Introducción
Una de las
características determinantes de la práctica de la arquería, y en realidad
de todas las artes según son encaradas en el Japón, y probablemente
también en otros países del Lejano Oriente, es que no tiene un fin
meramente utilitario ni se limita al puro goce estético, sino que está
destinada a adiestrar la inteligencia ya ponerla en contacto con la
realidad esencial. De ahí que el objeto de la práctica de la arquería no
consista única y exclusivamente en "dar en el blanco"; que el esgrimista
no esgrima la espada sólo para derrotar a su antagonista, y que el
bailarín no baile sólo para ejecutar ciertos movimientos rítmicos del
cuerpo. Antes que nada, la mente debe ser armonizada con lo Inconsciente.
Si se quiere realmente ser Maestro en un arte, su conocimiento técnico no
basta; es necesario trascender el aparato de la técnica, de manera que el
arte se convierta en un "arte sin artificio", surgido del Inconsciente.
En el caso particular de la arquería, quien acierta el blanco y el blanco
mismo, dejan de ser dos objetos antagónicos para transformarse en una
sola, única realidad. El arquero pierde conciencia de sí como persona
empeñada en dar en el blanco que tiene ante su vista; y este estado de
"inconsciencia" se cumple cuando, absolutamente vacío y libre de sí, se
vuelve uno, indivisible, con el arte de su destreza técnica, aunque haya
en él algo, de un orden totalmente diferente, que no puede ser aprehendido
a través de ningún estudio progresivo del arte.
Lo que distingue esencialmente la doctrina Zen de todas las demás
doctrinas religiosas, filosóficas o místicas es que, al par que no
trasciende jamás los límites de nuestra vida cotidiana y pese a su
concreción y pragmatismo, posee algo que la mantiene apartada de la
sordidez y la inquietud humanas.
Llegamos así a la relación entre la doctrina Zen y el arte de los
arqueros, y otras artes afines como la esgrima, el arreglo floral, la
ceremonia del té, la danza y las bellas artes en general.
La doctrina Zen no es otra cosa que el "espíritu cotidiano", según la
feliz expresión de Baso (Matsu; muerto en 788); "espíritu cotidiano" que
consiste simplemente en "dormir cuando se está fatigado", en "comer cuando
se tiene hambre". Apenas reflexionamos, meditamos y conceptuamos, la
inconsciencia original se pierde y se interpone un pensamiento. Ya no
comemos cuando estamos comiendo ni dormimos cuando estamos durmiendo. La
flecha se desprende de la cuerda pero no se dirige rectamente hacia el
blanco ni el blanco permanece donde está.
El cálculo, que es por naturaleza erróneo, interviene, y toda la
experiencia de la arquería misma toma el camino equivocado. La mente
confusa del arquero se traiciona a sí misma en todo sentido y en todos los
planos de su actividad.
El hombre es una flecha pensante pero sus más grandes obras sólo las
realiza cuando no está pensando o calculando. La "puerilidad" debe ser
recuperada a través de largos años de adiestramiento en el arte del olvido
de sí, y cuando lo logra, el hombre piensa aunque no piense. Piensa como
la lluvia que cae del cielo, como las olas que se agitan en el océano,
como las estrellas que iluminan el cielo nocturno, como el verde follaje
mecido por la suave brisa de la primavera. En realidad, él es la lluvia,
el océano, las estrellas, el follaje.
Cuando un hombre alcanza esta etapa de desarrollo "espiritual", se
convierte en un artista Zen de la vida. No necesita, como el artista
pintor, un lienzo, pinceles y colores, ni como el arquero el arco, la
flecha, el blanco y otros utensilios. Tiene para ello sus miembros, su
cuerpo, su cabeza; y su vida "Zen" se expresa por medio de todos estos
instrumentos naturales, de cardinal importancia para su manifestación; sus
manos y pies son sus pinceles y el universo todo el lienzo donde "pintará"
su vida durante setenta, ochenta, y aun noventa años de existencia. Esta
"pintura" recibe el nombre de Historia.
Hoyen de Gosozen (muerto en 1140) dice: "He aquí un hombre que, habiendo
convertido la vacuidad del espacio en una hoja de papel, las olas del
océano en un tintero y el monte Sumeru en un pincel, traza estos cinco
caracteres: so-shi-sai-rai-i (1). Ante ellos, extiendo mi zagu
(2) y me
inclino reverentemente".
Podríamos preguntarnos: ¿qué significa esta extravagante declaración? ¿Por
qué alguien capaz de ejecutar esta acción debe ser considerado por ello
digno del mayor res-peto? Un Maestro del Zen respondería: "Como cuando
siento hambre, duermo cuanto estoy cansado". Si siente inclinación hacia
la naturaleza tal vez conteste: "Ayer hacía buen tiempo; hoy llueve". El
lector sin embargo quizá aun no haya visto la respuesta a su pregunta:
¿donde está el arquero?
En este breve y maravilloso libro, Eugen Herrigel, filósofo alemán que
llegó al Japón y allí se entregó a la práctica del arte de los arqueros en
la esperanza de adquirir a través de ella el conocimiento profundo de la
doctrina Zen, nos ofrece un esclarecedor re-lato de sus experiencias
personales en la materia. A través de sus palabras, el lector occidental
podrá entrar en contacto, de una manera más familiar, con algo que muy a
menudo debe de haberle parecido una extraña y en cierto modo inaccesible
experiencia oriental.
DAISETZ T. SUZUKI
Ipseich, Massachussets
Mayo de 1953
I
A primera vista, debe de parecer una intolerable degradación para la
doctrina Zen —sea cual fuere el significado, que el lector atribuya a esta
doctrina— su asociación con algo tan mundano como el arte de los arqueros.
Aun cuando quisiera hacer una gran concesión y aceptara considerar la
arquería un "arte", difícilmente se sentiría inclina-do a buscar en él
algo más que una forma decididamente deportiva de la hazaña. De ahí que
espere que se le narren las asombrosas proezas de los radiosos japoneses,
que tuvieron la ventaja de contar con una tradición intacta y consagrada
por el tiempo en el manejo del arco y de la flecha. Pues en el Lejano
Oriente sólo hace apenas unas pocas generaciones los antiguos instrumentos
de combate fueron reemplazados por armas modernas y la familiaridad en su
manejo no ha caído de ninguna manera en des-uso; por el contrario, siguió
propagándose y desde entonces ha ido cultivándose en círculos cada vez más
amplios de aficionados.
¿Puede, pues, esperarse una descripción de las formas características en
que la arquería es actualmente practicada en el Japón como deporte
nacional?
Nada más lejos de la verdad. Por arquería en su sentido tradicional,
considerada un arte y honrada como una herencia nacional, los japoneses no
entienden precisamente un deporte sino, a pesar de lo extraño que esto
pueda parecer al comienzo, un ritual religioso. De ahí que por "arte" de
la arquería no quiera en el Japón significarse la destreza de los
deportistas, que puede ser más o menos desarrollada o cultivada mediante
la educación física, sino un arte cuyo origen debe buscarse en los
ejercicios espirituales y cuya meta es acertar en un "blanco" espiritual,
por lo que fundamentalmente el tirador apunta a sí mismo y busca acertar
en sí mismo.
Esto parecerá sin duda sorprendente. ¿Cómo? , dirá el lector, ¿debo creer
que la arquería, practicada en una época con fines guerreros, en una lucha
de vida o muerte, no ha sobrevivido ni siquiera como deporte, sino que ha
sido rebajada al nivel de un mero ejercicio espiritual? ¿Para qué entonces
el arco, la flecha y el blanco? ¿No niega acaso todo esto el antiguo y
varonil arte, el honesto significado de la arquería, sustituyéndolo por
algo confuso, nebuloso, si no positivamente fantástico?
Sin embargo, debe tenerse presente que el pecularísimo espíritu de este
arte, lejos de haber tenido que ser nuevamente infundido en épocas
recientes en el uso del arco y de la flecha, estuvo siempre esencialmente
vinculado a ellos y ha resurgido con mucha más fuerza y convicción ahora
que ya no necesita ponerse a prueba en luchas sangrientas. No puede de
ningún modo decirse que la técnica tradicional de la arquería, desde que
ha perdido su antigua importancia agonística, ha acabado por convertirse
en un mero y agradable pasatiempo, volviéndose por ello mismo inocua. La
Gran Doctrina del Arte de los Arqueros nos dice algo diametralmente
distinto. Según ella, la arquería sigue conservando su prístino
significado agonístico, sigue siendo una cuestión de vida o muerte, en la
medida en que es una contienda del arquero consigo mismo; y esta forma de
contienda no es un mezquino sustituto, sino el fundamento de todas las
luchas dirigidas hacia el mundo exterior, por ejemplo, contra un
adversario corpóreo. En esta lucha del arquero consigo mismo revélase la
esencia esotérica de este arte y su instrucción no suprime nada esencial
al abolir los fines utilitarios a los cuales estaban destinadas las pujas
caballerescas.
Además, quienquiera que en la actualidad se proponga practicar este arte
obtendrá, de su evolución histórica, la indiscutible ventaja de no ser
tentado a obnubilar su comprensión de la Gran Doctrina con fines meramente
prácticos —aún cuando se los oculte a sí mismo— y hacerla quizá con ello
absolutamente imposible. Pues el acceso al arte de la arquería, y en esto
concuerdan los Maestros arqueros de todos los tiempos, será sólo concedido
a los puros de corazón, no perturbados por fines secundarios.
Si se preguntara, desde ese punto de vista, cómo entienden los Maestros
japoneses esta lucha del arquero consigo mismo y cómo la definen, la
respuesta resultaría demasiado enigmática. Para ellos, la lucha consiste
en que el arquero, que apunta hacia sí y no a sí mismo, sin embargo, se
acierta sin acertarse, convirtiéndose así, simultánea-mente, en el tirador
y en el blanco, en el que acierta y en el blanco mismo. Para emplear
expresiones más caras a los Maestros, es necesario que el arquero se
convierta, a pesar de sí mismo, en un centro inmóvil. Es entonces cuando
se produce el último, supremo milagro: el arte se trasciende, se desprende
de todo "artificio", haciéndose "no-arte"; el tiro se convierte en un
"no-tiro", esto es, un tiro sin arco ni flecha; el instructor vuelve a ser
alumno, el Maestro principiante, el fin comienzo y el comienzo perfección.
Para los orientales estas misteriosas fórmulas no son sino verdades
simples y familia-res, pero a nosotros los occidentales nos dejan
perplejos. Debemos, pues, penetrar más profundamente en este problema.
Desde hace mucho tiempo, no es ya ningún secreto, ni siquiera para
nosotros los europeos, que las artes japonesas retroceden, para alcanzar
su forma interior, a una raíz común, el budismo. Y esta ley rige tanto
para el arte de los arqueros como para el de la pintura a tinta, para el
arte teatral y la ceremonia del té, para el arreglo floral y el arte de la
esgrima.
Todas estas formas de arte presuponen una actitud espiritual que cada uno
debe cultivar a su manera; una actitud que, en su forma más exaltada1 es
característica del budismo y determina la naturaleza sacerdotal del
hombre.
No me refiero al budismo en el sentido común de la palabra, ni estoy
ocupándome aquí de su manifestación intrínsecamente especulativa, que en
razón precisamente de su literatura pretendidamente accesible, es la única
que conocemos en Occidente y hasta nos atrevemos a afirmar que
comprendemos. Me refiero al budismo "Dhyana", conocido en el Japón con el
nombre de "zenismo" o Doctrina Zen, y que no es en absoluto una
especulación sino la experiencia inmediata de cuanto como el insondable
fundamento del Ser —no puede ser aprehendido por medios intelectivos y no
puede ser concebido o interpretado ni aun después de haber pasado las más
inequívocas e indiscutibles experiencias: se lo conoce precisamente no
conociéndolo. A raíz de tales experiencias crucia-les y en consideración a
ellas, el budismo Zen ha abierto caminos a través de los cuales, mediante
una metódica inmersión en sí mismo, el hombre puede acceder a la
con-ciencia, en las mayores profundidades del alma, de la innominable
sinrazón y el innominable desposeimiento, y lo que es más, a la unión con
ambos. Y esto, vinculado al arte de los arqueros y expresado en un
lenguaje aproximativo y sujeto, por ende, a toda clase de falsas
interpretaciones, significa que los ejercicios espirituales, gracias a los
cuales (únicamente) la técnica de la arquería puede convertirse en arte y
si todo va bien llega a perfeccionarse hasta el estadio de "arte sin
artificio", no son otra cosa que ejercicios místicos. De ahí que la
arquería no pueda, en ninguna circunstancia, representar el logro de algo
en un plano exterior, mediante el arco y la flecha, sino sólo
interiormente y con uno mismo. El arco y la flecha no son sino un mero
pretexto para alcanzar algo que podría igualmente suceder sin ellos; son
sólo el camino hacia una meta y no la meta misma; ayudan a lo sumo a dar
el último paso, el decisivo.
Considerando todas estas particularidades, convendría tener acceso a las
exposiciones realizadas por budistas Zen, a fin de facilitar nuestra
comprensión. Ellas en realidad no faltan. En sus Ensayos sobre el budismo
Zen D. T. Suzuki ha conseguido demostrar exhaustivamente que la cultura
japonesa y la doctrina Zen están íntimamente ligadas y que el arte
japonés, la actitud espiritual del samurai, el modo de vivir japonés, la
vida moral, estética, y hasta cierto punto, aun la vida intelectual de los
japoneses, deben sus características determinantes a este fondo "Zen" y no
podrán ser fielmente comprendidos por quien no esté familiarizado con él.
Tanto la trascendental obra de Suzuki como las investigaciones de otros
eruditos japoneses sobre el particular, han despertado un vivo interés en
todo el mundo. Se admite por lo general que el budismo "Dhyana", que nació
en la India y después de sufrir profundos cambios alcanzó pleno desarrollo
en China para ser finalmente adoptado por el Japón —donde es cultivado
hasta nuestros días como una tradición viviente— ha revelado formas
insospechadas de existencia cuya comprensión es de extraordinaria
importancia para nosotros.
A pesar de todos los esfuerzos de los especialistas en Zen, el
conocimiento divulgado entre nosotros los occidentales sobre la esencia de
la Doctrina Zen, ha seguido siendo, sin embargo, por demás escaso. Como si
ella se resistiera a una penetración más honda, después de unos pocos
tímidos pasos, nuestra titubeante intuición halla barreras insalvables.
Envuelta en una impenetrable oscuridad, la doctrina Zen debe parecer el
enigma más extraño e insondable que haya sido ideado por la vida
espiritual de Oriente; insoluble y no obstante, irresistiblemente
atractivo.
La razón de esta penosa sensación de inaccesibilidad reside, hasta cierto
punto, en el estilo de exposición adoptado hasta hoy para tratar de ella.
Ninguna persona razonable podría esperar que un adepto al Zen haga otra
cosa que insinuar las experiencias que lo han liberado y transformado, ni
que intente describir la "Verdad" inimaginable e inefable por la cual y en
la cual vive. En este sentido, el Zen tiene gran afinidad con el
misticismo puro introspectivo. A menos que nos internemos en las
experiencias místicas por participación directa, permaneceremos fuera de
ellas, y esta regla, a la cual todo misticismo genuino obedece, no tiene
excepciones. Y no puede hablarse de contra-dicción cuando se advierte que
en realidad existe una enorme cantidad de textos Zen considerados
sagrados, ya que éstos tienen la peculiaridad de revelar su significado
infundidor de vida sólo a quienes se han demostrado dignos de las
experiencias crucia-les y por lo tanto están en condiciones de obtener de
tales textos la confirmación de cuanto son y cuanto poseen,
independientemente de su lectura. En cambio, para quien no haya pasado por
esas experiencias, no sólo permanecen mudos, infranqueables — ¿Cómo se
podría leer allí entre líneas?— sino que habrán de conducirlo fatalmente,
infaliblemente, a la más desesperada confusión espiritual, aun cuando se
haya aproximado a ellos con cautela y desprendida devoción. Como todo
misticismo, la doctrina Zen sólo puede ser comprendida por un verdadero
místico, quien por ende no tratará jamás de adquirir por métodos
clandestinos cuanto la experiencia mística misma no le haya otorgado.
Sin embargo, el individuo transformado por el Zen y que ha franqueado el
"fuego de la verdad", vive una vida demasiado convincente como para que
pueda ser pasada por alto. De ahí que en realidad no sea pedir demasiado
si, impulsados por un sentimiento de afinidad espiritual y deseosos de
hallar un sendero que nos conduzca hacia el innominable poder que obra
tales milagros —pues el meramente curioso no tiene derecho a pedir nada—
esperamos que el adepto al Zen nos describa al menos el sendero que
conduce a la meta. Ningún místico, ningún estudioso del Zen es, al
comenzar, el hombre en que luego puede convertirse en el sendero de la
autoperfección. ¡Cuánto queda aun por conquistar y cuanto por dejar detrás
de sí antes de hallar finalmente la ver-dad! ¡Cuán a menudo será
atormentado en el trayecto por la desolada sensación de que está tratando
de alcanzar lo imposible! Y, sin embargo, ese imposible habrá de ser un
día posible y hasta llegará a adquirir evidencia propia. ¿No podemos
abrigar entonces la humilde esperanza de que una minuciosa descripción de
este largo y difícil camino nos permita al menos preguntarnos si deseamos
verdaderamente recorrerlo?
Tales descripciones, del sendero y de sus sucesivas etapas, casi no
existen en la literatura Zen. Débese ello, en parte, al hecho de que el
adepto al Zen halla reparos insuperables en dar cualquier clase de
instrucciones para la vida feliz. Sabe por experiencia personal que nadie
puede recorrer el camino sin la dirección consciente de un preceptor
experto o la ayuda de un Maestro. No menos decisivo resulta, por otra
parte, el hecho de que sus experiencias, sus logros y sus transformaciones
espirituales, en tanto sean "suyas", deben ser conquistadas y
transformadas una y otra vez, hasta que todo lo "suyo" sea destruido. Sólo
así podrá lograr una base para sus experiencias que, como la "Verdad
Omnímoda", lo conducen a una vida que ya no es su vida cotidiana y
personal; vive, pero lo que vive no es ya él mismo.
Podemos, pues, comprender desde este punto de vista por qué el adepto al
Zen rehuye toda conversación sobre sí mismo y sus progresos, y no porque
crea que el hecho de hablar signifique falta de modestia, sino porque lo
considera una traición a la doctrina. Aun el mero hecho de decidirse a
decir algo sobre el Zen le cuesta graves exámenes de conciencia. Tiene
ante sí el aleccionador ejemplo de uno de los más grandes Maestros, quien,
al ser interrogado sobre el sentido de la doctrina Zen, mantuvo un
inmutable silencio, como si no hubiera oído la pregunta.
¿Cómo puede entonces un adepto sentirse tentado a decirnos cuánto y qué ha
desecha-do y no echa ya de menos?
De ahí que yo eludiría mi responsabilidad si me limitara a urdir una serie
de paradojas o me refugiara simplemente detrás de una barrera de palabras
altisonantes, pues mi intención no era otra que arrojar un poco de luz
sobre la naturaleza del Zen en la medida en que incide en una de las artes
en las que han estampado su sello. No puede decirse de esta "luz" que se
trate, en verdad, de iluminación en el sentido fundamental de la doctrina
Zen, pero al menos demostrará que debe haber algo detrás de los
impenetrables muros de niebla, algo así como el relámpago estival que
anuncia la tormenta lejana. Entendido de este modo, el arte de los
arqueros es algo así como una escuela preparatoria para el Zen, por cuanto
permite al principiante obtener, con el trabajo de sus propias manos, una
visión más clara de hechos que en sí mismos no son inteligibles. Hablando
objetivamente, sería muy posible abrir un camino hacia el Zen desde
cualquiera de las artes que he mencionado.
No obstante, me parece que puedo lograr mi propósito de una manera más
efectiva describiendo el curso que debe seguir un alumno del arte de los
arqueros. Para ser más preciso, trataré de resumir el curso de instrucción
de seis años que me fue impartido por uno de los más grandes Maestros de
este arte durante mi estadía en el Japón. Por lo tanto, son mis propias
experiencias personales las que me autorizan a emprender esta obra, ya fin
de ser absolutamente inteligible —pues aún esta escuela preparatoria
presenta innumerables escollos— no tendré otra alternativa que compilar
detallada-mente, enumerándolas, todas las resistencias que debí vencer,
todas las inhibiciones que debí superar, antes de conseguir penetrar en el
espíritu de la Gran Doctrina; y hablo de mí mismo por cuanto no veo otra
manera de alcanzar la meta que me he señalado.
Por esa misma razón limitaré mi relato a lo esencial, a fin de que ello se
destaque con mayor claridad. Conscientemente me abstendré de describir el
lugar donde se dictaban los cursos, de evocar escenas que se han grabado
en mi memoria y, sobre todo, de bosquejar un retrato del Maestro, por muy
tentador que resulte hacerlo. Todo debe girar únicamente en torno del arte
de los arqueros que, según pienso a veces, resulta más difícil de explicar
que de aprender; y la exposición deberá ser llevada hasta el punto en que
se comienzan a vislumbrar esos remotos horizontes tras los cuales la
doctrina Zen vive y respira.
II
La razón por la cual decidí adoptar la doctrina y con ese propósito me
dispuse a aprender el arte de los arqueros, requiere explicación. Ya en
mis épocas de estudiante me había interesado, como movido por un secreto
impulso, en el misticismo, pese a las características de esa época en la
que tales intereses tenían muy escasa aplicación. Gracias a mis esfuerzos
fui adquiriendo una conciencia cada vez más clara de que sólo podría tener
acceso desde el exterior a estos escritos esotéricos; y aunque sabía cómo
"rodear" lo que podríamos llamar fenómeno místico primordial, la verdad es
que me sen-tía incapaz de franquear la frontera que circundaba el misterio
como un alto muro. Tampoco pude hallar exactamente lo que buscaba en la
abundante literatura mística, y, decepcionado y desalentado, fui
comprendiendo en forma gradual que sólo el verdaderamente "desprendido"
puede penetrar en el significado real del "desprendimiento", y que sólo el
contemplativo, que se halla totalmente vacío y libre de sí mismo, está
realmente preparado para "volverse uno, ser uno" con el "Dios
Trascendente". Había llegado, por lo tanto, a comprender que existe y no
puede haber otro sendero hacia el misticismo que el de la experiencia y el
sufrimiento personales y que, si falta esta condición, todo cuanto se
pueda decir sobre él no será más que una charla hueca. Pero, ¿cómo llegar
a ello? ¿Cómo alcanzar el estado de desprendimiento real y no meramente
imaginario? ¿Acaso hay un camino para quienes están separados de los
grandes Maestros por el abismo de los siglos; para el hombre moderno, que
se ha desarrollado en condiciones totalmente distintas? En ninguna parte
hallé respuestas más o menos satisfactorias a mis preguntas, aún cuando
supe de las estaciones y etapas de un camino que prometía conducir hacia
la meta. Para transitar ese sendero yo carecía de las metódicas, precisas
instrucciones que sólo un Maestro hubiera podido darme y no las hallaba ni
siquiera para un tramo del viaje. Pero, en caso de hallarlas, ¿bastarían
esas instrucciones, si alguna había? ¿No sería más probable, aun en las
mejores circunstancias, que ellas sólo supieran desarrollar una aptitud
para recibir algo que ni siquiera el método mejor y más eficaz puede
proporcionar, y que la experiencia mística, por lo tanto, no pueda ser
producida por ninguna disposición conocida por el hombre? Por más que
pensaba en todo ello, sólo veía ante mí puertas cerradas y, no obstante,
no podía evitar el tratar constantemente de abrirlas. Pero el deseo
persistía y, cuando se marchitó, subsistió el deseo de ese deseo.
Cuando me preguntaron (entre tanto había sido honrado con una cátedra
universitaria) si quería enseñar filosofía en la Universidad de Tokio,
acogí con especial alegría esta oportunidad de conocer el Japón y su
pueblo, sobre todo porque me ofrecía la posibilidad de entrar en contacto
con el budismo y por ende con una práctica introspectiva del misticismo
pues en incontables ocasiones había oído hablar de la existencia en el
Japón de una tradición viviente de la doctrina Zen, cuidadosamente
conservada; un arte didascálico que había sido ensayado a través de los
siglos y, lo que era más importante, maestros del Zen, extraordinariamente
versados en el arte de la dirección espiritual.
Apenas comencé a actuar en mi nuevo medio, me dispuse a concretar mis
deseos, pero inmediatamente recibí turbadas negativas. Nunca, me dijeron,
ningún europeo se había interesado seriamente en la doctrina Zen y puesto
que ella repudiaba el más mínimo vestigio de "enseñanza", no podía yo
esperar que me satisficiera "teóricamente". Me costó muchas horas perdidas
hacerles comprender la razón por la cual quería dedicarme a la forma no
especulativa del Zen. Me informaron entonces que práctica-mente resultaba
casi imposible que un europeo penetrara en este reino de la vida
espiritual —quizás el más extraño entre cuantos puede ofrecer el Lejano
Oriente— a me-nos que comenzara por aprender una de las artes vinculadas a
la doctrina.
La idea de que debía franquear un estadio de instrucción preliminar no me
desanimó. Me sentía plenamente dispuesto a hacer todo lo que fuera
necesario con tal de acercarme un poco más al Zen; y un camino indirecto,
por fatigoso que fuera, me parecía siempre mejor que ninguno.
Pero, ¿por cuál de las artes Zen me decidiría? Mi esposa, después de
algunas vacilaciones, escogió el arreglo floral y la pintura; por mi
parte, me pareció que el arte de los arqueros era el más adecuado para mí,
creyendo equivocadamente —según pude comprobar más tarde— que mi
experiencia en el tiro con carabina y con pistola facilitaría el
aprendizaje.
Rogué a uno de mis colegas, Sozo Komachiya, un profesor de Derecho que
había toma-do lecciones de arquería durante veinte años y que, en la
Universidad era considerado con razón el mejor exponente de ese arte, que
me presentara a su antiguo preceptor, el célebre Maestro Kenzo Awa y me
recomendara como alumno. Al principio el Maestro rechazó mi pedido,
sosteniendo que ya una vez había incurrido en el error de pretender
enseñar a un extranjero y que desde entonces no hacía sino lamentar la
experiencia: no estaba dispuesto a hacer una segunda concesión malgastando
en un alumno el peculiar espíritu de ese arte.
Sólo cuando repuse que un Maestro que tomaba tan en serio su trabajo bien
podía tratarme como su alumno más joven, y al advertir que realmente
deseaba aprender el arte, no por placer, sino por amor a la Gran Doctrina,
me aceptó como alumno junto con mi esposa, ya que desde hace mucho tiempo
es habitual en el Japón que las jóvenes también sean instruidas en las
reglas de este arte, y la esposa y las dos hijas del Maestro lo
practicaban con diligencia.
Así se inició el largo, intenso curso de instrucción en el cual nuestro
amigo Komachiya, que defendiera tan obstinadamente nuestra causa,
ofreciéndose casi como garantía nuestra, participaba como intérprete. Me
invitaron a concurrir al mismo tiempo a las clases de arreglo floral y
pintura en las que intervenía mi esposa, lo cual me brindaba a su vez la
posibilidad de obtener una base aun más amplia de comprensión mediante la
permanente comparación de estas artes, mutuamente complementarias.
III
Ya en el transcurso de la primera lección comprendimos que seguir el
sendero del "arte sin artificio" no es cosa fácil. El Maestro empezó por
mostrarnos varios arcos japoneses, explicándonos que su extraordinaria
elasticidad se debe a su particular construcción y al material con que
están hechos, el bambú. Pero según su opinión, lo más importante era que
observáramos la noble forma que el arco (de más de un metro ochenta de
longitud) adopta no bien es extendido y que resulta tanto más sorprendente
cuanto más se lo estira. Cuando se lo despliega en toda su extensión, nos
explicó, abarca en sí el "Todo"; de ahí que sea tan importante aprender a
extenderlo adecuadamente. Luego, escogió el mejor y más fuerte de sus
arcos y, asumiendo una actitud ceremoniosa y digna, dejó volver varias
veces a su posición original la cuerda levemente estirada. Es-te
movimiento produce un agudo chasquido, acompañado de un profundo rasguido
que, después de haberlo escuchado cierto número de veces, es imposible
olvidar, tan extraño resulta, tan conmovedoramente se apodera del corazón.
Desde la más remota antigüedad se le ha atribuido el secreto poder de
ahuyentar los malos espíritus, y no me resulta difícil creer que esta
interpretación se haya arraigado profundamente en el corazón de todo el
pueblo japonés. Después de este significativo introito de purificación y
consagración, el Maestro nos ordenó que lo observáramos atentamente. Hizo
una muesca y colocó una flecha en el arco —extendiéndolo en tal forma que
temí por un momento que no resistiera la tensión necesaria para abarcar el
Todo— y disparó la flecha. Todo esto no sólo resultaba conmovedoramente
hermoso, sino que parecía haber sido ejecutado con muy poco esfuerzo.
El Maestro nos dictó entonces sus instrucciones: "Ahora haced otro tanto,
pero recordad que la arquería no tiene por objeto fortalecer los músculos.
Cuando estiréis la cuerda, no debéis ejercer toda la fuerza de que vuestro
cuerpo es capaz; antes bien, debéis aprender a dejar que sólo vuestras dos
manos actúen, dejando relajados los músculos del hombro y del brazo, como
si éstos contemplaran impasibles la escena. Sólo cuando podáis hacer esto,
habréis cumplido una de las condiciones que logran que el acto de estirar
el arco y disparar la flecha sean actos “espirituales”. Con estas
palabras, se apoderó de mis manos y las fue guiando lentamente a través de
las distintas fases del movimiento que deberían ejecutar en el futuro,
como si tratara de acostumbrarme a él.
Aun en el 'primer intento con un arco de práctica de mediana resistencia,
observé que tenía que hacer mucha fuerza para curvarlo. Esto se debe a que
el arco japonés, a diferencia del clásico arco deportivo europeo, no se
sostiene al nivel del hombro, posición en que el cuerpo puede ceñirse
mejor a él. Por el contrario, una vez colocada la flecha, debe sostenerse
el arco con los brazos totalmente extendidos hacia adelante, de manera que
las manos del arquero queden situadas un poco más arriba de su cabeza.
Lo único que, en consecuencia, el arquero puede hacer en tal circunstancia
es extenderlas separadamente a derecha e izquierda y, cuanto más distantes
se hallan, más se curvan hacia abajo, hasta que la izquierda, que sostiene
el arco con el brazo extendido, viene a descansar al nivel del ojo, en
tanto que la diestra, que estira la cuerda, es sostenida con el brazo
doblado sobre el hombro derecho, de manera que la extremidad de la flecha
de tres pies sobresale un tanto del borde exterior del arco, tan grande es
la distancia. Antes de disparar el tiro, el arquero debe permanecer en esa
actitud durante un rato. La fuerza necesaria para practicar este singular
método de sostener y extender el arco hacía que mis manos, después de unos
instantes, comenzaran a temblar, y que mi respiración se hiciera cada vez
más difícil, inconveniente que ni siquiera en las semanas que siguieron
logré subsanar. La acción de extender el arco seguía siendo un problema
para mí, ya pesar de la práctica tanto más esmerada, resistíase a hacerse
"espiritual". Para alentarme, pensé que debía de haber algún ardid para
hacerlo, que el Maestro por alguna razón no quería divulgar, y puse todo
mi empeño en descubrirlo.
Firmemente resuelto a lograr mi propósito, continúe practicando. El
Maestro seguía atentamente mis esfuerzos, corregía con serenidad mi
rigidez, elogiaba mi entusiasmo, me censuraba por dilapidar mis fuerzas,
pero en otros sentidos casi no me daba indicaciones, aunque siempre ponía
el dedo en la llaga cuando al estirar yo el arco, me decía: "relájese,
relájese" —palabra que acababa de aprender— (éste era mi punto débil)
aun-que, es justo decirlo, nunca perdió la paciencia ni dejó de mostrarse
amable. Pero llegó el día en que fui yo quien perdió la paciencia y admití
que me resultaba materialmente imposible extender correctamente el arco.
"No puede hacerlo —explicó el Maestro— porque no respira correctamente.
Retenga suavemente el aire después de inspirarlo, de modo que la pared
abdominal esté tensa y dilatada, y manténgalo dentro un rato. Luego, vaya
expirando con la mayor lentitud y uniformidad posibles y, después de unos
momentos, aspire nuevamente un breve sorbo de aire, inspirando y expirando
continuamente, siguiendo un ritmo que acabará por mantenerse solo. Si hace
esto correctamente, notará que cada día el disparo de la flecha se hace
más y más fácil pues por medio de esta manera de respirar descubrirá no
sólo la fuente de toda energía espiritual, sino que hará que esa fuente
fluya con mayor abundancia y se expanda más fácilmente propagándose por
sus miembros cuanto mayor sea su relajamiento." Como si quisiera
demostrármelo, estiró su resistente arco y me invitó a colocarme a sus
espaldas y palpar los músculos de su brazo. En efecto, estaban totalmente
relajados, como si no estuvieran realizando esfuerzo alguno.
Al principio practiqué la nueva forma de respiración sin arco ni flecha,
hasta que se convirtió en un acto natural y la leve sensación de
incomodidad que observé al comienzo fue desapareciendo rápidamente. El
Maestro concedía tanta importancia al acto de expirar el aire hasta el fin
de la manera más lenta y uniforme posible que, para una mejor práctica y
un mayor control, hizo que lo combináramos con un ruido semejante a un
zumbido, y solo cuando éste se había acallado con nuestro último aliento
nos permitía inspirar nuevamente. La inspiración, dijo cierta vez, une y
combina; al retener el aire en los pulmones, se facilita la acción, y el
acto de expirarlo libera y completa mediante la abolición de todas las
limitaciones. Pero aun no estábamos preparados para entender el verdadero
sentido de sus palabras.
El Maestro procedió luego a relacionar la respiración —que naturalmente
hasta ese momento no había sido practicada sólo por ella misma—, con el
arte de los arqueros. El proceso unificado de extensión del arco y disparo
de la flecha fue dividido en dos partes: tomar el arco, colocar la flecha
en su muesca, levantar el arco, estirarlo y dejar-lo fijo en el punto de
tensión máxima; luego disparar.
Cada uno de estos movimientos comenzaba con la inspiración de aire, era
seguido por la firme contención del aliento y finalizaba con la
expiración. El resultado fue que la respiración acabó adecuándose
espontáneamente, y no sólo ponía de relieve las posiciones y los
movimientos de cada una de las manos, sino que los aunaba en una rítmica
secuencia que sólo dependía de nuestra capacidad torácica individual. A
pesar de estar fraccionado en partes, todo el proceso parecía una sola
cosa viviente, íntegra-mente contenida en sí y ni siquiera remotamente
comparable a un ejercicio gimnástico, al cual se pueden agregar o suprimir
fragmentos sin que por ello se altere su significado y carácter.
No puedo evocar aquellos días sin recordar, una y otra vez, lo difícil que
me resultó aprender a respirar correctamente. Aunque inspiraba
técnicamente bien, cada vez que intentaba mantener relajados los músculos
de mis brazos y hombros mientras extendía el arco, los músculos de las
piernas se me ponían rígidos, como si toda mi vida de-pendiera de un pie
firme y de una posición segura, o como si, a semejanza de Anteo, tuviera
que extraer mis fuerzas de la tierra. A menudo al Maestro no le quedaba
otra alternativa que apoderarse, con la rapidez del rayo, de uno de los
músculos de mi pierna, y presionarlo en un punto particularmente sensible.
En una ocasión en que para excusarme advertí que estaba esforzándome
conscientemente por mantenerme relaja-do, el Maestro me respondió: "Ése es
precisamente el problema. Usted se esfuerza en pensar en ello. Concéntrese
enteramente en su respiración, como si no tuviera otra cosa que hacer". Me
llevó mucho tiempo lograr lo que el Maestro quería, hasta que por último
lo conseguí. Aprendí a "perderme" en la respiración y con tanta facilidad
que a veces tenía la sensación de no estar respirando, sino —a pesar de lo
extraño que ello pueda parecer— siendo respirado. Y aún cuando en momentos
de reflexión me debatía contra esta atrevida idea, no podía dejar de
reconocer que la respiración brindaba realmente todo cuanto el Maestro me
había anunciado. En algunas ocasiones —cada vez más menudo a medida que
iba pasando el tiempo— extendía el arco y lo mantenía tenso hasta el
momento del disparo mientras todo mi cuerpo permanecía en total
relajamiento, sin que pudiera explicarme cómo había ocurrido. La
diferencia cualitativa entre estos pocos tiros satisfactorios y los
incontables fracasos era tan convincente que estaba dispuesto a admitir
que al fin había acabado por comprender lo que significaba en realidad
extender el arco "espiritualmente".
Así, lo que había estado tratando vanamente de lograr no era un ardid
técnico, sino la liberación del dominio de la respiración a través de
nuevas y fabulosas posibilidades.
Y digo esto no sin experimentar ciertos recelos pues conozco muy bien la
tentación de sucumbir a una poderosa influencia y, dejándose cegar por el
autoengaño, exagerar la importancia de una experiencia sólo por el hecho
de que es insólita. Pero, a pesar de toda posible equivocación y de tanta
grave reserva, la verdad es que los resultados obtenidos merced a la nueva
técnica de respiración —pues con el tiempo llegué a estirar el resistente
arco del Maestro con los músculos relajados— eran demasiado evidentes para
ser negados.
Cierto día, comentando todo esto con nuestro amigo Komachiya, le pregunté
por qué razón el Maestro se había limitado durante tanto tiempo a
contemplar mis infructuosos esfuerzos por estirar "espiritualmente" el
arco, y por qué no había hecho hincapié desde el principio en la necesidad
de respirar correctamente. "Un gran Maestro —respondió Komachiya— tiene
que ser al mismo tiempo un gran preceptor. Aquí entre nosotros las dos
cosas van a la par. Si hubiera comenzado las lecciones con ejercicios
respiratorios, nunca habría podido convencer a usted de que debe
precisamente a esos ejercicios algo decisivo.
Era necesario que usted fracasara primero en sus esfuerzos, que naufragara
en sus propios intentos antes de estar preparado para recoger el
salvavidas que le ofrecía. Créame, sé por experiencia personal que el
Maestro lo conoce muy bien a usted, como a cada uno de sus otros alumnos,
mejor de cuanto nos conocemos usted y yo. Él lee en las almas de sus
alumnos mucho más profundamente de cuanto ellos mismos quisieran
admitirlo."
IV
Ser capaz, después de un año de esfuerzos, de extender "espiritualmente"
el arco, esto es, con una especie de "fuerza sin esfuerzo", no es ninguna
hazaña. No obstante, me sentía satisfecho pues había empezado a comprender
por qué la técnica de autodefensa mediante la cual se derriba al
adversario cediendo inesperadamente, con fácil elasticidad, a su enérgico
ataque y volviendo así contra él su propia fuerza, es conocido con el
nombre de "el arte gentil". Desde las épocas más remotas, su símbolo ha
sido el agua, dócil y no obstante indomeñable, por lo que Lao-Tsé pudo
decir con profunda veracidad que la vida recta es como el agua, "de todas
las cosas la más dócil y que sin embargo puede dominar a la más fuerte de
todas las cosas" (3). Por lo demás, solía repetirse en la escuela una
frase del Maestro, que había dicho que "aquel que en el comienzo hace
buenos progresos tropieza luego con las más grandes dificultades". Para mí
el comienzo había estado lejos de ser fácil; ¿no tenía derecho, pues, a
sentir confianza con respecto a lo que se avecinaba, es decir las
dificultades que ya había empezado a sospechar?
El segundo paso consistía en el aprendizaje de la "liberación" de la
flecha. Hasta ese momento se nos había dejado hacerlo al azar: esta fase
de la enseñanza estaba, podríamos decir, "entre paréntesis", como si se
hallara al margen de los ejercicios, y lo que le sucedía a la flecha no
había tenido entonces mayor importancia. En tanto penetrara en el rollo de
paja prensada, blanco y banco de arena a la vez, el honor estaba
satisfecho. Además, acertar el blanco no era en sí mismo ninguna hazaña,
ya que el rollo de paja estaba a lo sumo a unos diez pasos de distancia
del arquero.
Hasta ese momento yo no había hecho otra cosa que soltar la cuerda tensa
cuando el acto de sostenerla en el punto de mayor tensión se había hecho
insoportable, cuando sentía que, si quería que mis manos separadas
volvieran a unirse naturalmente, no me quedaba otro recurso que ceder. La
tensión no es en ningún sentido dolorosa. Un guante de cuero con un pulgar
rígido y forrado impide que la presión de la cuerda moleste y reduzca
prematuramente la fuerza de su asimiento en el punto de mayor tensión.
Cuando se extiende el arco, el pulgar es "arrollado" en torno de la
cuerda, inmediatamente debajo de la flecha, y recogido hacia adentro.
Los tres primeros dedos deben ser apretados con fuerza sobre él,
sosteniendo al mismo tiempo la flecha por lo tanto con firmeza. El disparo
significa abrir los dedos que oprimen el pulgar y luego soltarlo. Mediante
el fuerte tirón de la cuerda, el pulgar es arrancado de su sitio y
extendido, la cuerda se sacude y la flecha vuela hacia el blanco. Hasta
ese momento, cada vez que disparaba, mi tiro siempre estuvo acompañado por
una fuerte sacudida que se hacía sentir en una intensa, visible vibración
de todo mi cuerpo y que afectaba tanto al arco como a la flecha. Salta a
la vista la imposibilidad de lograr con este sistema un tiro suave y sobre
todo certero; estaba condenado a que mi tiro fuera siempre vacilante.
"Todo lo que ha aprendido hasta ahora —me dijo un día el Maestro, cuando
no halló ya nada que objetar a mi técnica de relajamiento para extender el
arco—, no ha sido otra cosa que una mera preparación para el disparo.
Ahora debemos enfrentar una tarea nueva y especialmente ardua, que nos
conducirá a una nueva etapa en el arte de la arquería." Con estas palabras
el Maestro se apoderó de su arco, lo extendió y disparó hacia el blanco.
Sólo entonces, al contemplarlo expresamente, observé que aunque su mano
derecha, súbitamente abierta y liberada por la tensión, volvía hacia atrás
con una sacudida, no repercutía en ninguna vibración del cuerpo. El brazo
derecho, que antes del disparo había formado un ángulo agudo, se abría con
un tirón, pero volvía luego suavemente a su posición normal. La inevitable
sacudida había sido amortiguada y neutralizada.
Si la fuerza de la "descarga" no se traicionara en el agudo "tup" de la
cuerda trémula y en el poder de penetración de la flecha, nunca se
sospecharía siquiera su existencia. Al menos en el caso del Maestro, el
disparo parecía tan simple y fácil como un juego de niños.
La ausencia de esfuerzo en una acción que exige una gran dosis de energía,
es un espectáculo cuya belleza estética es reconocida en Oriente en forma
asaz sensible y complacida. Pero aun más importante para mí —y en esa
época difícilmente podía yo pensar de otra manera— era el hecho de que la
certeza de dar en el blanco pareciera de-pender de la suavidad del
disparo. Conocía por propia experiencia en el tiro con carabina, la
importancia que adquiere el hecho de desviarse, aunque sea levemente, de
la línea de visión. Todo cuanto había aprendido y logrado hasta entonces,
de pronto se había tornado claramente inteligible desde este punto de
vista: extensión relajada del arco, asimiento relajado en el punto de
tensión máxima, disparo relajado del tiro, amortiguamiento relajado del
retroceso; ¿acaso no estaba todo esto al servicio del pro-posito de
acertar el blanco y no era ésta precisamente la razón por la cual
estábamos aprendiendo el arte de la arquería a través de tantas
dificultades y paciencia? ¿Por qué entonces el Maestro nos había dado a
entender que el proceso al cual estábamos dedicados excedía ampliamente
todo cuanto habíamos aprendido y practicado hasta ese momento ya lo que ya
nos habíamos habituado?
Sea como fuere, seguí practicando, diligentemente y conscientemente
obediente a las instrucciones del Maestro, a pesar de lo cual todos mis
esfuerzos resultaban vanos.
A menudo solía parecerme que disparaba mejor antes, cuando me limitaba a
soltar la flecha al azar, sin pensar en lo que estaba haciendo. Sobre
todo, notaba que no podía abrir la diestra, especialmente los dedos que
oprimían el pulsar, sin hacer un esfuerzo. La consecuencia era una
sacudida en el momento de lanzar la flecha, de manera que ésta vacilaba en
su trayectoria; pero aun era menos capaz de amortiguar el movimiento de la
mano súbitamente liberada. El Maestro, impertérrito, seguía demostrándonos
prácticamente cuál era el disparo correcto, y yo, sin amilanarme, trataba
ansiosamente de imitarlo, obteniendo como único resultado de mis afanes
que mi inseguridad inicial fuera haciéndose cada vez más acentuada.
Parecíame a un ciempiés, incapaz de moverse del lugar en que se hallaba
después de haber tratado infructuosamente de adivinar qué orden debían
seguir sus patas.
Evidentemente el Maestro estaba menos horrorizado que yo por mi fracaso.
¿Sabía por experiencia que tenía que suceder así? "¡No piense en lo que
tiene que hacer; no re-flexione en cómo hacerlo! —exclamaba—. El tiro sólo
se produce suavemente cuando toma al arquero por sorpresa. Debe ser como
si la cuerda atravesara súbitamente el pulgar que la sostiene. No debe
abrir la diestra deliberadamente."
Se sucedieron así semanas y semanas de infructuosa práctica. Podía tomar
una y otra vez por modelo la forma en que el Maestro disparaba, observar
con mis propios ojos, atentamente, cómo se originaba el disparo correcto;
pero ni una sola vez mis esfuerzos fueron coronados por el éxito. Si,
esperando en vano el disparo, cedía a la fuerza de la tensión porque ésta
comenzaba a hacerse insoportable, entonces mis manos eran lentamente
separadas al unísono y el tiro fracasaba. Si resistía firmemente la
tensión hasta quedar jadeante, sólo podía hacerlo pidiendo ayuda a los
músculos de hombros y brazos.
Quedaba entonces de pie allí, inmóvil —"como una estatua" solía decir
burlonamente el Maestro— pero tenso, ya que todo mi relajamiento se había
evaporado.
Quizás por azar o porque el Maestro así lo hubiera deliberadamente
dispuesto, un día nos encontramos reunidos en torno de una taza de té.
Aproveché la ocasión para hablar de la cuestión y le dije claramente lo
que sentía.
"Comprendo perfectamente —le dije— que la mano no debe abrirse con una
sacudida para que el tiro no se eche a perder. Pero por más que lo
intento, siempre me sale mal. Si aprieto la mano lo más fuerte posible, no
puedo evitar que se sacuda cuando abro los dedos. Si trato en cambio de
mantenerla relajada, la cuerda se suelta antes de haber alcanzado su punto
máximo de extensión, inesperadamente, es verdad, pero demasiado pronto sin
embargo. Me debato entre estos dos fracasos y no veo ninguna salida."
"Debe sostener la cuerda extendida —repuso el Maestro—, como un niño de
pecho se aferra al dedo que se le ofrece. Se aferra tan firmemente que uno
se maravilla ante la fuerza del diminuto puño. Y cuando suelta el dedo, no
produce la menor sacudida.
¿Sabe por qué? Porque un niño no piensa: “ahora soltaré el dedo para tomar
esta otra cosa”. Totalmente inconsciente de sí, sin propósito, se vuelve
de una a otra cosa y diríamos que juega con ellas si no fuera igualmente
verdad que las cosas están jugando con el niño".
— Creo comprender la alusión que encierra su comparación observé. Pero,
¿no estoy en una situación diametralmente distinta? Cuando he estirado el
arco, llega un momento en que siento: a menos que el tiro se precipite, no
podré seguir soportando la tensión. ¿Y qué sucede entonces? Simplemente,
me quedo sin aliento y por lo tanto debo disparar el tiro de una buena
vez, lo quiera o no, pues ya no puedo esperar más.
— Acaba de hacer una excelente descripción —replicó el Maestro— acerca de
dónde reside precisamente la dificultad. ¿Sabe por qué no puede esperar el
tiro y por qué se queda sin aliento antes de que haya llegado? El tiro
correcto en el momento debido no llega porque usted no se deja ir. No
espera la realización, sino que se asegura el fracaso. Mientras sea así no
tiene otra alternativa que producir usted mismo algo que debe-ría ocurrir
independientemente de su voluntad, y mientras sea usted quien lo produzca
su mano no se abrirá en la forma debida, como se abre la mano de un niño,
como la piel de una fruta madura.
Tuve que admitir ante el Maestro que esta interpretación me dejaba más
perplejo que nunca. "Fundamentalmente —dije— lo que hago es extender el
arco y disparar la flecha con el objeto de dar en el blanco. La extensión
del arco es, por ende, un medio orientado hacia un fin y no puedo pasar
por alto esta relación. El niño ignora todo esto, pero para mí ambas cosas
no pueden disociarse."
— El verdadero arte —exclamó el Maestro— carece de propósito, de fin
determinado. Cuanto más obstinadamente trate de aprender a disparar la
flecha para acertar el blanco, menos logrará lo primero y más se alejará
de lo segundo. Lo que se interpone en su camino es el hecho de que usted
posee una voluntad demasiado terca. Usted piensa que lo que no hace por sí
mismo simplemente no sucede.
— ¡Pero si usted mismo me ha dicho a menudo que la arquería no es un
pasatiempo, un juego sin objeto, sino una cuestión de vida o muerte!
— Y lo sostengo. Los Maestros arqueros decimos: ¡Un tiro, una vida! El
significado de esto aun no lo comprendo, pero quizás le ayude otra imagen
que alude a la misma experiencia. Los Maestros arqueros decimos: con el
extremo superior del arco el arquero penetra el cielo; del extremo
inferior, como si estuviera sujeta por un hilo, pende la tierra. Si el
tiro es disparado con una sacudida, corremos el peligro de que el hilo se
rompa. Para la gente voluntariosa y violenta, la ruptura es definitiva y
quedan sus-pendidos en el terrible centro, entre la tierra y el cielo.
— ¿Qué hacer entonces? —pregunté meditativamente.
— Aprender a esperar como es debido.
— Y ¿cómo se aprende eso?
— Dejándose ir, dejando atrás a usted mismo y todo lo suyo en forma tan
decisiva que sólo quede de su persona una tensión sin objeto.
— ¿Debo, pues, tornarme voluntariamente involuntario? —me oí decir.
— Ningún alumno me ha hecho jamás esa pregunta, así que en realidad no
conozco la respuesta.
— Y ¿cuándo empezaremos con los nuevos ejercicios?
— Espere a que llegue el momento.
V
Esta conversación, la primera de carácter íntimo que tuve oportunidad de
mantener con el Maestro desde que se iniciara mi instrucción, me dejó
extraordinariamente perplejo. Habíamos tocado al fin el tema, la razón por
la cual me había decidido a aprender el arte de los arqueros. ¿No era
acaso ese "dejarse ir" —del que había hablado el Maestro—, una etapa en el
camino hacia la vacuidad y el desprendimiento? ¿No había llegado por fin
al punto donde la influencia de la doctrina Zen en el arte de los arqueros
comenzaba a hacerse sentir? Qué relación podía existir entre la capacidad
de espera gratuita y el disparo de la flecha en el momento adecuado,
cuando la tensión alcanzaba espontáneamente su cenit, era algo que no
podía absolutamente imaginar. Pero, ¿por qué tratar de anticipar in mente
lo que sólo puede enseñar la experiencia?
¿No era tiempo ya de que renunciara a este estéril hábito?
¡Cuán frecuentemente había envidiado en secreto a todos aquellos alumnos
del Maestro que dejaban como niños que se les tomara de la mano y se los
guiara! ¡Qué maravilloso debe resultar poder hacerlo sin reservas! Tal
actitud no debe necesariamente llevar a la indiferencia y al estancamiento
espiritual. ¿No pueden los niños al menos hacer preguntas?
Para mi gran desilusión, en la clase siguiente el Maestro continuó con los
ejercicios anteriores: extender el arco, sostenerlo y disparar. Pero todo
su estímulo de nada me servía. Aunque, obedeciendo sus instrucciones,
trataba de no ceder a la tensión, luchando más allá de ella, como si la
naturaleza del arco no impusiera límites, aunque trataba de esperar hasta
que la tensión, simultáneamente, se colmara y se liberara en el disparo, a
pesar de todos mis esfuerzos, todos los tiros se malograban, embrujados,
vacilantes, tiros de chapucero. Sólo cuando se hizo evidente que no tenía
sentido continuar con estos ejercicios, sino que por el contrario estaban
resultando positivamente peligrosos, pues me sentía cada vez más oprimido
y aplastado por un presentimiento de frustración, el Maestro resolvió
cambiar de táctica.
—En adelante, cada vez que asistan a clase —nos advirtió—, traten de
concentrarse en el camino. Concéntrense, fijen su pensamiento en lo que
sucede en el aula. Pasen junto a las cosas 'Sin notarlas, como si hubiera
una sola, única cosa en el mundo verdaderamente importante y real: la
arquería.
El proceso del "dejarse ir" estaba también dividido en etapas, que debían
ser franqueadas cuidadosamente; y también en este caso el Maestro se
contentó con unas breves sugestiones. Para ejecutar estos ejercicios basta
con que el alumno comprenda —o en algunas ocasiones solamente adivine— lo
que se exige de él. De ahí que no sea necesario conceptuar las
distinciones que son tradicionalmente expresadas en imágenes. Y quién sabe
si estas imágenes, nacidas de siglos de práctica, no pueden llegar a
profundidades mayores que las accesibles a todo nuestro conocimiento
cuidadosamente elaborado.
El primer paso en esta dirección ya había sido dado. Había conducido a un
relajamiento del cuerpo, sin el cual el arco no puede ser correctamente
extendido. A fin de disparar con acierto el tiro, el relajamiento físico
debe ser apoyado por un relajamiento mental y espiritual, de modo de
conseguir una mente no sólo ágil, sino libre: ágil por su libertad y libre
por su misma agilidad; y esta agilidad es esencialmente distinta de todo
cuanto por lo común se entiende por agilidad mental. Así, entre estos dos
estados de relajamiento físico por un lado y de libertad espiritual por el
otro, hay una diferencia de nivel que no puede ser superada por el mero
control de la respiración, sino, y únicamente, por la renuncia a las
ligaduras de todo tipo, desprendiéndose enteramente del ego, de manera que
el alma, sumergida en sí misma, alcance la plenitud de su innominado
origen.
La exigencia de que la puerta de los sentidos sea cerrada no es satisfecha
apartándose enérgicamente del mundo sensible, sino más bien mediante la
disposición a ceder sin resistencia. A fin de poder realizar
instintivamente esta actividad inactiva, el alma necesita un punto de
apoyo interior y lo consigue concentrándose en la respiración.
Este paso es ejecutado conscientemente y con una escrupulosidad que linda
con lo pe-dantesco. La inspiración, y asimismo la expiración, son
practicadas una y otra vez con el mayor esmero y no es necesario esperar
mucho para comprobar los resultados. Cuanto más nos concentramos en la
respiración, más quedan relegados a segundo plano los estímulos externos;
se hunden en una especie de sordo bramido que se empieza por oír con sólo
la mitad de un oído y, al fin, no resulta más perturbador que el distan-te
rumor del mar, el cual, una vez que nos hemos acostumbrado a su reclamo,
ni si-quiera existe para nosotros. Con el tiempo nos vamos haciendo
inmunes a estímulos mayores y simultáneamente el desprendimiento de ellos
es cada vez más rápido y fácil. Sólo se debe prestar atención a que el
cuerpo esté bien relajado, ya sea en posición de pie, ya sea sentado o
acostado, y si entonces nos concentramos en la relajación, no tardamos en
sentirnos envueltos en capas impermeables de silencio; y lo único que
sabemos y sentimos es que respiramos, y para desprenderse de esta
sensación, de este conocimiento, no es necesario tomar ninguna nueva
decisión pues espontáneamente la respiración va adquiriendo un ritmo cada
vez más pausado y haciéndose cada vez más económica con respecto al
aliento, hasta que, por último, se desliza gradualmente en una borrosa
monotonía que escapa por completo a nuestra atención.
Este exquisito estado de indiferente inmersión en uno mismo no es por
desgracia muy duradero, pues puede ser interrumpido por un agente
interior. Como si surgieran de la nada, estados de ánimo, sensaciones,
deseos, inquietudes y hasta pensamientos aparecen incontinentemente en una
mezcla sin sentido y, cuanto más absurdos son, menos los hemos buscado
voluntariamente y menos tienen que ver con aquello en lo cual hemos fijado
nuestra conciencia, y, asimismo, mayor es su obstinación. Es como si
quisieran vengarse de la conciencia por haber penetrado a través de la
concentración en reinos que de otro modo jamás hubiera podido alcanzar. La
única forma de subsanar esta perturbación es seguir respirando,
tranquilamente, apaciblemente, a fin de "entrar en" relaciones amistosas
con cualquier cosa que aparezca en escena, acostumbrar-se a ella,
contemplarla serenamente y cansarse al fin de mirarla. De tal modo se va
entrando gradualmente en un estado que se asemeja a la fundente
somnolencia que precede al sueño.
Penetrar enteramente en él es el riesgo que debemos evitar en todo
momento. Esto se logra mediante un peculiar "sobresalto" de la
concentración, comparable tal vez al de un hombre que ha permanecido
despierto toda la noche y que sabe que su vida depende de que todos sus
sentidos permanezcan alerta; y si este peculiar sobresalto logra su
propósito aunque más no sea una vez, puede repetírselo con confianza y
seguridad. Con su ayuda, el alma llega a un punto en el cual vibra de sí y
en sí, una serena pulsación que puede ser sublimada en el sentimiento y
que se puede experimentar sólo en raros sueños increíblemente livianos, y
la arrobada certeza de poder poner en actividad energías en cualquier
dirección, intensificar o liberar tensiones graduadas con el máximo de
precisión.
Este estado, en el que no se piensa, proyecta, busca desea o espera nada
definido, que no apunta en ninguna dirección en especial y que se sabe sin
embargo capaz de lo posible y lo imposible, tan indomeñable es su poder,
este estado que en el fondo es ausencia de propósito y de ego, era llamado
por el Maestro un estado verdaderamente "espiritual". La verdad es que
está cargado de conciencia espiritual y de ahí que también se lo llame
"auténtica presencia del espíritu". Esto significa que la mente,
inteligencia o espíritu está presente en todas partes pues no está
arraigada en lugar alguno en especial y puede permanecer siempre presente
ya que, aun cuando esté relacionada con este o aquel objeto, no se adhiere
a él por reflexión ni pierde por ello su movilidad originaria. Como el
agua que colma una laguna, siempre dispuesta a fluir nuevamente en cuanto
se la deje en libertad, puede poner en acción su inagotable poder pues es
libre y está abierto a todo ya que está vacío. Tal estado es esencialmente
un estado primordial y su símbolo, el círculo vacío, no carece de
significado para quien se halla en su interior.
De la plenitud de esta presencia del espíritu, que no es perturbada por
ningún motivo ulterior, el artista libre de todo apego debe extraer su
propio arte. Pero si bien debe entregarse plenamente al proceso creador,
confundiéndose con él, es necesario al mismo tiempo allanar el camino para
la práctica del arte. Por cuanto si en su autoinmersión vióse enfrentado
por una situación que no pudo superar instintivamente, tendrá primero que
allegarla a la conciencia. Penetraría nuevamente entonces en todas las
relaciones de las cuales hubo de desprenderse; se asemejaría a una persona
despierta que estudia su programa de la jornada y no a un "Despertado",
que vive y trabaja en el estado primordial. Nunca le parecería que las
diversas fases del proceso creador fueran manejadas a través de sus manos
por un poder superior, no experimentaría jamás la forma embriagadora en
que la vibración de un acontecimiento le es comunicada, a él que en sí
mismo no es más que una vibración, y cómo todo cuanto hace ha sido hecho
antes de que él pudiera saberlo.
El necesario desprendimiento y la liberación de sí, la introspección e
intensificación de la vida hasta alcanzar plenamente la presencia de
espíritu, no son por lo tanto librados al azar o a las condiciones
favorables, y menos aun al proceso de la creación misma —que exige ya de
por sí todas las energías y talentos del artista— con la esperanza de que
la concentración anhelada aparezca espontáneamente. Antes de toda acción y
toda creación, antes de que comience a dedicarse y adaptarse a su labor,
el artista convoca su presencia de espíritu y se asegura de ella mediante
la práctica; pero a partir del momento en que la ha conseguido y no sólo
en intervalos aislados, sino que la tiene en pocos minutos en la punta de
los dedos, la concentración, como la respiración, comienza a relacionarse
con el arte de los arqueros. A fin de penetrar más fácilmente en el arduo
proceso de extensión del arco y disparo de la flecha, el arquero,
arrodillado hacia un costado y que ha comenzado ya a concentrarse, se pone
de pie, avanza ceremoniosamente hacia el blanco y, con una profunda
reverencia, ofrece arco y flecha como objetos consagrados, coloca luego la
flecha en la muesca, eleva el arco, lo extiende y espera en actitud de
suprema vigilancia espiritual. Después de la aligerante liberación de la
flecha y de la tensión misma, el arquero permanece en la postura que
adoptó inmediatamente después del tiro, hasta que, una vez expelido
lentamente todo el aliento de sus pulmones, se ve obligado a inhalar una
vez más. Sólo entonces deja caer los brazos, se inclina ante el blanco y,
si no tiene ya flechas que tirar, retrocede calladamente hacia el fondo
del recinto.
El arte de los arqueros se convierte así en una ceremonia ejemplificadora
de la Gran Doctrina.
Aun cuando el alumno no capte debidamente en esta etapa la verdadera
significación de sus tiros, comprenderá al menos por qué la arquería no
puede limitarse a ser un mero deporte, un ejercicio gimnástico. Descubrirá
por qué la parte técnicamente asimilable del arte debe ser practicada
hasta la plenitud. En la medida en que el logro de-pende de que el arquero
no se haya fijado ningún fin determinado y de que abstraiga su propia
persona de ese logro, la ejecución exterior debe producirse
automáticamente, prescindiendo de la inteligencia que reflexiona y
gobierna.
Es precisamente este dominio formal lo que el método japonés de
instrucción trata de inculcar en el neófito.
La práctica, la incansable repetición son sus características distintivas
durante buena parte de los cursos, y esta regla es ley para todas las
artes tradicionales. La demostración, el ejemplo; la intuición, la
imitación; tal es la relación fundamental que une a Maestro y alumno,
aunque con la introducción en estas últimas décadas de nuevas materias de
estudio, los métodos europeos de enseñanza han ganado también fama y han
sido aplicados con una comprensión indiscutible. ¿Cómo puede entonces
entender-se que, pese al entusiasmo inicial por todo lo nuevo, las artes
japonesas no hayan sido afectadas en su esencia por estas reformas
educativas?
No es fácil responder a esta pregunta. Debemos intentarlo, sin embargo,
aunque más no fuera bosquejando, a fin de arrojar un poco más de luz sobre
el estilo mismo de la enseñanza y el verdadero significado de la
imitación.
El alumno aporta tres cosas: buena educación, amor apasionado por el arte
que ha elegido y una veneración incondicional por su Maestro. La relación
maestro-alumno forma parte desde la más remota antigüedad de los
compromisos básicos de la vida y presupone; por lo tanto, de parte del
Maestro, una enorme responsabilidad que rebasa ampliamente los límites de
sus deberes profesionales.
Al principio no se exige al alumno otra cosa que la mera imitación
consciente de cuanto el Maestro hace. Éste, para evitar largas y
engorrosas explicaciones e instrucciones, se contenta con dar algunas
órdenes superficiales y pasa por alto las preguntas del alumno. Contempla
impasible sus esfuerzos más desatinados, sin esperar siquiera
in-dependencia o iniciativa, y aguarda pacientemente el desarrollo, la
evolución, la madurez. Ambos (alumno y Maestro) disponen de tiempo; el
Maestro no insiste y el alumno no se recarga de trabajo.
Lejos de pretender despertar prematuramente al artista que duerme en el
discípulo, el Maestro entiende que su primer deber consiste en convertirlo
en un experto artesano con absoluto dominio de su oficio, y el alumno
persigue ese objetivo con infatigable laboriosidad. Como si careciera en
realidad de mayores aspiraciones, se inclina ante su carga con una especie
de terca, obtusa devoción, sólo para descubrir con el correr del tiempo
que las formas que ya domina perfectamente no son en modo alguno medios de
opresión y sujeción, sino antes bien, por el contrario, instrumentos de
liberación. Di-ariamente se va haciendo más capaz de obedecer a cualquier
inspiración sin el menor esfuerzo técnico y de dejarla penetrar en él a
través de una escrupulosa observación. La mano que guía el pincel ha
aprendido ya y ejecutado lo que flotaba en la mente en el mismo instante
en que la mente comenzaba a concebirlo, y, al final, el alumno ya no sabe
a cuál de las dos —mente o mano— atribuir la paternidad de lo creado.
Pero, para llegar a ese estadio, para que la pericia se vuelva
"espiritual", es necesaria una concentración de todas las fuerzas físicas
y psíquicas igual que en el arte de los arqueros que, según se podrá
apreciar en los ejemplos siguientes, es en todas las circunstancias,
absolutamente imprescindible.
Un pintor se sienta ante la clase, examina su pincel y lo prepara
lentamente, lo embebe con cuidado en la tinta, endereza la larga tira de
papel que se extiende delante de él sobre la estera y, finalmente, después
de sumergirse por un momento en una profunda concentración, en la que
parece estar rodeado por un halo de inviolabilidad, pinta, con trazos
seguros y rápidos, un cuadro que no necesita ya de correcciones ni
modificaciones y puede, por ende, servir de modelo a la clase.
Un maestro del arreglo floral inicia su clase desciñendo cautelosamente la
cuerda que mantiene unidas en un haz las flores y las ramas, y las va
depositando cuidadosamente a un costado. Examina luego las ramas, una por
una, elige la mejor, la curva prudentemente imprimiéndole con minuciosa
exactitud la forma que corresponde al papel que le tocará desempeñar en el
conjunto y finalmente las arregla en un exquisito florero. La obra, una
vez terminada, da la impresión de que el Maestro hubiera adivinado lo que
la Naturaleza misma vislumbra en sus sueños más recónditos.
En estos dos casos (y debo limitarme a ellos) los Maestros se comportan
como si en realidad estuvieran solos.
Difícilmente condescienden a mirar a sus alumnos y mucho menos a
dirigirles la palabra. Realizan los movimientos preliminares de una manera
contemplativa y serena, se abstraen de sí mismos en el proceso de
modelamiento y creación, que tanto para ellos como para sus alumnos es un
logro absoluto desde las primeras maniobras introductorias hasta que la
obra alcanza su ápice de perfección; y, ciertamente, todo el proceso tiene
un poder expresivo tal que actúa en el espectador como un cuadro.
Pero, ¿por qué el Maestro no deja que estas operaciones preliminares,
inevitables en sí mismas, queden simplemente a cargo de un alumno
adelantado? ¿Acaso el hecho de que sea él mismo quien desciña
cuidadosamente la cuerda, en vez de cortarla simple-mente y arrojarla a un
canasto, y embeba el pincel en tinta, presta alas a su inspiración? Y,
¿qué lo impulsa a repetir esta operación en cada clase y con la misma
rigurosa, inflexible insistencia, a invitar a sus alumnos a copiarla hasta
en el más mínimo detalle, sin permitir la más leve modificación? El
Maestro se ciñe a esta costumbre tradicional pues sabe por experiencia que
tales preparativos le permiten tener simultáneamente acceso a la
estructura mental indispensable para el proceso de creación. El reposo
meditativo en el cual realiza esta minuciosa labor le permite lograr el
relajamiento y la uniformidad vitales de todas sus capacidades y
potencias, ese sosiego y presencia de espíritu sin los cuales el verdadero
trabajo es prácticamente imposible. Sumergido sin propósito determinado en
cuanto está haciendo, es enfrentado así ese momento ideal en que la obra,
revoloteando ante él en líneas ideales, acaba por realizarse a sí misma
casi espontáneamente. Así como en el arte de los arqueros los pasos y
posturas son fundamentales aquí, otros preparativos, que han ido sufriendo
modificaciones, tienen el mismo profundo significado. Sólo cuando esto no
se cumple, como en el caso de los actores y danzarines religiosos, la
concentración e inmersión en sí mismo son practicadas antes de presentarse
en escena.
Como en el caso del arte de los arqueros, no puede dudarse que estas artes
son ceremonias. Más claramente que lo que el Maestro podría expresarlo con
palabras, ellas dicen al alumno que el artista sólo consigue la
disposición mental requerida cuando la preparación y la creación, la parte
técnica y la artística, lo material y lo espiritual, el propósito y el
objeto, fluyen aunados, consubstanciados, sin interrupción. Y de aquí un
nuevo motivo de emulación. Se le exige, entonces, que ejerza un perfecto
control en las diversas formas de concentración y abstracción de sí mismo.
La imitación, que ya no es aplicada a contenidos objetivos que cualquiera
sería capaz de copiar con un poco de buena voluntad, se torna más relajada
y rápida, más espiritual. El alumno vislumbra así nuevas posibilidades,
pero descubre al mismo tiempo que su realización no depende en absoluto de
su buena voluntad personal.
Suponiendo que su talento pueda sobrevivir a la creciente tensión,
tropezamos con un peligro difícilmente evitable que acecha al alumno en su
camino hacia la maestría. Y no es precisamente el riesgo de dilapidarse en
una inútil auto complacencia —pues el oriental carece en verdad de aptitud
para este culto del ego— sino más bien el peligro de estancarse en su
realización, confirmada por el triunfo y magnificada por el renombre: en
otras palabras, el riesgo de comportarse como si la existencia artística
fuera una forma de vida que atestiguara su propia validez.
El Maestro prevé este peligro. Cuidadosamente y con el arte sutil de un
psicoanalista, trata de detener a su alumno a tiempo y de desprenderlo de
sí mismo. Lo hace señalando casualmente, y como si apenas fuera digno de
mención en vista de todo cuanto el alumno ya ha aprendido, que todo logro
sólo puede ser perfeccionado en un estado de verdadera abstracción de sí,
en que el actor ya no puede estar presente como “él mismo”. Sólo está
presente el espíritu, una especie de conciencia sin vestigios de egotismo;
de ahí que se extienda sin límites a través de todas las distancias y
profundidades, con "ojos que oyen y oídos que ven".
De este modo el Maestro permite al alumno que siga viajando por sí mismo.
Pero el alumno, cada vez más receptivo, deja que el Maestro lo induzca a
ver algo de que ha oído hablar a menudo pero cuya realidad tangible sólo
entonces comienza a captar a través de sus propias experiencias. El nombre
que el Maestro le da es inmaterial, aun-que lo domine totalmente. Y el
alumno lo comprende aunque permanezca callado.
Lo importante es que de esta manera se inicia un movimiento hacia adentro,
hacia el interior. El Maestro lo persigue pacientemente y, sin tratar de
influir en su curso con nuevas instrucciones, que no harían sino
perturbarlo, ayuda a su alumno en la forma más íntima y secreta que
conoce: por transferencia directa del espíritu, como se dice en los
círculos budistas. "Así como nos servimos de una vela encendida para
iluminar a otros", así el Maestro transfiere el espíritu del verdadero
arte de corazón a corazón para que este último también pueda iluminarse.
Si esto es trasmitido así al alumno, éste recordará que mucho más
importante que todos los trabajos y pasos anteriores, por atractivos que
parezcan, es el trabajo interior que debe cumplir si verdaderamente quiere
realizarse como artista.
El trabajo interior consiste, sin embargo, en la conversión del hombre que
el artista es y del yo que el artista siente y perpetuamente descubre que
es, en la materia prima de un adiestramiento y modelado cuyo fin es la
maestría. En ella, el artista y el ser humano se hacen uno en algo más
elevado pues la maestría prueba su validez como una forma de vida cuando
reside en la verdad sin límites y, sustentada por ella, se convierte en
arte del origen. El Maestro ya no busca, encuentra.
Como artista es el hombre hierático; como hombre, el artista cuyo corazón,
en todo su hacer y no hacer, trabajar y esperar, ser y no ser el Buda
clava su mirada.
El hombre, el arte, el trabajo, todo es una sola y misma cosa. El arte del
trabajo interior, que a diferencia del exterior no se separa del artista,
que éste no "hace" y sólo puede "ser", surge de profundidades de las
cuales nuestra época nada sabe.
Arduo y escarpado es el camino hacia la maestría. A menudo lo único que
mantiene al alumno firme en su propósito es su fe en su preceptor, cuya
maestría está ahora empezando a comprender verdaderamente. El Maestro es
para él un ejemplo viviente del trabajo interior y convence por su sola
presencia.
Hasta dónde llegará el alumno no es incumbencia del instructor y Maestro.
Apenas ha alcanzado a mostrarle el sendero cuando ya debe dejarlo que
continúe solo.
Hay una única cosa más que puede hacer para ayudarlo a soportar su
soledad: alejarlo de él, del Maestro, exhortándolo a ir aún más lejos de
donde él ha podido llegar y a "subir sobre los hombros de su preceptor".
Dondequiera pueda llevarlo su camino, el alumno, aunque deje de ver a su
Maestro, nunca podrá olvidarlo.
Con una gratitud tan grande como la veneración incondicional del aprendiz,
tan intensa como la fe salvadora del artista, ocupa ahora el lugar del
Maestro y se dispone a cualquier sacrificio. Innumerables ejemplos que
llegan hasta un pasado próximo, atestiguan que esta gratitud supera
ampliamente lo habitual en el género humano.
VI
Cada día que pasaba descubría que iba penetrando con mayor facilidad en la
ceremonia preliminar que sirve de antesala a la Gran Doctrina de la
arquería, cumpliéndola sin esfuerzo o, para ser más preciso, sintiéndome
llevado a través de ella como en un sueño. En este sentido las
predicciones del Maestro se hicieron realidad. Sin embargo, me era
literalmente imposible evitar que la concentración disminuyera en el
preciso instante en que debía "llegar" el disparo. El acto de esperar en
el punto de mayor tensión no sólo se hizo tan fatigoso que la tensión se
reducía hasta aflojarse, sino tan penoso que me sentía constantemente
"arrancado" de mi autoinmersión y tenía que dirigir inevitablemente mi
pensamiento hacia el acto de disparar el tiro.
— ¡Deje de pensar en el tiro! —exclamaba el Maestro.
De ese modo está condenado a fallar.
— No puedo evitarlo —contestaba—; la tensión se vuelve demasiado dolorosa.
— La siente sólo porque no ha conseguido desprenderse realmente de sí
mismo. Todo es muy simple. Puede aprender qué debe hacer de una hoja de
bambú, que se va inclinando cada vez mas bajo el peso de la nieve y, de
pronto, la nieve se desliza hasta el suelo sin que la hoja se haya
siquiera estremecido. Permanezca de esa misma manera en el punto de mayor
tensión hasta que el tiro "caiga". Así en verdad: cuando la tensión ha
llegado al colmo, el tiro debe "caer" por sí mismo, debe caer del arquero
como la nieve de una hoja de bambú, antes de que él haya podido siquiera
pensarlo.
Pese a todo cuanto hiciera o dejara de hacer era incapaz de esperar hasta
que el tiro "cayera" y, como antes, no me quedaba otra alternativa que la
de dispararlo deliberadamente. Este obstinado fracaso me deprimía aún más
por cuanto ya había cumplido mi tercer año de instrucción. No negaré que
he pasado muchas horas sombrías preguntándome si podía justificar este
derroche de tiempo que no parecía tener ninguna relación concebible con lo
que había realmente aprendido y experimentado hasta entonces. La
sarcástica observación de un compatriota de que en el Japón había otras
muchas cosas que hacer y que aprender además de ese "miserable arte",
volvía a mi memoria, y aunque la había desechado en aquel momento, su
pregunta acerca de qué me proponía hacer luego con mi arte una vez que lo
hubiera aprendido —si llegaba a aprenderlo— ya no me parecía tan absurda.
El Maestro debe de haber comprendido lo que estaba ocurriendo en mí. Como
Komachiya me contara luego, había tratado de leer una introducción
japonesa a la filosofía tratando de hallar la manera de ayudarme desde un
plano que me fuera familiar. Pero había dejado el libro con enojo y había
observado que por fin comprendía la razón por la cual a una persona que
podía interesarse en esas cosas le resultaba tan excepcionalmente difícil
aprender el arte de los arqueros.
Pasamos nuestras vacaciones de verano a orillas del mar, en la soledad de
un paisaje tranquilo y de ensueño, que se singularizaba por su delicada
belleza. En nuestro equipaje y como lo más importante, habíamos llevado
nuestros arcos. Día tras día me con-centraba apasionadamente en el disparo
de la flecha. Se había ya convertido en una idée fixe que me hacía olvidar
cada vez más la advertencia del Maestro de que lo único que debía
practicar era la inmersión en el autodesprendimiento.
Después de examinar cuidadosamente todas las posibilidades, llegué a la
conclusión de que el error no podía residir donde el Maestro suponía, esto
es en mi incapacidad de autodesprendimiento y olvido de mí mismo, sino en
el hecho de que los dedos de mi mano derecha oprimían exageradamente el
pulgar. Cuanto más tiempo tenía que esperar el tiro, más convulsamente lo
apretaba sin advertirlo, y precisamente en este sentido, me dije a mí
mismo, debía encauzar mis esfuerzos. Había, pues, encontrado una solución
simple y evidente. Si después de extender el arco, disminuía
cuidadosa-mente la presión de los dedos sobre el pulgar, éste, libre de
ella, era "arrancado" de su posición original, como si todo hubiera
sucedido espontáneamente: de tal manera el disparo "rayo" se hacía posible
y la flecha evidentemente "caería como desde una hoja de bambú". Este
nuevo descubrimiento me parecía aún más feliz por su seductora afinidad
con la técnica del tiro con carabina, en que el índice es curvado
lentamente hasta que una presión cada vez más leve y suave vence la última
resistencia.
No tardé en convencerme de que estaba en el buen camino. A mi modo de ver,
casi todos los tiros se producían suavemente e inesperadamente, aunque no
dejaba por cierto de advertir la otra cara de este triunfo: el trabajo de
precisión de mi diestra exigía una cuidadosa vigilancia. Pero me
autoalentaba con la esperanza de que esta solución técnica fuera
haciéndose gradualmente tan habitual que pudiera prescindir del cuidado,
hasta que llegara al fin el día en que pudiera, gracias a ella, disparar
el tiro haciendo abstracción de mí mismo e inconscientemente en el momento
de mayor tensión y que en este caso la destreza técnica acabaría
espiritualizándose. Cada vez más confiado y convencido acallé mis propias
objeciones, ignoré los consejos de mi esposa y partí con la satisfactoria
sensación de haber realizado un progreso decisivo.
El primer tiro que disparé apenas reanudadas las clases, fue en mi opinión
espléndido. Absolutamente suave, inesperado. El Maestro me observó un
momento y luego, vacilante, como alguien que no acaba de creer en lo que
ven sus ojos, murmuró: "¡Otra vez, por favor!" El segundo tiro me pareció
aun mejor que el primero. El Maestro se acercó sin decir una palabra, tomó
el arco de mis manos y se sentó en un almohadón, de espaldas a mí. Yo
sabía muy bien qué significaba eso, y me retiré en silencio.
Al día siguiente Komachiya me informó que el Maestro se negaba a seguir
enseñándome pues había tratado de engañarlo. Horrorizado hasta lo
indecible por su interpretación de mi conducta, expliqué a Komachiya la
razón por la cual, con el propósito de salir del estancamiento en que me
hallaba desde hacía tiempo, había ideado ese método. Komachiya intercedió
en mi favor y por último el Maestro cedió, pero con la expresa condición
de que le prometiera formalmente no reincidir ofendiendo una vez más el
espíritu de la Gran Doctrina.
Si una profunda sensación de vergüenza no hubiera bastado para curarme, la
actitud del Maestro lo había sin duda conseguido. No hizo la más mínima
alusión al desdicha-do incidente; sólo me dijo con voz serena:
—Ya ve cuáles son las consecuencias de no saber esperar sin propósito ni
designio alguno en el momento de mayor tensión. Ni siquiera puede aprender
a hacerlo sin preguntarse continuamente: ¿seré capaz? ¡Espere con
paciencia y vea lo que sucede y cómo sucede!
Le hice recordar que estaba ya en mi cuarto año de instrucción y que el
tiempo de mi estadía en el Japón era limitado.
— ¡El camino hacia la meta no debe medirse! ¿Qué importancia tienen las
semanas, los meses o los años?
— Pero, ¿qué ocurrirá si me veo obligado a interrumpir las clases a mitad
de camino? —pregunté.
— Una vez que haya conseguido desprenderse realmente del ego, podrá
interrumpirlas en cualquier momento. Siga practicando.
Y así volvimos a comenzar desde el principio, como si todo lo que había
aprendido hasta entonces hubiera sido inútil. Pero el acto de esperar en
el estado de mayor tensión no resultaba más fructuoso que antes, como si
ya me fuera imposible hacer el más mínimo progreso.
Un día me atreví a preguntar:
— ¿Cómo puede dispararse el tiro si "yo" no lo hago?
— Ello lo hará —respondió.
— Le he oído decir eso mismo en varias oportunidades, de modo que
permítame que le formule la misma pregunta de otra manera: ¿cómo puedo
esperar el tiro si yo ya no estoy allí?
— Ello espera en el punto de máxima tensión.
— Y ¿quién o qué es ese Ello?
— Cuando lo haya comprendido ya no necesitará de mí. Y si yo tratara de
darle el menor indicio en detrimento de su propia experiencia, sería el
peor de los Maestros y merecería ser despedido. Por lo tanto, basta de
hablar de eso y siga practicando.
Pasaron semanas sin que pudiera adelantar un paso, pero descubrí que esto
no me inquietaba en lo más mínimo.
¿Acaso me había cansado de todo el asunto? Que aprendiera o no los
secretos del arte, que experimentara o no lo que el Maestro quería
significar con su Ello, que encontrara o no el sendero que me conduciría
hacia el Zen, todo me parecía de pronto tan ajeno, tan indiferente, que ya
no me preocupaba. Varias veces quise hablar con el Maestro del asunto,
pero cuando abría la boca para empezar perdía el valor; estaba convencido
de que nunca oiría otra cosa que la misma monótona respuesta: "¡No
pregunte, practique!" Dejé, pues, de preguntar y también me habría gustado
dejar de practicar, de no haber sido porque el Maestro me tenía
completamente en sus manos. Vivía al día, hacía mi trabajo profesional lo
mejor posible y al final dejé de lamentar el hecho de que todos mis
esfuerzos de los últimos años hubieran sido prácticamente inútiles.
Así, un día, después de haber disparado uno de mis tiros, el Maestro hizo
una profunda reverencia e interrumpió la lección:
— ¡Ahora! —dijo, mientras yo lo contemplaba asombrado— ¡Sólo ahora se
disparó!
Cuando al fin comprendí qué quería decir, no pude evitar un grito de
alegría.
— Lo que he dicho —me advirtió severamente el Maestro— no fue un elogio,
fue sólo una afirmación que no debe importarle demasiado. Tampoco mi
reverencia estaba des-tinada a usted, pues usted fue absolutamente
inocente de ese disparo. Esta vez permaneció completamente abstraído de sí
y sin designio en el estado de mayor tensión, de manera que el tiro se
desprendió de usted como una fruta madura. Ahora siga practicando como si
nada hubiera ocurrido.
Sólo después de un considerable lapso volvieron a producirse,
ocasionalmente, tiros perfectos, que el Maestro señalaba con una profunda
inclinación. Cómo había sucedido que se dispararan sin que yo hiciera el
menor esfuerzo por lograrlo; cómo había sucedido que mi mano, prietamente
cerrada, retrocediera de pronto completamente abierta, eran cosas que no
me podía explicar y que sigo sin explicarme. Pero ocurría, yeso era lo que
realmente importaba. Al menos llegué a distinguir sin ayuda los tiros
"buenos" de los "falsos". La diferencia cualitativa es tan grande que es
prácticamente imposible pasarla por alto una vez experimentada.
Exteriormente, para el observador, el tiro "bueno" se distingue por el
amortiguamiento de la diestra cuando retrocede, de modo que el cuerpo no
es agitado por ninguna vibración. Además, después de los tiros "falsos" el
aliento hasta entonces contenido es expelido explosivamente y no se puede
volver a inspirar con suficiente rapidez, mientras que, después de un tiro
"bueno", el aliento brota sin esfuerzo hasta el final y el aire es
nuevamente inspirado sin premura. El corazón sigue latiendo uniformemente,
tranquilamente, y con la concentración intacta se puede ya esperar el
segundo disparo. Pero, interiormente, es decir, para el arquero, los tiros
correctos tienen la virtud de hacerle sentir que el día acaba en realidad
de comenzar. Se siente en disposición de ánimo para todo correcto actuar
y, lo que es quizá aún más importante, para todo correcto no-actuar. Es un
estado realmente delicioso. Pero aquel que ha llegado a poseerlo, dijo el
Maestro con una sonrisa sutil, haría bien en poseerlo como si no lo
poseyera. Sólo la ecuanimidad ininterrumpida puede aceptarlo de tal manera
que él no tema retornar.
— Bueno; al menos hemos pasado lo peor— dije al Maestro, cuando me anunció
que íbamos a comenzar con nuevos ejercicios.
— Aquel que tenga que andar cien millas deberá considerar noventa la mitad
del camino —replicó, citando el proverbio—. Nuestro nuevo ejercicio será
disparar a un blanco.
Lo que hasta entonces había servido de blanco receptor de las flechas no
era más que un rollo de paja instalado sobre un soporte de madera,
colocado a una distancia de dos flechas. El blanco verdadero en cambio
estaba situado a una distancia de unos dieciocho metros, sobre un banco de
arena elevado y de base ancha. La arena estaba amontonada contra tres
paredes que, lo mismo que el lugar destinado al arquero, era cubierto por
un techo de tejas hermosamente curvado. Estas dos "galerías", la que ocupa
el arquero y la destinada al blanco, están unidas por altos tabiques de
madera que se-paran del exterior el espacio destinado a esas extrañas
actividades.
El Maestro procedió a hacernos una demostración de tiro al blanco y las
dos flechas que lanzó fueron a clavarse en el disco negro. Luego nos
ordenó que representáramos la ceremonia exactamente en la misma forma en
que lo habíamos hecho hasta entonces y, sin dejarnos distraer por el
blanco, esperar el punto de mayor tensión hasta que el tiro "se
desprendiera". Las delgadas flechas de bambú volaron en la dirección
correcta pero ni siquiera llegaron al banco de arena y mucho menos al
disco que hacía de blanco; fueron a clavarse justo delante de él.
— Vuestras flechas no dan en el blanco —observó el Maestro— porque no
llegan suficientemente lejos espiritualmente. Debéis actuar como si la
meta estuviera infinita-mente lejos. Entre los Maestros arqueros es bien
sabido, y todos han hecho esa experiencia, que un buen arquero puede
disparar más lejos con un arco de mediana potencia que un arquero
no-espiritual con el más potente de los arcos. Pues ello no depende del
arco, sino de la presencia de espíritu, de la vitalidad y la conciencia
con que se dispara. Para liberar esta conciencia espiritual en toda su
potencia, debe ejecutarse la ceremonia de manera distinta, así como un
buen danzarín baila.
Al hacerlo, los movimientos surgirán del centro, del lugar donde reside la
respiración correcta. En vez de interpretar la ceremonia como algo que se
hubiera aprendido de memoria, deberá ser como si se la estuviera creando
según la inspiración del momento, de modo que danza y danzarín sean una
sola y misma cosa. Cumpliendo la ceremonia como una danza religiosa, la
conciencia espiritual podrá desarrollar plenamente toda su fuerza.
No se hasta qué punto logré "danzar" la ceremonia y de tal manera darle
vida desde el centro. El radio de alcance de mis tiros ya no era demasiado
corto, pero aun no conseguía que dieran en el blanco. Esto me llevó a
preguntar al Maestro por qué nunca nos había enseñado a hacer puntería.
Debía existir, así por lo menos me parecía, una relación entre el blanco y
la punta de la flecha y por lo tanto un método adecuado para dirigir la
visual de manera de afinar la puntería.
—Naturalmente lo hay —dijo el Maestro— y usted mismo puede hallar
fácilmente el modo de afinar su puntería. Pero si acaba acertando casi
todos los tiros, no será más que un tramposo que se complace en exhibir su
destreza.
Para el profesional que cuenta sus aciertos, el blanco es sólo un
miserable disco de papel que acribilla a flechazos. La Gran Doctrina
considera esto algo definitivamente diabólico. La Gran Doctrina prescinde
del blanco que está situado a una determinada distancia del arquero; sólo
le interesa la meta, a la cual no se puede apuntar técnica-mente, y la
denomina —si le da alguna denominación— el Buda.
Después de estas palabras, que pronunció como si fueran evidentes en sí,
nos pidió que observáramos atentamente sus ojos cuando disparara. Mientras
representaba la ceremonia sus ojos permanecían entornados, casi cerrados,
y no nos daba la impresión de que en realidad estuviera apuntando.
Obedientemente practicamos el disparo sin tomar puntería. Al principio no
me preocupé en absoluto por la dirección que tomaban mis flechas y ni
siquiera los aciertos ocasionales me interesaban, pues sabía bien que en
cuanto a mí se refería no eran sino pura casualidad. Pero al final este
tirar al azar acabó por hartarme y caí nuevamente en mi vieja tentación de
preocuparme. El Maestro simulaba no notar mi inquietud, hasta que un día
le confesé lisa y llanamente que mi paciencia había llegado al límite.
— Lo que pasa es que usted se preocupa sin necesidad —me dijo el Maestro,
para alentarme—. ¡Sáquese simplemente de la cabeza la idea de acertar!
Usted podrá ser todo un Maestro aunque sus tiros no den en el blanco.
Los aciertos son sólo la prueba, la confirmación superficial de su falta
de designio en el punto máximo de tensión, de su desprendimiento del ego,
de su abandono de sí o como quiera llamar a ese estado. Hay varios grados
de maestría y sólo cuando haya alcanzado el último podrá tener la absoluta
seguridad de no errar el tiro.
— Eso es precisamente lo que no consigo meterme en la cabeza —le dije—.
Creo comprender lo que usted quiere significar con la meta real, interior,
en la que se debe hacer blanco. Pero cómo puede acertarse la meta
exterior, el disco de papel, sin que el arquero tome puntería, y cómo los
tiros “buenos” son sólo confirmaciones exteriores de acontecimientos
interiores, son cosas cuya relación está sinceramente más allá de mis
posibilidades de intelección.
— Usted se engaña —dijo el Maestro después de un momento— si se imagina
que una comprensión, digamos aproximativa, de estas oscuras relaciones
bastará para ayudar-lo. Hay procesos que van más allá de toda posibilidad
de comprensión. No olvide que aun en la naturaleza existen relaciones
prácticamente imposibles de desentrañar y sin embargo son tan reales que
nos hemos acostumbrado a ellas, como si no pudieran ser de otra manera. Le
daré al respecto un ejemplo: es un problema que he estudiado muchas veces.
La araña teje su tela sin saber siquiera que existen moscas que serán
apresadas por ella.
La mosca, que revolotea indiferente en un rayo de sol, es apresada por la
red sin saber lo que le espera. Pero a través de la una y de la otra actúa
Ello y ambas están unidas exteriormente e interiormente en la ocasión. Así
el arquero da en el blanco sin haber apuntado. Es todo lo que puedo
decirle.
Por más que esta comparación ocupara mis pensamientos —sin que pudiera por
su-puesto considerarla una conclusión satisfactoria— algo en mí se
resistía a ser apaciguado y no me dejaba seguir practicando serenamente.
Una objeción, que en el curso de las semanas siguientes había ido tomando
cuerpo en mi mente, se agitaba imperiosamente en mí. Pregunté pues al
Maestro:
— ¿No es al menos concebible que usted, después de sus largos años de
práctica, levan-te involuntariamente el arco y la flecha con una seguridad
de sonámbulo, de manera que aunque en el acto de tender el arco no apunte
conscientemente debe dar en el blanco; simplemente no puede errar el tiro
?
El Maestro, ya acostumbrado a mis tediosas preguntas, sacudió la cabeza:
— No niego —dijo, después de un breve silencio— que pueda haber algo de
verdad en lo que usted dice. Enfrento la meta de modo tal que debo verla
forzosamente, aun cuando no haya dirigido voluntariamente mi mirada en esa
dirección. Por otra parte, sé que esta visión no es suficiente, no decide
nada, explica, ya que veo la meta como si no la viera.
—E ntonces tiene que poder acertar con los ojos vendados —exclamé.
El Maestro me dirigió una mirada que me hizo temer haberlo insultado y me
dijo:
— Venga a verme esta tarde.
Así lo hice. Me senté frente a él en un almohadón. Me sirvió el té en
silencio y permanecimos así, sin hablar, un buen rato. El único ruido era
el de la pava sobre los carbones encendidos. Luego, el Maestro se
incorporó y me hizo señas de que lo siguiera. La sala de práctica estaba
apenas iluminada. Me ordenó que colocara una pequeña vela, larga y delgada
como una aguja de tejer, en la arena situada delante del blanco, pero de
manera tal que no arrojara ninguna luz sobre el soporte del blanco.
La oscuridad era tan densa que ni siquiera podía ver sus contornos y de no
haber esta-do allí la diminuta llama de la vela, quizá habría podido
adivinar la posición del blanco, aunque sin ninguna precisión. El Maestro
"danzó" la ceremonia. Su primera flecha surcó la densa penumbra y por el
leve rumor que produjo supe que había dado en el blanco. El segundo
disparo dio también en el blanco. Cuando iluminé el soporte descubrí con
asombro que la primera flecha se había alojado exactamente en el centro
geométrico del disco negro, mientras que la segunda había astillado la
punta de la primera y se había clavado a su lado. No me atreví a arrancar
las flechas una a una y las llevé tal como estaban junto con el blanco.
El Maestro las examinó con mirada crítica.
— El primer tiro —dijo— no fue una gran hazaña, pensará usted, porque
después de todos estos años estoy tan familiarizado con el soporte del
blanco que debo saber con precisión, aun en la oscuridad más absoluta,
donde se halla el blanco. Puede ser y no trataré de afirmar lo contrario.
Pero la segunda flecha fue a clavarse prácticamente en la primera; ¿qué
piensa usted de eso? Por mi parte se que no he sido yo el autor de este
tiro. Ello disparó y Ello acertó. ¡Inclinémonos pues ante la meta como
ante el Buda!
Evidentemente el Maestro también había "hecho blanco en mí" con ambas
flechas; como transformado de la noche a la mañana no volví a sucumbir a
la tentación de preocuparme por mis flechas ni por saber qué ocurría con
ellas. El Maestro me indujo a perseverar en esta actitud no mirando jamás
el blanco, sino simplemente observando al arquero, como si bastara con
ello para obtener la prueba (y la más precisa) de la calidad del tiro y de
sus resultados en el blanco. Cuando se lo pregunté, admitió sin titubear
que así era en efecto, y pude comprobar una y otra vez por mí mismo su
seguridad de juicio en la materia, que no era ni un ápice inferior a la
seguridad de sus disparos. De este modo, mediante la concentración más
profunda, transfería a sus discípulos el espíritu de su arte y no temo
confirmar por mi propia experiencia —de la cual dudara en demasía— que la
conversación de comunicación inmediata no es una mera figura retórica sino
una realidad tangible. Había otra forma de ayuda que el Maestro nos
prestaba, al mismo tiempo, ya la que solía también referirse llamándola
"transferencia inmediata del espíritu". Si yo había estado disparando
continuamente en falso, el Maestro tomaba mi arco y disparaba unos cuanto
tiros. El progreso luego era franca-mente asombroso, como si el arco se
dejara extender de distinta manera, más voluntariamente, más
inteligentemente. Y esto no sólo sucedía conmigo; hasta sus alumnos más
antiguos y experimentados, hombres de todas las procedencias y formas de
vida, lo consideraban ya algo establecido y se asombraban ante el hecho de
que yo les hiciera preguntas como alguien que quiere estar bien seguro.
Análogamente, ningún Maestro de esgrima puede ser apartado de su firme,
inconmovible convicción de que cada una de las espadas modeladas con tanto
arte, trabajo y esmero, asume el espíritu de su artífice quien, por lo
tanto, ejecuta su trabajo en traje ritual. Sus experiencias son demasiado
sorprendentes, y ellos mismos demasiado expertos como para no percibir
cómo reacciona una espada en sus manos.
Cierto día el Maestro exclamó de pronto, en el mismo momento en que el
tiro "se disparaba":
— ¡Allí está! ¡Inclínese ante la meta!
Cuando miré luego el blanco (desgraciadamente no pude evitarlo) vi que la
flecha apenas había rozado el borde.
— Fue un tiro perfecto —dijo el Maestro— y es así como debe empezar. Pero
basta por hoy; de otro modo se afanaría en el segundo tiro y estropearía
tan buen comienzo.
Ocasionalmente varios de estos tiros correctos se sucedían íntimamente
encadenados los unos a los otros y daban en el blanco, excepto,
naturalmente, la gran mayoría, que se frustraba. Pero si alguna vez mi
rostro reflejaba la más mínima señal de satisfacción, el Maestro se volvía
hacia mí con inusitada violencia:
— ¿Qué está pensando? —exclamaba—. Ya sabe que no debe lamentarse por los
malos tiros; aprenda ahora a no regocijarse con los buenos. Debe liberarse
de las acechanzas del placer y del dolor y aprender a elevarse sobre ellos
en una ecuanimidad natural, a alegrarse como si no hubiera sido usted
quien disparó con tanta perfección, sino otro cualquiera. Esto también
debe practicarlo sin cesar; no se imagina la importancia que tiene.
En esas semanas y meses atravesé por la experiencia más ardua de toda mi
vida y no me era nada fácil acceder a la disciplina que se me imponía,
hasta que llegué a comprender cuánto le debía. Ella destruyó los últimos
vestigios de toda posible preocupación por mi persona y las fluctuaciones
de mis estados de ánimo.
— ¿Comprende ahora —me dijo un día el Maestro, después de un disparo
especialmente excelente— qué quiero significar con Ello dispara, Ello
acierta?
—Me temo que ya no comprendo nada —respondí—; hasta las cosas más simples
se hacen confusas. ¿Soy yo quien tiende el arco o es el arco el que me
tiende en el estado de mayor tensión? ¿Soy yo quien da en el blanco o el
blanco el que da en mí? ¿Es el Ello espiritual cuando es vislumbrado por
los ojos del cuerpo y corpóreo cuando es visto por los ojos del espíritu;
ambas cosas o ninguna? Arco, meta y ego, todos se han fundido
inextricablemente entre sí y ya no puedo separarlos pues, tan pronto como
tomo el arco y disparo, todo se vuelve tan claro, tan recto y tan
ridículamente simple...
— ¡Al fin! —me interrumpió—. ¡Ahora sí que la cuerda del arco se ha
tendido a través de usted!
VII
Habían transcurrido más de cinco años cuando el Maestro nos propuso
presentarnos al examen de graduación.
— No es cuestión simplemente de que demostréis vuestra habilidad
—explicó—. Se asigna un valor aún mayor a la conducta espiritual del
arquero, hasta a su más mínimo ademán. Espero que sobre todo no os dejéis
confundir por la presencia de especta-dores, que cumpláis la ceremonia sin
perturbaros, como si estuvierais solos.
Durante las semanas siguientes trabajamos sin pensar en el examen, ni
siquiera se dijo una palabra sobre el tema ya menudo la clase era
interrumpida después de unos pocos disparos. En cambio, se nos invitó a
representar la ceremonia en nuestras casas, ejecutando sus posturas y
etapas con especial cuidado de que la respiración fuera pro-funda y
correctamente realizada.
Practicamos como se nos había dicho y descubrimos que apenas nos hubimos
acostumbrado a "danzar" la ceremonia sin arco ni flecha, comenzamos a
sentirnos excepcionalmente concentrados desde los primeros pasos. Esta
sensación se hacía más evidente cuanto más cuidado poníamos en facilitar
el proceso de concentración mediante el relajamiento del cuerpo. Y cuando,
en el momento de la lección, practicábamos nuevamente, pero en ese caso
con flecha y arco, comprobábamos que los ejercicios hechos en nuestras
casas eran tan fructíferos que desde entonces pudimos lograr sin mayor
esfuerzo el estado de "presencia de espíritu". Nos sentíamos tan seguros
de nosotros mismos que esperábamos ansiosos, pero serenos y ecuánimes, el
gran día de la prueba y la presencia de público.
Pasamos el examen con tal holgura que el Maestro no tuvo que reclamar
indulgencia a los espectadores con una sonrisa turbada y se nos
extendieron los diplomas de Maestros en el acto. El Maestro, ataviado con
una túnica de suprema magnificencia, puso un broche de oro a la prueba con
dos tiros magistrales. Algunos días después mi esposa recibía en un
certamen público el título de Maestro en el Arte del Arreglo Floral.
A partir de ese momento, las lecciones tomaron distinto cariz. Dándose por
satisfecho con unos pocos tiros de práctica, el Maestro procedía a exponer
la Gran Doctrina y su vinculación con el arte de la arquería y a adaptar
sus fundamentos a la etapa a la que hasta entonces habíamos llegado.
Aunque se valía de misteriosas imágenes y de oscuras metáforas, la más
pequeña insinuación bastaba para que comprendiéramos lo que quería decir.
Se refirió especialmente al "arte sin artificio", que debe ser la meta de
la arquería si ésta desea alcanzar la perfección. "Sólo de aquel que puede
disparar con el cuerno de la liebre y el pelo de la tortuga y puede
acertar el centro sin arco (cuerno) ni flecha (pelo), sólo de él puede
decirse que es Maestro en el más alto sentido de la palabra, Maestro del
arte sin artificio. En realidad es él mismo arte sin artificio y por ende
Maestro y no-Maestro en uno. En este punto la arquería, considerada el
movimiento inmóvil, la danza no bailada, penetra en la Doctrina Zen."
Cuando le pregunté cómo podríamos hacer para prescindir de él cuando
volviéramos a Europa, me contestó:
— Su pregunta ha sido ya contestada cuando le hice pasar el examen. Ha
alcanzado ya un estadio en el cual Maestro y alumno no son ya dos personas
sino una. Puede alejar-se de mí cuando quiera. Aunque anchos mares nos
separen, estaré desde ahora siempre con usted, cada vez que practique lo
que ha aprendido conmigo. No necesito pedirle que persevere practicando
regularmente, que no suspenda las prácticas por ningún motivo, sea cual
fuere, y que no deje pasar un día sin representar la ceremonia, aun sin
arco ni flecha, o al menos sin haber respirado adecuadamente. No necesito
pedírselo porque sé que nunca podrá ya renunciar a esta arquería
espiritual. Nunca me es-criba una palabra sobre ella, pero envíeme alguna
fotografía de vez en cuando para que yo pueda ver cómo tiende el arco. Me
bastará con eso para saber todo cuanto necesitaré saber.
— Sólo debo advertirle una cosa —continuó—. En el curso de estos años
usted se ha convertido en otra persona pues es esto precisamente lo que el
arte de la arquería significa: una contienda profunda y trascendente del
arquero consigo mismo. Quizás usted apenas lo haya notado, pero lo sentirá
profundamente cuando vuelva a su país y se encuentre con sus amigos y sus
relaciones; las cosas con ellos ya no armonizarán como antes. Verá con
otros ojos y medirá con otras medidas. Me ha ocurrido a mí también y les
sucede a todos cuantos son tocados por el espíritu de este arte.
En el momento del adiós (y no del adiós, sin embargo) el Maestro me
entregó su mejor arco:
— Cuando dispare con este arco —dijo— sentirá cerca de usted el espíritu
del Maestro. ¡No lo ponga en manos de curiosos! y cuando haya llegado más
allá de él, no lo guarde como una reliquia o un recuerdo. Destrúyalo, de
modo que nada quede de él, salvo un puñado de cenizas.
VIII
Después de todo lo dicho, mucho me temo que haya nacido en la mente de
algunos lectores la sospecha de que, puesto que la arquería ha perdido su
importancia en los combates de hombre a hombre, sólo ha podido sobrevivir
como una forma extremadamente sutil y elaborada de espiritualidad y por
ende sublimada de un modo no muy saludable. No creo que pueda censurarlos
por entenderlo así.
De ahí que deba insistir una vez más en que las artes japonesas, entre las
cuales se cuenta el arte de la arquería, no han sido puestas bajo la
influencia de la Doctrina Zen en épocas recientes, sino que lo han estado
durante siglos. En realidad, un Maestro arquero de aquellos lejanos
tiempos, de haber sido puesto a prueba en tal sentido, no habría podido
decir nada sobre la naturaleza misma de su arte que fuera radicalmente
distinto de lo que puede decir un Maestro de nuestra época, para quien la
Gran Doctrina es una realidad viviente. A través de los siglos el espíritu
de este arte se ha mantenido sin variantes, tan poco alterable como la
Doctrina Zen misma.
A fin de disipar cualquier duda —que, bien lo sé por experiencia propia,
sería más que comprensible— propongo, con el propósito de comparar, que
echemos una mirada a otra de estas artes cuya significación marcial no
puede ser negada ni siquiera hoy: el arte de la esgrima. Lo propongo no
sólo porque el Maestro Awa era también un excelente esgrimista
"espiritual" sino también, y sobre todo, porque existe un documento
literario de capital importancia, que data de la época feudal, en la que
la caballería estaba en su apogeo y los Maestros esgrimistas debían
demostrar su habilidad de la manera más irrevocable, a riesgo de perder la
vida. Me refiero al tratado del gran Maestro Zen Tawuan, titulado La
comprensión inmutable, donde se estudia in extenso la relación que une a
la Doctrina Zen con el arte de la esgrima y la práctica de torneos de
espadachines. No sé si éste es el único documento que expone la Gran
Doctrina de la Esgrima con tanto detalle y tanta originalidad, y menos aún
si existen testimonios similares sobre el arte de la arquería. Sea como
fuere, es verdaderamente una suerte que se haya conservado este notable
informe de Takuan y un gran servicio el que ha rendido D. T. Suzuki al
traducir en forma más o menos completa esta carta de un famoso maestro de
esgrima, poniéndola así al alcance de un gran sector de lectores
(4).
Ordenando y resumiendo dicho material a mi manera, intentaré explicar en
la forma más sucinta y clara posible qué se entendía en el pasado por
esgrima y qué, según opinión unánime de los grandes maestros, debe
entenderse por ello en la actualidad.
Entre los Maestros de esgrima y en base a su propia experiencia ya la de
sus discípulos, se da por descontado que el principiante, por más fuerte y
belicoso que sea y por más valeroso e intrépido que se sienta al
principio, no bien comienza sus lecciones pierde no sólo su conciencia de
sí sino inclusive la confianza en sí mismo. Llega a conocer todas las
posibilidades técnicas que pueden poner en peligro su vida en el combate y
aunque no tarda en mostrarse capaz de concentrar su atención al máximo de
mantener una penetrante vigilancia sobre su adversario, de rechazar
correctamente sus ataques y de lanzar estocadas efectivas, está en
realidad en peores condiciones que cuan-do, mitad en broma y mitad en
serio atacaba al azar de la inspiración del momento y según se lo
sugiriera el rigor y el regocijo del combate. Ahora, en cambio, se ve
obliga-do a admitir que está a merced de todo aquel que sea más fuerte,
más ágil y más diestro que él. No ve, pues, otra salida que la práctica
incesante, y su instructor tampoco puede aconsejarle otra cosa por el
momento. Así, el principiante se dedica de lleno a superar la habilidad de
los otros y aun la propia; adquiere una técnica brillante que le devuelve
parte de la perdida confianza en sí mismo y piensa que se está acercando a
la meta anhelada. El instructor piensa, sin embargo, de muy distinta
manera, y —afirma Takuan— está en lo cierto, pues toda la habilidad del
principiante sólo lo conducirá a que "su corazón sea arrebatado por la
espada".
No obstante, los primeros pasos de la instrucción no pueden ser impartidos de modo
distinto y este sistema es el más apropiado para el principiante, aunque
no conduzca hacia la meta, cosa que el instructor no ignora. El hecho de
que el alumno no pueda convertirse en maestro de esgrima a pesar de su
celo y aun a pesar de su habilidad natural, es más que comprensible. Pero,
¿qué razón hay para que él, que desde hace tiempo ha aprendido a no
dejarse arrebatar por el calor del combate, y sí a mantenerse sereno, a
conservar sus energías, y que ahora ya se siente preparado para entablar
largos combates, y que difícilmente pueda hallar en su medio un adversario
que lo iguale, juzgado por estándares más elevados, fracase a último
momento y sea incapaz de todo progreso?
La causa —siempre según Takuan— reside en el hecho de que el alumno no puede dejar de observar a su
antagonista ni lo que éste hace con su espada; que constantemente está
pensando en cuál será la mejor manera de atacarlo, esperando el momento de
hallarlo desprevenido.
En resumen, lo que ocurre es que está dependiendo todo el tiempo de su
arte y de sus conocimientos. Al hacerlo —asevera Takuan— pierde su
"presencia de ánimo", la esto-cada decisiva llega siempre demasiado tarde
y es incapaz de "volver la espada de su adversario contra el que la
empuña". Cuanto más trata de hacer que dependa la excelencia en el manejo
de la espada de su propia reflexión, de la utilización consciente de su
habilidad y su experiencia y tácticas de lucha, más inhibe el libre
"trabajo del corazón". ¿Qué debe, pues, hacerse? ¿Cómo se espiritualiza la
habilidad y cómo el supremo control de la técnica se convierte en arte
magistral del manejo de la espada? Según se nos informa, esto sólo es
posible mediante el desprendimiento de sí mismo y la liberación de todo
designio por parte del alumno. Debe enseñársele a desprenderse no sólo de
su adversario sino también de sí mismo. Debe superar la etapa en que se
halla y dejarla para siempre atrás, aun a riesgo de un fracaso
irreparable.
¿No suena todo esto tan absurdo como la exigencia de que el arquero deba
acertar sin tomar puntería, deba despreocuparse totalmente de la meta y de
su intención de dar en el blanco? Conviene, no obstante, recordar que la
esgrima magistral, cuya esencia describe Takuan, se ha vindicado en mil
contiendas.
El papel del instructor no es señalar el camino en sí, sino permitir al
alumno adquirir una clara percepción de este camino hacia la meta mediante
su adaptación a las características individuales del sujeto. De ahí que
comenzará adiestrándose para evitar instintivamente los ataques, aun
cuando éstos lo tomen completamente por sorpresa. D. T. Suzuki describe,
en una deliciosa anécdota, el método asombrosamente original empleado por
un instructor para cumplir esta difícil tarea:
El Maestro de esgrima japonés emplea a veces el método Zen de
adiestramiento. Cierta vez un alumno pidió a un Maestro que lo instruyera
en el arte de la esgrima, y éste, que llevaba una vida recoleta en su
choza en la montaña, accedió. Le asignó la tarea de ayudarlo a cortar y
recoger leña, acarrear agua de una fuente cercana hacer el fuego, cocinar
arroz, barrer las habitaciones, cuidar el jardín y encargarse de todos los
trabajos domésticos mas no le impartía ninguna enseñanza regular o técnica
en el arte de la esgrima. Pasado un tiempo, el joven comenzó a
impacientarse ya que en efecto no había acudido al anciano para ser su
sirviente sino para aprender el manejo de la espada. De ahí que un día se
decidiera y hablara al respecto con el Maestro, pidiéndole que empezase
realmente a enseñarle. El Maestro consintió. Lo que el joven ganó con ello
fue que ya no pudo trabajar tranquilo; en las primeras horas de la mañana,
cuan-do empezaba a cocinar arroz, aparecía el Maestro y lo golpeaba con un
palo en la espalda. Cuando estaba barriendo, el mismo golpe estallaba en
su espalda, sin que pudiera atinar a saber de dónde venía. Perdió la
tranquilidad y la paz de espíritu; tenía que estar constantemente sobre el
"quién vive". Pasaron algunos años antes de que pudiera sortear con
astucia y agilidad los golpes, vinieran de donde viniesen, pero el Maestro
aun no parecía satisfecho con los progresos del alumno. Un día, el Maestro
estaba tranquilamente cocinando sus verduras en el fuego cuando el joven
decidió aprovechar la oportunidad y armándose de un enorme palo lo dejó
caer sobre la cabeza del Maestro que estaba inclinado sobre la olla
revolviendo su contenido, pero el palo fue ágilmente detenido con la tapa
de la olla. Esto iluminó al joven sobre los secretos del arte que hasta
entonces le habían sido vedados.
Por primera vez tuvo conciencia de la extraordinaria bondad del Maestro.
(5)
El alumno debe desarrollar un nuevo sentido o, más exactamente, una nueva
vigilancia, un nuevo estado de alerta de todos sus sentidos, que le
permita evitar las estoca-das más peligrosas como si las sintiera venir.
Cuando ha llegado a dominar este arte de eludir los golpes ya no necesita
observar con vigilante atención los movimientos del adversario ni de
varios adversarios a la vez. Más bien, ve y siente lo que va a suceder y
al mismo tiempo ha eludido ya su efecto sin que medie "el grosor de un
cabello" entre la percepción propiamente dicha y el acto de esquivar. Es
esto, pues, lo que importa: una reacción veloz que no necesite ya de la
observación consciente.
Al menos en este sentido el alumno se independiza de todo designio
consciente, lo cual es ya un gran progreso.
Lo más difícil y de una importancia realmente decisiva es hacer
que el alumno deje de pensar en el comportamiento de su adversario y de
observarlo; toma en serio su "no-observación" y sabe controlarse en todo
momento, pero no nota que, al concentrar su atención en sí mismo, se ve
inevitablemente como el combatiente que a cualquier costo tiene que evitar
observar a su antagonista.
Haga lo que hiciere, sigue teniéndolo secretamente presente. Sólo en apariencia se ha desprendido de él y cuanto más se esfuerza por olvidarlo, más
íntimamente se liga a él.
Se necesita una sutil guía psicológica para convencer al alumno de que no
ha ganado nada fundamental con esta desviación de su atención. Debe
aprender a no prestar atención a su persona de la misma resuelta manera en
que no tiene en cuenta a su antagonista, y despojarse radicalmente de todo
propósito, abstraerse también visualmente de sí. Como en la arquería, se
requiere suma paciencia y práctica, pero una vez que esta práctica ha
conducido al adepto a la meta, desaparece el último vestigio de
auto-visión en una definitiva y radical abstracción de sí.
Este estado de desprendimiento es seguido automáticamente por una forma de
conducta que muestra una sorprendente semejanza con la etapa anterior, de
evasión instintiva. Así como en esta etapa no había el grosor de un pelo
entre la percepción de la estocada y el acto de esquivarla, no existe aquí
tampoco ninguna transición entre la evasión y la acción. En el momento
mismo de la evasión el combatiente se recoge para golpear y como un
relámpago se produce la estocada mortal, segura, irresistible. Es como si
la espada se manejara a sí misma, y así como decimos en la arquería que
Ello apunta y acierta aquí también Ello sustituye al ego actuando con una
facilidad y una destreza que el ego sólo es capaz de adquirir mediante el
esfuerzo consciente. También aquí Ello es sólo el nombre de algo que no
puede ser comprendido ni aprehendido y que sólo es revelado a quienes lo
han experimentado.
La perfección en el arte de la esgrima se alcanza, según Takuan, cuando el
corazón deja de preocuparse por pensamientos sobre el yo y el tú, sobre el
adversario y su espada, la propia espada y cómo blandirla y manejarla y
aun sobre la vida y la muerte. "Todo es vacuidad: el propio yo, la espada
centelleante y el brazo que la esgrime. Aun el pensamiento mismo de la
vacuidad ya no está allí." De esta vacuidad absoluta, afirma Takuan, "surge el más maravilloso replegamiento del hacer".
Y lo que es así en cuanto a la arquería y la esgrima, también lo es
aplicado a las demás artes. De ahí que la maestría en la pintura
tradicional japonesa sólo pueda lograrse cuando la mano, dueña ya su
técnica, ejecuta lo que "ronda" ante el ojo del pensamiento en el mismo
instante que el pensamiento comienza a concebirlo, sin que medie entre
ellos el grosor de un cabello. La pintura se convierte entonces en una
caligrafía. Aquí también las instrucciones —en este caso del pintor— podrían ser: pase diez años observando
bambúes, conviértase usted mismo en un bambú, luego olvide todo y póngase
a pintar.
El Maestro de esgrima es tan inconsciente de sí mismo como el
principiante. La indiferencia que perdió al comienzo de su instrucción, la
recupera al final como una característica indestructible. Pero, a
diferencia del principiante, se mantiene en reserva, es calmo y modesto y
no siente el menor deseo de exhibirse. Entre las etapas del aprendizaje y
las de la maestría hay luengos años de infatigable práctica. Por
influencia de la Doctrina Zen, su pericia se hace espiritual, y él mismo,
cada vez más libre mediante la lucha espiritual, es transformado. La
espada que a partir de ese momento se ha con-vertido en su “alma”, ya no
sale fácilmente de su vaina; sólo la desenfunda cuando es inevitable
hacerlo. De este modo puede suceder que evite combatir con un adversario
indigno, un fanfarrón que se jacta de sus músculos, aceptando con risueña
indiferencia la acusación de cobardía; mientras que, por estima a su
contrincante, insistirá en un combate que no puede tener otro resultado
que su muerte de un modo honorable. Éstos son los sentimientos que
gobiernan el ethos del samurai, el incomparable "sendero del samurai"
conocido con el nombre de Bushido, pues muy por encima de todo lo demás
—victoria, fama, y hasta la vida misma— se halla la "espada de la verdad", que lo guía y lo juzga.
Como el principiante, el Maestro de esgrima es intrépido, pero a
diferencia de él se torna cada día menos accesible al miedo. Años de
incesante meditación le han enseña-do que la vida y la muerte son en el
fondo lo mismo y pertenecen al mismo estrato de realidad. Ya no sabe ni
del miedo a la vida ni del terror a la muerte; vive —y esto es plenamente
característico de la Doctrina Zen— suficientemente feliz en el mundo, pero
está dispuesto a abandonarlo en cualquier momento, sin que le inquiete en
absoluto la idea de la muerte. Por algo los samurai han elegido el frágil
capullo del cerezo como su símbolo más auténtico. Como un pétalo desprendido bajo el sol matinal y que flota serenamente hacia la
tierra, así el intrépido debe desprenderse de la vida, silencioso e
interiormente impasible.
Estar libre del temor a la muerte no significa fingir ante uno mismo, en
los buenos momentos, que no se temblará en presencia de la muerte y que
nada hay que temer.
Antes bien, quien domina tanto la vida como la muerte, está exento de todo
tipo de miedo hasta el punto de que ya no sabe siquiera qué es ni cómo es
el miedo. Quienes no conocen el poder de la meditación rigurosa y
prolongada, no tienen idea de las grandes conquistas sobre uno mismo que
ella permite lograr. De cualquier manera el Maestro, cuando ha llegado a
la perfección, demuestra en todo momento su valor, no a través de las
palabras, sino en su misma conducta; basta con mirarlo para sentirse profundamente afectado por ella. Esa intrepidez inconmovible significa
maestría y la maestría en la naturaleza misma de las cosas, es algo que
pocos pueden alcanzar. En prueba de ello citaré un pasaje del Hagakure,
que data de mediados del siglo XVII:
Yagyu Tajima-no-kami era un gran esgrimista y Maestro en el arte de la época
del Shogun Tokugawa Iemitsu.
Cierto día, uno de los guardias personales del Shogun se presentó ante
Tajima-no-kami y le pidió que lo instruyera.
El Maestro dijo:
— Según puedo ver usted parece ser ya un Maestro de esgrima. Dígame, por
favor, a qué escuela pertenece antes de que entablemos nuestra relación de
Maestro y alumno.
El guardia respondió:
— Me avergüenza confesar que nunca he aprendido el arte.
— ¿Se burla de mí? Soy Maestro del honorable Shogun y sé que mi "ojo" no
falla.
— Lamento ofender su honor, pero realmente no sé absolutamente nada.
La resuelta negativa del visitante hizo que el Maestro meditara un
instante y luego:
— Si así dice, así debe ser; sin embargo, estoy seguro de que usted es Maestro
de algo, aunque no acierto a precisar de qué.
— Ya que insiste, se lo diré. Hay algo de lo cual puede decirse que soy un
maestro completo. Cuando aún era un niño, pensé que en mi condición de
samurai no debía, en ninguna circunstancia, temer a la muerte y he luchado
con el problema de la muerte durante años, hasta que dejó de preocuparme.
¿Será esto lo que usted intuye?
— Exactamente —exclamó Tajima-no-kami— eso es lo que quería decir. Me
alegro de no haberme equivocado, pues los secretos últimos de la esgrima
residen también en liberarse del pensamiento de la muerte. He adiestrado
centenares de alumnos pero hasta la fecha no he hallado ninguno que
merezca realmente el título de Maestro. Usted no necesita adiestramiento,
es ya un Maestro.
Desde la más remota antigüedad la sala de práctica donde se aprende el
arte de la es-grima es denominada "Lugar de la Iluminación".
Todo Maestro que practica un arte moldeado por la Doctrina Zen es como un
relámpago nacido de la nube de la Verdad Omnímoda. Esta Verdad está
presente en el libre movimiento de su espíritu y la encuentra una vez \más
en Ello como su propia esencia original e innominada.
Encuentra esta esencia una y otra vez como las posibilidades extremas de
su propio ser, de manera que la Verdad asume para él —y para otros a
través de él— mil formas y aspectos. A pesar de la rigurosa disciplina a
la que se ha sometido con paciencia y humildad, aun está lejos de hallarse
tan penetrado e iluminado por la Doctrina que pueda sentirse sostenido por
ella en todo cuanto hace, de manera que su vida esté hecha sólo en
momentos perfectos. La libertad suprema aun no se ha convertido para él en
una necesidad.
Si es atraído irresistiblemente hacia la meta, debe emprender de nuevo su
camino, tomar el sendero del arte sin artificios. Debe atreverse a
penetrar en el Origen, a fin de vivir con la Verdad y en la Verdad, como
alguien que se ha vuelto uno con ella. De-be convertirse de nuevo en
alumno, en principiante; conquistar el último y más arduo tramo del
sendero, sufrir nuevas transformaciones. Si sobrevive a sus riesgos,
entonces su destino estará cumplido y contemplará de frente la Verdad
intacta. La Verdad está más allá de todas las virtudes, el Origen informe
de los orígenes, el Vacío que es el Todo; es absorbido por él y de él
emerge, renacido.
NOTAS
1. Estos cinco caracteres chinos, traducidos literalmente. significan: "El
motivo del Primer Patriarca para venir de Occidente". El argumento es
utilizado a menudo como un tópico de mondó (preguntas y respuestas a la
manera del Zen). Es lo mismo que inquirir sobre la esencia misma de la
doctrina Zen. Una vez com-prendido esto, toda la doctrina Zen cabe en
estos cinco caracteres.
2 Zagu es una de las prendas que lleva consigo el monje Zen, quien la
tiende fren-te a él cuando se inclina reverentemente ante el Buda o el
Maestro.
2. The way and its power, traducción de Arthur Waley, Londres, 1934; cap.
XLIII, pág. 197.
3 Daisetz Teitaro Suzuki, Zen Buddhism and its Influence on Japanese
Culture, Kyoto, Sociedad Budista Oriental, 1938.
4 Daisetz Teitaro Suzuki, Zen Buddhism and its Influence on Japanese
Culture, págs.
7
y 8.
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