casi tocándolo a uno, en realidad no se había acercado.

Uno estaba muy lejos, en algún mundo desconocido que no tenía dimensión; aun cuando uno quisiera conocerlo ello no sería posible. Ese mundo estaba demasiado lejos de lo cono­cido; no tenía relación alguna con lo conocido. No era una cosa que se experimentara; nada había que experimentar, y además toda experiencia está siempre en el campo de lo conocido y se reconoce por aquello que ya ha sido alguna vez. Uno estaba muy lejos, inmensurablemente lejos, pero los árboles, las flores ama­rillas y la espiga del trigo se hallaban asombrosamente cerca, más cerca que el propio pensamiento, y maravillosamente vivos, con una intensidad y una belleza que jamás podría marchitarse. La muerte, la creación y el amor estaban ahí y uno, que era parte de ello, no podía distinguir cuál era cuál; no estaban sepa­rados, no era algo que pudiera dividirse para discutir sobre ello. Eran inseparables, estaban estrechamente relacionados entre si, no con la relación que proviene de las palabras, los actos o la expresión. El pensamiento no podía formularlos, ni el senti­miento abarcarlos; el pensamiento y el sentimiento son dema­siado mecánicos, demasiado lentos y tienen sus raíces en lo conocido. La imaginación está dentro de ese campo y jamás puede acercarse a lo otro. Amor‑muerte‑creación constituyen un hecho, una realidad tan efectiva como el cuerpo que ardía en la orilla del río bajo el árbol. El árbol, el fuego y las lágrimas son reales, son hechos que no pueden negarse, pero ésas son realidades de lo conocido y son la libertad de lo conocido, y en esa libertad, amor, muerte y creación son inseparables. Pero uno ha de ir muy lejos y, no obstante, estar muy cerca.

El hombre en la bicicleta iba cantando con una voz más bien ronca y cansada; regresaba de la ciudad con los ruidosos tarros de leche vacíos; estaba ansioso de charlar con alguien y cuando pasó al lado de uno dijo algo, vaciló, se repuso y pro­siguió su camino. Ahora la luna proyectaba sombras, algunas oscuras y otras casi transparentes, y se intensificaba el aroma de la noche. Al volver la curva del sendero estaba el río; parecía iluminado desde adentro con mil bujías; la luz era suave, tenía color de plata y oro pálido y estaba completamente quieta, embrujada por la luna. Las Pléyades brillaban encima de uno y Orión se encontraba bien alto en el cielo; un tren subía reso­plando por la cuesta para cruzar el puente. El tiempo se había detenido y la belleza estaba ahí con el amor y la muerte. Y so­bre el nuevo puente de bambú no había nadie, ni siquiera un perro. El pequeño arroyo estaba colmado de estrellas.

 

20

Aún faltaba mucho para el amanecer, con un cielo limpio, iluminado por las estrellas; había una ligera neblina sobre el río y la margen opuesta apenas si era visible; se escuchaba el traqueteo de un tren que subía por la cuesta para cruzar el puente; era un tren de carga y estos trenes, cuando remontan la pendiente, siempre resoplan de una manera especial, con un soplo pesado, a golpes largos y lentos; en cambio, los trenes de pasajeros emiten explosiones cortas y rápidas y casi de inme­diato llegan al puente. Este tren de carga en medio del vasto silencio, producía un bramido más estrepitoso que nunca, pero nada parecía perturbar ese silencio en el cual todos los movimientos se perdían. Era un silencio impenetrable, puro, intenso penetrante; había en él una urgencia de tal naturaleza que ella jamás podría ser el producto del tiempo. La pálida estrella era clara y los árboles oscuros en su sueño. La meditación era un lúcido darse cuenta de estas cosas y un ir más allá de ellas y del tiempo. El movimiento en el tiempo es el proceso del pensar, y el pensamiento no puede ir más allá de su propia esclavitud al tiempo; nunca es libre. El amanecer asomaba sobre los árbo­les y el río, un pálido vestigio todavía, pero las estrellas estaban perdiendo su brillantez y ya había un llamado de la mañana, un pájaro en un árbol muy cercano. Pero ese inmenso silencio persistía aun y siempre estaría ahí, aunque los pájaros y el es­trépito del hombre continuaran.

 

21

El frío había sido demasiado severo, por debajo de la con­gelación; ésta había quemado el seto, que tenía un color castaño, y las hojas tostadas habían caído; el césped pardo grisáceo tenía el color de la tierra; excepto por unos pocos pensamientos ama­rillos y unas rosas, el jardín estaba desnudo. Había hecho de­masiado frío y los pobres, como de costumbre, sufrían y mo­rían; había explosión demográfica y con ella muerte. Uno veía tiritar a esa pobre gente, con apenas algo puesto encima, unos sucios andrajos; una anciana se estaba sacudiendo de pies a cabeza, abrazándose a si misma, rechinando sus pocos dientes; una mujer joven se lavaba ella y lavaba su vestido roto junto al río de aguas heladas [el Jumna], un viejo tosía honda y pesa­damente y los niños jugaban riendo y gritando. Era un invierno excepcionalmente frío, decían, y estaba muriendo mucha gente. La rosa roja y el pensamiento amarillo estaban intensamente vivos, ardiendo de color; uno no podía apartar de ellos los ojos, y esos dos colores parecían expandirse y llenar el jardín desier­to; pese al vocerío de los niños, esa tiritante anciana estaba en todas partes, como el increíble amarillo y rojo y la muerte inevi­table. El color era dios y la muerte está más allá de los dioses. Estaba en todas partes e igualmente el color. Uno no podía sepa­rarlos, y si lo hacía, entonces no había vida. Tampoco podía uno separar el amor de la muerte, y en caso de hacerlo ya no había belleza. Cada color particular está separado y tiene gran impor­tancia, pero sólo existe el color, y cuando uno mira cada color diferente como lo que es, sólo color, entonces únicamente está ahí la esplendidez del color. La rosa roja y el pensamiento ama­rillo no eran colores diferentes sino color, color que llenaba de gloria el jardín desnudo. El cielo era de un azul pálido, el azul de un frío invierno sin lluvias, pero todo el color estaba en ese azul. Uno lo veía y uno mismo era parte de él; los ruidos de la ciudad se desvanecían pero el color, imperecedero, perduraba.

Se ha hecho del dolor algo respetable; para ello se han ofrecido mil explicaciones; se le ha convertido en un medio para la virtud, para la iluminación, se le adora como una reli­quia en las iglesias y en todas las casas es grandemente estimado y se le adjudica una condición de santidad. En todas partes hay simpatía por el dolor, con lágrimas y bendiciones. Y así el dolor continúa; todo corazón lo conoce, sea que permanezca con él o que escape de él, lo cual le otorga al dolor una fuerza mayor para florecer y sumergir en penumbras el corazón. El dolor tiene sus raíces en la memoria, en las cosas muertas del ayer. Sin embargo, el ayer es siempre muy importante; es la maquinaria que da significación a la vida; es la riqueza de lo conocido, de las cosas que se poseen. El origen del pensamiento está en el ayer, en los oyeres que otorgan un significado a una vida de dolor. El dolor es el ayer, y sin purificar la mente del ayer, siempre habrá dolor. Uno no pude purificarla por medio del pensamiento porque el pensamiento es la continuación del ayer y, por consiguiente, ahí están también las múltiples ideas e idea­les. La pérdida del ayer es el comienzo de la autocompasión y el embotamiento del dolor. El dolor agudiza el pensamiento, pero el pensamiento engendra dolor. El pensamiento es me­moria. La lúcida percepción autocrítica y sin opciones de todo este proceso, libera a la mente del dolor. El ver este hecho com­plejo, verlo sin opinar, sin juzgar, es el cese del dolor. Lo co­nocido debe tocar a su fin, sin esfuerzo alguno, para que lo desconocido sea

 

22

El aspecto era altamente refinado; cada línea, cada bucle eran estudiados y ocupaban su lugar, cada gesto y sonrisa eran contenidos y todo movimiento había sido examinado delante del espejo. Ella tenía varios hijos y su cabello estaba tornándose gris; debía poseer dinero y había en su porte cierta elegancia y retraimiento. El automóvil también era altamente refinado; el cromo brillante resplandecía al sol de la mañana; los neu­máticos ribeteados de blanco estaban limpios, sin ninguna marca, y los asientos inmaculados. Era un buen automóvil y podía correr velozmente tomando muy bien las curvas. El progreso intenso y en permanente expansión traía consigo seguridad y su­perficialidad, y el dolor y el amor podían así ser explicados y abarcados con facilidad, y siempre hay diferentes tranquilizan­tes y diferentes dioses y nuevos mitos en reemplazo de los viejos.

Era una mañana clara y fría; la ligera niebla se había disi­pado con el sol naciente y el aire estaba quieto. Los opulentos pájaros de patas y picos amarillos se encontraban afuera sobre el pequeño sector de césped, mostrándose encantados y propen­sos a la locuacidad; tenían alas de color blanquinegro y sus cuerpos eran de un oscuro castaño amarillento. Estaban extraor­dinariamente alegres, saltaban por los alrededores persiguién­dose los unos a los otros. Después llegaron los cuervos de cuello gris, y los opulentos pájaros volaron protestando estrepitosa­mente. Los largos y gruesos picos de los cuervos se destacaban por su brillo, y los negros cuerpos relucían; vigilaban cada movi­miento de uno, nada se les escapaba, y sabían que ese enorme perro se acercaba atravesando la cerca antes de que éste los hubiera advertido; desaparecieron graznando y el césped quedó vacío.

La mente está siempre ocupada con una cosa u otra, por tonta o por supuestamente importante que esa cosa pueda ser. Ella es como ese mono, está siempre inquieta, siempre parloteando, moviéndose de una cosa a otra y tratando desesperada­mente de aquietarse. El que se encuentre vacía, por completo vacía, no es algo temible; es absolutamente esencial para la mente estar desocupada, vacía, no forzarse, porque sólo enton­ces puede moverse en profundidades desconocidas. Toda ocupa­ción es realmente muy superficial, ya sea que se trate de esa señora o del que llaman santo. Una mente ocupada nunca puede penetrar en su propia profundidad, en sus propios espacios jamás hollados. Es este vacío el que da espacio a la mente, y en este espacio el tiempo no puede entrar. En este espacio hay creación cuyo amor es muerte.

 

23

Los árboles estaban desnudos, habían caído todas las hojas; aun los finos, delicados tallos se estaban desprendiendo; el frío había sido excesivo para ellos; otros árboles conservaban sus hojas pero éstas no eran muy verdes, algunas se estaban tor­nando de color castaño. Era un invierno excepcionalmente frío; a lo largo de las cadenas inferiores del Himalaya había densa nieve que tenía varios metros de grosor, y en las llanuras que se extendían a unos pocos centenares de millas más lejos, hacía muchísimo frío; el suelo estaba cubierto por una espesa escarcha y las plantas no florecían; el césped se hallaba quemado. Había unas pocas rosas cuyo color llenaba el pequeño jardín y estaban los pensamientos amarillos. Pero en las carreteras y lugares pú­blicos uno podía ver a los pobres, envueltos en harapos sucios y rotos, con las piernas desnudas, las cabezas tapadas mostrando apenas los rostros morenos; las mujeres llevaban puestos vestidos de todos los colores, sucios, con ajorcas plateadas o algún orna­mento alrededor de los tobillos y las muñecas; caminaban desembarazadamente, con facilidad y cierta gracia; se conservaban muy bien. La mayoría de esas personas eran trabajadores, pero en los atardeceres, cuando regresaban a sus casas, en realidad chozas, solían hacerlo riendo, bromeando entre ellos; los jóvenes, entre carcajadas y exclamaciones, iban por delante de los ma­yores. Era el fin de la jornada y habían estado trabajando dura­mente todo el día, ellos habrían de desgastarse muy pronto des­pués de haber construido casas y oficinas en las cuales jamás vivirían ni trabajarían. Todas las personas importantes pasaban junto a ellos en sus automóviles y ni siquiera se molestaban en mirar a esta pobre gente. El sol se ponía detrás de un edificio ornamentado, en medio de una neblina que se había mantenido durante todo el día; era un sol descolorido, carente de calidez, y entre las banderas de los diferentes países no se notaba ni la más leve agitación; estas banderas también estaban exhaustas: eran simples trapos de colores, pero qué importancia habían asu­mido. Unos cuantos cuervos bebían de un charco, y otros cuer­vos se aproximaron a fin de tener su parte. El cielo pálido se aprestaba para la noche.

Había desaparecido todo pensamiento, todo sentimiento, y el cerebro se hallaba completamente quieto; era pasada la media­noche y no había ruido alguno; hacia frío y la luz de la luna penetraba a través de una de las ventanas trazando un diseño sobre la pared. El cerebro estaba muy despierto, observando sin reaccionar, sin experimentar; en su interior no había un solo movimiento, pero no estaba insensible ni narcotizado por los recuerdos. Y de repente, esa incognoscible inmensidad estaba ahí, no sólo en la habitación y fuera de ella, sino también en lo profundo, en los lugares más recónditos de lo que una vez fuera la mente. El pensamiento tiene un límite producido por toda clase de reacciones, y es moldeado por cada motivo así como por cada sentimiento; toda experiencia proviene del pasado y todo reconocimiento tiene su origen en lo conocido. Pero esa inmen­sidad no dejaba huella, ataba ahí, pura, impetuosa, impenetra­ble e inaccesible, y su intensidad era fuego que no dejaba cenizas. Con ella había una bienaventuranza, la que tampoco de­jaba recuerdo ya que no existía un experimentar. Esa bienaven­turanza estaba simplemente ahí, venía y se iba, no era algo que pudiera perseguirse o recordarse.

El pasado y lo desconocido no se encuentran en ningún pun­to; no pueden ser reunidos por ninguna acción, cualquiera que ésta sea; no hay puente que pueda cruzarse ni hay sendero que conduzca a ello. El pasado y lo desconocido no se han encon­trado jamás y jamás se encontrarán. El pasado tiene que cesar para que lo incognoscible, esa inmensidad, pueda ser.

 


[1] El Valle de Ojai, unas ochenta millas al norte de Los Ángeles.

[2] Una casa de Florencia donde él había estado en abril.

[3] En vuelo hacia Ginebra, desde donde se dirigió al chalet de unos amigos en Gstaad.

[4] El amigo que estuvo con él en Gstaad.

[5] La primera de las nueve platicas ofrecidas en Sannen, el pueblo cercano a Gstaad.

[6] La cuarta plática en Sannen.

[7] La plática tuvo lugar el día anterior.

[8] Esta fue la séptima plática. Versó principalmente sobre el tema de la meditación.

[9] Presumiblemente, él había estado, caminando con algunos amigos.

[10] Aquí comienza el «libro de notas» mas extenso, registrando el año por primera vez.

[11] Esta fue la última plática. Estuvo dedicada principalmente a la mente religiosa.

[12] El proceso no vuelve a mencionarse, aunque es presumible que continuó.

[13] Él había volado a París donde permaneció con amigos en un apartamento del 8º piso sobre la Avenida de la Bourdonnais.

[14] Ésta fue la tercera plática; verso principalmente sobre el tema del conflicto y la conciencia.

[15] Esa mañana él ofreció su quinta plática.

[16] En su plática del día anterior. Fue la séptima plática y estuvo relacionada en su mayor parte con la muerte. Al comenzarla, él sugirió cortésmente a su auditorio que deberían abstenerse de tomar notas.

[17] En el camino a Circeo, cerca del mar, entre Roma y Nápoles.

[18] En la ruta de regreso a Roma desde Circeo, donde pasó tres noches en el Hotel «La Baya d’argento».

[19] Una de las pequeñas casas que pertenecen al hotel de Circeo, situado en un jardín boscoso. Hay allí mucha tranquilidad. Cada casa contenía dos dormitorios, un cuarto de baño y una sala de estar.

[20] Él estaba parando en Roma en la vía dei colli della Farnesina, una nueva carretera con muy poco tránsito: el bosquecillo se hallaba al otro lado del camino.

[21] Un acebo. Él estaba parando en una casa de campo. Il Leccio, al norte de Florencia, sobre el Fiesole.

[22] Una pequeña laguna formada por la corriente de un bosque.

[23] Un apartamento en Florencia donde estaba de visita.

[24] Desde S. Miniato al Monte, en el lado sur del Arno.

[25] Volando hacia Bombay, adonde llegó el día 20.

[26] Ciampino. El aeropuerto de Fiumicino aún no había sido construido.

[27] El Valle de Rishi, unas 170 millas al norte de Madrás y 2.500 pies sobre el nivel del mar. Hay allí una escuela fundada por Krishnamurti, en la que estuvo hospedado.

[28] Madrás. Él se hospedó en una casa edificada sobre siete acres de terreno en la ribera norte del río Adyar. Este río penetra en la bahía de Bengala, al sur de Madrás.

[29] El puente Elphinstone sobre el río Adyar. La casa donde él vivía se hallaba sobre el lado noroeste del puente.

[30] Él estaba entonces en Benarés y recordaba el origen del Ganges que una vez había visitado. Se alojaba en Rajghat, al norte de Benarés, sobre las orillas del Ganges, donde existe una escuela Krishnamurti. Los hindúes llaman a Bena­rés, Banaras o Varanasi.

[31] Aunque Rajghat está al norte de Benarés, se halla río abajo, porque aquí el río dobla hacia el nordeste antes de correr nuevamente hacia el sur.

[32] En este día, él ofreció la primera de siete pláticas en Rajghat.

[33] El sendero de los peregrinos corre a través del estado de Rajghat que une a Kashi con Sarnath, donde el Buda predico su primer sermón después de la iluminación.

[34] Estos aldeanos eran musulmanes.

 

Título de la obra en inglés:

Krishnamurti’s Notebook

 

 

Copyright Ó Krishnamurti Foundation

Post Ltd, London 1976, English versión

 

 

Derechos de autor de Krishnamurti

Foundation Trust Ltd., Londres, 1983

versión en español.

 

 

Traducción del inglés de

Armando Clavier

 

 Primera Edición 1989

 

Impreso y hecho en México

Printed And Made In México

 

EDITORIAL ORIÓN. Sierra Mojada 325.

Lomas de Chapultopec. 11000 México 10, D. F.

 

 

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