PREFACIO
En junio
de 1961, Krishnamurti comenzó a llevar un registro diario de sus
percepciones y estados de conciencia. Salvo por unos catorce días más o
menos, prosiguió con estas anotaciones durante siete meses. Escribió
claramente, con lápiz, y virtualmente sin borraduras. Las primeras setenta
y siete páginas del manuscrito pertenecen a un pequeño cuaderno de notas;
desde ahí hasta el final (pág. 323 del manuscrito) utilizó un cuaderno más
grande de hojas sueltas. Las anotaciones empiezan abruptamente y terminan
abruptamente. Krishnamurti mismo no puede decir qué es lo que le impulsó a
iniciarlas. Nunca había llevado un registro así antes ni ha vuelto a
hacerlo desde entonces.
El
manuscrito ha recibido la mínima cantidad de correcciones. Se ha
corregido la ortografía de Krishnamurti; algunos signos de puntuación se
han agregado en beneficio de la claridad; algunas abreviaturas, como el
signo «&» que él empleó invariablemente, han sido reemplazadas en su
totalidad; se han añadido también algunas notas al pie de página e
interpolaciones entre paréntesis angulares. Por lo demás, el manuscrito se
presenta aquí tal como está en el original.
Se hacen
necesarias unas palabras para explicar uno de los términos que se emplean
en dicho manuscrito: «el proceso». En 1922, a la edad de veintiocho años,
Krishnamurti pasó por una experiencia espiritual que transformó su vida;
esta experiencia fue seguida por años de agudo y casi constante dolor en
la cabeza y columna vertebral. El manuscrito demuestra que «el proceso»,
como él llamó a este misterioso dolor, continuaba todavía cerca de
cuarenta años después, aunque en una forma mucho más benigna.
«El
proceso» era un fenómeno físico que no debe confundirse con el estado de
conciencia al que Krishnamurti alude de diversas maneras en las
anotaciones como «bendición», «lo otro», «inmensidad». Jamás tomó él
durante el proceso droga alguna para combatir el dolor. Nunca ha tomado
alcohol ni drogas de ninguna especie. Nunca ha fumado, y por los últimos
treinta años o algo así ni siquiera ha tomado té o café. A pesar de haber
sido vegetariano toda la vida, siempre se ha esmerado muchísimo por
asegurarse una dieta plena y bien equilibrada. De acuerdo con su modo de
pensar, el ascetismo es tan destructivo para una vida religiosa, como la
excesiva complacencia. En verdad él cuida «el cuerpo» (siempre ha
establecido una diferencia entre el cuerpo y el ego) del mismo modo en que
un oficial de caballería cuidarla de su caballo. Jamás ha sufrido de
epilepsia ni de ninguno de los estados físicos que se dice dan origen a
visiones y otros fenómenos espirituales; tampoco practica «sistema» alguno
de meditación. Todo esto se declara a fin de que ningún lector pudiera
imaginar que los estados de conciencia de Krishnamurti son o han sido
inducidos alguna vez por drogas o por el ayuno.
En este
singular registro diario tenemos lo que podría llamarse el manantial
inextinguible de donde brota la enseñanza de Krishnamurti. Toda la esencia
de su enseñanza está aquí, surgiendo de su fuente natural. Tal como él
mismo escribe en estas páginas: «cada vez hay algo ‘nuevo’ en esta
bendición, una ‘nueva’ cualidad, un perfume ‘nuevo’ pero, no obstante,
ella es inmutable»; así, la enseñanza que brota de esa fuente nunca es del
todo igual aunque se repita a menudo. Del mismo modo, los árboles, las
montañas, los ríos, las nubes, la luz del sol, los pájaros y flores que él
describe una y otra vez son por siempre «nuevos» porque cada vez son
vistos con ojos que nunca se han habituado a ellos; cada día son para él
una percepción totalmente pura, nueva, y así llegan a serlo para nosotros.
El 18 de
junio de 1961, día en que Krishnamurti comenzó a escribir este diario,
estaba en Nueva York hospedándose con algunos amigos en el N° 87 de West
Street. Había ido en vuelo a Nueva York el 14 de junio, procedente de
Londres donde había pasado unas seis semanas y ofrecido doce pláticas.
Antes de viajar a Londres estuvo en Roma y Florencia, y antes de eso, en
los primeros tres meses del año, había estado en la India hablando en
Nueva Delhi y Bombay.
M. L.
Junio
18 (1961 NUEVA YORK)
Al
anochecer estaba ahí: súbitamente estuvo ahí llenando la sala, un gran
sentido de belleza, poder y dulzura. Otros lo advirtieron.
19
Toda la
noche estuvo ahí siempre que despertaba. La cabeza dolía mientras nos
dirigíamos a tomar el avión [para volar a Los Ángeles]. ‑La purificación
del cerebro es necesaria. El cerebro es el centro de todos los sentidos;
cuanto más alertas y sensibles son los sentidos, tanto más agudo es el
cerebro; éste es el centro de los recuerdos, del pasado: es el depósito de
la experiencia y el conocimiento, de la tradición. Por tanto, está
limitado, condicionado. Sus actividades son planeadas, pensadas,
razonadas, pero funciona dentro de la limitación, en el espacio‑tiempo.
Así es que no puede formular ni comprender aquello que es total, lo
íntegro, lo completo. Lo completo, lo total es la mente; ella está vacía,
absolutamente vacía, y debido a esta vacuidad el cerebro existe en el
espacio‑tiempo. Sólo cuando el cerebro se ha limpiado de su
condicionamiento, de su codicia, su envidia, su ambición, sólo entonces
puede comprender aquello que es total. Esta totalidad es amor.
20
En el
automóvil, viajando hacia Ojai,
eso comenzó de nuevo, la presión y el sentimiento de inmensa vastedad. No
es que uno estuviera experimentando esta vastedad; simplemente ella estaba
ahí; no había un centro desde el cual tuviera lugar la experiencia. Todo,
los automóviles, la gente, los carteles, se destacaba con sorprendente
claridad y el color era dolorosamente intenso. Eso continuó por más de una
hora, y la cabeza estaba muy mal, el dolor la abarcaba enteramente.
El
cerebro puede y debe desarrollarse; su desarrollo provendrá siempre de
una causa, de una reacción, de la violencia a la no‑violencia, etc. El
cerebro se ha desarrollado desde el estado primitivo y, por muy refinado,
inteligente y técnico que sea, estará siempre dentro de los confines del
espacio‑tiempo.
El
anonimato es humildad; no está en el cambio de un nombre, en la ropa o en
la identificación con lo que pueda ser anónimo: un ideal, un acto heroico,
un país y cosas así. Ese anonimato es una acción del cerebro, es el
anonimato consciente; hay un anonimato que surge con la lúcida percepción
de lo total. Lo total, lo completo jamás está dentro del campo del cerebro
o de la idea.
21
Al
despertar alrededor de las dos, había una presión peculiar y el dolor era
más agudo, estaba más en el centro de la cabeza. Persistió por más de una
hora, y uno despertó varias veces por la intensidad de la presión. Cada
vez el éxtasis se expandía más y más; este júbilo continuó. La presión
comenzó súbitamente otra vez mientras uno esperaba sentado en el sillón
del dentista. El cerebro se quedó muy quieto; palpitaba totalmente
activo; todos los sentidos estaban alerta; los ojos veían la abeja en la
ventana, la araña, los pájaros y las montañas de color violeta en la
distancia. Veían todo eso pero el cerebro no lo registraba. Uno podía
sentir al palpitante cerebro, algo tremendamente vivo, vibrante y, por lo
tanto, no un mero registrador. La presión y el dolor eran intensos y el
cuerpo necesitó adormecerse.
La lúcida
percepción autocrítica es esencial. La imaginación y las ilusiones
distorsionan la clara observación. La ilusión existirá siempre que sigan
existiendo el impulso a continuar el placer y a evitar el dolor. Las dos
cosas engendran ilusión: la urgencia por continuar o recordar las
experiencias placenteras, y el acto de evitar el dolor, el sufrimiento. A
fin de borrar por completo toda ilusión, el placer y el dolor deben ser
comprendidos, no controlándolos o sublimándolos, no identificándose con
ellos ni negándolos.
Sólo
cuando el cerebro está quieto puede existir la correcta observación.
¿Puede el cerebro estar quieto alguna vez? Puede estarlo cuando siendo
altamente sensible, sin el poder de distorsión, se halla negativamente
atento.
La
presión ha continuado toda la tarde.
22
Al
despertar en mitad de la noche, la mente estaba experimentando un estado
de incalculable expansión; la mente misma era ese estado. El «sentimiento»
de este estado, desnudo de todo sentimentalismo, de toda emoción, era muy
factual, muy real. Este estado continuó por un tiempo considerable. ‑Toda
esta mañana la presión y el dolor han sido agudos.
La
destrucción es esencial. No de edificios y cosas, sino de todos los
ardides y defensas psicológicas, de los dioses, las creencias, la
dependencia de los sacerdotes, las experiencias, los conocimientos, etc.
Sin destruir todo esto no puede haber creación. Es sólo en libertad que
la creación surge a la vida. Otro no puede destruir esas defensas por uno;
es uno mismo quien debe negarlas mediante la lúcida percepción que da el
conocimiento propio.
La
revolución social, económica, solamente puede cambiar los estados y cosas
exteriores, aumentando o disminuyendo círculos, pero esa revolución estará
siempre dentro del limitado campo del pensamiento. Para una revolución
total, el cerebro debe desechar todo su interno, secreto mecanismo de
autoridad, envidia, temor, etc.
La fuerza
y belleza de una tierna hoja radica en su vulnerabilidad a la
destrucción. Como una brizna de hierba que brota a través del pavimento,
ella tiene el poder que le permite enfrentarse a la muerte fortuita.
23
La
creación nunca pertenece al individuo. Ella cesa enteramente cuando la
individualidad, con sus capacidades, dones, técnicas, etc., se vuelve
dominante. La creación es el movimiento de la incognoscible esencia de lo
total; nunca es la expresión de la parte.
Justo en el momento en que uno se disponía a acostarse, ahí estaba aquella
plenitud de
Il L.
Estaba no sólo en la habitación sino que parecía cubrir la tierra de
horizonte a horizonte. Era una bendición.
La
presión, con su dolor peculiar, persistió toda la mañana. Y continúa en la
tarde.
Sentado
en el sillón del dentista, uno miraba por la ventana, miraba más allá del
seto, de la antena de TV, del poste de telégrafo, las purpúreas montañas.
Uno miraba no sólo con los ojos sino con toda la cabeza, como si mirara
desde la parte posterior de la cabeza, con todo el ser. Era una
experiencia singular, extraordinaria. No había un centro desde el cual
tuviera lugar la observación. Eran intensos los colores y la belleza y las
líneas de las montañas.
Cada
distorsión del pensamiento debe ser comprendida; porque todo pensamiento
es una reacción, y cualquier actividad que provenga de esto sólo puede
incrementar la confusión y el conflicto.
24
Ayer,
durante el día entero hubo presión y dolor; todo eso se está volviendo más
bien difícil. Comienza en el momento que uno está solo consigo mismo. El
deseo de que continúe y la decepción de que no continúe no existen. Pero
eso está simplemente ahí sea que uno lo quiera o no; está más allá de
toda razón y pensamiento.
Hacer
algo sin motivo, por sí mismo, parece muy difícil y casi indeseable. Los
valores sociales se basan en hacer algo en función de alguna otra cosa.
Esto lleva a una existencia árida, una vida que nunca es completa, total,
plena. Es una de las razones que promueven el descontento que desintegra.
Estar
satisfecho es feo, pero estar insatisfecho engendra odio. Ser virtuoso con
el fin de ganar el cielo o la aprobación de lo respetable, de la sociedad,
hace de la vida un campo estéril que ha sido arado una y otra y otra vez,
pero en el que nunca se ha sembrado. Esta actividad de hacer algo en
función de alguna cosa es, en esencia, una intrincada serie de escapes,
escapes de uno mismo, de lo que es.
Sin
experimentar la esencia, no hay belleza. La belleza está meramente en las
cosas exteriores o en los íntimos pensamientos, sentimientos e ideas; la
belleza existe más allá de este pensar y sentir. La belleza es esta
esencia. Pero esta belleza no tiene opuesto.
La
presión continúa y la tirantez está en la base de la cabeza, y es muy
dolorosa.
25
Al
despertar en mitad de la noche, el cuerpo se encontraba perfectamente
quieto, extendido sobre su espalda, inmóvil; esta posición debe haberse
mantenido por algún tiempo. Ahí estaban la presión y el dolor. El cerebro
y la mente se hallaban intensamente silenciosos. No existía división
alguna entre ellos. Había una intensidad extraña, quieta, como la de dos
grandes dinamos trabajando a muy alta velocidad; era una tensión peculiar
en la que no había esfuerzo. Existía, con relación a todo esto, un sentido
de inmensidad y un poder sin dirección ni causa alguna y, por lo tanto,
sin brutalidad, sin crueldad. Y ello prosiguió por la mañana.
Durante
casi todo el año pasado, uno solía despertarse para experimentar, en
estado de vigilia, lo que había sucedido mientras dormía, ciertos estados
del ser. Es como si uno despertara meramente para que el cerebro pudiera
registrar lo que había estado sucediendo. Pero, curiosamente, la singular
experiencia se desvanecía muy pronto. El cerebro no la había estado
guardando era los rollos de la memoria.
Sólo hay
destrucción y no cambio. Porque todo cambio es una continuidad modificada
de lo que ha sido. Todas las revoluciones sociales o económicas son
reacciones, una continuidad modificada de lo que ha sido. Este cambio no
destruye en modo alguno las raíces de las actividades egocéntricas.
La
destrucción, en el sentido en que estamos empleando la palabra, carece de
motivo: no tiene un propósito, el cual implica una acción con vistas a un
fin o resultado. La destrucción de la envidia es total y completa; implica
libertad con respecto a la represión, al control, y sin que exista motivo
alguno para ello.
Esta
destrucción total es posible; radica en ver la estructura completa de la
envidia. Este ver no está en el espacio‑tiempo sino que es instantáneo.
26
La
presión y la tirantez continuaron muy fuertemente ayer por la tarde y esta
mañana. Sólo había cierto cambio: desde la parte posterior de la cabeza,
la presión y la tirantez se desplazaron a través del paladar hacia la
coronilla. Prosigue una extraña intensidad. Sólo tiene uno que permanecer
quieto para que ella comience.
El
control, en cualquiera de sus formas, es dañino para la comprensión total.
Una existencia que ha sido disciplinada es una vida de conformidad; en la
conformidad no hay libertad con respecto al temor. El hábito destruye la
libertad; el hábito del pensamiento, el hábito de la bebida, etc.,
contribuyen a una vida superficial e insípida. La religión organizada con
sus creencias, dogmas y rituales impide el libre acceso a la vastedad de
la mente. Es al entrar en esta vastedad que el cerebro se purifica del
espacio‑tiempo. Al estar purificado, el cerebro puede entonces habérselas
con el tiempo y el espacio.
27
Esa
presencia que estuvo en Il L. estaba ahí, esperando pacientemente,
benignamente, con inmensa ternura. Era como el relampaguear en una oscura
noche, pero estaba ahí, penetrante, bienaventurada.
Algo
extraño le está ocurriendo al organismo físico. Es algo que uno no puede
identificar exactamente, pero hay una «rara» insistencia, una urgencia; no
es de ningún modo algo autocreado o engendrado por la imaginación. Se toma
evidente cuando uno está quieto, solo, bajo un árbol o en una habitación;
se manifiesta con mayor urgencia cuando uno se halla a punto de dormirse.
Está ahí mientras esto se escribe: la presión y la tirantez con su dolor
familiar.
Formulaciones y palabras acerca de todo esto parecen tan inútiles; las
palabras, por exactas que sean, por clara que pueda ser la descripción, no
comunican la cosa real.
Hay una
grande e inenarrable belleza en todo esto.
Existe un
único movimiento de la vida, lo externo y lo interno; este movimiento es
indivisible, aunque esté dividido. Al estar dividido, la mayoría sigue el
movimiento externo de las ideas, del conocimiento, de las creencias, la
autoridad, la seguridad, la prosperidad, etc. Como una reacción a esto,
uno sigue la llamada vida interior con sus visiones, esperanzas,
aspiraciones, secretos, conflictos, desesperación. Como este movimiento
es una reacción, está en conflicto con el otro. Por tanto, hay
contradicción con sus dolores, ansiedades y escapes.
Hay sólo
un movimiento, que es lo externo y lo interno. Con la comprensión de lo
externo, comienza el movimiento interno, no en oposición o en
contradicción. Al ser eliminado el conflicto, el cerebro, aunque altamente
sensible y alerta, se torna silencioso. Entonces sólo el movimiento
interno tiene significación y validez.
De este
movimiento surgen una compasión y una generosidad que no son el resultado
de una razonada y deliberada abnegación.
La flor
es fuerte en su belleza, aunque pueda ser olvidada, desdeñada o destruida.
El
ambicioso no conoce la belleza. La belleza es el sentimiento de lo
esencial.
28
Al
despertar en medio de la noche uno estaba gritando y gimiendo; la presión
y la tirantez, con su dolor peculiar, eran intensas. Eso debe haber estado
sucediendo por algún tiempo y desapareció poco después de despertar. Los
gritos y los gemidos tienen lugar con mucha frecuencia. No ocurren a causa
de una indigestión. Sentado en el sillón del dentista, mientras
aguardaba, toda la cosa comenzó de nuevo y continúa por la tarde mientras
esto se escribe. Es más perceptible cuando uno se encuentra solo o en
algún bello lugar, o también en una calle sucia y ruidosa.
Aquello
que es sagrado carece de atributos. Una piedra en un templo, una imagen en
una iglesia, un símbolo, no son sagrados. El hombre los llama sagrados,
hace de eso algo santo para ser adorado en función de complejos impulsos,
temores y anhelos. Esta «santidad» está aún dentro del campo del
pensamiento, es producida por el pensamiento, y en el pensamiento nada
hay que sea nuevo o sagrado. El pensamiento puede producir todos los
intrincados enredos de los sistemas, dogmas, creencias; y las imágenes,
los símbolos que él proyecta no son más santos que los planos de una casa
o el diseño de un nuevo avión. Todo esto se encuentra dentro de las
fronteras del pensamiento, y nada hay de sagrado o místico al respecto.
El pensamiento es materia y puede ser convertido en cualquier cosa, fea o
bella.
Pero
existe algo sagrado que no es del pensamiento ni pertenece a un
sentimiento revivido por éste. El pensamiento no puede reconocerlo ni
utilizarlo. El pensamiento no puede formularlo. Pero existe algo sagrado
que ningún símbolo o palabra pueden tocar. Eso no es comunicable. Es un
hecho.
Un hecho
es para ser visto, y el ver no tiene lugar por medio de la palabra. Cuando
un hecho es interpretado, cesa de ser un hecho; se vuelve algo por
completo diferente. El ver es de la más alta importancia. Este ver está
fuera del tiempo‑espacio; es inmediato, instantáneo. Y lo que es visto,
nunca es igual otra vez. No hay otra vez o mientras tanto.
Esto que
es sagrado no tiene un adorador, el observador que medita sobre ello. No
se halla en el mercado para que pueda comprarse o venderse. Como la
belleza, no puede ser visto mediante su opuesto, porque no tiene opuesto.
Esa
presencia está aquí, llenando la habitación, esparciéndose sobre las
colinas, más allá de los mares, cubriendo la tierra.
La noche
pasada, como ha sucedido una o dos voces antes, el cuerpo era sólo un
organismo y nada más, funcionando, vacío y silencioso.
29
Hay
presión y tirantez con el hondo dolor que las acompaña; es como si muy en
lo profundo prosiguiera una operación. Eso no es causado mediante
la propia volición por sutil que ésta pudiera ser. Durante algún tiempo
uno lo ha investigado profundamente de manera deliberada. Ha tratado de
inducirlo, de producir diversas condiciones externas, estando solo, etc.
Entonces nada sucede. Todo esto no es algo reciente.
El amor
no es apego. El amor no produce pesar. En el amor no hay desesperación ni
esperanza. El amor no puede hacerse respetable, convertirse en parte del
esquema social. Cuando él no está presente, comienza el afán en todas sus
formas.
Poseer y
ser poseído se considera que es una forma de amar. Este instinto de poseer
‑a una persona o un trozo de algo que sea propiedad de uno‑ no proviene
meramente de las exigencias de la sociedad o de las circunstancias, sino
que brota de una fuente mucho más profunda. Procede de las profundidades
de la soledad. Cada cual intenta llenar esta soledad de diferentes
maneras, con la bebida, con la religión organizada, las creencias, alguna
forma de actividad, etc. Son todos escapes, pero eso aún sigue ahí.
El
comprometerse con alguna organización, con alguna creencia o actividad,
es ser poseído por ellas negativamente; y positivamente es poseerlas. La
posesividad negativa y la positiva consisten en hacer el bien, cambiar el
mundo, y en el así llamado amor. Controlar a otro, moldear a otro en el
nombre del amor son expresiones del instinto de posesión, negativo y
positivo, así como el impulso de encontrar en otro seguridad, protección
y bienestar. El olvidarse de uno mismo por medio de otro o de alguna
actividad, contribuye al apego. De este apego provienen el dolor y la
desesperación, y de ello surge la reacción para el desapego. Y en esta
contradicción entre apego y desapego se originan el conflicto y la
frustración.
No hay
escape de la soledad; ella es un hecho y el escapar de los hechos engendra
confusión y dolor.
Pero no
poseer nada es un estado extraordinario, no poseer siquiera una idea,
saber dejar en paz a una persona o una cosa. Cuando la idea, el
pensamiento echa raíces, eso ya se convierte en posesión y entonces
comienza la guerra para verse libre. Y esta libertad no es libertad en
absoluto; sólo es una reacción. Las reacciones arraigan, y nuestra vida es
el terreno en que las raíces se han desarrollado. Cortar todas las raíces,
una por una, es un absurdo psicológico. Eso no puede hacerse. Sólo debe
ser visto el hecho ‑la soledad‑, y entonces todas las otras cosas se
desvanecen.
30
Ayer en
la tarde eso estuvo bastante mal, fue casi intolerable; continuó por unas
cuantas horas.
Caminando, rodeado por estas violáceas y desnudas montañas rocosas,
súbitamente advino la soledad. Completa soledad. Estaba en todas partes y
tenía una inmensa, insondable riqueza; poseía esa belleza que está más
allá del pensamiento y del sentimiento. No estaba quieta; era algo
viviente, en movimiento, que llenaba cada rincón y escondrijo. La cima de
la alta montaña rocosa fulguraba con el sol poniente, y esa misma luz y
color colmaban los cielos de soledad.
Era un
estado singular de soledad, no de aislamiento sino de soledad, como una
gota de lluvia que contiene en sí todos los mares de la tierra. No era
alegría ni tristeza, sino plena soledad. No tenía cualidad, forma ni
color, que harían de ella algo reconocible, mensurable. Vino como un
relámpago y sembró su semilla. No germinó, pero ahí estaba en toda su
plenitud. No existía el tiempo para que hubiera maduración; el tiempo
tiene sus raíces en el pasado. Este era un estado sin raíces y sin causa.
Un estado totalmente «nuevo», que nunca ha sido y nunca será, porque es
algo vivo.
El
aislamiento es lo conocido, y así es la soledad que procede del
aislamiento; son estados reconocibles porque han sido experimentados con
frecuencia, real o imaginariamente. Su misma familiaridad engendra temor y
cierto menosprecio santurrón, de lo cual surgen el cinismo y los dioses.
Pero este autoaislamiento y su soledad, no conducen a la vital y madura
soledad; debe terminarse con ellos, no con el fin de ganar algo, sino que
deben morir tan naturalmente como el marchitarse de una flor. La
resistencia engendra temor pero también aceptación. El cerebro debe
lavarse a sí mismo y quedar limpio de todos estos astutos artificios.
Sin
relación alguna con estos rodeos y retorcimientos de la conciencia
autocontaminada, por completo diferente es esta inmensa soledad. Toda
creación tiene lugar en ella. La creación destruye, y así ella es siempre
lo desconocido.
Esta
soledad estuvo ahí durante toda la tarde de ayer, y se mantenía al
despertar uno en medio de la noche.
La
presión y la tirantez prosiguen, aumentando y disminuyendo en ondas
continuas. Son bastante dolorosas hoy, durante la tarde.
Julio
1
Es como
si todo se encontrara quieto. No hay movimiento, ni agitación, sólo
completa vacuidad de todo pensar, de todo ver. No existe un intérprete que
traduzca, que observe, que censure. Es una inmensurable vastedad
totalmente quieta y silenciosa. No hay espacio, ni hay tiempo para cubrir
ese espacio. Están aquí el principio y el fin de todas las cosas.
Realmente, nada hay que pueda decirse acerca de ello.
La
presión y la tirantez han continuado quietamente todo el día; sólo ahora
han aumentado.
2
Eso que
ocurrió ayer, esa inmensurable y silenciosa vastedad, prosiguió toda la
tarde aun cuando hubiera gente alrededor y conversaciones. Continuó toda
la noche; estaba ahí en la mañana. Aunque hubiera un conversar más bien
exagerado y agitado emocionalmente, de pronto ahí estaba en medio de
ello. Y aquí está ahora, hay gloria y belleza, y un sentimiento de éxtasis
que no puede expresarse en palabras.
La
presión y la tirantez comenzaron algo temprano.
3
Uno
estuvo afuera el día entero. Y a pesar de eso, por la tarde, durante dos o
tres horas, la presión con su tirantez continuaron en medio de la ciudad
populosa.
4
Atareado
en la tarde, ahí estaba, pese a ello, la presión con su tirantez.
Cualesquiera sean las actividades que uno ha de realizar en la vida
cotidiana, las conmociones y los diversos incidentes no deberían dejar sus
cicatrices. Estas cicatrices se convierten en el ego, el yo, y a medida
que uno va viviendo ello se vuelve muy fuerte y sus muros llegan a ser
casi impenetrables.
5
Muy
ocupado, pero todas las veces en que había cierta quietud, la presión y
la tirantez proseguían.
6
Uno
despertó en la noche pasada con ese sentido de completa quietud y
silencio; el cerebro estaba totalmente alerta, intensamente vivo; el
cuerpo se encontraba muy quieto. Este estado duró cerca de media hora.
Ello a pesar de un día agotador.
El punto
más alto de intensidad y sensibilidad es la experiencia de lo esencial.
Esto es belleza, belleza que está más allá de las palabras y del
sentimiento. La proporción y la profundidad, la luz y la sombra están
limitadas al tiempo‑espacio, atrapadas en la belleza‑fealdad. Pero eso
que está más allá de todo límite y forma, más allá del aprendizaje y del
conocimiento, es la belleza de la esencia.
7
Varias
veces uno despertó gritando. Otra vez estaba ahí esa intensa quietud del
cerebro y un sentimiento de vastedad. Ha habido presión y tirantez.
El éxito
es brutalidad. El éxito en todas sus formas, en la política y en la
religión, en el arte y en los negocios. Tener éxito implica crueldad.
8
Algunas
veces, antes de dormir o justo en el instante en que uno se abandonaba al
sueño, hubo gritos y quejidos. El cuerpo está demasiado alterado a causa
del viaje, ya que uno parte esta noche para Londres [vía Los Ángeles]. Hay
algo de presión y tirantez.
9
Sentado
en el avión entre todo el ruido, el fumar y las conversaciones en alta
voz, de lo más inesperadamente comenzó a presentarse la sensación de
inmensidad y esa extraordinaria bendición experimentada en Il L.,
ese inminente sentimiento de lo sagrado. El cuerpo estaba nerviosamente
tenso a causa de la apertura, el ruido, etc. pero, a pesar de todo eso,
«aquello» estaba: ahí. La presión y la tirantez eran intensas y había un
agudo dolor en la parte posterior de la cabeza. Sólo existía este estado y
no había observador. Todo el cuerpo estaba enteramente en ello, y el
sentimiento de lo sagrado era tan intenso que un gemido escapó del cuerpo,
y había pasajeros sentados en los asientos contiguos. Eso continuó por
varias horas hasta tarde en la noche. Era como si uno estuviese mirando no
con los ojos solamente, sino con un millar de siglos; era un suceso
enteramente extraño. El cerebro estaba por completo vacío, había cesado
cualquier tipo de reacción; durante todas esas horas uno no era consciente
de esta vacuidad, sino que ella se torna en algo conocido solamente al
escribir; pero este conocimiento es sólo descriptivo y no real. Que el
cerebro pueda vaciarse a sí mismo es un raro fenómeno. En cuanto los ojos
se cerraban, el cuerpo, el cerebro parecía sumergirse en insondables
profundidades, en estados de increíble sensibilidad y belleza. El pasajero
del asiento contiguo comenzó a preguntar algo y, habiéndole replicado,
esta intensidad estaba ahí; no había continuidad sino solamente el ser. La
aurora llegaba lentamente y el claro cielo se llenaba de luz. Mientras
esto se escribe ya avanzado el día, con insomne fatiga, eso que es sagrado
está ahí. La presión y la tirantez también.
10
El sueño
fue corto, pero al despertar uno era consciente de un gran sentido de
energía impulsora concentrado en la cabeza. El cuerpo se quejaba y, no
obstante, estaba muy quieto, extendido y sumamente tranquilo. La
habitación parecía estar llena de algo, era muy tarde y la puerta frontal
de la casa contigua fue cerrada con estrépito. ‑No había una sola idea, ni
un sentimiento y, sin embargo, el cerebro estaba alerta y sensible. La
presión y la tirantez ocasionaban dolor. Una cosa extraña con respecto a
este dolor es que de ninguna manera debilita el cuerpo. Ello parece tener
lugar dentro del cerebro, pero aun así es imposible expresar en palabras
lo que exactamente ocurre. Existe un sentido de inmensurable expansión.
11
La
presión y la tirantez han sido más bien fuertes y hay dolor. La parte
singular de todo esto es que el cuerpo no protesta de ninguna forma ni
opone ningún tipo de resistencia. Existe una energía desconocida envuelta
en todo ello. Muy ocupado para seguir escribiendo.
12
Mal la
noche pasada, con gritos y gemidos. La cabeza estuvo muy dolorida. Si bien
uno durmió algo, despertó dos veces, y cada vez había un sentimiento de
intensidad en expansión y una intensa atención interna; el cerebro se
había vaciado de todo sentimiento y pensamiento.
La
destrucción, el completo vaciado del cerebro, así como el marchitarse de
las reacciones y los recuerdos, deben tener lugar sin esfuerzo alguno; el
marchitarse implica tiempo, pero es el tiempo el que cesa y no la memoria.
Esta
expansión intemporal que tenía lugar y la cualidad y el grado de
intensidad eran por completo diferentes de la pasión y el sentimiento. Era
esta intensidad sin relación ninguna con cualquier deseo, anhelo o
experiencia como recuerdo, la que estaba precipitándose a través del
cerebro. El cerebro era tan sólo un instrumento; es en la mente donde
ocurre esta expansión intemporal, esta explosiva intensidad creadora. Y
la creación es destrucción.
En el
avión eso prosigue.
13
Pienso
que es la quietud y pureza del lugar, de las verdes laderas de las
montañas, la belleza de los árboles, eso y otras cosas, lo que ha hecho
que se intensificaran grandemente la presión y la tirantez; la cabeza ha
dolido todo el día; eso empeora cuando uno está solo consigo mismo.
Parece haber continuado durante toda la noche, y uno despertó varias
veces gritando y gimiendo; aun durante el descanso, por la tarde, el mal
proseguía acompañado de gritos. Aquí el cuerpo se halla completamente
relajado y en descanso. La noche anterior, después del largo y bello paseo
en automóvil a través de la región montañosa, al entrar en la habitación,
esa extraña bendición sagrada estaba ahí. El otro también la sintió.
Sintió también esa quieta, penetrante atmósfera. Hay un sentimiento de
gran belleza y amor y de una madura plenitud.
El poder
se deriva del ascetismo, de la acción, de la posición, la virtud, la
dominación, etc. Todas esas formas de poder son malignas. Ese poder
corrompe y pervierte. El empleo del dinero, del talento, de la destreza,
para obtener poder o derivar poder de ello, cualquiera sea el uso que se
le dé, es corruptor, nocivo.
Pero
existe un poder que en manera alguna está relacionado con ese poder que es
el mal. Este poder no es para ser comprado por medio del sacrificio, de la
virtud, de las buenas obras y creencias, ni puede comprarse con la
adoración, las plegarias y la abnegación del yo o con las meditaciones
destinadas a destruir al yo. Todo esfuerzo para ser o llegar a ser, debe
cesar completa y naturalmente. Sólo entonces puede existir ese poder que
no es el mal.
14
Todo el
proceso ha continuado el día entero ‑la presión, la tirantez y el dolor en
la parte posterior de la cabeza; uno despertó gritando varias veces, y
aun durante el día hubo gritos y gemidos involuntarios. La noche pasada,
ese sentimiento sagrado llenó la habitación y el otro también lo
percibió.
Qué fácil
es engañarse uno mismo acerca de casi todo, especialmente con respecto a
las más profundas y sutiles urgencias y deseos. Es arduo estar enteramente
libre de todas estas urgencias e impulsos. Sin embargo, es esencial
liberarse de ellos o de otro modo el cerebro engendra todas las formas de
ilusión. El impulso por repetir una experiencia, no importa lo
placentera, bella o provechosa que haya sido, es el terreno donde crece y
se desarrolla el dolor. La pasión del dolor es tan limitadora como la
pasión del poder. El cerebro debe cesar de moverse por si mismo, y ha de
estar completamente pasivo.
15
El
proceso fue muy doloroso la noche anterior; lo ha dejado a uno un poco
cansado e insomne.
Al
despertar en medio de la noche había una sensación de inmensa e
inmensurable fuerza. No era la fuerza que han producido la voluntad o el
deseo, sino la fuerza que hay en un río, en una montaña, en un árbol. Esa
fuerza está en el hombre cuando toda forma de deseo o voluntad han cesado
completamente. No puede ser valorada ni significa provecho alguno para un
ser humano, pero sin ella no hay ser humano, ni hay árbol.
La acción
del hombre es opción y voluntad, y en una acción así hay contradicción y
conflicto; por lo tanto, hay dolor. Toda acción semejante tiene una causa,
un motivo y, en consecuencia, es una reacción. La acción de esta fuerza no
tiene causa ni motivo y, por consiguiente, es inmensurable y es la
esencia.
16
El
proceso continuó durante la mayor parte de la noche; fue más bien intenso.
¡Cuánto puede el cuerpo resistir! El cuerpo entero estuvo estremeciéndose
y, esta mañana, uno despertó con la cabeza cimbreando.
Había
esta mañana esa peculiar cualidad de lo sagrado llenando la habitación.
Tenía un gran poder penetrante, entraba en cada rincón del propio ser
llenándolo, purificándolo, haciéndolo todo por sí misma. El otro también
lo sintió. Esa cosa es lo que todos los seres humanos desean con
vehemencia, y porque la desean ella los elude. El monje, el sacerdote, el
sannyasi torturan sus cuerpos y su carácter anhelando esto, pero ella los
evade. Porque esa cosa no puede ser comprada; ni el sacrificio, ni la
virtud, ni la plegaria pueden producir este amor. Esta vida, ese amor no
pueden ser si la muerte se utiliza como medio para ello. Toda búsqueda,
toda súplica deben cesar completamente.
La verdad
no puede ser exacta. Lo que puede medirse no es la verdad. Lo que no es
vida puede ser medido y puede encontrarse su altura.
17
Estábamos
subiendo por el sendero de una boscosa ladera de la montaña y pronto nos
sentamos en un banco. Súbitamente, de la manera más inesperada, esa sacra
bendición descendió sobre nosotros; el otro también la sintió sin que nos
hubiéramos dicho nada. Tal como en diversas oportunidades llenó una
habitación, esta vez pareció cubrir toda la amplitud de la ladera,
extendiéndose sobre el valle y más allá de las montañas. Estaba en todas
partes. El espacio entero pareció desaparecer; lo que se encontraba lejos,
la ancha quebrada, los distantes picos nevados y la persona sentada en el
banco, todo se desvaneció. No había uno ni dos ni muchos, sino sólo esta
inmensidad. El cerebro había perdido todas sus respuestas; era sólo un
instrumento de observación que estaba viendo, no como el cerebro que
pertenece a una persona en particular, sino como un cerebro que no está
condicionado por el tiempo‑espacio, como la esencia de todos los cerebros.
Fue una
noche tranquila y el proceso en general no fue tan intenso. Al despertar
esta mañana hubo una experiencia que duró quizás un minuto, una hora, o
tal vez fue algo intemporal. Una experiencia que se inspira en el tiempo,
que tiene continuidad, deja de ser una experiencia. Al despertar, había
en las mismas profundidades, en la inmensurable hondura de la mente total,
ardiendo furiosamente, una intensa llama viva de atención, de percepción
lúcida, de creación. La palabra no es la cosa, el símbolo no es lo real.
Los fuegos que arden en la superficie de la vida pasan, se apagan dejando
dolor, cenizas, recuerdos. Estos fuegos son llamados vida, pero eso no es
vida. Es decadencia. Vida es el fuego de la creación, que es destrucción.
En ello no hay comienzo ni final, no hay mañana ni ayer. Eso está ahí y
ninguna actividad superficial podrá jamás ponerlo al descubierto. El
cerebro debe morir para que esta vida sea.
18
El
proceso ha sido muy agudo, impidiendo dormir; aun en la mañana y por la
tarde, hubo gritos y quejidos. El dolor ha sido bastante fuerte.
Al
despertar esta mañana había muchísimo dolor, pero al mismo tiempo hubo el
relámpago de un ver que era revelador. Nuestros ojos y cerebro registran
las cosas externas, los árboles, las montañas las rápidas corrientes;
acumulan conocimiento, técnica, etc. Con esos mismos ojos y cerebro
entrenados para observar, escoger, condenar y justificar, nos volvemos
hacia adentro, miramos dentro de nosotros, reconocemos objetos,
construimos ideas que se organizan en razonamientos. Esta mirada interna
no llega muy lejos, porque está aún dentro de la limitación de su propio
observar y razonar. Este fijar la mirada en lo interno sigue siendo la
mirada externa y, por lo tanto, no hay mucha diferencia entre ambas. Lo
que pueda aparecer como diferente, puede ser similar.
Pero
existe una observación interna que no es la observación externa vuelta
hacia adentro. El cerebro y el ojo que observan sólo parcialmente no
contienen la visión total. Ellos deben estar completamente activos pero
quietos; deben cesar de escoger y juzgar, pero tienen que hallarse
pasivamente atentos. Entonces existe la visión total sin la frontera del
tiempo‑espacio. En este relámpago nace una nueva percepción.
19
El
proceso había sido muy intenso durante toda la tarde de ayer y parece más
doloroso. Hacia el anochecer advino esa cualidad de lo sagrado llenando
la habitación y el otro también la sintió. Toda la noche transcurrió
bastante tranquila aunque la presión y la tirantez estaban ahí, como el
sol detrás de las nubes; temprano en la mañana el proceso recomenzó.
Parece
como si uno despertara meramente para registrar cierta experiencia; esto
ha ocurrido muy a menudo durante el año pasado. Esta mañana uno estaba
despierto con un vivo sentimiento de júbilo; ello ocurría en el momento
del despertar: no era algo del pasado, tenía lugar en el instante mismo.
Este éxtasis venia desde «afuera», no era inducido por uno mismo sino que
era empujado a través del sistema, fluyendo por todo el organismo con gran
energía y caudal. El cerebro no tomaba parte en ello sino que sólo lo
registraba, no como un recuerdo sino como un hecho real que estaba
aconteciendo. Había, al parecer, una inmensa fuerza y vitalidad tras de
este éxtasis; no era algo sentimental, no se trataba de un sentimiento o
una emoción; era algo tan sólido y real como ese río abriéndose paso por
la vertiente de la montaña o ese pino solitario en la verde ladera. Todo
sentimiento y emoción están relacionados con el cerebro mientras que el
amor no lo está, y así era este éxtasis. Es con la mayor dificultad que el
cerebro puede recordarlo.
Esta
mañana temprano había una bendición que parecía cubrir la tierra y llenar
toda la estancia. Con ella adviene un sosiego que todo lo consume, una
quietud que contiene en sí todo movimiento.
20
El
proceso fue particularmente intenso ayer por la tarde. Esperando en el
automóvil, uno se hallaba tan abstraído que casi no advertía lo que estaba
sucediendo alrededor. Más tarde la intensidad aumentó y fue casi
insoportable, al punto que uno estuvo forzado a acostarse. Afortunadamente
había alguien en el cuarto.
El cuarto
se llenó con esa bendición. Lo que siguió entonces es casi imposible de
registrar en palabras; las palabras son cosas tan muertas, con un
significado tan definitivamente establecido, y lo que ocurrió estaba más
allá de todas las palabras y no puede ser descrito. Ello era el centro de
toda creación; era una purificadora seriedad que limpiaba el cerebro de
todo pensamiento y sentimiento; esa seriedad era como un relámpago que
destruye y quema; su profundidad no tenía medida, ahí estaba inmutable,
impenetrable, una solidez que era tan leve como los cielos. Estaba en los
ojos, en la respiración. Estaba en los ojos y los ojos podían ver. Los
ojos que veían, que miraban, aun totalmente diferentes de los ojos
orgánicos y, sin embargo, eran los mismos ojos. Sólo existía el ver los
ojos que veían más allá del tiempo‑espacio. Había una impenetrable
dignidad y una paz que era la esencia de todo movimiento, de toda acción.
Ninguna virtud la alcanzaba porque estaba más allá de toda virtud y de
todas las sanciones humanas. Era el amor, el amor que es totalmente
perecedero y que por eso tiene la delicadeza de todo lo que es nuevo,
vulnerable, destructible; no obstante, aquello estaba más allá de todo
esto. Ahí estaba, imperecedero, innominable, lo desconocido. Ningún
pensamiento podría jamás penetrarlo, ninguna acción podría jamás
alcanzarlo. Era «puro», incontaminado y, por eso, siempre bello, como la
muerte.
Todo esto
pareció afectar el cerebro; éste no era como había sido antes. (El
pensamiento es algo tan trivial, necesario pero trivial). A causa de ello
la relación parece haber cambiado. Tal como una terrible tormenta, como un
destructivo terremoto da un curso nuevo a los ríos, cambia el paisaje y
cava profundamente la tierra, así ello ha arrasado los contornos del
pensamiento, ha cambiado la forma del corazón.
21
Todo el
proceso continúa como es habitual a pesar del frío y del estado febril. Se
ha vuelto más agudo y persistente. Uno se pregunta hasta cuándo podrá el
cuerpo aguantarlo.
Ayer,
mientras subíamos por un hermoso, angosto valle, con sus empinadas laderas
sombreadas de pinos y los verdes campos llenos de flores silvestres,
súbitamente, de la manera más inesperada porque estábamos hablando de
otras cosas, una bendición descendió como suave lluvia sobre nosotros. Nos
convertimos en el centro de ella. Era dulce, apremiante, infinitamente
tierna y pacifica, nos envolvía en un poder que estaba más allá de toda
tacha y razón.
Esta
mañana temprano, al despertar, había una inmutable seriedad purificadora
transformándolo todo y un éxtasis que no tenía causa; simplemente estaba
allí. Y durante el día, cualquier cosa que uno hiciera, ahí permaneció
como un trasfondo y avanzaba directa e instantáneamente cuando uno estaba
quieto. Hay en ello urgencia, y hay belleza.
Ninguna
imaginación ni deseo alguno podrían jamás formular una profunda seriedad
semejante.
22
Mientras
esperaba en la oscura y mal ventilada sala del médico, esa bendición que
ningún deseo puede proyectar, vino y llenó el pequeño cuarto. Y allí
permaneció hasta que nos fuimos. Es imposible decir si fue percibida por
el doctor.
¿Por qué
existe el deterioro? Tanto en lo interno como en lo externo. ¿Por qué? El
tiempo produce destrucción en todo lo que está mecánicamente organizado;
desgasta por el uso y las enfermedades toda forma de organismo. ¿Por qué
debe haber deterioro internamente, psicológicamente? Más allá de todas las
explicaciones que un buen cerebro pueda ofrecer, ¿por qué escogemos lo
peor y no lo mejor, por qué el odio antes que el amor, por qué la codicia
y no la generosidad, por qué la actividad egocéntrica y no una acción
libre y total? ¿Por qué ser mezquino cuando existen las altísimas montañas
y los ríos centelleantes? ¿Por qué los celos y no el amor? ¿Por qué? Ver
el hecho conduce a una cosa, y las opiniones, las explicaciones, a otra.
Lo realmente importante es ver el hecho de que declinamos, de que nos
deterioramos, y no él por qué y la razón de ello. Las explicaciones tienen
muy escaso significado frente a un hecho, pero el satisfacerse con
explicaciones, con palabras, es uno de los principales factores de
deterioro. ¿Por qué guerra y no paz? El hecho es que somos violentos; el
conflicto, dentro y fuera de la piel, es parte de nuestra vida diaria de
ambición y éxito. Lo que pone fin al deterioro es el ver este hecho y no
la explicación astuta o la palabra ingeniosa. La opción, una de las
mayores causas de la decadencia, debe cesar por completo para que ésta
toque a su fin. El deseo de realizarse, con la satisfacción y el dolor
que existen a su sombra, es también uno de los factores del deterioro.
Uno
despertó temprano esta mañana para experimentar esa bendición, y fue
«forzado» a incorporarse para estar en esa claridad y belleza. Más tarde,
en la mañana, sentado en un banco al borde del camino, bajo un árbol, uno
sintió la inmensidad de ello. Esta daba amparo, protección, como el árbol
que estaba encima de uno y cuyas hojas protegían contra el fuerte sol de
la montaña, permitiendo, no obstante, que la luz pasara a través de las
mismas. Toda relación es una protección de esta naturaleza en la que hay
libertad, y porque hay libertad, hay amparo.
23
Uno
despertó temprano esta mañana con un inmenso sentido de poder, belleza e
incorruptibilidad. No era algo que ya había sucedido, una experiencia que
pertenecía al pasado y que, por eso, uno despertó para recordarla como se
recuerda un sueño, sino que estaba ocurriendo en el presente. Uno tenía
conciencia de algo totalmente incorruptible, algo en lo cual nada podía
existir que fuera susceptible de corromperse, de deteriorarse. Era
demasiado inmenso para que el cerebro pudiera asirlo, recordarlo; él sólo
podía registrar mecánicamente la existencia de tal «estado» de
incorruptibilidad. Experimentar un estado así es sumamente importante; ahí
estaba, ilimitado, intocable, impenetrable.
A causa
de su incorruptibilidad había en ello belleza. No la belleza que se
marchita ni la de algo producido por la mano del hombre, ni el mal con su
belleza. Uno sentía que todo cuanto es esencial existe en su presencia y
que, por lo tanto, ello era sagrado. Era una vida en la que nada podía
perecer. La muerte es incorruptible pero el hombre hace una corrupción de
ella, tal como es para él la vida.
En todo
ello había ese sentido de poder, de fuerza tan sólida como la de aquella
montaña que nada puede quebrantar, un poder que jamás puede alcanzar
ningún sacrificio, plegaria ni virtud.
Ahí
estaba, inmenso, y ninguna onda de pensamiento podía corromperlo como a
una cosa recordada. Estaba ahí, y eran sus ojos, su hálito los que
estaban.
El
tiempo, la pereza, corrompen. Ello debe de haber continuado por un cierto
periodo. Estaba amaneciendo y había rocío afuera sobre el automóvil y
sobre el pasto. El sol no se había levantado aún, pero el agudo pico
nevado se destacaba en el cielo azul grisáceo; era una mañana encantadora,
sin una sola nube. Pero ello no duraría, era demasiado hermoso.
¿Por qué
debe sucedernos todo esto? Ninguna explicación es suficientemente buena,
aunque uno puede inventar una docena de ellas. Pero algunas cosas están
bastante claras. 1. Uno debe ser por completo «indiferente» a ello, tanto
cuando viene como cuando se va. 2. No debe haber deseo de continuar la
experiencia ni de almacenarla en la memoria. 3. Tiene que haber cierta
sensibilidad física, una cierta indiferencia hacia el bienestar. 4. Tiene
que existir una disposición autocrítica en el modo de abordar el hecho.
Pero aun
si uno tiene todas estas cosas ‑casualmente, no mediante su cultivo
deliberado‑ y además humildad, ni aun así ellas son suficientes. Es
necesario algo por completo diferente, o nada es necesario; ello debe
venir por si mismo, no se puede ir tras de ello haga uno lo que hiciere.
Puede incluso añadirse el amor a la lista, pero eso está más allá del
amor. Una cosa es cierta, el cerebro no puede jamás aprehenderlo ni
contenerlo. Bienaventurado es aquel a quien ello es concedido. ‑Y uno
también puede añadir a la lista un cerebro quieto, silencioso.
24
El
proceso no ha sido tan intenso durante algunos días en que el cuerpo no ha
estado bien; pero aunque débil, de vez en cuando uno puede sentir su
intensidad. Es extraño como este proceso se ajusta por sí mismo a las
circunstancias.
Ayer,
paseando en auto a través del estrecho valle, en medio del ruido que
producía un torrente que al costado de la húmeda carretera se abre paso en
la montaña, ahí estaba esta bendición. Era muy poderosa, y todo se hallaba
bañado por ella. Era parte de ella el ruido del torrente, y también
contenía en si a la alta cascada que después se convertía en torrente. Era
como la dulce lluvia que estaba cayendo, y uno se volvía completamente
vulnerable; el cuerpo parecía haberse tornado tan leve como una hoja, tan
expuesto y trémulo. Esto prosiguió durante el largo y refrescante paseo;
la conversación se volvió monosilábica; la belleza de ello parecía algo
increíble. Persistió durante todo el anochecer y, aunque hubo risas, se
mantuvo la sólida, la impenetrable seriedad.
Al
despertar temprano esta mañana, cuando el sol todavía se encontraba bajo
el horizonte, el éxtasis de esta seriedad llenaba el corazón y el
cerebro, y había en todo ello un sentido de inmutabilidad.
Mirar es
importante. Nosotros miramos a las cosas inmediatas y, en función de las
necesidades inmediatas, miramos al futuro; que está coloreado por el
pasado. Nuestro ver es muy restringido y nuestros ojos están acostumbrados
a las cosas cercanas. Nuestro mirar está atado por el tiempo‑espacio, tal
como lo está nuestro cerebro. Nunca miramos, nunca vemos más allá de esta
limitación; no sabemos cómo mirar a través y más allá de estas
fragmentarias fronteras. Pero los ojos tienen que es más allá de ellas
penetrándolas profunda y extensamente, sin preferencia alguna, sin buscar
refugio; tienen que transponer las fronteras de hechura humana
constituidas por las ideas y los valores, y ver más allá del amor.
Entonces
hay una bendición que ningún dios puede dar.
25
Pese a la
reunión,
el proceso continúa, algo más suavemente pero continúa.
Uno
despertó esta mañana más bien temprano, con la sensación de que la mente
había penetrado en profundidades desconocidas. Era como si la propia
mente hubiera penetrado dentro de sí misma, muy lejos y a gran
profundidad, y el viaje parecía haberse realizado sin movimiento alguno. Y
esta experiencia de inmensidad se daba con una plenitud y riqueza
incorruptibles.
Es
extraño que si bien cada experiencia, cada estado es por completo
diferente, se trata, no obstante, del mismo movimiento; aunque parezca
cambiar es, sin embargo, lo inmutable.
26
El
proceso continuó en toda la tarde de ayer y fue bastante doloroso.
Caminando en la profunda sombra de una montaña, junto al ruidoso torrente,
en plena intensidad del proceso uno se sintió enteramente vulnerable,
desnudo y muy expuesto; apenas si parecía existir. Y era profundamente
conmovedora la belleza de la montaña cubierta de nieves sostenida en la
copa de dos oscuras laderas de cerros curvilíneos poblados de pinos.
Temprano
en la mañana, cuando el sol aun no se había levantado y el rocío cubría la
hierba, acostado todavía en la cama quietamente, sin pensamiento alguno,
sin ningún movimiento, había un ver que no era el ver superficial con los
ojos, sino un ver a través de los ojos desde detrás de la cabeza. Los ojos
y el ver desde detrás de la cabeza eran sólo el instrumento a través del
cual el inmensurable pasado veía dentro del espacio inmensurable y sin
tiempo. Y más tarde, aún en la cama, había un ver que parecía contener en
sí toda la vida.
Qué fácil
es engañarse uno mismo, proyectar estados que se desean y experimentarlos
realmente, en especial cuando implican placer. No hay ilusión ni engaño
cuando no existe el deseo, consciente o inconsciente, de experiencias de
ninguna clase, cuando uno es por completo indiferente al ir y venir de
toda experiencia, cuando uno no pide absolutamente nada.
27
Era un
bello paseo en automóvil a través de dos valles diferentes, en lo alto de
un paso; las inmensas rocas montañosas, las fantásticas formas y curvas,
su soledad y grandeza, y muy lejos la verde, sesgada montaña,
impresionaban al cerebro, que permanecía silencioso. Mientras viajábamos,
la extraña intensidad y la belleza de estos muchos días se tornaban más y
más apremiantes en uno. Y el otro también lo sintió.
Al
despertar temprano en la mañana, esa bendición y esa fuerza estaban ahí y
el cerebro se daba cuenta de ellas como se da cuenta de un perfume, pero
no eran una sensación, una emoción; simplemente, estaban ahí. Haga uno lo
que haga, estarán siempre ahí; no hay nada que uno pueda hacer al
respecto.
Esta
mañana hubo una plática, y durante la plática el cerebro que reacciona,
que piensa, que construye, permaneció ausente. El cerebro no estuvo
funcionando excepto, probablemente, para recordar las palabras.
28
Ayer
paseamos a lo largo del camino favorito que está junto al ruidoso
torrente, en el estrecho valle de oscuros pinos, campos florecidos y en la
distancia la maciza montaña cubierta de nieve y la cascada. Era un paseo
encantador, pacífico y refrescante. Fue allí, mientras caminábamos, que
advino esa sagrada bendición; era algo que casi podía palparse, y muy
profundamente dentro de uno había movimientos de cambio. Era un atardecer
de encantamiento y de belleza que no pertenecían a este mundo. Estaba ahí
lo inmensurable y, por consiguiente, estaba el silencio.
Esta
mañana uno despertó temprano para registrar que el proceso era intenso, y
desde detrás de la cabeza, proyectándose hacia adelante a través de ella
como una flecha, con ese sonido peculiar que ésta produce cuando vuela por
el aire, había una fuerza, un movimiento que venia desde ninguna parte e
iba hacia ninguna parte. Y había un sentido de inmensa estabilidad y una
«dignidad» inaccesible. Y una austeridad que ningún pensamiento podría
formular, y con ella una pureza de infinita dulzura. Todas éstas son meras
palabras y por eso jamás podrán representar lo real; el símbolo nunca es
lo real, y el símbolo en si carece de valor.
El
proceso continuó toda la mañana y una copa que no tenía altura ni
profundidad parecía estar llena hasta el desbordamiento.
29
Después
de haber visto a algunas personas, cuando éstas se fueron uno sintió como
si estuviera suspendido entre dos mundos. Y pronto retornó el mundo del
proceso y de esa inextinguible intensidad. ¿Por qué esta separación? Las
personas que uno vio no eran serias, al menos ellas pensaban que eran
serias pero sólo lo eran de un modo superficial. Uno no podía entregarse
por completo y de ahí nuevamente este sentimiento de no encontrarse en el
hogar pero, pese a ello, fue una rara experiencia.
Estábamos
conversando y alguien señaló una pequeña porción del torrente que asomaba
entre los árboles. Era una vista común, un incidente cotidiano, pero
mientras uno miraba ocurrieron varias cosas, no acontecimientos externos
sino una clara y nítida percepción. Para que la madurez exista es
absolutamente necesario que haya: 1. Completa sencillez que acompaña a la
humildad, no en cosas o en posesiones sino en la cualidad del ser. 2.
Pasión, con esa intensidad que no es solamente física. 3. Belleza; no sólo
la sensibilidad a la realidad externa, sino sensibilidad a esa belleza que
está más allá y por encima de todo pensamiento y sentimiento. 4. Amor; la
totalidad del amor, no esa cosa que conoce los celos, el apego, la
dependencia; no eso que se divide en carnal y divino. La total inmensidad
del amor. 5. Y la mente que pueda seguir y que pueda penetrar sin motivo,
sin propósito alguno en sus propias inmensurables profundidades; la mente
que no tiene límite, que es libre para moverse sin el tiempo‑espacio.
Súbitamente uno se dio cuenta de todo esto y de lo que implicaba cuanto en
ello estaba envuelto; apenas la simple vista de un torrente entre ramas y
hojas marchitas en un día triste y lluvioso.
Mientras
conversábamos, sin razón alguna porque aquello de que hablábamos no era
muy serio, desde ciertas inaccesibles profundidades uno sintió de pronto
esta inmensa llama de poder, destructivo en su creación. Era el poder que
existía antes de que todas las cosas nacieran; era inaccesible, y por su
misma fuerza uno no podía acercarse a él. Nada existe sino esa única cosa.
Inmensidad y temor reverente.
Parte de
esta experiencia debe de haber «continuado» durante el sueño, porque al
despertar temprano esta mañana, ahí estaba, y a uno lo había despertado la
intensidad del proceso. Eso está más allá de todo pensamiento y de las
palabras que pudieran describir lo que ocurre, la maravilla de ello, y el
amor, la belleza de ello. No hay imaginación que pueda jamás concebir
todo esto, ni se trata de una ilusión; su fuerza y su pureza no son para
una mente‑cerebro llena de ficciones. Eso está más allá y por encima de
todas las facultades del hombre.
30
Fue un
día nublado, un día cargado de oscuras nubes; había llovido en la mañana y
el tiempo se volvió frío. Después de un paseo conversábamos, pero más
mirábamos la belleza de la tierra, las casas y los oscuros árboles.
Inesperadamente, hubo un relámpago de esa fuerza, de ese poder inaccesible
que era físicamente quebrantador. El cuerpo quedaba helado en su
inmovilidad, y uno tenía que cerrar los ojos para no desmayarse. Era algo
que destrozaba completamente, y todo cuanto era parecía no existir. La
inmovilidad de esa fuerza y la energía destructiva que la acompañaba,
quemaban las limitaciones de la visión y el sonido. Era algo
indescriptiblemente grande cuya altura y profundidad son incognoscibles.
Esta
mañana temprano, justo cuando amanecía, sin una sola nube en el cielo y
con las nevadas montañas nítidamente visibles, uno despertó con ese
sentimiento de impenetrable fuerza en los ojos y en la garganta; parecía
ser un estado palpable, algo que nunca podría dejar de existir. Ahí estuvo
por cerca de una hora y el cerebro permaneció vacío. No era una cosa que
pudiera ser atrapada por el pensamiento y almacenada en la memoria para
recordarla. Estaba ahí y todo pensamiento había muerto. El pensamiento es
funcional, sólo es útil en ese dominio; el pensamiento no podía pensar
acerca de eso porque el pensamiento es tiempo, y eso estaba más allá de
todo tiempo y medida. El pensamiento, el deseo no podían buscar la
continuación de ello o su repetición, porque el pensamiento, el deseo,
estaban por completo ausentes. ¿Qué es, entonces, lo que recuerda para
escribir esto? Meramente un registro mecánico, pero el registro, la
palabra, no es la cosa.
El
proceso continúa, más suavemente, tal vez a causa de las pláticas y
también porque hay un límite más allá del cual el cuerpo estallaría. Pero
ello está ahí, persistente e insistente.
31
Caminando
a lo largo del sendero que seguía el rápido torrente, con un tiempo
fresco y agradable y con mucha gente alrededor, estaba esa bendición tan
suave como las hojas, y había en ella una danzarina alegría. Pero más allá
y a través de ella estaban esa inmensa, sólida fuerza y ese poder
inaccesible. Uno sentía que tras de ello existía una inmensurable,
insondable profundidad. Ahí estaba, a cada paso, con apremio y, sin
embargo, con infinita «indiferencia». Tal como una presa grande y alta
retiene el río formando un vasto lago de muchas millas, así era esta
inmensidad.
Pero a
cada instante había destrucción; no la destrucción para producir un nuevo
cambio ‑el cambio nunca es nuevo‑ sino la destrucción total de lo que ha
sido de modo que ya nunca pueda ser. No había violencia en esta
destrucción; la violencia existe en el cambio, en la revolución, en la
sumisión, en la disciplina, en el control y dominio, pero aquí la
violencia en cualquiera de sus formas y de sus diferentes nombres, había
cesado totalmente. Esta destrucción es creación.
Pero la
creación no es paz. La paz y el conflicto pertenecen al mundo del cambio y
del tiempo, al movimiento externo e interno de la existencia, pero esto no
era del tiempo ni de ningún movimiento en el espacio. Ello es pura y
absoluta destrucción, y sólo entonces lo «nuevo» puede ser.
Al
desertar en la mañana esta esencia estaba ahí; debe de haber estado toda
la noche, y al desertar parecía llenar la cabeza y el cuerpo entero. Y el
proceso continúa suavemente. Uno tiene que hallarse solo y quieto,
entonces está ahí.
Mientras
uno escribe esa bendición está presente, como la suave brisa entre las
hojas.
Agosto
1
Fue un
bello día, y viajando por el hermoso valle estaba ahí aquello que no podía
ser negado; ahí estaba como el aire, el cielo y esas montañas.
Uno
desertó temprano, gritando porque el proceso era intenso, pero durante el
día, a pesar de la plática,
ha continuado benignamente.
2
Esta
mañana uno despertó temprano y así como estaba, aún sin haberse lavado,
fue forzado a incorporarse. Generalmente uno permanece sentado en la cama
por un tiempo antes de abandonarla. Pero esta mañana eso estaba fuera del
proceder habitual, era una urgente e imperativa necesidad. En el momento
de incorporarse, al poco rato advino esa inmensa bendición, y pronto
sintió uno que todo este poder, toda esta impenetrable, austera fuerza
estaban en uno, alrededor de uno y en la cabeza, y que en medio de toda
esta inmensidad había completa quietud. Era una quietud que ninguna mente
puede imaginar, formular; ninguna violencia puede producirla; esta
quietud no tenía causa, no era un resultado; era la quietud en el mismo
centro de un tremendo huracán. Era la quietud de todo movimiento, la
esencia de toda acción; era la explosión creadora, y es sólo en una
quietud así que la creación puede tener lugar.
Tampoco
ahora podía el cerebro capturarla; no podía registrarla en sus recuerdos,
en el pasado, porque esta cosa está fuera del tiempo; no tiene futuro, no
tiene pasado ni presente. Si ella perteneciera al tiempo, el cerebro
podría capturarla y moldearla de acuerdo con su condicionamiento. Como
esta quietud es la totalidad de todo movimiento, la esencia de toda
acción, una vida sin oscuridad, lo que es de la oscuridad no podía, por
ningún medio, medirla. Es demasiado inmensa para que el tiempo la retenga
y ningún espacio puede contenerla.
Todo esto
puede haber durado un minuto o una hora.
Antes de
dormir el proceso era agudo, y ha continuado de una manera suave durante
todo el día.
3
Uno
despertó temprano con ese fuerte sentimiento de «lo otro», de otro mundo
que está más allá de todo pensamiento; era muy intenso y tan claro y puro
como la madrugada, como el cielo sin nubes. La mente está limpia de toda
imaginación e ilusión, porque no hay continuidad. Todo es y jamás ha sido
antes. Donde la continuidad es posible, hay ilusión.
Era una
mañana despejada, aunque pronto habrían de juntarse nubes. Al mirar por
la ventana, los árboles, los campos se destacaban muy nítidamente. Está
sucediendo algo muy curioso: hay una intensificación de la sensibilidad.
Sensibilidad no sólo a la belleza sino a todas las otras cosas. La brizna
de hierba estaba asombrosamente verde; esa sola brizna contenía en sí todo
el espectro de los colores; era algo intenso, deslumbrante en una cosa tan
pequeña, tan fácil de destruir. Esos árboles, con su altura y su
profundidad, estaban llenos de vida; las líneas de aquellas arrebatadoras
colinas y los árboles solitarios eran la expresión de todo tiempo y
espacio; y las montañas contra el pálido cielo estaban más allá de todos
los dioses del hombre. Era increíble va, sentir todo esto con sólo mirar
afuera por la ventana. Los ojos se purificaban.
Es
extraño cómo durante una o dos entrevistas, esa fuerza, ese poder llenó la
estancia. Parecía estar en los propios ojos y en la respiración. Eso surge
a la vida súbitamente, de la manera más inesperada, con una fuerza e
intensidad completamente abrumadoras, y otras voces está ahí quieta y
serenamente. Pero está ahí, quiéralo uno o no. No hay posibilidad de
acostumbrarse a ello porque jamás ha sido antes ni jamás será. Pero está
ahí.
El
proceso ha sido leve, tal vez debido a estas pláticas y a las entrevistas
con la gente.
4
Esta
mañana uno despertó muy temprano; todavía estaba oscuro pero pronto
amanecería; hacia el Este, a la distancia había una pálida luz. El cielo
estaba bien despejado y era casi visible la forma de las montañas y de las
colinas. Había mucha quietud.
Desde
este vasto silencio, súbitamente, en el momento en que uno se incorporó en
la cama, cuando el pensamiento estaba quieto y ausente, cuando no había
siquiera el susurro de un sentimiento, advino aquello que ahora ya era una
realidad sólida, inagotable. Era algo compactó sin peso, sin medida;
estaba ahí y fuera de ello nada existía. Estaba ahí, y no había otra cosa.
Las palabras sólido, inmóvil, imperecedero no transmiten en modo alguno
esta condición de estabilidad intemporal. Ninguna de estas palabras ni
palabra alguna podrían comunicar la naturaleza de eso que estaba ahí. Sólo
eso existía totalmente, en sí mismo, y nada más; eso que era la totalidad
de todas las cosas, la esencia.
La pureza
de ello persistió dejándolo a uno sin pensamiento, sin actividad. No es
posible unirse a ello; no es posible unirse a un río que fluye
rápidamente. Uno jamás puede unirse a lo que no tiene forma, ni medida, ni
cualidad. Ello es; eso es todo.
Qué
profundamente maduras y tiernas se han vuelto todas las cosas y,
extrañamente, la vida entera está en ello; como una hoja nueva, totalmente
indefensa.
5
Esta
mañana, al despertar temprano, hubo un relámpago de «ver», de «mirar» que
parece proseguir y proseguir para siempre. Ello se inició en ninguna
parte y fue hacia ninguna parte, pero en ese ver estaba incluida toda
visión, ese ver contenía todas las cosas. Era un ver que iba más allá de
los ríos, las colinas, las montañas, más allá de la tierra y el horizonte
y la gente. En este ver había una luz penetrante y una increíble
velocidad. El cerebro no podía seguirlo ni la mente podía contenerlo.
Era pura luz, una velocidad que no conocía resistencia.
Durante
el paseo de ayer, la belleza de la luz entre los árboles y sobre la hierba
fue tan intensa, que lo dejó a uno realmente sin aliento y con el cuerpo
debilitado.
Más tarde
en esta mañana, justo cuando uno estaba a punto de desayunarse, tal como
un cuchillo se introduce en tierra blanda, ahí estaba la bendición con su
poder y su fuerza. Llegó como lo hace el relámpago y con igual rapidez se
había ido.
El
proceso fue más bien intenso ayer en la tarde y un poco menos esta mañana.
Hay una condición de fragilidad en el cuerpo.
6
Habiendo
dormido, aunque no muy bien, al despertar uno fue consciente de que el
proceso había continuado durante toda la noche pero, mucho más aún, de que
había un florecer de esa bendición, y se sentía como si ella estuviera
operando sobre uno.
Al
despertar había un efluvio, una emanación de este poder y esta fuerza. Era
como un torrente precipitándose fuera de las rocas, fuera de la tierra.
Había en esto una extraña, inimaginable bendición, un éxtasis que nada
tenía que ver con el pensamiento y el sentimiento.
Las hojas
del álamo temblón se estremecen bajo la brisa, y sin esa danza la vida no
existe.
7
Uno
estaba fatigado después de la plática
y de las entrevistas con la gente, y hacia el anochecer salimos a dar un
corto paseo. Después de un día brillante se estaban concentrando nubes y
llovería durante la noche. Las nubes rodeaban las montañas y el torrente
hacía mucho ruido. El camino estaba polvoriento a causa de los
automóviles, y al otro lado del torrente había un estrecho puente de
madera. Lo cruzamos y subimos por un sendero de hierba, y la verde ladera
estaba toda cubierta de flores e intensamente coloreada.
El
sendero subía suavemente hasta pasar un cobertizo para vacas, pero éste se
hallaba vacío; el ganado había sido llevado a pastar más arriba. Ahí en lo
alto todo era muy tranquilo, no había nadie, pero estaba el ruido del
impetuoso torrente. Aquello llegó calladamente, con tanta suavidad, tan
próximo a la tierra, entre las flores, que uno no se dio cuenta. Se
extendía cubriendo la tierra, y uno estaba en ello, no como un observador
sino que era parte de ello. No había pensamiento ni sentimiento, el
cerebro se hallaba absolutamente quieto. De pronto estaba ahí, una
inocencia muy simple, clara. Era una pradera de inocencia más allá de
todo placer y dolor, más allá de toda la tortura de la esperanza y la
desesperación. Estaba ahí, y hacía que la mente, que todo el ser de uno
fuera inocente; uno era parte de ello, más allá de toda medida, más allá
de la palabra; la mente era toda transparencia y el cerebro era
intemporalmente joven.
Ello
continuó por algún tiempo y ya era tarde y teníamos que regresar.
Esta
mañana, al despertar, pasó un rato antes de que esa inmensidad llegara,
pero ahí estaba y el pensamiento y el sentimiento fueron aquietados.
Mientras uno se lavaba los dientes, la intensidad de ello era aguda y
clara. Llegó tan súbitamente como se fue, nada puede sujetarlo y nada
puede atraerlo.
El
proceso ha sido algo agudo y el dolor penetrante.
8
Al
despertar todo estaba tranquilo, mientras que el día anterior había
resultado agotador. La serenidad era sorprendente, y uno se sentó para
efectuar la habitual meditación. Inesperadamente, de la misma manera en
que uno oye un sonido distante, ello comenzó quietamente, dulcemente, y de
pronto estaba ahí en toda su fuerza. Debe haber permanecido por unos
minutos. Al desaparecer dejó su perfume en lo hondo de la conciencia y la
visión de ello en los ojos.
Esa
inmensidad con su bendición estuvo ahí durante la plática de esta mañana.
Cada cual debe haberlo interpretado a su manera, destruyendo así su
indescriptible naturaleza. Toda interpretación deforma.
El
proceso ha sido agudo y el cuerpo se ha tornado un poco frágil. Pero más
allá de todo esto hay una pureza de belleza increíble, una belleza que no
es de las cosas, que ni el pensamiento ni el sentimiento han producido,
que no es el don de un artesano, sino que es como un río que fluye,
nutrido e indiferente; está ahí, completa y rica en sí misma. Es un poder
que no puede valorarse en la estructura social y en la conducta del
hombre. Pero está ahí, impasible, inmenso, inalcanzable. Gracias a esto,
existen todas las cosas.
9
Esta
mañana, al despertar uno sintió otra vez que había sido una noche vacía;
el cuerpo había estado sometido a un esfuerzo excesivo a causa de la
plática [el día anterior] y de las entrevistas personales, y estaba
cansado. Al sentarse uno en la cama como era habitual, se hallaba en
calma; la ciudad dormía, no se escuchaba un sonido y la mañana estaba
cargada de nubes. Desde dondequiera que tenga ella su existencia, esta
bendición advino súbita y plenamente con su fuerza y su poder. Permaneció
llenando la habitación y expandiéndose fuera de ella; luego desapareció
dejando tras de sí un sentimiento de vastedad cuya dimensión estaba más
allá de las palabras.
Ayer,
caminando en medio de las colinas, prados y torrentes, entre tanta
agradable quietud y belleza, uno fue consciente otra vez de esa extraña y
hondamente conmovedora inocencia. Calladamente, sin resistencia alguna,
penetraba en cada rincón y recodo de la mente purificándola de todo
pensamiento y sentimiento. Lo dejó a uno vacío y pleno. Cada uno de
nosotros advirtió su paso.
Súbitamente, todo el tiempo se había detenido.
El
proceso continúa, pero más suave y profundamente.
10
Había
llovido muy intensamente, y la penetrante lluvia lavó el blanco polvo
depositado sobre las grandes hojas que abundan junto al camino sin
pavimentar que llega profundamente hasta el interior de las montañas. El
aire era suave y dulce, liviano a esa altitud; era un aire limpio y
agradable y había un olor a tierra lavada por la lluvia. Subiendo por el
camino uno advertía la belleza de la tierra y la delicada línea de los
empinados cerros contra el cielo del anochecer, la maciza montaña rocosa
con su glaciar y su vasta extensión de nieve, la abundancia de las flores.
Era un anochecer de gran belleza y serenidad. La reciente y fuerte lluvia
había enlodado el ruidoso torrente; éste había perdido esa peculiar
claridad brillante que tiene el agua de la montaña, pero en unas pocas
horas volvería a estar clara de nuevo.
Mientras
uno miraba las formas y curvas de las macizas rocas y la nieve fulgurante,
como entre sueños, sin pensamiento alguno en la mente, de pronto ahí
estaba, una fuerza, una bendición de inmensa y sólida dignidad. En un
instante llenó el valle y la mente no podía medirla; ello estaba muchísimo
más allá de la palabra. Era, otra vez, inocencia.
Al
despertar esta mañana temprano, ello estaba ahí y la meditación era muy
poca cosa; todo pensamiento había muerto y había cesado todo sentimiento;
el cerebro se hallaba absolutamente silencioso. Su registro no es lo
real. Ello estaba ahí, intangible e incognoscible. Ya jamás sería lo que
ha sido; su belleza es inextinguible.
Fue una
mañana extraordinaria. Esto ha estado prosiguiendo por cuatro meses
completos, cualquiera fuera el medio circundante, cualquiera la condición
del cuerpo. Jamás es lo mismo y, no obstante, es lo mismo; es destrucción
y es creación que nunca cesa. Su poder y su fuerza están más allá de toda
comparación y palabras. Y ello jamás continúa, es muerte y es vida.
El
proceso ha sido algo agudo y todo él parece más bien de poca importancia.
Agosto
11,
1961
Sentado
en el automóvil, junto a un ruidoso torrente de la montaña, en medio de
ricas y verdes praderas y de un cielo oscurecido, ahí estaba esa
incorruptible inocencia cuya austeridad es belleza. El cerebro se hallaba
totalmente quieto y fue alcanzado por ella.
El
cerebro se alimenta de la reacción y la experiencia; vive de la
experiencia. Pero la experiencia siempre es limitadora y condicionante; la
maquinaria de la acción es la memoria. Sin la experiencia, el conocimiento
y la memoria, la acción no es posible, pero tal acción es fragmentaria,
limitada. La razón, el pensamiento organizado, es siempre incompleto; la
idea, la respuesta del pensar es estéril y la creencia es el refugio del
pensamiento. Toda experiencia sólo fortifica al pensamiento, negativa o
positivamente.
El
experimentar está condicionado por la experiencia, el pasado. Vaciar la
mente de toda experiencia es libertad. Cuando el cerebro cesa de nutrirse
por medio de la experiencia, el recuerdo y el pensamiento, entonces su
actividad no es egocéntrica. Entonces su alimento proviene de otra parte.
Es este alimento el que hace que la mente sea religiosa.
Al
despertar en esta mañana, más allá de toda meditación y pensamiento, y de
las ilusiones que los sentimientos provocan, había una intensa y clara luz
en el centro mismo del cerebro y, más allá del cerebro, en el centro mismo
de la conciencia, del propio ser. Era una luz que no tenía sombra, ni se
hallaba situada en dimensión alguna. Estaba ahí, inmóvil. Con esa luz se
encontraba presente aquella incalculable fuerza y belleza que está más
allá del pensamiento y del sentimiento.
El
proceso fue más bien agudo por la tarde.
12
Ayer,
subiendo por el valle, con las montañas cubiertas por las nubes y el
torrente que parecía más ruidoso que nunca, había un sentido de asombrosa
belleza, y no porque los prados y las colinas y los oscuros pinos hubieran
cambiado. Sólo la luz era diferente, más suave, con una claridad que
parecía penetrarlo todo sin dejar ninguna sombra. Cuando llegamos a lo
alto del camino, pudimos ver abajo una granja rodeada de una verde
pradera. Era una verde pradera, con un verde de una riqueza tal que no se
ve en ninguna parte, pero esa pequeña alquería y ese verde pasto contenían
en sí toda la tierra y toda la humanidad. Había en ello una finalidad
absoluta; era la finalidad de la belleza que no está torturada por el
pensamiento y el sentimiento. La belleza de un cuadro, una canción, una
casa, es producida por el hombre para que se la compare, se la critique,
para que se le sumen cosas, pero esta belleza no era una obra hecha por la
mano del hombre. Todo lo que es obra del hambre debe ser negado con
decisión antes de que esta belleza pueda ser. Porque ella necesita total
inocencia, total austeridad; no la inocencia urdida por el pensamiento ni
la austeridad del sacrificio. Sólo cuando el cerebro está libre del
tiempo y sus respuestas son absolutamente silenciosas, existe esa austera
inocencia.
Uno
despertó mucho antes del amanecer, cuando el aire se halla muy quieto y la
tierra aguarda al sol. Despertó con una claridad peculiar y una urgencia
que exigía atención plena. El cuerpo estaba completamente inmóvil; era una
inmovilidad sin tirantez, sin tensión. Y dentro de la cabeza tenía lugar
un singular fenómeno. Un río anchísimo fluía con la presión de un inmenso
caudal de agua, fluía entre altas y bruñidas rocas de granito. A cada lado
de este anchísimo río estaba el bruñido, reluciente granito en el cual
nada crecía, ni siquiera una brizna de hierba; no había nada excepto pura
roca pulida remontándose más allá del mensurable alcance de la vista. El
río se abría paso silenciosamente, sin un susurro, indiferente,
majestuoso. Ello ocurría realmente, no era un sueño, una visión o un
símbolo que deba ser interpretado. Ahí estaba sucediendo, más allá de
cualquier duda; no era cosa de la imaginación. Ningún pensamiento puede
inventar eso; era demasiado inmenso y real para que el pensamiento pudiera
formularlo.
La
inmovilidad del cuerpo y este gran río fluyendo entre los bruñidos muros
de granito del cerebro, continuaron por una hora y media del reloj. A
través de la ventana los ojos podían ver la llegada del alba. No había
error con respecto a la realidad de lo que estaba sucediendo. Por una
hora y media todo el ser estuvo atento sin esfuerzo y sin desviarse. Y
súbitamente ello se terminó y comenzó el día.
Esta
mañana esa bendición llenaba el aposento. Llovía fuerte, pero más tarde el
cielo estaría azul.
El
proceso, con su presión y dolor, continua suavemente.
13
Tal como
el sendero que sube por la montaña jamás puede contener toda la montaña,
así esta inmensidad no es la palabra. Y, sin embargo, mientras uno subía
por la ladera de la montaña, con el pequeño torrente corriendo al pie de
la misma, ahí estaba esta increíble, innominable inmensidad que colmaba la
mente y el corazón; y cada gota de agua sobre la hoja o sobre la brizna de
hierba resplandecía con esa inmensidad.
Había
estado lloviendo toda la noche y toda la mañana, con el cielo cargado de
densas nubes, y ahora el sol se dejaba ver sobre los altos cerros y había
sombras en las verdes e inmaculadas praderas cubiertas de flores. El
pasto estaba muy húmedo y el sol brillaba sobre las montañas. En lo alto
de ese sendero había encantamiento; ahora conversábamos y entonces parecía
que en modo alguno [omitida una palabra] la belleza de esa luz ni la
simple paz que hay en el campo. La bendición de esa inmensidad estaba ahí
y había júbilo.
Mientras
caminábamos en esta mañana, de nuevo estaba ahí esa impenetrable fuerza
cuyo poder es bendición. Uno estaba despierto a ello y el cerebro lo
advertía sin ninguna de sus respuestas. Eso hacia que el claro cielo y
las Pléyades fueran increíblemente bellos. Y el temprano sol sobre la
montaña con su nieve, era la luz del mundo.
Durante
la plática
estaba ahí, intangible y puro, y por la tarde entró en la habitación con
la velocidad de un relámpago y desapareció. Pero en alguna medida está
siempre aquí con esa extraña inocencia cuyos ojos jamas han sido tocados.
El
proceso fue un poco agudo la noche pasada y mientras esto se escribe.
14
Aunque el
cuerpo estaba fatigado después de la plática [de ayer] y de ver a la
gente, sentado en el auto bajo el espacioso árbol tenía lugar una
actividad profundamente extraña. No era una actividad que el cerebro con
sus respuestas acostumbradas pudiera concebir o formular; eso estaba más
allá de su alcance. Pero había una actividad, muy en lo profundo, que
deshacía todo obstáculo. La naturaleza de esa actividad es imposible de
expresar. Como hondas aguas subterráneas que se abren paso hacia la
superficie, había una actividad que llegaba mucho más profundamente y más
allá de toda conciencia.
Uno se da
cuenta del aumento de sensibilidad del cerebro; el color, la figura, la
línea, la forma total de las cosas se han vuelto más intensas y
extraordinariamente vivas. Las sombras parecen tener una existencia propia
de mayor profundidad y pureza. Era un quieto y bello atardecer; corría una
brisa entre las hojas y el follaje del álamo temblón también se estremecía
y danzaba. Un alto y recto tronco con una corona de flores blancas tocadas
por un tenue color rosado, se erguía como un centinela junto al torrente
de la montaña. El torrente era de oro al sol del ocaso y los montes se
hallaban en hondo silencio; ni siquiera el paso de los automóviles parecía
perturbarlos. Las montañas cubiertas de nieve estaban en profunda
oscuridad; las densas nubes y los prados conocieron la inocencia.
La mente
se hallaba mucho más allá de toda experiencia. Y el meditador estaba
silencioso.
15
Caminando
cerca del torrente y con las montañas entre las nubes, había momentos de
intenso silencio, como los brillantes retazos de cielo azul que dejan las
nubes al separarse. Era un atardecer frío, cortante, con una brisa que
venía del norte. La creación no es para el talentoso, para el dotado,
ellos sólo conocen la creatividad pero nunca la creación. La creación está
más allá del pensamiento y de la imagen, más allá de la palabra y la
expresión. No es para ser comunicada porque no puede formularse, no puede
envolverse en palabras. Puede sentirse en estado de completa y lúcida
atención. No es posible utilizarla y exhibirla en el mercado para que se
la regatee y se la venda.
La
creación no puede ser comprendida por el cerebro con sus complicadas
variedades de respuestas. El cerebro no tiene modo de entrar en contado
con ella; es absolutamente incapaz. El conocimiento es un obstáculo, y sin
el conocimiento de uno mismo la creación no puede existir. El intelecto,
ese agudo instrumento del cerebro, no puede en modo alguno aproximársele.
El cerebro total, con sus ocultas urgencias secretas y sus empeños, con
sus múltiples variedades de astutas virtudes, debe hallarse completamente
silencioso, mudo, pero sin embargo alerta y sereno. La creación no es
hornear pan o escribir un poema. Toda actividad del cerebro debe cesar,
voluntaria y fácilmente, sin conflicto ni dolor. No debe haber ni sombra
de conflicto e imitación.
Entonces
existe el asombroso movimiento llamado creación. Este sólo puede tener
existencia en la negación total; no puede existir en el paso del tiempo ni
el espacio puede abarcarlo. Debe haber muerte completa, destrucción total
para que la creación sea.
Esta
mañana; al despertar, había completo silencio externa e internamente. El
cuerpo, y el cerebro que mide y pesa, estaban quietos, en un estado de
inmovilidad, aunque ambos se hallaban activos y altamente sensibles. Y tan
silenciosamente como llega el alba, vino desde alguna parte muy íntima y
profunda, esa fuerza con su energía y su pureza. Parecía no tener raíces
ni causa, pero no obstante estaba ahí, intensa y sólida, con una
profundidad y una altura inmensurables. Permaneció por algún tiempo del
reloj y desapareció, como la nube desaparece detrás de la montaña.
Cada vez
hay algo «nuevo» en esta bendición, una «nueva» cualidad, un «nuevo»
perfume y, sin embargo, ella es inmutable. Es totalmente incognoscible.
El
proceso fue agudo por un rato pero ahora prosigue de una manera benigna.
Todo es muy extraño e impredecible.
16
Había un
retazo de cielo azul entre dos vastas, interminables nubes; era un azul
claro, sobrecogedor por lo suave y penetrante. Sería absorbido en unos
pocos minutos y desaparecería para siempre. Ningún cielo de un azul así se
vería jamás otra vez. Había estado lloviendo la mayor parte de la noche y
de la mañana, y había nieve fresca en las montañas y sobre los altos
cerros. Y los prados estaban más verdes y fértiles que nunca, pero ese
pequeño retazo de límpido cielo azul ya jamás volvería a verse. En ese
pequeño retazo estaba la luz de todo el firmamento y el azul de todos los
cielos. Mientras uno lo observaba su forma empezó a cambiar y las nubes se
agolpaban para cubrirlo a fin de que no fuera demasiado visible.
Desapareció para no aparecer ya nunca más. Pero había sido visto y el
prodigio de ello persiste.
En ese
momento, mientras uno descansaba sobre el sofá, y las nubes iban
conquistando el azul, de una manara totalmente inesperada llegó esa
bendición con su pureza e inocencia. Llego en abundancia y colmó el
aposento hasta que el aposento y el corazón no pudieron retenerla más; su
intensidad era peculiarmente abrumadora y penetrante, y su belleza cubría
la tierra entera. El sol resplandecía sobre un sector de brillante color
verde y los oscuros pinos estaban quietos e indiferentes.
Esta
mañana ‑era muy temprano, faltaba un par de horas para la llegada del
alba‑, al despertar con ojos que el sueño ha abandonado, había una alegría
insondable de la cual uno era lúcidamente consciente; no tenía causa ni
había tras de ella sentimentalismo, entusiasmo o alguna extravagancia
emocional; era clara, simple alegría, incontaminada y rica, pura e
intangible. No estaba basada en pensamiento o razón alguna, y uno jamás
podría comprender esa alegría porque ella no tenía causa. Esta alegría,
este júbilo manaba de la totalidad del propio ser, y el ser estaba
absolutamente vacío. Tal como un torrente de agua se derrama por la ladera
de una montaña, naturalmente y bajo presión, así se derramaba esta alegría
en gran abundancia, viniendo desde ninguna parte y yendo hacia ninguna
parte, pero el corazón y la mente ya nunca volverían a ser los mismos.
En el
momento en que esta alegría estallaba hacia afuera, uno no era consciente
de su cualidad; ello sucedía y su naturaleza habría de revelarse,
probablemente, en el tiempo, y el tiempo no podría medirla. El tiempo es
mezquino y no puede pesar la plenitud.
El cuerpo
ha estado un poco frágil y vacío, pero en la noche pasada y esta mañana el
proceso ha sido agudo, aunque sin mucha duración.
17
Había
sido un día nublado, lluvioso, con viento noroeste, un día opresivo y
frío. Estábamos subiendo por el camino que lleva a la cascada que luego se
transforma en el ruidoso torrente; se veía a pocas personas en los
caminos, pasaban pocos automóviles y el torrente se precipitaba más
rápido que nunca. Subíamos por el camino con el viento detrás de nosotros,
y el estrecho valle se dilataba y había retazos de sol sobre los pastos
verdes y relucientes. Estaban ensanchando la carretera y cuando pasamos
nos saludaron con amistosas sonrisas y algunas palabras en italiano.
Habían estado trabajando todo el día, cavando y acarreando rocas, de modo
que hasta parecía imposible que aún pudieran sonreír. Pero lo hacían. Algo
más lejos y en lo alto, bajo un gran cobertizo, una moderna maquinaria
aserraba madera, taladrándola y recortando moldes sobre gruesos tablones.
Y el valle se abría más y más, y a lo lejos había un pueblo y más lejos
aún estaba la cascada que surgía del glaciar en la cumbre de la montaña
rocosa.
Más que
verla, uno sentía la belleza del país, el cansancio de esas personas, el
impetuoso torrente y las tranquilas praderas. Detrás de nosotros, cerca
del chalet, todo el cielo se hallaba cubierto de densas nubes, y de pronto
el sol poniente se posó sobre algunas rocas en lo alto de la montaña. El
retazo de luz solar sobre la superficie de esas rocas revelaba una
profundidad de belleza y sentimiento que ninguna imagen esculpida puede
contener. Era como si estuvieran iluminadas desde adentro con una luz
propia, serena, que jamás se apaga. Era el fin del día.
Sólo al
despertar temprano en la mañana siguiente uno tuvo conciencia del previo
esplendor de ese atardecer y del amor que pasó junto a uno. La conciencia
no puede contener la inmensidad de la inocencia; puede recibirla, pero no
proseguirla ni cultivarla. La conciencia toda debe estar quieta, sin
desear, sin buscar y sin perseguir en modo alguno. Sólo cuando hay quietud
en la totalidad de la conciencia, puede surgir eso que no tiene principio
ni fin. La meditación es el vaciado de la conciencia, no con el propósito
de recibir, sino que es el vaciado de todo esfuerzo por alcanzar algo.
Debe haber espacio para el silencio, no el espacio creado por el
pensamiento y sus actividades sino el espacio que adviene por la negación
y la destrucción, cuando nada ha quedado del pensamiento y sus
proyecciones. Sólo en el vacío puede haber creación.
Esta
mañana temprano, al despertar, la belleza de esa fuerza con su inocencia
estaba ahí, profundamente adentro y aflorando a la superficie de la mente.
Tenía la cualidad de ser infinitamente flexible, pero nada podía
moldearla; esa belleza no podía ajustarse, conformarse al patrón del
hombre. No podía ser atrapada en símbolos o palabras. Pero estaba ahí,
inmensa, intangible. Toda meditación parecía trivial y tonta. Sólo eso
subsistía y la mente estaba silenciosa.
Algunas
voces, durante el día, en raros instantes, esa bendición habría de llegar
y desaparecer. El desear y el pedir carecen en absoluto de significación.
El
proceso continúa suavemente.
18
Había
estado lloviendo la mayor parte de la noche y el tiempo se había vuelto
muy frío; sobre los más altos cerros y montañas se veía nieve fresca en
cantidad. Y también soplaba un viento cortante. Los prados florecidos
tenían un brillo extraordinario y el color verde era sorprendente. Y
también había llovido casi todo el día y sólo hacia las últimas horas de
la tarde comenzó a aclarar y el sol apareció entre las montañas.
Caminábamos a lo largo de un sendero que llevaba de un pueblo a otro, un
sendero que serpenteaba en torno de granjas entre fértiles prados verdes.
Los postes que sostienen los pesados cables eléctricos se destacaban
impresionantes contra el cielo crepuscular; al contemplar estas imponentes
estructuras de acero en contraste con las veloces nubes, se advertía un
sentido de belleza y poder. Cruzamos un puente de madera, y el torrente
lleno, engrosado por toda esta lluvia, se deslizaba veloz con una energía
y una fuerza que sólo poseen los torrentes de la montaña. Mirando a uno y
otro lado del torrente estrechamente encajonado entre apretados grupos de
rocas y árboles, uno percibía el movimiento del tiempo ‑pasado, presente
y futuro; el puente era el presente y toda la vida pasaba y bullía a
través del presente.
Pero más
allá de todo esto, a lo largo de esa vereda fangosa bañada por la lluvia,
estaba «lo otro» [otherness], un mundo que jamás podría ser tocado
por el pensamiento humano, por sus actividades y sus inacabables
infortunios. Este mundo no era el producto de la esperanza ni de la
creencia. Uno no era del todo consciente de ello en ese momento, había
demasiadas cosas para observar y sentir, demasiada fragancia para oler;
las nubes, el sol entre las montañas, y más allá el pálido cielo azul, y
la luz del crepúsculo sobre los prados centelleantes; el olor de los
establos y las flores rojas alrededor de las granjas. «Lo otro» estaba ahí
abarcándolo todo sin pasar por alto ni la cosa más insignificante; y
mientras uno permanecía despierto en la cama, «eso» advino llenando a
borbotones la mente y el corazón. Entonces uno fue consciente de su
belleza sutil, de la pasión y el amor de ello. No el amor que se guarda en
imágenes como una reliquia, no el amor evocado por los símbolos, los
cuadros y las palabras, ni el que está embozado tras de los celos y la
envidia, sino aquel amor que está ahí, liberado de cualquier
pensamiento y sentimiento, un movimiento circular, eterno, cuya belleza se
revela en el abandono de la pasión egocéntrica. La pasión de esa belleza
no existe si no hay austeridad. La austeridad no pertenece a la mente, no
es una cosa que pueda obtenerse mediante un esmerado sacrificio, por la
represión o la disciplina. Todo esto debe cesar naturalmente, porque estas
cosas no tienen significado alguno para «lo otro». Ello advino inundándolo
a uno con su inmensurable caudal. Este amor no tenía centro ni periferia y
era tan completo, tan invulnerable que no había en él imagen alguna y, por
lo tanto, era por siempre indestructible.
Nosotros
siempre miramos desde afuera hacia adentro; desde el conocimiento
proseguimos hacia ulteriores conocimientos, siempre sumando, y el mismo
restar es otro modo de sumar. Y nuestra conciencia está formada por miles
de recuerdos y reconocimientos; somos conscientes de la hoja que tiembla,
de la flor, de ese hombre que pasa, del niño que cruza corriendo por el
campo; conscientes de la rosa, del torrente, de la brillante flor roja y
del mal olor que proviene de un chiquero. Desde este recordar y reconocer,
a partir de las respuestas externas tratamos de tornarnos conscientes con
respecto a las interioridades ocultas, a los impulsos y motivos más
hondos; exploramos más y más adentro en las vastas profundidades de la
mente. Todo este proceso de retos y respuestas, todo este movimiento del
experimentar y reconocer las actividades ocultas y las manifestadas, todo
esto es la conciencia atada al tiempo.
La copa
no es solamente la forma, el color, el diseño, sino que es también ese
vacío que hay dentro de la copa. La copa es el vacío retenido dentro de
una forma; sin ese vacío no habría copa ni forma. Nosotros conocemos la
conciencia por los signos externos, por sus limitaciones de altura y
profundidad, de pensamiento y sentimiento. Pero todo esto es la forma
exterior de la conciencia: por lo exterior tratamos de encontrar lo
interno. ¿Es esto posible? Las teorías y especulaciones carecen de
significación; de hecho, impiden todo descubrimiento. Partiendo de lo
exterior tratamos de encontrar lo interno, desde lo conocido exploramos
con la esperanza de encontrar lo desconocido. ¿Es posible investigar
desde lo interno hacia lo externo? Conocemos el instrumento que investiga
a partir de lo externo, pero ¿existe un instrumento que, desde lo
desconocido, pueda investigar en lo conocido? ¿Existe? ¿Y cómo podría
existir? No puede. Si lo hubiera seria reconocible, y si es reconocible
está dentro del área de lo conocido.
Esa
extraña bendición llega cuando quiere, pero con cada visita hay, muy en lo
profundo, una transformación; ello jamás es lo mismo.
El
proceso continúa, a veces suave y a veces agudo.
19
Era un
hermoso día, un día sin nubes, un día de luz y de sombras; después de las
fuertes lluvias el sol brilló en un claro y límpido cielo azul. Las
montañas con su nieve estaban muy cerca, uno casi podía tocarlas; se
destacaban vivamente contra el cielo. Los prados refulgían
resplandecientes al sol, cada brizna de hierba danzaba su propia danza y
el movimiento de las hojas era mucho más intenso. El valle estaba radiante
y todo reía, era un día magnifico, y había miles de sombras.
Las
sombras son más vivas que la realidad; las sombras son más largas, ricas y
profundas; parecen tener una vida propia independiente y protectora; en su
invitación existe una satisfacción peculiar. El símbolo se torna más
importante que la realidad. El símbolo proporciona un refugio; a su amparo
es fácil hallar bienestar. Uno puede hacer con el símbolo lo que quiera,
éste jamás ha de contradecirlo, jamás cambiará; puede ser cubierto de
guirnaldas o de cenizas. Existe una satisfacción extraordinaria en una
cosa muerta, en una pintura, una conclusión, una palabra. Son cosas que
están muertas sin posibilidad alguna de revivir, y hay placer en los
múltiples aromas del ayer. El cerebro siempre es el ayer, y lo que en el
hay es la sombra del ayer, y el mañana es la continuación de esa sombra,
un poco modificada pero exhalando aún el aroma del ayer. Así, el cerebro
vive y tiene su existencia en las sombras; se siente más seguro, más
confortable.
La
conciencia está siempre recibiendo, acumulando e interpretando según lo
que ha acopiado; recibe a través de todos sus poros; acopia, y desde lo
que ha almacenado experimenta, juzgando, recopilando, modificando. Mira,
no sólo mediante los ojos, mediante el cerebro, sino a través de este
trasfondo. La conciencia sale para recibir, y en el acto de recibir
existe. En sus recónditas profundidades ha almacenado por siglos aquello
que ha recibido, los instintos, las memorias, la seguridad, siempre
agregando, agregando, y si quita es sólo para agregar más. Cuando esta
conciencia mira hacia afuera lo hace para pesar, contrapesar y recibir. Y
cuando mira hacia adentro, su mirar es aun el mirar externo que pesa,
contrapesa y recibe; cuando se despoja internamente, ello es otra forma de
agregar. Este proceso, atado al tiempo, prosigue y prosigue dolorosamente,
con fugaces alegrías y pesares.
Pero
mirar, ver, escuchar sin esta conciencia ‑un salir, un avanzar en el que
no existe el recibir‑ es el movimiento total de la libertad. Este avanzar
no tiene un centro, un punto, pequeño o extenso, desde el cual moverse;
así es como se mueve en todas las direcciones sin la barrera del
tiempo‑espacio. Su escuchar es total, su mirar es total. Este movimiento
es la esencia de la atención. En la atención están contenidas todas las
distracciones, y entonces no hay distracción. Solamente la concentración
conoce el conflicto de la distracción. La conciencia toda es pensamiento
expresado o no expresado, pensamiento verbal o en busca de la palabra; el
pensamiento como sentimiento, el sentimiento como pensamiento. El
pensamiento jamás está quieto; la reacción que se expresa a sí misma es
pensamiento, y el pensamiento a su vez multiplica las respuestas. De este
modo la belleza es el sentir expresado por el pensamiento, y el amor está
aún dentro del campo del pensamiento. ¿Hay amor y belleza dentro del cerco
del pensamiento? ¿Hay belleza cuando hay pensamiento? La belleza y el
amor conocidos por el pensamiento son los opuestos de la fealdad y el
odio. La belleza no tiene opuesto, ni lo tiene el amor.
Ver sin
el pensamiento, sin la palabra, sin la respuesta de la memoria, es por
completo diferente del ver con el pensamiento y el sentimiento. Lo que
uno ve con el pensamiento es superficial; entonces el ver es tan sólo
parcial. Esto no es ver en absoluto. El ver total es el ver sin el
pensamiento. Ver una nube sobre una montaña sin el pensamiento y sus
respuestas, es el milagro de lo nuevo; ello no es «hermoso», es algo
explosivo en su inmensidad; es algo que nunca ha sido y que ya jamás
será. Para ver, para escuchar es preciso que toda la conciencia
esté quieta a fin de que la destructiva creación pueda ser. Ello es la
totalidad de la vida y no el fragmento que implica todo pensar. No hay
«belleza», sino sólo una nube sobre la montaña; eso es creación.
El sol
poniente tocaba las cimas de las montañas, brillante, sobrecogedor, y la
tierra estaba silenciosa. Sólo existía el color y no los diferentes
colores; sólo existía el escuchar y no los múltiples sonidos.
Esta
mañana, al despertar tarde cuando ya el sol avanzaba sobre los cerros, ahí
estaba asa bendición como una luz resplandeciente; parecía tener su
propia fuerza y su propio poder. Igual que el distante murmullo de las
aguas de un río, prosigue una actividad que no es del cerebro con sus
voliciones y engaños, sino una actividad que es la intensidad misma.
El
proceso continúa con fuerza variable; a voces es bastante agudo.
20
Era un
día perfecto, el cielo estaba intensamente azul y todo centelleaba al sol
de la mañana. Había unas pocas nubes flotando aquí y allá, ociosamente,
sin tener adónde ir. El sol hacia que las vibrantes hojas del álamo
temblón fueran joyas brillando contra los escarpados cerros verdes. Los
prados habían cambiado durante la noche, eran más intensos, más tiernos,
de un color verde completamente imposible de imaginar. Lejos, más allá del
cerro, había tres vacas pastando perezosamente, y sus campanillas podían
escucharse en el claro aire mañanero; mientras masticaban iban
desplazándose constantemente en línea recta de un extremo al otro del
prado. Y el funicular pasaba por encima sin que se perturbaran ni
molestaran siquiera en mirar jamás hacia arriba. Era una mañana hermosa, y
las montañas nevadas se destacaban nítidamente contra el cielo; el aire
estaba tan transparente que uno podía ver las numerosas cascadas pequeñas.
Era una mañana de largas sombras y de una infinita belleza. Es extraño
cómo el amor tiene su existencia en esta belleza; había tanta dulzura que
todas las cosas parecían aquietarse por miedo de que cualquier movimiento
despertara a algún espíritu oculto. Y ya había unas pocas nubes más.
Era un
paseo hermoso en un automóvil que parecía disfrutar aquello para lo cual
había sido construido; tomaba cada curva, por cerrada que fuese, con
determinación y facilidad; ascendió la larga pendiente sin una sola queja
y había gran poder en el modo que tenía de subir adonde quiera llevase el
camino. Era como un animal que tuviera conciencia de su propia fuerza. El
camino tenía curvas que entraban y salían a través de un monte iluminado
por el sol, y cada retazo de luz estaba vivo y danzaba con las hojas; cada
curva del camino mostraba más luz, más danzas, más encanto. Cada árbol,
cada hoja estaban en soledad, intensos y silenciosos. A través de una
pequeña abertura entre los árboles se divisaba un sector de prado expuesto
al sol, de un verde sorprendente. Era tan sobrecogedor que le hacía a uno
olvidar que estaba en un peligroso camino de montaña. Pero el camino se
suavizaba serpenteando con pereza en torno de un valle diferente. Ahora se
estaban juntando nubes y era agradable que no hubiera un sol tan fuerte.
El camino se volvió casi plano, si es que puede ser plano un camino
montañoso; continuaba más allá de un cerro cubierto de oscuros pinares, y
ahí al frente estaban las enormes, subyugantes montañas, los peñascos y la
nieve, y los verdes campos, las cascadas, las pequeñas chozas de madera y
los arrebatadores contornos curvilíneos de la montaña. Uno apenas si podía
creer lo que veían los ojos, la subyugante dignidad en la forma de esos
peñascos, la desnuda montaña cubierta por la nieve, y despeñadero tras
despeñadero de roca interminable; e inmediatamente después los verdes
prados, todo contenido en el inmenso abrazo de una montaña. Era algo
absolutamente increíble; había belleza, amor, destrucción, y la
inmensidad de la creación, no en esas rocas, no en esos campos, en más
pequeñas chozas; aquella inmensidad no estaba en eso ni era parte de eso,
sino que estaba mucho más allá y por encima de eso. Ahí estaba con una
majestad, con un bramido que los ojos no podían ver ni los oídos escuchar;
estaba ahí con una totalidad y una quietud tal que el cerebro con sus
pensamientos se redujo a la nada, como esas hojas muertas en el monte.
Estaba ahí con tal plenitud, con una fuerza tal que el mundo, los árboles
y la tierra entera llegaron a su fin. Eso era amor, creación y
destrucción. Y no había nada más.
Era la
esencia de lo profundo. La esencia del pensamiento es ese estado en el que
no hay pensamiento. Por mucha que sea la hondura y la amplitud a que el
pensamiento pueda ser seguido, éste siempre permanecerá siendo poco
profundo, superficial. El cese del pensamiento es el principio de esa
esencia. El cese del pensamiento es negación, y lo que es negativo no
tiene medios positivos; no hay método ni sistema para terminar con el
pensamiento. El método, el sistema es un modo positivo de abordar la
negación, y es así que el pensamiento jamás puede encontrar su propia
esencia. Para que la esencia sea, el pensamiento debe cesar. La esencia
del ser es el no‑ser, y para «ver» la profundidad del no‑ser, uno debe
estar libre del devenir. La libertad no existe si hay continuidad, y
aquello que tiene continuidad está atado al tiempo. Cada experiencia ata
la mente al tiempo, y es la mente que se halla en un estado de
no‑experimentar la que percibe todo cuanto es esencia. Este estado en que
ha llegado a su fin todo cuanto sea experimentar, no es la parálisis de
la mente; por el contrario, es la mente aditiva, la mente que está
acumulando la que decae y se marchita. Porque el acumular es algo
mecánico, es repetición; el negar para adquirir y la mera adquisición son
ambos repetitivos e imitativos. La mente que destruye de modo total este
mecanismo de acumulación y defensa, es una mente libre y, por lo tanto,
el experimentar ha perdido su significación.
Entonces
existe el hecho y no la experiencia del hecho; la opinión acerca del
hecho, su evaluación, su belleza y no-belleza, son la experiencia del
hecho. Experimentar el hecho es negarlo, es escapar de él. El
experimentar un hecho sin pensamiento ni sentimiento es un suceso de gran
profundidad.
Al
despertar esta mañana había esa extraña inmovilidad del cuerpo y del
cerebro; con ella advino una gran bendición y un movimiento que penetraba
en insondables profundidades de intensidad; y estaba ahí «lo otro».
El
proceso continúa suavemente.
21
Nuevamente ha sido un día claro, soleado, con largas sombras y hojas
relumbrantes; las montañas se veían serenas, macizas y cercanas; el cielo
era de un azul extraordinario, límpido y apacible. Las sombras llenaban la
tierra, era una mañana especial para las sombras: sombras pequeñas y
grandes, sombras largas, delgadas unas y otras satisfechas de su
opulencia, alguna rechoncha sombra vulgar y jubilosas sombras
espirituales. Los tejados de las granjas y de los chalets brillaban como
mármol pulido, tanto los nuevos como los antiguos. Parecía haber un gran
regocijo y griterío entre los árboles y en medio de los prados; todo
existía lo uno para lo otro, y por encima de ello estaba el cielo. Nada
era de la hechura del hombre con sus torturas y esperanzas; y había vida,
vasta, espléndida vida palpitando y doblegándose en todas las
direcciones. Era vida, siempre joven y siempre peligrosa; vida que jamás
se detiene, que recorre la tierra indiferente sin dejar nunca una huella,
sin pedir ni reclamar nada. Ahí estaba en plenitud, misteriosa e inmortal,
sin que importara de dónde venia ni hacia dónde iba. Dondequiera qué
estuviese había vida, más allá del tiempo y del pensamiento. Era algo
maravilloso, libre, sutil e impenetrable. No era para ser encerrado; allí
donde se le encierra, en los lugares de culto y adoración, en el mercado,
en la casa, hay decadencia y corrupción con sus perpetuas reformas. Ahí
estaba, simple, majestuoso y quebrantador, y la belleza de ello sobrepasa
todo pensamiento y sentimiento. Es algo tan inmenso e incomparable que
llena la tierra y los cielos y la hoja de hierba que tan prontamente se
destruye. Está ahí, con el amor y con la muerte.
En el
monte el aire era fresco y unos metros más abajo corría un ruidoso
torrente; los pinos se proyectaban hacia los cielos sin inclinarse jamás
para mirar la tierra. Era un lugar espléndido con las negras ardillas
comiendo setas de los árboles mientras los recorrían de arriba abajo
persiguiéndose las unas a las otras en apretadas espirales; había un
petirrojo, o lo que parecía un petirrojo, moviéndose de un lado a otro.
Todo era sosiego y quietud, excepto por el torrente con sus frías aguas de
montaña. Y lo que allí había era amor, creación y destrucción, no como un
símbolo, no como algo del pensamiento o del sentimiento sino como una
tangible realidad. Uno no podía verlo ni sentirlo, pero estaba ahí,
sobrecogedoramente inmenso, con una fuerza más allá de toda medida y con
el poder de lo más vulnerable. Estaba ahí, y todas las cosas se
aquietaban, el cerebro y el cuerpo; era una bendición y la mente era
parte de ello.
Esa
profundidad no tiene fin; su esencia está fuera del tiempo y del espacio.
No es para experimentarse; la experiencia es algo tan chabacana, tan
barato; con la misma facilidad que se obtiene se pierde; el pensamiento no
puede producir la profundidad, ni el sentimiento puede alcanzarla. Estas
cosas son tan tontas e inmaduras. La madurez no es del tiempo, no es una
cuestión de edad, ni adviene merced a las influencias y al medio. No puede
comprarse, y ni los libros, ni los maestros o los salvadores, ni el uno
ni los muchos pueden jamás crear el clima apropiado para esta madurez.
Ella no es un fin en sí misma; se origina sin que el pensamiento la
cultive, sin que se la busque a través de la meditación; adviene
oscuramente, secretamente. Tiene que haber madurez, eso que es la sazón de
la vida; no la sazón que engendran la enfermedad y el alboroto de la
existencia, el dolor y la esperanza. La desesperación y el esfuerzo no
pueden traer consigo esta total madurez, pero ella tiene que existir sin
que se la busque.
Porque en
esta madurez total hay austeridad. No la austeridad de las cenizas y el
cilicio, sino la casual e impremeditada indiferencia hacia las cosas del
mundo con sus virtudes, sus dioses, su respetabilidad, sus esperanzas y
sus méritos. Esas cosas deben ser totalmente negadas para que exista esa
austeridad que adviene con la madura soledad interna. Ninguna influencia
de la sociedad o de la cultura puede alcanzar jamás esta soledad. Ella
debe existir, pero no evocada por el cerebro que es hijo de las
influencias y del tiempo. Debe llegar, como un trueno, desde ninguna
parte. Y sin esa austeridad no hay total madurez. La otra soledad ‑ésa que
es la esencia de la autocompasión y la autodefensa, de la vida aislada en
mitos, conocimientos e ideas‑ está muy lejos de la madura soledad
interna; está eternamente intentando integrar y siempre está dividiendo,
separando. La madura soledad significa una vida en la que ha llegado a su
fin toda influencia. Esta soledad interna es la esencia de la austeridad.
Pero esta
austeridad adviene cuando el cerebro permanece claro, no dañado por
ninguna clase de heridas psicológicas causadas por el temor; el conflicto,
en cualquiera de sus formas, destruye la sensibilidad del cerebro; la
ambición con su crueldad despiadada, con su esfuerzo incesante por llegar,
consume las sutiles capacidades del cerebro; la codicia y la envidia hacen
que el cerebro se recargue de satisfacciones y rechace molesto las
insatisfacciones. Tiene que haber un estado de alerta sin preferencia,
una percepción lúcida en la que hayan cesado toda posesión y conformismo.
El comer en exceso y la complacencia en cualquiera de sus formas embotan
el cuerpo y entorpecen el cerebro.
Hay una
flor a la orilla del camino, una cosa clara y brillante abierta a los
cielos; el sol, las lluvias, la oscuridad de la noche, los vientos y el
trueno y el suelo han intervenido para producir esa flor. Pero la flor no
es ninguna de esas cosas. Ella es la esencia de todas las flores. La
libertad con respecto a la envidia, al temor, a la autoridad, al
aislamiento, no han de producir esa madura soledad con su austeridad
extraordinaria. Esta adviene cuando el cerebro no la espera; adviene
cuando uno le está dando la espalda. Entonces nada hay que pueda
agregársele o quitársele. Entonces ello tiene su vida propia, un
movimiento que es la esencia de toda vida, un movimiento sin tiempo ni
espacio.
Esa
bendición estaba ahí acompañada de una gran paz.
El
proceso continúa suavemente.
22
La luna
estaba oculta entre las nubes, pero las montañas y los oscuros cerros se
veían claramente y había en torno de ellos una intensa quietud. Suspendida
justo sobre un cerro cubierto de árboles, se veía una gran estrella, y el
único sonido que provenía del valle era el del torrente de la montaña
precipitándose sobre las rocas. Todo dormía salvo el pueblo distante, pero
sus sonidos no llegaban con tanta fuerza. El ruido del torrente pronto se
debilitó, continuaba ahí pero sin colmar el valle. No corría brisa alguna
y los árboles permanecían inmóviles; la luz de la pálida luna se reflejaba
sobre los dispersos tejados y todo estaba quieto, aun las tenues sombras.
En el
aire había ese sentimiento de abrumadora inmensidad, intenso e
insistente. No era un capricho de la imaginación; la imaginación se
detiene frente a la realidad; la imaginación es peligrosa, carece de
validez, sólo el hecho la tiene. La fantasía y la imaginación son
placenteras, engañosas y deben ser completamente desterradas. Toda forma
de mito, fantasía e imaginación tiene que ser comprendida, y esta misma
comprensión las despoja de su significado. Aquello estaba ahí, y lo que
había comenzado como meditación, cesó. ¡Qué significado puede tener la
meditación cuando la realidad está ahí! No fue la meditación la que hizo
que la realidad se manifestara, nada puede hacerlo; la realidad estaba ahí
a pesar de la meditación; pero sí era necesario un cerebro
sensible, alerta, que hubiera detenido por completo, fácil y
voluntariamente, su parloteo de razones y sinrazones. El cerebro se había
vuelto muy silencioso, viendo y escuchando sin interpretar, sin dosificar;
estaba quieto y no había entidad alguna ni había necesidad de aquietarlo.
El cerebro estaba muy quieto, muy vivo y sensible. Esa inmensidad llenaba
la noche y con ella advino la bienaventuranza.
Ello no
tenía relación con cosa alguna; no procuraba moldear, cambiar, defender;
no podía ser influido y, en consecuencia, era inexorable. No hacia el
bien, no reformaba; no se tornaba respetable y, por lo tanto, era
sumamente destructivo. Pero ello era amor, no el amor que es cultivado por
la sociedad, asa cosa torturada. Era la esencia del movimiento de la vida.
Estaba ahí, implacable, destructivo, con una ternura que sólo lo nuevo
‑como la nueva hoja de primavera‑ conoce y puede revelar. Y había una
fuerza más allá de toda medida, y el poder que sólo tiene la creación. Y
todas las cosas permanecían quietas. Esa única estrella que se desplazaba
sobre el cerro estaba bien alta destacándose brillante en su soledad.
En la
mañana, mientras recorríamos el monte en la parte superior del torrente,
con el sol resplandeciendo en cada árbol, otra vez estaba ahí esa
inmensidad, tan inesperada, tan silenciosa que uno caminaba maravillado a
través de ella. Una única hoja danzaba rítmicamente y el resto del
abundante follaje permanecía inmóvil. Ahí estaba ese amor que no se
encuentra al alcance de los anhelos y de la medida del hombre. Estaba ahí,
y un soplo del pensamiento podría alejarlo, y un sentimiento podría
rechazarlo. Estaba ahí lo que jamás puede conquistarse, lo que Jamás puede
capturarse.
La
palabra «sentir» es engañosa; sentir es más que la emoción, que un
sentimiento, que una experiencia, que el tacto o el olfato. Aunque esa
palabra pueda confundir, debe ser empleada en la comunicación,
especialmente cuando hablamos de la esencia. El sentimiento de la esencia
no se origina en el cerebro ni en fantasía alguna; no es experimentable
como una sacudida; sobre todo, no es la palabra. Uno no puede
experimentarlo; para que exista la experiencia debe haber un
experimentador, el observador. Experimentar sin el experimentador es
completamente otra cosa. Es en este «estado», en el cual no hay
experimentador ni observador, que existe ese «sentimiento». Este no
es intuición que el observador pueda interpretar o seguir ciega o
razonablemente; no es el deseo, el anhelo que se transforma en intuición o
en «la voz de Dios», evocada por los políticos y los reformadores
sociales. Es necesario alejarse muchísimo de todo esto para comprender
este sentir, este ver, este escuchar. El «sentir» requiere la austeridad
de lo que es límpido y claro, de lo que no contiene en si confusión ni
conflicto. El «sentimiento» de la esencia adviene cuando existe la
sencillez de seguir algo hasta su mismo fin, sin ninguna desviación, pena,
envidia, temor, ambición, etc. Esta sencillez está más allá de las
capacidades del intelecto; el intelecto es fragmentario. Esta persecución
de algo hasta su fin es la más alta forma de sencillez; no la vestidura
mendicante o el comer una sola vez al día. El «sentimiento» de la esencia
es la negación del pensamiento y sus capacidades mecánicas ‑el
conocimiento y la razón. La razón y el conocimiento son necesarios en el
manejo de los problemas mecánicos, y todos los problemas del pensamiento
y del sentimiento son mecánicos. Debe existir esta negación de los
mecanismos de la memoria, cuya reacción es el pensamiento. Destruir para
llegar hasta el mismo fin; destrucción no de las cosas exteriores sino de
las guaridas psicológicas y de las resistencias, de los dioses y sus
refugios secretos. Sin esto no puede haber viaje dentro de esa profundidad
cuya esencia es amor, creación y muerte.
Al
despertar temprano esta mañana, el cuerpo y el cerebro permanecían
inmóviles porque estaba presente ese poder, esa fuerza que es una
bendición.
El
proceso es benigno.
23
Había
unas pocas nubes errantes en el cielo de la madrugada, un cielo claro,
sereno y sin tiempo. El sol aguardaba a que la sublimidad de la mañana
tocara a su fin. El rocío cubría los prados, no había sombras y los
árboles, estaban solitarios, esperándolas. Era muy temprano, y hasta el
torrente vacilaba en iniciar su turbulenta carrera. Todo estaba en
silencio, la brisa no había despertado todavía y las hojas permanecían
inmóviles. Aún no salía humo desde ninguna de las granjas, pero los
tejados ya comenzaban a brillar con la luz cercana. Las estrellas se
sometían con renuencia al amanecer, y había esa peculiar y silenciosa
expectativa que precede a la salida del sol; los cerros aguardaban, y
también los árboles y los prados que manifestaban su júbilo. Entonces el
sol tocó los picos de las montañas, un toque suave, dulce, y la nieve se
puso brillante con la primera luz de la mañana; las hojas empezaron a
despertar de la larga noche, el humo subía recto desde una de las quintas
y el torrente parloteaba a su gusto sin restricción alguna. Y lentamente,
con cierta vacilación y tímida delicadeza, las largas sombras se
extendieron por toda la tierra; las montañas proyectaron sus sombras
sobre los cerros y los cerros sobre los prados, y los árboles esperaban
por sus sombras, y éstas pronto estuvieron allí, unas leves como plumas,
otras profundas, densas. Y los álamos temblones danzaban, y el día había
comenzado.
La
meditación es esta atención en la que hay una percepción lúcida, sin
preferencia alguna, del movimiento de todas las cosas ‑el graznar de los
cuervos, el rasguear de la sierra eléctrica a través de la madera, el
temblor de las hojas, el ruidoso torrente, el llamado de un niño, los
sentimientos, los motivos, los pensamientos persiguiéndose los unos a los
otros y, aún más en lo profundo, la percepción alerta y lúcida de la
conciencia total. Y en esta atención, el tiempo como el ayer en
persecución del mañana dentro del espacio, y el retorcimiento y la
deformación de la conciencia, se aquietan y acallan. En esta silenciosa
quietud hay un movimiento inmensurable, incomparable; un movimiento que
no tiene existencia, que es la esencia de la bienaventuranza, de la muerte
y la vida. Un movimiento que no puede ser seguido porque no deja un
sendero tras de sí y porque es quieto y es inmóvil; un movimiento que es
la esencia de todo movimiento.
La
carretera iba hacia el poniente, enroscándose a través de prados empapados
por la lluvia, pasaba por pequeños poblados sobre la ladera de los cerros,
atravesando los torrentes montañosos de puras aguas de nieve, pasando por
iglesias con campanarios de cobre; seguía y seguía hasta penetrar en
oscuras, cavernosas nubes y lluvias que envolvían a las montañas. Empezó
una fina llovizna, y al mirar casualmente hacia atrás por la ventanilla
trasera del automóvil que se desplazaba con lentitud, en el lugar desde
donde habíamos venido se veían las nubes iluminadas por el sol, el cielo
azul y las brillantes y claras montañas. Sin que se dijera una palabra,
instintivamente, el auto se detuvo, retrocedió, dio la vuelta y se dirigió
hacia la luz y las montañas. Era algo increíblemente bello, completamente
estremecedor en su belleza, y a medida que el camino iba penetrando en un
valle abierto, el corazón se calmaba; estaba silencioso y tan abierto como
el dilatado valle. Varias veces habíamos pasado por este valle; la forma
de los cerros nos era bastante familiar; los prados y las casas eran
reconocible y se escuchaba el familiar estruendo del torrente. Todo estaba
ahí excepto el cerebro, aunque éste se hallara conduciendo el automóvil.
Todo se había vuelto muy intenso, había muerte. No porque el cerebro
estuviera inmóvil, no a causa de la belleza de la tierra o de la luz sobre
las nubes o de la inmutable dignidad de las montañas; no era ninguna de
estas cosas, aun cuando todas estas cosas pueden haber agregado algo a
ello. En su sentido literal, era muerte; de pronto todo había llegado a
su fin; no había continuidad, el cerebro estaba dirigiendo al cuerpo que
conducía el auto y eso era todo. Literalmente eso era todo. El auto
continuó por cierto tiempo y se detuvo. Había vida y muerte, tan
estrechamente juntas, tan íntimamente, inseparablemente unidas; y nada
era importante. Había ocurrido algo devastador.
No había
engaño ni imaginación; era muchísimo más serio que esa clase de tontas
aberraciones, algo con lo cual no se podía jugar. La muerte no es un
asunto fortuito; con ella no valen los argumentos. Uno puede discutir
permanentemente con la vida, pero eso no es posible con la muerte. Así es
ella de final y absoluta. Esta no era la muerte del cuerpo, lo cual seria
un asunto bastante simple y decisivo; era vivir con la muerte, que es una
cuestión por completo diferente. Había muerte y había vida; ambas estaban
unidas inexorablemente. No era una muerte psicológica; no era una
conmoción que ahuyentaba todo pensamiento, todo sentimiento; no era una
súbita aberración del cerebro ni una enfermedad mental. No era ninguna de
estas cosas, ni tampoco una curiosa decisión de un cerebro fatigado o
desesperado. No era un deseo inconsciente de morir. No era ninguna de
estas cosas, las que serian inmaduras y la mente podría complacerse en
ellas con facilidad. Era algo que estaba en una dimensión diferente, algo
que desafiaba cualquier descripción del tiempo‑espacio.
Estaba
ahí la esencia misma de la muerte. La esencia del yo es muerte, pero esta
muerte era igualmente la esencia de la vida. De hecho, ambas no están
separadas ‑la vida y la muerte. Esto no era algo suscitado por el cerebro
para su bienestar y su ideada seguridad. El vivir mismo era el morir y el
morir era el vivir. En ese automóvil, con toda esa belleza y color, con
ese «sentimiento» de éxtasis, la muerte era parte del amor, era parte del
todo. La muerte no era un símbolo, una idea, algo que uno conociera.
Estaba ahí como una realidad, como un hecho, tan intensa y apremiante como
la bocina de un automóvil que deseara pasar a otros. Del mismo modo en
que la vida jamás quisiera cesar ni puede ser rechazada, así ahora la
muerte no se iría ni seria rechazada. Estaba ahí con una intensidad
extraordinaria y con una finalidad.
Toda la
noche vivió uno con ello; parecía haber tomado posesión del cerebro y de
las actividades habituales; no eran muchos los movimientos del cerebro
que proseguían, pero había respecto de ellos una inusitada indiferencia.
Hubo indiferencia en oportunidades anteriores, pero ahora eso estaba más
allá y fuera de cualquier formulación. Todo se había vuelto mucho más
intenso, tanto la vida como la muerte.
La muerte
estaba ahí al despertar, sin dolor, acompañando a la vida. Era una mañana
maravillosa. Había esa bendición que era el deleite de los árboles y de
las montañas.
24
Era un
día cálido, y había de sombras; las rocas resplandecían con un brillo
puro. Los oscuros pinos parecían completamente inmóviles, a diferencia de
esos álamos temblones listos para estremecerse al más leve soplo. Una
fuerte brisa del oeste barría todo el valle. Las rocas estaban tan vivas
que parecían correr tras de las nubes, y las nubes se adherían a ellas
rodeándolas en su carrera y adoptando la forma y la curva de las rocas; y
era difícil separar las rocas de las nubes y las rocas caminaban con las
nubes. Todo el valle parecía estar moviéndose, y los pequeños, estrechos
senderos que ascendían a los montes y más allá, parecían obedecerle y
cobrar vida a su vez. Y los prados resplandecientes eran el refugio de
tímidas flores. Pero en esta mañana las rocas regían el valle; contenían
tantos colores que sólo existía la cualidad del color; estas rocas se
veían apacibles en la mañana, y las había de innumerables formas y
tamaños. Eran tan indiferentes a todo, al viento, a las lluvias y a las
explosiones que producen las necesidades del hombre. Habían estado ahí y
seguirían atando ahí hasta el fin de los tiempos.
Era una
mañana espléndida y había sol en todas partes y cada hoja ataba en
movimiento; era una buena mañana para el paseo en automóvil, no a gran
distancia pero lo suficiente pata ver la belleza del país. Era una mañana
nueva, una mañana que había sido renovada por la muerte, no la muerte por
decadencia, enfermedad o accidente, sino la muerte que destruye para que
haya creación. No hay creación si la muerte no barre con todas las cosas
que el cerebro ha acumulado para proteger la existencia egocéntrica.
Anteriormente, la muerte era una nueva forma de continuidad, la muerte
estaba relacionada con la continuidad. Con la muerte llegaba una nueva
existencia, una nueva experiencia, un hálito nuevo y una nueva vida. Lo
viejo cesaba y nació lo nuevo, y lo nuevo daba entonces lugar a algo más
nuevo todavía. La muerte era el medio hacia el nuevo estado hacia la nueva
invención, hacia un nuevo modo de vida, un nuevo pensamiento. Era un
cambio aterrorizador, pero ese mismo cambio traía una nueva esperanza.
Pero
ahora la muerte no trajo nada nuevo ‑un nuevo horizonte, un nuevo hálito.
Es la muerte, absoluta y final. Y entonces nada hay, ni pasado ni futuro.
Nada. No nace de ello cosa alguna. Pero no hay desesperación ni búsqueda;
hay muerte completa, sin tiempo; un asomarse a grandes profundidades que
no están allí. La muerte está ahí, sin lo viejo ni lo nuevo. Es la muerte
sin sonrisa ni llanto. No es una máscara que cubre, que esconde alguna
realidad. La realidad es la muerte y no hay necesidad de esconder cosa
alguna. La muerte ha borrado todo y nada ha dejado. Esta nada es la danza
de la hoja, es el llamado de aquel niño. Es la nada, y eso es lo que tiene
que haber: nada. Lo que continúa es decadencia, la máquina, el hábito, la
ambición. Hay corrupción, pero no la hay en la muerte. La muerte es la
nada total. Y tiene que haber la muerte, porque gracias a ella existe la
vida, existe el amor. Porque en esta nada esta la creación. Sin la muerte
absoluta, no hay creación.
Estábamos
leyendo algo, al azar, y reparábamos en el estado del mundo, cuando
súbitamente, de modo inesperado, la estancia se llenó con la bendición que
ha advenido tan frecuentemente en estos tiempos. Habían abierto la puerta
del pequeño aposento y nos dirigíamos a comer cuando «eso» llegó a través
de la puerta abierta. Uno podía literalmente, físicamente sentirlo, como a
una ola fluyendo dentro de la habitación. Se tornó «más» y «más» intenso
‑el más no está usado comparativamente; era algo increíblemente fuerte e
inmutable, con un poder devastador. Las palabras no son la cosa y la cosa
real jamás puede ser puesta en palabras; debe ser vista, oída y vivida;
entonces tiene una significación por completo diferente.
Últimamente el proceso ha sido agudo, y uno no necesita escribir sobre
ello todos los días.
25
Era muy
temprano; aun no amanecería por un par de horas o más. Orión estaba
surgiendo justamente sobre la cúspide de ese pico que está tras de los
curvos y boscosos cerros. No había una sola nube en el cielo, pero, por lo
que se sentía en el aire, probablemente habría niebla. Era una hora de
quietud y el torrente aun estaba dormido; había una débil luz lunar y los
cerros estaban oscuros, destacándose sus formas contra el pálido cielo. No
soplaba brisa alguna y los árboles permanecían quietos y brillaban las
estrellas.
La
meditación no es una búsqueda; no consiste en buscar, probar o explorar.
Es una explosión y un descubrimiento. No es un domesticar el cerebro para
que se amolde, ni es un auto análisis introspectivo; ciertamente no es el
entrenamiento en la concentración, que incluye preferencias y rechazos. Es
algo que llega con naturalidad cuando todas las aseveraciones positivas y
negativas y las realizaciones han sido comprendidas y abandonadas
fácilmente. La meditación es el vacío total del cerebro. Lo esencial es el
vacío, no lo que hay en el vacío; el ver sólo existe desde el vacío; de él
proviene toda virtud, no la moralidad social y la respetabilidad. Es
desde este vacío que llega el amor, de otro modo no es amor. Los cimientos
de la recta conducta están en este vacío. Él es el principio y fin de
todas las cosas.
Mirando a
través de la ventana, a medida que Orión iba ascendiendo más y más, el
cerebro estaba intensamente vivo y sensible, y la meditación se tornó en
algo por completo diferente, algo a lo que el cerebro no podía
enfrentarse; por lo tanto, éste se replegó sobre si mismo y quedó
silencioso. Las horas que precedieron al amanecer y aun las siguientes,
parecían no haber existido, y cuando el sol surgió sobre las montañas y
las nubes atraparon sus primeros rayos, sólo había asombro en medio de
tanto esplendor. Y comenzó el día. Extrañamente, la meditación continuaba.
26
Había
sido una mañana hermosa, soleada, llena de luz y de sombras; el jardín del
hotel cercano rebosaba de colores, de todos los colores, y éstos eran tan
brillantes y el pasto era tan verde que lastimaban los ojos y el corazón.
Y más allá las montañas resplandecían destacándose frescas y nítidas
bañadas por el rocío de la mañana. Era una mañana encantadora, y había
belleza por todas partes; sobre el estrecho puente, en lo alto de un
sendero que está al otro lado del torrente y que penetra en el monte,
donde la luz jugaba con las hojas que temblaban y cuyas sombras se movían;
eran plantas comunes pero sobrepasaban con su verdor y frescura a todos
los árboles que se encumbraban hacia el cielo azul. Uno no podía más que
maravillarse de todo este encanto, este derroche, este estremecimiento; no
se podía estar sino atónito ante la quieta dignidad de cada árbol, de cada
planta, y ante la infinita alegría de esas negras ardillas con sus largas
y peludas colas. Las aguas del torrente se veían claras y centelleantes al
sol que llegaba a través de las hojas. Había humedad en el monte y se
estaba bien. Mientras uno permanecía ahí observando la constante danza de
las hojas, súbitamente advino «lo otro», un suceso intemporal, y hubo
quietud. Era una quietud en la que todo se movía, danzaba y gritaba; no
era la quietud que viene cuando una máquina deja de trabajar; la quietud
mecánica es una cosa y la quietud en el vacío es otra. Lo uno es
repetitivo, habitual, corruptor, y es buscado como un refugio por el
cerebro cansado y en conflicto; lo otro es explosivo, nunca es lo mismo,
no puede ser buscado, jamás es repetitivo y, por lo tanto, no brinda
refugio alguno. Una quietud así fue la que advino y permaneció mientras
paseábamos sin rumbo, y la belleza del monte se intensificó y los colores
estallaron para ser atrapados en las hojas y en las flores.
No era
una iglesia muy vieja, como de los comienzos del siglo diecisiete, al
menos eso decía sobre la bóveda; había sido renovada y la madera era de
pino ligeramente coloreado, y los clavos de acero se velan brillantes y
pulidos, lo que era imposible, por supuesto; uno estaba casi seguro de
que quienes se habían reunido allí para escuchar alguna música, nunca
miraban esos Pavos que llenaban todo el techo. No era una iglesia muy
ortodoxa, no había olor de incienso, velas ni imágenes. Estaba ahí y el
sol penetraba a través de los ventanales. Había muchos chicos a quienes se
les había dicho que no hablaran ni jugaran, lo que no les impedía estar
inquietos; se les veía terriblemente solemnes y con los ojos prontos para
reír. Uno de ellos deseaba jugar y se aproximó, pero era demasiado tímido
para acercarse más. Ensayaban para el concierto de esa noche; había
interés y todos estaban respetuosamente solemnes. Afuera el pasto era
brillante, el cielo de un claro azul y había innumerables sombras.
¿Por qué
esta eterna lucha para ser perfecto, para alcanzar la perfección, igual
que las máquinas? La idea, el ejemplo, el símbolo de la perfección es algo
maravilloso, ennoblecedor, pero, ¿existe la perfección? Por supuesto que
existe el intento de imitar lo perfecto, el ejemplo perfecto. ¿Es
perfección la imitación? ¿Existe la perfección o es ésta meramente una
idea que el predicador le da al hombre para mantenerlo respetable? En la
idea de perfección hay mucho bienestar y seguridad, y ella es siempre
provechosa tanto para el sacerdote como para el que está tratando de
llegar a ser perfecto. Un hábito mecánico repetido una y otra y otra vez,
puede eventualmente ser perfeccionado; sólo el hábito puede
perfeccionarse. Pensar, creer en la misma cosa una y otra vez sin ninguna
desviación, se vuelve un hábito mecánico y tal vez sea ésta la clase de
perfección que todos desean. Esto cultiva un perfecto muro de resistencia,
el cual impedirá cualquier perturbación, cualquier incomodidad. Además, la
perfección es una forma glorificada del triunfo, y la ambición es exaltada
por la respetabilidad y los representantes y héroes del éxito. La
perfección no existe, es una cosa fea salvo en una máquina. El intento de
ser perfecto es, realmente, un intento de batir el récord, como en el
golf; se santifica la competencia: competir con el prójimo y con Dios
para alcanzar la perfección es lo que llaman fraternidad y amor. Pero cada
intento de perfección sólo conduce a una confusión mayor y a más dolor,
lo que únicamente da mayor ímpetu para tratar de ser más perfecto.
Es
curioso, siempre queremos ser perfectos en algo o con relación a algo;
esto provee los medios para la realización, y el placer de la realización
es, desde luego, vanidad. Él en cualquiera de sus formas, es brutal y
lleva al desastre. El deseo de perfección externa o interna niega el amor,
y sin amor, haga uno lo que haga, siempre habrá frustración y dolor. El
amor no es perfecto ni imperfecto; sólo cuando no hay amor surgen la
perfección y la imperfección. El amor jamás se esfuerza en pos de algo;
no procura llegar a ser perfecto. El amor es la llama sin el humo; en el
esfuerzo por ser perfecto sólo hay muchísimo humo; la perfección, pues,
descansa únicamente en el esfuerzo que es mecánico, más y más perfecto por
el hábito, por la imitación, por la acción de engendrar más temor. Todos
somos educados para competir, para alcanzar el éxito; entonces el fin se
torna importantísimo y el amor por la cosa misma desaparece. Entonces el
instrumento musical se usa no por amor al sonido sino por lo que el
instrumento ha de producir: fama, dinero, prestigio, etc.
El ser es
infinitamente más importante que el devenir. Ser no es lo opuesto de
devenir; si es lo opuesto o está en oposición, entonces no es el ser.
Cuando el devenir muere completamente, entonces existe el ser. Pero este
ser no es estático; no es aceptación ni es mera negación; el devenir, el
llegar a ser esto o aquello, implica tiempo y espacio. Todo esfuerzo debe
cesar; sólo entonces existe el ser. El ser no está dentro del campo de la
virtud y la moralidad social. Hace pedazos la fórmula social de la vida.
Este ser es la vida, no el patrón de vida. Donde hay vida no existe la
perfección; la perfección es una idea, una palabra; la vida, el ser, está
más allá de toda fórmula del pensamiento. Cuando la palabra, el ejemplo y
el patrón son destruidos, ahí está el ser.
Durante
horas y por relámpagos, esta bendición había estado ahí. Al despertar
esta mañana muchas horas antes de la salida del sol, cuando había eclipse
de luna, ahí estaba, con tanta fuerza y poder que el sueño no fue posible
por un par de horas. Hay en ello una extraña pureza e inocencia.
27
El
torrente, al que se incorporaban otros pequeños torrentes, serpenteaba
ruidoso a través del valle, y el alboroto jamás era el mismo. Tenía sus
propios estados de humor, pero éstos nunca eran desagradables. Jamás un
mal humor. Los torrentes pequeños poseían una nota más aguda, había en
ellos más rocas y cantos rodados; tenían lugares profundos y tranquilos en
la penumbra, y trechos superficiales donde danzaban las sombras; y por la
noche adquirían un sonido por completo diferente, suave, dulce y
vacilante. Descendían a través de diferentes valles desde fuentes
distintas, una mucho más lejana que la otra; uno venía desde un glaciar y
una sinuosa cascada, mientras que el otro debía proceder de una fuente
demasiado lejana como para llegar hasta ella caminando. Ambos se unían al
torrente más grande, el cual tenía un tono profundamente sereno, grave,
más dilatado y vivido. Los tres estaban totalmente bordeados por filas de
árboles y la línea curva de los árboles mostraba el lugar de donde
provenían estos torrentes y hacia donde iban; eran los ocupantes de los
valles y todos los demás eran extraños, incluso los árboles. Uno pudo
observarlos por una hora y escucharlos en su interminable parloteo;
estaban muy alegres y divertidos, aun el más grande, pese a tener que
conservar cierta dignidad. Pertenecían a las montañas, venían desde
alturas de vértigo cercanas al cielo y así eran de puros y nobles; no eran
esnobs pero conservaban su lugar y se mantenían más bien fríos y
distantes. En la oscuridad de la noche, cuando pocos escuchaban, tenían su
propio canto. Era un canto compuesto por muchos cantos.
Cruzando
el puente, en lo alto del monte jaspeado por el sol, la meditación era una
cosa por completo diferente. Era un silencio sin esfuerzo, sin deseo
ninguno, sin búsqueda, sin requerimiento alguno del cerebro; los
pajarillos se alejaban gorjeando, las ardillas se perseguían sobre los
árboles, la brisa jugueteaba con las hojas y había silencio. El torrente
pequeño, el que venía desde una gran distancia, estaba más alegre que
nunca y, no obstante, había silencio, no afuera sino muy profundamente en
lo interno. Había una completa quietud en la totalidad de la mente, la
cual no tenía límites. No era el silencio que existe dentro de un espacio
cercado, en un área que está dentro de los límites del pensamiento y que
entonces se reconoce como silencio. No había fronteras ni medidas y, por
lo tanto, el silencio no estaba contenido en la experiencia para ser
reconocido y guardado. Podría no volver a ocurrir jamás, y de hacerlo
seria por completo diferente. El silencio no puede repetirse a si mismo;
sólo el cerebro por medio de la memoria y los recuerdos puede repetir lo
que ha sido, pero lo que ha sido no es lo real. La meditación era esta
ausencia total de una conciencia acumulada por el tiempo y el espacio. El
pensamiento, núcleo esencial de la conciencia, no puede, haga lo que haga,
producir este silencio; el cerebro con todas sus sutiles y complicadas
actividades debe aquietarse por su propia cuenta, sin la promesa de
ninguna recompensa o seguridad. Sólo entonces puede ser sensible, vivo y
silencioso. El cerebro que comprende sus propias actividades, las ocultas
y las visibles, es parte de la meditación; constituye el fundamento de la
meditación; sin eso la meditación es sólo autoengaño, autohipnosis, que
carece en absoluto de significación. Tiene que haber silencio para que
tenga lugar la explosión creadora.
La
madurez no es cosa del tiempo ni de la edad. No hay intervalo entre ahora
y la madurez; no existe un «mientras tanto». La madurez es ese estado en
que cesa toda opción; es sólo el inmaduro el que escoge y conoce el
conflicto de la opción. En la madurez no hay dirección, pero existe una
dirección que no es la dirección que señalan las opciones. El conflicto
a cualquier nivel, a cualquier profundidad, indica inmadurez. No existe
eso que llaman el ir madurando, excepto orgánicamente ‑la inevitabilidad
mecánica de que ciertas cosas maduren. La comprensión, que consiste en
superar el conflicto con todas sus complejas variedades, es madurez. Por
muy compleja y sutil que sea, por dentro y por fuera, la profundidad del
conflicto, puede ser comprendida. El conflicto, la frustración, la
realización, son un solo movimiento interno y externo. La marea que se
retira debe volver, y para ese movimiento mismo llamado marea, no hay
fuera ni dentro. El conflicto tiene que ser comprendido en todas sus
formas, no intelectualmente sino de hecho, poniéndose uno realmente en
contacto emocional con el conflicto. El contacto emocional, la conmoción,
no es posible si el conflicto es aceptado como algo necesario desde el
punto de vista intelectual, verbal, o si es negado sentimentalmente. La
aceptación o la negación no alteran un hecho, ni la razón ha de producir
el impacto necesario. Lo que lo hace es el acto de «ver» el hecho. El
«ver» no existe si hay condena o justificación o identificación con el
hecho. El «ver» sólo es posible cuando el cerebro no participa activamente
sino que observa, absteniéndose de clasificar, juzgar o evaluar. Tiene que
haber conflicto cuando existe el impulso de realizarse, con todas sus
inevitables frustraciones; hay conflicto cuando hay ambición con su sutil
y despiadada competencia; la envidia es parte de este incesante conflicto
por llegar a ser, por lograr, por triunfar.
No hay
comprensión en el tiempo. La comprensión no llega mañana; jamás llegará
mañana; la comprensión es ahora o nunca. Sólo existe el ahora. El «ver» es
instantáneo; cuando eventualmente se borra del cerebro el significado del
«ver», del comprender, entonces el ver es instantáneo. El «ver» es
explosivo, no razonado, no calculado. El temor es el que a menudo impide
«ver», comprender. El temor con sus defensas y su coraje, es el origen del
conflicto. Ver no es sólo ver con el cerebro, sino también más allá de él.
Ver el hecho produce su propia acción, que es por completo diferente de la
acción que se basa en la idea, en el pensamiento; la acción que procede de
una idea, de un pensamiento, engendra conflicto; la acción es en tal caso
una aproximación, una comparación con la fórmula, con la idea, y eso es lo
que produce el conflicto. No hay fin para el conflicto ‑grande o pequeño‑
dentro del campo del pensamiento. La esencia del conflicto es el estado de
no‑conflicto, el cual es madurez.
Al
despertar muy temprano en la mañana, la extraña bendición era meditación,
y la meditación era esa bendición. Estaba ahí con gran intensidad mientras
uno paseaba por un apacible monte.
28
Había
sido un día más bien caluroso y soleado, caluroso aun a esta altitud; la
nieve de las montañas resplandecía en su blancura. Habían sido varios los
días de sol y calor, y los torrentes estaban limpios y el cielo era de un
azul pálido; no obstante, en esa montaña aun había intensidad con respecto
al azul. Las flores al frente del camino lucían extraordinariamente
brillantes y alegres, y había frescura en los prados; las sombras eran
profundas y abundantes. Existe un pequeño sendero que cruza los prados
ascendiendo por los quebrados cerros y perdiéndose más allá de las
granjas; no había nadie en el sendero excepto una mujer anciana portando
una lata con leche y un canastillo con hortalizas; ella debe haber estado
subiendo y bajando por ese sendero toda su vida, ascendiendo los cerros a
la carrera cuando era joven, y ahora, toda encorvada y decrépita, subía
lentamente, penosamente, levantando apenas la vista del suelo. Ella morirá
y las montañas habrán de continuar. Más en lo alto había dos cabras
blancas, con esos ojos tan peculiares; habían subido para ser
domesticadas, manteniéndose a segura distancia de la valla electrificada
puesta para impedir que se extraviaran. Había una gatita blanquinegra que
pertenecía a la misma granja que las cabras; quería jugar; más en lo alto
aún, en un prado, había otro gato perfectamente quieto a la espera de
cazar una rata de campo.
Allá
arriba, a la sombra, todo era fresco, puro y bello, las montañas, los
cerros y los valles. El suelo era pantanoso en ciertos lugares y crecían
juncos, cortos y de color dorado, y entre el oro había flores blancas.
Pero esto no era todo. Mientras subíamos y bajábamos, durante toda esa
hora y media, estuvo ahí esa fuerza que es una bendición. Tiene la
cualidad de una inmensa e impenetrable solidez; no hay materia que pueda
tener esa solidez. La materia es penetrable, puede ser quebrada,
disuelta, vaporizada; el pensamiento y el sentimiento poseen cierto peso;
pueden ser medidos y también pueden ser cambiados, destruidos sin que
nada quede de ellos. Pero esta fuerza que nada podía penetrar ni disolver,
no era la proyección del pensamiento y, ciertamente, no era materia. Esta
fuerza no era una ilusión, no era la creación de un cerebro que
secretamente busca poder, ni era la fuerza que provee el poder. Ningún
cerebro podría formular una fuerza semejante con su extraña intensidad y
solidez. Estaba ahí, y ningún pensamiento podía inventarla o disiparla.
Existe una intensidad que adviene cuando no hay ningún requerimiento
psicológico. La comida, la ropa y el techo son necesidades y no
requerimientos psicológicos. El requerimiento psicológico es el oculto y
vehemente deseo de algo, el cual contribuye al apego. El deseo por el
sexo, por la bebida, por la fama, por el culto, con sus complejas causas;
el deseo de autorrealización con sus ambiciones y frustraciones; el deseo
de Dios, de inmortalidad. Todas estas formas del deseo inevitablemente
engendran ese apego que conduce al infortunio, al temor y al dolor de la
soledad. El deseo de expresarse uno a si mismo mediante la música,
mediante el escribir, el pintar o por otros medios, lleva a una
desesperada atadura a los medios. Un músico que usa su instrumento para
alcanzar la fama, para llegar a ser el mejor, cesa de ser un músico; él no
ama la música sino los beneficios que da la música. Nos utilizamos los
unos a los otros en función de nuestros requerimientos psicológicos, y a
eso lo llamamos con bonitos nombres; de esto brotan la desesperación y el
interminable infortunio. Utilizamos a Dios como un refugio, como una
protección, igual que una medicina, y así la iglesia, el templo con sus
sacerdotes se vuelven muy insignificantes, cuando no carentes de
significado alguno. Lo usamos todo, las máquinas, las técnicas, para
nuestros requerimientos psicológicos, y no hay amor por la cosa misma.
El amor
existe sólo cuando no existe el requerimiento psicológico, el deseo. La
esencia del yo es este deseo y el cambio constante de los deseos, y la
eterna búsqueda, de una atadura a otra, de un templo a otro templo, de un
compromiso a otro. El comprometerse uno a sí mismo con una idea, con una
fórmula, el pertenecer a algo, a alguna secta, a algún dogma, todo ello
está impulsado por el deseo, es la esencia que toma la forma de las más
altruistas actividades. Es un pretexto, una máscara. La libertad con
respecto a los deseos, es madurez. Con esta libertad adviene la intensidad
que no tiene causa ni es utilitaria.
29
Más allá
de los pocos chalets diseminados y de las granjas, hay un sendero que
atraviesa los prados y las alambradas de púas; antes de que descienda, se
aprecia una espléndida vista de las montañas con sus nieves y glaciares,
del valle y del pequeño poblado con gran número de tiendas. Puede verse
desde allí el origen de uno de los torrentes y los oscuros cerros
cubiertos de pinares; las líneas de estos cerros contra el cielo del
atardecer eran magnificas y parecían expresar infinidad de cosas. Era una
bella tarde; no se había visto ni una nube durante todo el día, y ahora la
pureza del cielo y de las sombras era sobrecogedora y era un deleite la
luz del anochecer. El sol estaba descendiendo detrás de los cerros, y
estos derramaban sus grandes sombras a través de otros cerros y prados. Al
cruzar otro campo de hierba, el sendero bajaba algo empinadamente y se
unía a un camino más grande y ancho que penetraba en los montes. En ese
camino no había nadie, se hallaba desierto y en los montes había un gran
silencio excepto por el torrente que pareció más ruidoso antes de
apaciguarse para la noche. Había allí altos pinos y el aire estaba
perfumado. Súbitamente, al dar el sendero una vuelta a través de un túnel
de árboles, había un sector de césped y un pedazo recién cortado de madera
de pino con el sol de la tarde sobre él. Era algo sobrecogedor en su
intensidad y su júbilo. Uno lo vio y desaparecieron el tiempo y el
espacio; sólo existía ese sector de luz y nada más. No era que uno se
hubiera vuelto esa luz o que uno se identificara con esa luz; las agudas
actividades del cerebro se habían detenido y todo el ser estaba ahí con
esa luz. Los árboles, el sendero, el ruido del torrente habían
desaparecido por completo, lo mismo que las quinientas y más yardas que
separaban la luz del observador. El observador había cesado y la
intensidad de ese trozo de sol crepuscular era la luz de todos los mundos.
Esa luz era todo el cielo y esa luz era la mente.
La
mayoría de las personas niega ciertas cosas fáciles y superficiales;
otros van más lejos en su negación y están aquellos que niegan totalmente.
Negar ciertas cosas es comparativamente fácil: la iglesia y sus dioses,
la autoridad y el poder de quienes la tienen, el político y sus métodos,
etc. Uno puede llegar bastante lejos en la negación de cosas que
aparentemente carecen de importancia, las relaciones, los absurdos de la
sociedad, la concepción de la belleza que establecen los críticos y
aquellos que dicen que saben. Uno puede descartar todo esto y quedarse
solo, solo no en el sentido de aislamiento y frustración, sino solo porque
uno ha visto el significado de todo esto y eventualmente se ha apartado
de ello sin ningún sentimiento de superioridad. Esas cosas se han
terminado, están muertas y uno no vuelve a ellas. Pero ir hasta el mismo
fin de la negación es un asunto completamente distinto; la esencia de la
negación es la libertad en soledad. Pero son pocos los que llegan tan
lejos y hacen pedazos todo refugio psicológico, toda fórmula, toda idea,
todo símbolo, quedando incólumes, desnudos e inocentes.
Pero qué
necesario es negar; negar sin procurar obtener algo, negar sin la amargura
de la experiencia y la esperanza del conocimiento. Negar y quedarse solo,
sin mañana, sin un futuro. La tormenta de la negación es la desnudez
total. Es esencial que uno permanezca solo, sin estar comprometido con
ningún curso de acción, con ninguna conducta en particular, con ninguna
experiencia, porque solamente esto libera a la conciencia de la esclavitud
del tiempo. Así, toda forma de influencia es comprendida y negada, lo cual
impide que el pensamiento transcurra en el tiempo. La negación del tiempo
es la esencia de la intemporalidad.
Negar el
conocimiento, la experiencia, lo conocido, es invitar a lo desconocido. La
negación es explosiva; no es un asunto de ideas, algo intelectual con lo
que el cerebro pueda jugar. En el mismo acto de negar hay energía, la
energía de la comprensión; y esta energía no es dócil, no puede ser
domeñada por el temor o por la conveniencia. La negación es
destructiva, no repara en las consecuencias; no es una reacción y,
por tanto, no es el opuesto de la afirmación. Afirmar que algo existe o
que no existe, es continuar en la reacción, y la reacción no es
negación. La negación no escoge y, por consiguiente, no es el resultado
del conflicto. La opción es conflicto, y el conflicto es inmadurez. Ver la
verdad como verdad, lo falso como falso y la verdad en lo falso, es
el acto de la negación. Es un acto y no una idea. La total negación del
pensamiento, de la idea y la palabra trae libertad con respecto a lo
conocido; con la total negación del sentimiento, de las emociones y
sensaciones, hay amor. El amor está más allá y por encima del pensamiento
y del sentimiento.
La total
negación de lo conocido es la esencia de la libertad.
Al
despertar temprano esta mañana, faltando aún muchas horas para el
amanecer, la meditación estaba más allá de las respuestas del pensamiento;
era una saeta que penetraba en lo desconocido y el pensamiento no podía
seguirla. Y llegó el alba para alegrar el cielo, y tan pronto como el sol
tocó las cumbres más altas, había esa inmensidad cuya pureza está más allá
del sol y de las montañas.
30
Había
sido un día despejado, caluroso, y la tierra y los árboles estaban
reuniendo fuerzas para el próximo invierno; ya el otoño estaba tornando
amarillas las pocas hojas que quedaban, un amarillo brillante contra el
verde oscuro. Estaban cortando el rico pasto de los prados y los campos
para alimentar a las vacas durante el largo invierno; todos trabajaban,
los adultos y los niños. Era un trabajo serio y no había mucha charla ni
risas. Las máquinas estaban reemplazando las guadañas, y sólo aquí y allá
se veían guadañas cortando los pastos. Al lado del torrente hay un camino
que atraviesa los campos; se estaba fresco ahí porque el ardiente sol ya
se había ocultado detrás de los cerros. El camino iba hasta más allá de
las granjas y de un aserradero; en los campos recientemente cortados había
miles de plantas de azafrán, tan delicadas, con ese perfume que les es tan
peculiar. Era una tarde clara y tranquila y las montañas se veían más
cerca que nunca. El torrente estaba silencioso, no había demasiadas rocas
y el agua se deslizaba rápidamente. Si uno quería mantenerse a su ritmo,
tenía que correr. En el aire había un aroma a pasto recién cortado, en una
tierra que era próspera y estaba contenta. Todas las granjas tenían
electricidad y parecía haber ahí paz y abundancia.
Qué pocos
son los que ven las montañas, o una nube. Miran, hacen alguna observación
y siguen de largo. Las palabras, los gestos, las emociones impiden ver. Se
le da un nombre a un árbol, a una flor, se les pone en categorías, y «eso
es tal cosa o tal otra». Alguien ve un paisaje a través de un arco o desde
una ventana y, si sucede que sea un artista o que esté familiarizado con
el arte, dice casi inmediatamente que eso es como aquellas pinturas
medievales o menciona el nombre de algún pintor moderno. O si se trata de
un escritor, mira con el fin de describirlo; si es un músico,
probablemente no ha visto jamás la curva de un cerro o las flores que
tiene a sus pies, es un prisionero de su práctica diaria o la ambición lo
tiene asido por el cuello. Si es un profesional de alguna clase, es
probable que jamás vea nada. Porque para ver debe haber humildad, y la
esencia de la humildad es la inocencia. Ahí está esa montaña iluminada por
el sol de la tarde; verla por vez primera, verla, como si nunca se la
hubiera visto antes, verla con inocencia, verla con ojos que han sido
bañados por el vacío, con ojos no marcados por el conocimiento ‑entonces
el ver es una experiencia extraordinaria. La palabra experiencia es fea,
va acompañada por la emoción, el conocimiento, el reconocimiento, la
continuidad; este ver no es ninguna de estas cosas. Es algo totalmente
nuevo. Para ver esta cualidad de lo nuevo tiene que haber humildad, esa
humildad que nunca ha sido contaminada por el orgullo, por la vanidad. Con
este hecho cierto, esa mañana existía este ver, que era como el ver la
cumbre de la montaña, el sol del ocaso. Ahí estaba la totalidad del propio
ser, el que no se hallaba en estado de necesidad, conflicto y opción; el
ser estaba totalmente pasivo, con una pasividad activa. Existen dos clases
de atención: una es activa y la otra carece de movimiento. Lo que estaba
sucediendo era realmente nuevo, algo que jamás había sucedido antes.
«Verlo» suceder era el milagro de la humildad; el cerebro permanecía
completamente quieto, sin ninguna respuesta pese a que se hallaba
despierto en su totalidad. «Ver» la cima de esa montaña tan espléndida al
sol poniente, aunque uno la hubiera visto miles de veces, verla con ojos
que no guardaban conocimiento, era ver el movimiento de lo nuevo. Esto no
es tonto romanticismo ni sentimentalidad con sus crueldades y humores, ni
emoción con sus olas de entusiasmo y depresión. Es algo tan completamente
nuevo, que en eta atención total sólo hay silencio. Lo nuevo existe desde
este vacío.
La
humildad no es una virtud; no es para ser cultivada, no está dentro de la
moralidad de lo respetable. Los santos no la conocen, porque ellos son
reconocidos por su santidad; el adorador no la conoce porque está
pidiendo, buscando; tampoco la conoce el devoto, ni el seguidor, porque
está persiguiendo algo. La acumulación niega la humildad ‑ya sea la
acumulación de propiedades, de experiencias o de capacidades. El aprender
no es un proceso aditivo; el conocimiento lo es. El conocimiento es
mecánico; el aprender no lo es nunca. Puede haber más y más conocimiento,
pero nunca existe el «más» en el aprender. El aprender cesa cuando hay
comparación. El aprender es el ver instantáneo, el cual no está en el
tiempo. Toda acumulación y todo conocimiento son mensurables. La humildad
no es comparable; no hay más o menos humildad; por lo tanto, ésta no
puede cultivarse. La moralidad y la técnica pueden cultivarse, puede haber
más o menos de ellas. La humildad no está dentro de la capacidad del
cerebro, ni lo está el amor. La humildad es siempre la acción de la
muerte.
Al
despertar muy temprano esta mañana, horas antes del amanecer, estaba
presente esa intensidad tan aguda, esa fuerza con su austeridad. En esta
austeridad había bienaventuranza. Según el reloj eso «duró» cuarenta y
cinco minutos con intensidad creciente. Dentro de ello estaban el
torrente y la noche serena con sus brillantes estrellas.
31
La
meditación sin una fórmula establecida, sin causa ni razón, sin una
finalidad ni un propósito, es un fenómeno increíble. No es sólo una gran
explosión que purifica, sino que también es muerte, muerte que no tiene un
mañana. Su pereza es devastadora; no deja un solo rincón secreto donde el
pensamiento pueda esconderse entre sus propias sombras. Su pureza es
vulnerable; no es una virtud engendrada mediante la resistencia. Es pura
porque carece de resistencia, como el amor. En la meditación no hay
mañana, ni hay argumentos con la muerte La muerte del ayer y del mañana no
deja el mezquino presente del tiempo, y el tiempo es siempre mezquino;
pero una destrucción así es lo nuevo. Esto es la meditación, no los tontos
cálculos del cerebro en busca de seguridad. La meditación es la
destrucción de la seguridad, y en la meditación hay gran belleza, no la
belleza de las cosas que han sido producidas por el hombre o por la
naturaleza, sino la belleza del silencio. Este silencio es el vacío en el
cual todas las cosas fluyen y existen. Es lo incognoscible, y ni el
intelecto ni el sentimiento pueden llegar a ello; no hay un sendero que
conduzca a este silencio, y cualquier método para ello es la invención de
un cerebro codicioso. Todos los sistemas y recursos del yo calculador
deben ser completamente destruidos; todo avanzar o retroceder ‑el camino
del tiempo‑ debe llegar a su fin, sin mañana. La meditación es
destrucción, es un peligro para quienes desean llevar una vida
superficial, una vida de mito y fantasía.
Las
estrellas brillaban muy claras a hora tan temprana. El amanecer estaba muy
lejos; había una quietud sorprendente y aun el tumultuoso torrente estaba
tranquilo y los cerros en silencio. Toda una hora transcurrió en ese
estado en que el cerebro no duerme sino que se halla despierto, sensible y
solamente observa; durante ese estado la totalidad de la mente puede ir
más allá de sí misma, sin dirección alguna porque no existe un director.
La meditación es una tempestad que destruye y purifica. Después, el lejano
amanecer llegó. La luz venia extendiéndose desde el Este, tan joven y
pálida, tan tímida y apacible; vino desde más allá de aquellos cerros
distantes y alcanzó las cumbres de las más elevadas montañas. En grupos o
individualmente, los árboles permanecían inmóviles, el álamo temblón
comenzó a despertar y el torrente voceaba su júbilo. Aquella blanca pared
de una granja que daba frente al Oeste, se tornó muy blanca. Lentamente,
apaciblemente, casi implorando con humildad, el amanecer llegó y colmó la
tierra. Luego, los picos nevados comenzaron a brillar tiñéndose de un
rosado claro, y se iniciaron los tempranos ruidos de la mañana. Tres
cornejas volaban cruzando el cielo, silenciosas, en la misma dirección;
desde lejos llegaba el sonido del cencerro de una vaca, pero aun había
quietud. Entonces, mientras un automóvil iba ascendiendo por la colina,
comenzó el día.
Sobre el
sendero del monte cayó una hoja amarilla; para algunos de los árboles el
otoño ya estaba allí. Era una única hoja, sin un solo defecto, sin una
mancha, perfecta. Del color amarillo del otoño, era bella aun en su
muerte, ninguna enfermedad la había alcanzado. Sin embargo, persistía aún
la plenitud de la primavera y el verano, y todas las hojas de ese árbol
estaban verdes todavía. Era la muerte en toda su gloria. La muerte estaba
ahí, no en la hoja amarilla, sino realmente ahí; no la inevitable muerte
tradicional, sino la muerte que está siempre ahí. No era una fantasía sino
una realidad imposible de abarcar. Está siempre ahí, a la vuelta de cada
curva de un camino, en cada casa, con cada dios. Ahí estaba en toda su
fuerza y su belleza.
Nadie
puede eludir a la muerte; uno puede olvidarla, puede racionalizarla o
creer que va a reencarnar o resucitar. Puede uno hacer lo que quiera,
acudir a un templo o a algún libro, y ella estará siempre ahí, en medio de
la fiesta, en plena salud. Uno debe vivir con ella para conocerla, y no
puede conocerla si le teme; el temor sólo la oscurece. Para conocerla,
para vivir con ella, uno debe amarla. El conocimiento de la muerte no es
el fin de la muerte. Es el fin del conocimiento pero no el de la muerte.
Amarla es no estar familiarizado con ella; uno no puede familiarizarse con
la destrucción. Uno no puede amar algo que no conoce, pero uno no conoce
nada, ni siquiera a la esposa o al jefe, y mucho menos algo totalmente
extraño. Pero no obstante, uno debe amarlo, lo extraño, lo desconocido.
Uno ama solamente aquello de lo que está seguro, aquello que proporciona
bienestar, seguridad. No ama lo incierto, lo desconocido; uno puede amar
el peligro, puede dar su vida por otro o matar a otro por su país, pero
esto no es amor; estas cosas tienen su propio beneficio y recompensa; la
gente ama la ganancia y el éxito aunque en ello haya dolor. No hay
beneficio alguno en conocer a la muerte pero, extrañamente, la muerte y el
amor van siempre juntos; nunca se separan. Uno no puede amar sin la
muerte; no puede abrazarse a alguien sin que la muerte esté ahí. Donde
está el amor también está la muerte, son inseparables.
¿Pero
sabemos qué es el amor? Conocemos la sensación, la emoción, el deseo, el
sentimiento y el mecanismo del pensar, pero ninguna de estas cosas es
amor. Amamos a nuestro cónyuge, a nuestros hijos; odiamos la guerra pero
practicamos la guerra. Nuestro amor conoce el odio, la envidia, la
ambición, el miedo; el humo de estas cosas no es amor. Amamos el poder y
el prestigio, pero el poder y el prestigio son malignos, corruptores.
¿Sabemos qué es el amor? No saberlo nunca es el prodigio de ello, la
belleza de ello. Nunca saberlo, lo cual no significa permanecer en la
duda, ni significa desesperación; ello es la muerte del ayer y, por tanto,
la completa incertidumbre del mañana. El amor no tiene continuidad, ni la
tiene la muerte. Sólo la memoria y la pintura en el marco tienen
continuidad, pero estas cosas son mecánicas (y aun las máquinas se
desgastan) y ceden el lugar a otras, a nuevas pinturas, a nuevos
recuerdos. Lo que tiene continuidad está siempre deteriorándose, y lo que
se deteriora no es muerte. Amor y muerte son inseparables, y donde están
el amor y la muerte siempre está la destrucción.
1º de
septiembre
La nieve
de las montañas se estaba derritiendo rápidamente porque habían
transcurrido muchos días de ardiente sol y ciclo despejado; el torrente se
había puesto turbio con el barro, tenía mayor caudal de agua y estaba más
impetuoso y turbulento. Cruzando el puente de madera y dirigiendo la
mirada hacia lo alto del torrente, allí estaba la montaña, de una
sorprendente delicadeza, distante, atractiva; su nieve resplandecía al
sol del crepúsculo. Era bello estar atrapado entre los árboles de ambos
lados del torrente y las veloces aguas, era algo sobrecogedoramente
inmenso deslizarse por el cielo, suspendido en el aire. No sólo la montaña
era bella, sino la luz del atardecer, los cerros, los prados, los árboles
y el torrente. De pronto, toda la tierra con sus sombras y su paz se
tornó intensa, extraordinariamente viva y absorbente. Ello se abrió camino
a través del cerebro como una llama que quemara la insensibilidad del
pensamiento. El cielo, la tierra y el observador, todos habían sido
alcanzados por esta intensidad y solamente existía la llama y nada más.
Durante ese paseo al lado del torrente, caminando por un sendero que
serpenteaba con suavidad a través de numerosos campos verdes, la
meditación no tenía lugar porque hubiera silencio o porque la belleza de
la tarde absorbiera todo pensamiento; ella continuaba pese a algunas
conversaciones. Nada podía interferirla; la meditación proseguía, no
inconscientemente en algunos lugares recónditos del cerebro y de la
memoria, sino que estaba ahí, era un hecho, como la luz del atardecer
entre los árboles. La meditación no es una búsqueda con un propósito, lo
cual engendra distracción y conflicto; no es el descubrimiento de un
juguete que ha de absorber todo pensamiento, tal como un niño está absorto
en su juguete; no es la repetición de una palabra con el fin de aquietar
la mente. La meditación comienza con el conocerse a si mismo y va más allá
del conocer. Durante el paseo, ella continuaba, moviéndose en las
profundidades con un movimiento que no tenía dirección. Proseguía más allá
del pensamiento consciente u oculto, y había un ver que estaba fuera del
alcance del pensamiento.
La mirada
va más allá de la montaña; esa mirada abarca las casas cercanas, los
prados, los bien delineados cerros y las montañas mismas; cuando uno
maneja un automóvil mira bien al frente, trescientas yardas de distancia o
más; ese mirar incluye los caminos laterales, aquel auto que está detenido
a un costado, el muchacho que cruza la carretera y el camión que viene
hacia uno; pero si uno vigilara meramente el auto que va delante, tendría
un accidente. La mirada distante incluye lo cercano, pero el mirar lo que
está cerca no incluye lo distante. Nuestra vida se consume en lo
inmediato, lo superficial. La vida en su totalidad presta atención al
fragmento, pero el fragmento jamás puede comprender la totalidad. Sin
embargo, esto es lo que siempre intentamos hacer: aferrarnos a lo pequeño
y, no obstante, tratar de asir lo total. Lo conocido es siempre lo
pequeño, el fragmento, y con lo pequeño buscamos lo desconocido. Nunca
soltamos lo pequeño; de lo pequeño estamos seguros, en ello encontramos
seguridad, al menos eso es lo que pensamos. Pero, de hecho, jamás podemos
estar seguros con respecto a nada salvo, probablemente, en cosas
superficiales y mecánicas, y aun éstas fallan. Podemos confiar, más o
menos, en cosas exteriores como los trenes en cuanto a su funcionamiento,
y estar seguros de ellos. Psicológicamente, internamente, por mucho que
podamos anhelarlo, no hay certidumbre, no hay permanencia; ni en nuestras
relaciones, ni en nuestras creencias, ni en los dioses de nuestro cerebro.
El intenso anhelo de certidumbre, de alguna clase de permanencia, y el
hecho de que no hay permanencia de ninguna clase, es la esencia del
conflicto entre la ilusión y la realidad. Es inmensamente más
significativo comprender el poder de crear ilusión, que comprender la
realidad. El poder de engendrar ilusión debe cesar completamente, no con
el fin de conquistar la realidad; no se puede negociar con el hecho. La
realidad no es un premio; lo falso debe desaparecer, no para lograr lo
verdadero sino porque es falso.
No existe
la renunciación
2
La tarde
era hermosa en el valle, al lado del torrente, con los verdes prados tan
ricos en pastura, las limpias granjas y las arrobadoras nubes plenas de
color y claridad. Una de ellas estaba suspendida sobre la montaña, con tan
vivida brillantez que parecía ser la favorita del sol. El valle estaba
fresco, agradable y rebosante de vida. En torno de él todo era quietud y
paz. Se veía ahí moderna maquinaria agrícola, pero ellos usaban todavía la
guadaña, y la presión y brutalidad de la civilización no los había
alcanzado. Los pesados cables eléctricos corrían sobre postes a lo largo
de todo el valle y también parecían formar parte de este mundo tan
sencillo y natural. Mientras caminábamos a través de los campos por el
estrecho sendero de hierba, las montañas con su nieve y su color parecían
tan cercanas, tan delicadas, tan completamente irreales. Las cabras
balaban para ser ordeñadas. De modo absolutamente inesperado toda esta
pródiga belleza, el color, los cerros, la rica tierra, este intenso valle,
todo ello estaba dentro de uno. No es en realidad que estuviera en el
interior de uno, sino que el propio corazón y el cerebro se hallaban tan
completamente abiertos sin la barrera del tiempo y el espacio, tan vacías
de todo pensamiento y sentimiento, que sólo existía esta belleza sin forma
ni sonido. Estaba ahí y toda otra cosa había cesado de existir. La
inmensidad de este amor, con la belleza y la muerte, llenaba el valle
entero y la totalidad del propio ser que era ese valle. Era un anochecer
extraordinario.
No existe
la renunciación. Aquello que se abandona está siempre ahí, y el renunciar,
el abandonar, el sacrificar no existen donde hay comprensión. La
comprensión es la esencia misma del no‑conflicto; la renunciación es
conflicto. Abandonar algo renunciando a ello es la acción de la voluntad,
la cual nace de la opción y el conflicto. La renuncia es un canje, y en el
canjear no hay libertad sino solamente más confusión y desdicha.
4
Bajar
desde los valles y las altas montañas y penetrar en una grande, ruidosa y
sucia ciudad, afecta el cuerpo.
Era un hermoso día cuando salimos cruzando por valles profundos, montes y
cascadas, hacia un lago azul y anchas carreteras. Fue un cambio violento
pasar del lugar aislado, pacifico, a una ciudad estrepitosa de día y de
noche, a un aire caliente y pegajoso. Por la tarde, mientras uno miraba
quietamente sentado los altos de las casas, observando la forma de los
tejados y sus chimeneas, muy inesperadamente esa bendición, esa fuerza, la
cualidad de «lo otro» advino con suave resplandor; llenó la habitación y
permaneció en ella. Está aquí mientras esto se escribe.
5
Vistos
desde la ventana de un octavo piso, los árboles a lo largo de la avenida
se estaban tornando amarillos, bermejos y rojos en medio de una larga
hilera de vivo verde. Desde esta altura las copas de los árboles brillaban
en su colorido y el estruendo del tráfico ascendía suavizándose un poco al
pasar a través de ellas. Sólo existe el color y no diferentes colores;
sólo existe el amor y no diferentes expresiones del amor; las diferentes
categorías del amor no son el amor. Cuando el amor se divide al
fragmentarse como divino y carnal, deja de ser amor. Los celos son el humo
que ahoga el fuego, y la pasión se torna en algo estúpido cuando no hay
austeridad, y la austeridad no existe si no hay abnegación, la cual es
humildad dentro de una absoluta sencillez. Al mirar hacia abajo esa masa
de color con los diferentes colores, sólo hay pureza, por mucho que ésta
pueda fragmentarse; pero la impureza, por más que pueda modificarse,
taparse, resistir, siempre seguirá siendo impura, como la violencia. La
pureza no se halla en conflicto con la impureza. La impureza nunca puede
llegar a ser pura, más de lo que la violencia puede llegar a ser
no‑violencia. La violencia simplemente tiene que cesar.
Hay dos
palomas que han hecho su nido bajo el tejado de pizarra al otro lado del
patio. La hembra entra primero y después, lentamente, con gran dignidad
el macho la sigue, y durante toda la noche permanecen allí; esta mañana
salieron temprano, primero el macho y después la hembra. Extendieron las
alas, compusieron sus plumas y se tendieron aplastándose contra el frío
tejado. Pronto, como desde ninguna parte, llegaron otras palomas, una
docena de ellas; se posaron alrededor de estas limpiándose las plumas,
arrullándose, empujándose las unas a las otras de un modo amistoso.
Después, súbitamente, todas se fueron volando excepto las primeras dos. El
cielo estaba cargado de densas nubes, pero lleno de luz en el horizonte
donde había una larga veta de cielo azul.
La
meditación no tiene comienzo ni tiene fin; en ella no hay logro ni
fracaso, no hay acumulación ni renunciamiento; es un movimiento que carece
de finalidad y, por tanto, está más allá y por encima del tiempo y del
espacio. Experimentar la meditación es negarla, porque el experimentador
está atado al tiempo y al espacio, a la memoria y al reconocimiento. La
base fundamental de la verdadera meditación es ese estado pasivo de
lúcida percepción que consiste en la libertad total con respecto a la
autoridad y la ambición, la envidia y el temor. La meditación no tiene
sentido ni significación alguna sin esta libertad, sin el conocimiento de
uno mismo; en tanto haya opción, no habrá conocimiento de si mismo. La
opción implica conflicto, el cual impide la comprensión de lo que es.
Perderse en alguna fantasía, en ciertas creencias románticas, no es
meditación; el cerebro debe despojarse de todo mito, de toda ilusión y
seguridad, y enfrentarse a la realidad de que todas esas cosas son falsas.
Entonces no hay distracción, todo está dentro del movimiento de la
meditación. La flor es la forma, el perfume, el color y la belleza que
constituye la totalidad de la flor. Si uno la rompe en pedazos, de hecho o
verbalmente, entonces no hay flor, sólo un recuerdo de lo que ha sido, el
cual nunca es la flor. La meditación es toda la flor en su belleza,
marchitándose y viviendo.
6
Temprano
en la mañana, el sol apenas comenzaba a mostrarse entre las nubes, y el
cotidiano estrépito del tránsito no había empezado todavía; estaba
lloviendo y el cielo era de un gris oscuro. En la pequeña terraza
disminuía el golpeteo de la lluvia y soplaba una fresca brisa. Estando uno
ahí a cubierto, mientras observaba una franja del río y las hojas
otoñales, advino «lo otro», llegó como un relámpago y permaneció por un
rato para volver a irse. Es extraño lo muy intenso y real que ello ha
llegado a ser. Era tan real como esos altos tejados con centenares de
chimeneas. Hay en ello una singular fuerza impulsora; es fuerte a causa
de su pureza, tiene la fuerza de la inocencia que nada puede corromper. Y
eso era una bendición.
Para el
descubrimiento, el conocimiento es destructivo. El conocimiento siempre
está en el tiempo, en el pasado; nunca puede traer libertad. Pero el
conocimiento es necesario para actuar, para pensar, y sin la acción la
existencia no es posible. Pero por sabia que sea la acción, por noble y
virtuosa, no abrirá las puertas a la verdad. No hay sendero hacia la
verdad; ella no puede ser comprada mediante ninguna acción ni por ninguna
sutileza del pensamiento. La virtud es solamente orden en un mundo
desordenado, y debe haber virtud, la cual es un movimiento de
no‑conflicto. Pero nada de esto abrirá la puerta a esa inmensidad. La
totalidad de la conciencia debe vaciarse de todo su conocimiento, de sus
actividades y su virtud; no vaciarse a si misma con un propósito, para
ganar, para realizar, para llegar a ser. Ella debe permanecer vacía aunque
esté funcionando en el cotidiano mundo del pensamiento y la acción. Es
desde este vacío que deben surgir el pensamiento y la acción. Pero este
vacío no abrirá la puerta. No debe haber puerta ni intento alguno de
llegar. No debe haber un centro en este vacío, porque este vacío no tiene
medida; es el centro el que mide, pesa, calcula. Este vacío está fuera del
tiempo y del espacio; está más allá del pensamiento y el sentimiento.
Adviene tan silenciosamente, tan recatadamente como el amor; no tiene
principio ni fin. Está ahí, inmutable e inmensurable.
7
Qué
importante es para el cuerpo estar por un largo tiempo en un solo lugar;
este constante viajar, cambiar de clima, de casas, afecta al cuerpo; éste
debe adaptarse, y durante el periodo de adaptación nada muy «serio» puede
ocurrir. Y entonces uno debe partir otra vez. Todo esto significa una
prueba para el cuerpo. Pero esta mañana, al despertar temprano antes de
que el sol se hubiera levantado, cuando ya amanecía, y a pesar del cuerpo,
la fuerza estaba ahí con su intensidad. Es curioso el modo en que el
cuerpo reacciona a ella; éste nunca ha sido perezoso, si bien a menudo se
fatiga; pero esta mañana, aunque el aire era frío, el cuerpo se tornó, o
más bien quiso estar, activo. Es sólo cuando el cerebro se halla quieto,
no dormido o pesado sino sensible y alerta, que «lo otro» puede
presentarse. Ello fue algo enteramente inesperado esta mañana, porque el
cuerpo está adaptándose todavía al nuevo ambiente.
El sol
apareció en un cielo claro; uno no podía verlo porque se interponían
muchas chimeneas, pero su resplandor llenó el firmamento; y las flores
sobre la pequeña terraza parecieron cobrar vida y su color se tornó más
brillante e intenso. Era una bella mañana llena de luz y el cielo se tornó
de un azul maravilloso. La meditación incluía ese azul y esas flores;
formaban parte de la meditación, se movían a través de ella; no eran una
distracción. No hay distracción realmente, porque la meditación no es
concentración; esta última excluye, interrumpe, resiste y, por lo tanto,
implica conflicto. Una mente meditativa puede concentrarse, lo que
entonces no es una exclusión, una resistencia; pero una mente concentrada
no puede meditar. Es curioso lo altamente importante que se vuelve la
meditación; para ella no hay un fin ni hay un comienzo. Es como una gota
de lluvia; en la gota están todos los arroyos, los grandes ríos, los mares
y las cascadas; esa gota alimenta a la tierra y al hombre; sin ella la
tierra seria un desierto. Sin la meditación, el corazón se vuelve un
desierto, una tierra desolada. La meditación tiene su propio movimiento;
uno no puede dirigirla, moldearla o forzarla; si lo hace, ello deja de
ser meditación. Este movimiento cesa si uno es meramente un observador, si
uno es el experimentador. La meditación es el movimiento que destruye al
observador, al experimentador; es un movimiento que está más allá de todo
símbolo, pensamiento y sentimiento. Su rapidez no puede medirse.
Pero las
nubes cubriendo el cielo y tenía lugar una batalla entre ellas y el
viento, y el viento estaba triunfando. Había una gran extensión de azul,
muy azul, y las nubes aun extraordinarias, llenas de luz y oscuridad, y
esas del Norte parecían haber olvidado el tiempo pero el espacio les
pertenecía. En el parque [el Campo de Marte] el suelo estaba cubierto por
las hojas del otoño, que también llenaban el pavimento. Era una mañana
clara, fresca, y las flores lucían espléndidas en sus colores estivales.
Más allá de la inmensa, alta y abierta torre [la Torre Eiffel] ‑la
principal atracción‑ pasaba una procesión funeraria, el féretro y el coche
fúnebre recubierto con flores y seguido por muchos automóviles. Aun en la
muerte querernos ser importantes, no hay fin para nuestra presunción y
vanidad. Todos quieren ser alguien o estar relacionados con alguno que sea
«alguien». Desean el poder y el éxito, grande o pequeño, y quieren ser
reconocidos. Sin el reconocimiento, carecen de significación; desean ser
reconocidos por los muchos o por aquel que domina. El poder es siempre
respetado y, por lo tanto, se lo convierte en respetable. El poder es
siempre maligno, ya sea manejado por el político, por el santo, o por la
esposa sobre el marido. Por muy maligno que sea, todos lo anhelan con
vehemencia, y aquellos que lo poseen desean tener más. Ese coche fúnebre
con esas alegres flores al sol parece tan lejano; y ni siquiera la muerte
pone fin al poder, porque éste continúa en otro. Es la antorcha del mal
que continúa de generación en generación. Pocos pueden rechazarla amplia
y libremente, sin mirar hacia atrás; ellos no tienen recompensa. La
recompensa es el éxito, la aureola del reconocimiento. Cuando no se es
reconocido, cuando el fracaso ha sido olvidado hace mucho tiempo, cuando
ha cesado todo esfuerzo y conflicto y uno es nadie, entonces adviene una
bendición que no es de la iglesia ni de los dioses del hombre. Los niños
jugaban y daban voces cuando el coche fúnebre pasó junto a ellos y ni
siquiera lo miraron, absortos en su juego y en sus risas.
8
Las
estrellas aún pueden verse en esta bien iluminada ciudad, y hay otros
sonidos fuera del estrépito del tráfico ‑el arrullo de las palomas y el
piar de los gorriones‑; hay otros olores además de los gases de monóxido:
el olor de las hojas del otoño y el perfume de las flores. Esta mañana
temprano había unas pocas estrellas en el cielo y nubes blanquecinas, y
con ellas advino ese intenso penetrar en la profundidad de lo desconocido.
El cerebro estaba quieto, tan quieto que podía oír el más tenue ruido, y
estando quieto ‑y por tanto incapaz de interferir‑ había un movimiento que
comenzaba en ninguna parte y continuaba, a través del cerebro, penetrando
en desconocidas profundidades donde las palabras pierden su significado.
Pasaba rápidamente por el cerebro y proseguía más allá del tiempo y del
espacio. Uno no está describiendo una fantasía, un sueño, una ilusión,
sino un hecho real que tenia lugar, pero lo que tenía lugar no es la
palabra ni la descripción. Había una energía abrasadora, una vitalidad
explosiva e instantánea, y con ella advino este penetrante movimiento. Era
como un viento tremendo, acopiando potencia y furia a medida que pasaba
embistiendo, destruyendo, purificando, dejando un inmenso vacío. Había una
completa y lúcida percepción de la cosa total, y una gran fuerza y
belleza; no la fuerza y la belleza que son fabricadas, sino las de algo
que era completamente puro e incorruptible. Ello duró, por el reloj, diez
minutos, pero fue algo incalculable.
El sol
surgió en medio de una gloria de nubes fantásticamente vivas y profundas
en su color. El estrépito de la ciudad aún no había comenzado y las
palomas y gorriones estaban fuera. Qué curiosamente superficial es el
cerebro. Por sutil y profundo que sea el pensamiento, nace no obstante de
la superficialidad. El pensamiento está atado al tiempo y el tiempo es
mezquino; esta mezquindad es la que pervierte el «ver». El ver es siempre
instantáneo, como el comprender, y el cerebro, que es un producto del
tiempo, impide el ver y lo pervierte. Tiempo y pensamiento son
inseparables; si se pone fin a uno se le pone fin al otro. El pensamiento
no puede ser destruido por la voluntad, porque la voluntad es pensamiento
en acción. El pensamiento es una cosa y el centro desde el cual proviene
el pensamiento, es otra. El pensamiento es la palabra y la palabra es la
acumulación de la memoria, de la experiencia. Sin la palabra, ¿existe el
pensamiento? Hay un movimiento que no es la palabra y que no pertenece
al pensamiento; puede ser descrito por el pensamiento pero no es el
pensamiento. Este movimiento adviene mando el cerebro está quieto pero
activo, y el pensamiento jamás puede buscarlo y encontrarlo.
El
pensamiento es memoria, y la memoria es una acumulación de respuestas; por
lo tanto, el pensamiento está siempre condicionado por mucho que pueda
imaginar que es libre. El pensar es mecánico, está amarrado al centro de
su propio conocimiento. La distancia que abarca el pensar depende del
conocimiento, y el conocimiento es siempre el residuo del ayer, del
movimiento que ya no existe. El pensamiento puede proyectarse hacia el
futuro pero está sujeto al pasado. El pensamiento construye su propia
cárcel y vive en ella, tanto si está en el futuro como en el pasado, sea
una cárcel dorada o una cárcel ordinaria. El pensamiento jamás puede estar
quieto, porque su misma naturaleza es la inquietud, siempre embistiendo,
siempre aislándose. La maquinaria del pensar está en permanente
movimiento, ruidosa o silenciosamente, en la superficie o en lo recóndito.
No puede acabar consigo misma. El pensamiento puede refinarse, puede
controlar sus divagaciones; puede escoger su propia dirección y adaptarse
al medio.
El
pensamiento no puede ir más allá de sí mismo; puede funcionar en campos
estrechos o amplios pero siempre estará dentro de las limitaciones de la
memoria, y la memoria es siempre limitada. La memoria debe morir
psicológicamente, internamente, y funcionar tan sólo en lo externo.
Internamente debe haber muerte y externamente sensibilidad a cada reto y
respuesta. Cuando el pensamiento se ocupa de lo interno, impide la acción.
9
Tener un
día tan bello en la ciudad parece un verdadero desperdicio; no hay una
nube en el cielo, el sol es cálido y las palomas se calientan sobre el
tejado, pero el estrépito de la ciudad continúa despiadado. Los árboles
sienten el aire del otoño y sus hojas están cambiando lenta y
lánguidamente, sin que nadie les preste atención. Las calles están
atestadas de personas que siempre miran las tiendas, muy pocas el cielo;
se ven cuando pasan el uno al lado del otro, pero están demasiado ocupados
consigo mismos, con el modo en que lucen, con la impresión que causan; la
envidia y el temor están siempre ahí pese a sus afeites, a su refinada
apariencia. Los trabajadores se hallan demasiado cansados, abatidos y
descontentos. Y los árboles agrupados contra la pared de un museo parecen
tan absolutamente suficientes por sí mismos; el río contenido por la
piedra y el cemento se ve tan por completo indiferente. Hay profusión de
palomas, contoneándose con esa dignidad que les es característica. Y así
transcurre un día en la calle, en la oficina. Es un mundo de monotonía y
desesperación, con risa que muy pronto desaparece. En el anochecer, los
monumentos y las calles se iluminan, pero hay en todo ello una futilidad
inmensa y un dolor insoportable.
Una hoja
amarilla acaba de caer sobre el pavimento; todavía está llena del verano y
aun en la muerte sigue siendo muy bella; ni una sola parte de esa hoja
está marchita, tiene todavía la forma y la gracia primaverales, pero está
amarilla y habrá de secarse al anochecer. Temprano en la mañana, cuando el
sol recién se asomaba en un cielo claro, hubo un relámpago de «lo otro»
con su bendición, y la belleza de ello persiste. No es que el pensamiento
lo haya capturado y lo retenga, sino que ello ha dejado su huella en la
conciencia. El pensamiento es siempre fragmentario y lo que retiene como
recuerdo es siempre parcial. El pensamiento no puede observar la
totalidad; la parte no puede ver el todo, y la huella de la bendición no
es verbal, no puede comunicarse mediante palabras, ni mediante símbolo
alguno. El pensamiento fracasará siempre en su tentativa de descubrir, de
experimentar aquello que está fuera del tiempo y del espacio. El cerebro,
la maquinaria del pensamiento puede aquietarse; el cerebro muy activo
puede estar quieto; su maquinaria puede funcionar muy lentamente. La
quietud del cerebro es esencial, aunque éste debe hallarse intensamente
sensible; sólo entonces puede haber inocencia, frescura, una cualidad
nueva del pensamiento. Es esta cualidad la que pone fin al dolor y a la
desesperación.
10
Es una
mañana sin una sola nube; el sol parece haber desterrado todas las nubes
de la escena. Hay paz excepto por el rugir del tráfico, que prosigue aun
en domingo. Las palomas se calientan sobre los tejados de zinc y son casi
del mismo color que éstos. No corre un soplo de aire, aunque se está
agradablemente fresco.
Hay una
paz que está más allá del pensamiento y el sentimiento. No es la paz del
sacerdote, ni la del político, ni la de aquel que la busca. La paz no es
para ser buscada. Lo que se busca ya debe ser conocido y lo que se conoce
nunca es lo real. La paz no es para el creyente o para el filósofo que se
especializa en teorías. No es una reacción, una respuesta contraria a la
violencia. No tiene opuesto, todos los opuestos deben cesar, debe cesar
el conflicto de la dualidad. La dualidad existe, luz y oscuridad, hombre
y mujer, etc., pero de ningún modo es necesario el conflicto entre los
opuestos. El conflicto entre los opuestos surge únicamente cuando hay
deseo, el compulsivo apremio por realizar, el deseo sexual, la exigencia
psicológica de seguridad. Sólo entonces hay conflicto entre los opuestos;
escapar de los opuestos ‑apego y desapego‑ es buscar la paz mediante la
iglesia o la ley. La ley puede dar y, de hecho, da un orden superficial;
la paz que ofrecen la iglesia y el tiempo es una fantasía, un mito hacia
el cual puede escapar una mente que está confusa. Pero esto no es paz. El
símbolo, la palabra deben ser destruidos, no destruidos con el fin de
tener paz, sino que deben ser hechos pedazos porque son un impedimento
para la comprensión. La paz no es algo que esté en venta, un artículo de
canje. El conflicto en todas sus formas debe cesar, y entonces tal vez
eso esté ahí. Tiene que haber negación total, el cese de las urgencias
internas, de los deseos; sólo entonces el conflicto llega realmente a su
fin. En ese vacío hay un nacer. Toda la estructura interna de resistencia
y seguridad debe desvanecerse y desaparecer; únicamente entonces adviene
el vacío. Sólo en este vacío hay paz, una paz cuya virtud no tiene precio
ni significa una ganancia.
Temprano
en la mañana estaba ahí, llegó con el sol en un cielo claro y opaco; era
algo maravilloso pleno de belleza, una bendición que nada pedía, ni
sacrificio, ni discípulos, ni virtud, ni rezos secretos. Estaba ahí en
plenitud y sólo una mente y un corazón plenos podían recibirla. Estaba más
allá de toda medida.
11
El parque
estaba atestado de gente por todas partes, niños, nurses, razas
diferentes; todos hablando, gritando, jugando, y funcionaban las fontanas.
El director de jardines debe tener muy buen gusto; había flores en
abundancia con infinidad de colores, todos combinados entre si. Se vivía
un aire de espectáculo y alegre festividad. Era una tarde agradable y todo
el mundo parecía estar afuera luciendo sus mejores ropas. Atravesando el
parque y después de cruzar una vía pública, había una calle tranquila con
árboles y casas antiguas bien conservadas; el sol estaba poniéndose,
incendiando las nubes y el río. El día siguiente prometía ser otra vez un
hermoso día, y esta mañana el temprano sol atrapó unas pocas nubes
coloreándolas de un vivo rosa y carmín. Era una buena hora para permanecer
quieto, para meditar. El letargo y la quietud no marchan juntos; para
estar quieto debe haber intensidad y meditación; ello no es, entonces, un
vagar a la ventura sino algo activo y potente. La meditación no consiste
en perseguir un pensamiento o una idea, sino que es la esencia de todo
pensamiento, lo que significa estar más allá de todo pensamiento y
sentimiento. Entonces la meditación es un movimiento dentro de lo
desconocido.
La
inteligencia no es la mera capacidad de concebir, recordar y comunicar; es
más que eso. Uno puede estar muy informado y ser hábil en un nivel de
existencia y completamente torpe en otros niveles. En cuanto a eso, el
conocimiento por muy profundo y amplio que pueda ser, no indica
necesariamente inteligencia. La capacidad no es inteligencia. La
inteligencia es una sensible y lúcida percepción de la totalidad de la
vida; la vida con sus problemas, contradicciones, desdichas, alegrías.
Darse cuenta de todo esto sin preferencia alguna y sin ser atrapado por
ninguno de sus eventos sino fluir con la totalidad de la vida, es
inteligencia. Esta inteligencia no es el resultado de influencia alguna ni
del medio circundante; no es la prisionera de ninguna de estas cosas y,
por lo tanto, puede comprenderlas y así estar libre de ellas. La
conciencia es limitada, tanto la evidente como la oculta, y su actividad,
por alerta que sea, está confinada dentro de los límites del tiempo; la
inteligencia no lo está. La percepción alerta y sensible, sin opciones,
de la totalidad de la vida, es inteligencia. Esta inteligencia no puede
ser usada para obtener ganancia o provecho de ninguna especie, sea en lo
individual o en lo colectivo. Esta inteligencia es destrucción y, por
tanto, la forma no significa nada y la reforma es una regresión. Sin
destrucción, todo cambio es una continuidad modificada. La destrucción
psicológica de todo lo que ha sido, no el mero cambio exterior, eso es
esencialmente inteligencia. Sin esta inteligencia toda acción conduce a la
confusión y a la desdicha. El dolor es la negación de esta inteligencia.
La
ignorancia no es la falta de conocimiento sino la falta del conocimiento
de sí mismo; sin el conocimiento de sí mismo no hay inteligencia. El
conocimiento de sí mismo no puede acumularse como conocimiento; el
aprender es de instante en instante. No es un proceso aditivo; en el
proceso de acumular, de sumar, se forma un centro, el centro del
conocimiento, de la experiencia. En este proceso, positivo o negativo, no
existe el comprender, porque en tanto haya una intención de acumular o de
resistir, el movimiento del pensar y del sentir no pueden comprenderse, no
hay conocimiento de sí mismo. Sin el conocimiento de sí mismo no hay
inteligencia. Ese conocimiento es presente activo, no es un juicio; todo
juicio acerca de uno mismo implica una acumulación, una evaluación a
partir de un centro de experiencia y conocimiento. Es este pasado el que
impide la comprensión del presente activo. En la acción de conocerse uno a
sí mismo, hay inteligencia.
12
Una
ciudad no es un lugar agradable, por bella que sea la ciudad, y ésta lo
es. El limpio río, los espacios abiertos, las flores, el ruido, el polvo
y la sorprendente torre, las palomas y la gente, todo esto y el cielo
tienden a que una ciudad sea agradable, pero no es como los campos, los
bosques y el aire puro; el campo es siempre bello, tan lejos de todo el
humo y el rugir del tráfico, tan lejos; allá está la tierra en toda su
plenitud, en toda su riqueza. Caminando a lo largo del río, con el
incesante estruendo del tráfico, el río parecía contener en sí toda la
tierra; aunque retenido por la tierra y el cemento, era en su vastedad
todos los ríos, desde las montañas hasta los llanos. Se tornó de color del
crepúsculo, con todos los colores que el ojo haya visto jamás, tan
espléndidos y tan efímeros. La brisa del anochecer jugaba con todo, y cada
hoja era alcanzada por el otoño. El cielo estaba muy cercano abrazando la
tierra y había una paz increíble. La noche llegó lentamente.
Al
despertar temprano esta mañana, cuando el sol sé encontraba aun bajo el
horizonte y el amanecer había comenzado, la meditación se rindió a «lo
otro», a «aquello» cuya bendición es luz y es poder. Estuvo ahí la
noche pasada cuando uno se acostó, tan inesperadamente, con tanta
claridad. Por algunos días había estado ausente, mientras el cuerpo se
adaptaba a las costumbre de la ciudad, y fue así que cuando advino hubo
gran intensidad y belleza, y todo se tornó silencioso; aquello llenaba la
habitación y mucho más allá de la habitación. Aunque el cuerpo estaba
relajado había en él cierta rigidez, no, cierta inmovilidad. Ello debe
haber proseguido durante toda la noche, porque al despertar estaba
activamente presente. Toda descripción de ello carece de significado
porque la palabra nunca podrá abarcar su inmensidad y belleza. Cuando eso
es, todo cesa, y el cerebro con sus respuestas y actividades, de un modo
extraño, se descubre a sí mismo súbita y voluntariamente quieto, sin una
sola respuesta, sin un solo recuerdo y sin que haya registro alguno de lo
que está. Está extraordinariamente vivo, pero absolutamente quieto. Ello
es demasiado inmenso para cualquier imaginación, la cual es más bien
inmadura y tonta en todas sus formas. El hecho, lo que realmente ocurre,
es tan vital y significativo, que toda imaginación e ilusión pierden su
sentido.
La
comprensión de las necesidades es de gran significación. Existen las
necesidades exteriores, útiles y esenciales, comida, ropa, techo; pero
fuera de eso, ¿hay alguna otra necesidad? Aunque cada cual esté atrapado
en el torbellino de sus necesidades internas, ¿son ellas esenciales? La
necesidad del sexo, la necesidad de realización, el apremiante impulso de
la ambición, de la envidia, la codicia, ¿son el camino de la vida? Cada
cual ha hecho de eso el camino de la vida por miles de años; la sociedad
y la iglesia respetan y honran grandemente esas cosas. Todos han aceptado
ese modo de vivir, o estando tan condicionados a esa vida continúan con
ella, luchando débilmente contra la corriente, desalentados, buscando
escapes. Y los escapes se vuelven más significativos que la realidad. Las
necesidades psicológicas son un mecanismo de defensa contra algo que es
mucho más significativo y real. La necesidad de realizarse, de ser
importante, brota del miedo a algo que está ahí pero que no se conoce, que
no ha sido experimentado. La realización y la autoimportancia en el nombre
del propio país o de un partido, o en virtud de alguna creencia
gratificadora, son escapes del hecho de la propia nada, de la vacuidad y
soledad de nuestras actividades autoaislantes. Las necesidades internas,
que parecen no tener fin, se multiplican, cambian y continúan. Éste es el
origen, la fuente del contradictorio y abrasador deseo.
El deseo
siempre está ahí; los objetos del deseo cambian, disminuyen o se
multiplican, pero el deseo está siempre ahí. Controlado, torturado,
negado, aceptado, reprimido, dejado en libertad de moverse o interceptado
en su carrera, él está siempre ahí, débil o fuerte. ¿Qué hay de malo en el
deseo? ¿Por qué esta incesante guerra contra él? Es perturbador, doloroso,
lleva a la confusión y a la desgracia, pero no obstante está ahí, siempre
está ahí, frágil o poderoso. Comprenderlo completamente, sin reprimirlo,
sin disciplinarlo, comprenderlo más allá de todo reconocimiento es
comprender la necesidad. La necesidad y el deseo marchan juntos, como la
realización y la frustración. No hay deseo noble o innoble sino sólo deseo
en permanente conflicto dentro de sí mismo. El ermitaño y el jefe del
partido se consumen de deseo, lo llaman con diferentes nombres pero ahí
está corroyendo el corazón de las cosas. Cuando existe la comprensión
total de la necesidad, tanto en lo externo como en lo interno, entonces el
deseo no es una tortura. Entonces tiene un sentido por completo diferente,
una significación que está mucho más allá del sentimiento con sus
emociones, mitos e ilusiones. Con la total comprensión de la necesidad,
no meramente de la cantidad o cualidad de ella, el deseo es entonces una
llama y no una tortura. Sin esta llama la vida misma se malogra, se
pierde. Esta llama es la que quema la mezquindad de su objeto, las
fronteras, las vallas que le han sido impuestas. Entonces uno puede darle
el nombre que quiera, amor, muerte, belleza. Entonces está ahí sin que
tenga fin.
13
El de
ayer fue un día extraño. «Lo otro» persistió todo el día, durante el corto
paseo, mientras uno estuvo descansando y, muy intensamente, durante la
platica.
Se mantuvo insistentemente la mayor parte de la noche, y esta mañana
temprano, al despertar después de un breve sueño, continuaba. El cuerpo
está muy cansado y necesita descanso. Extrañamente, el cuerpo se torna muy
quieto, muy sereno, inmóvil, pero cada pulgada de él está intensamente
viva y sensible.
Tan lejos
como la vista pueda abarcar, hay pequeñas y cortas chimeneas, todas sin
humo porque el tiempo es muy caluroso; el horizonte está muy lejos, se ve
irregular, confuso; la ciudad parece extenderse y prolongarse
interminablemente. A lo largo de la avenida hay árboles en espera del
invierno, porque el otoño ya comienza lentamente.
El cielo
estaba plateado, pulido y brillante y la brisa dibujaba figuras sobre el
río. Las palomas se pusieron en movimiento temprano en la mañana, y apenas
el sol calentó los tejados de zinc, ahí estaban ellas calentándose. La
mente, dentro de la cual están el cerebro, el pensamiento, el sentimiento
y todas las sutiles emociones, la fantasía y la imaginación, es una cosa
extraordinaria. Todos sus contenidos no constituyen la mente y, no
obstante, sin ellos la mente no existe; ella es más que lo que contiene.
Sin la mente no habría contenidos; éstos existen gracias a ella. En el
total vacío de la mente tienen su existencia el intelecto, el pensamiento,
la totalidad de la conciencia. Un árbol no es la palabra, ni la hoja, la
rama o las raíces; la totalidad de ello es el árbol y, sin embargo, él no
es ninguna de estas cosas. La mente es ese vacío en el cual las cosas de
la mente pueden existir, pero las cosas no son la mente. Es a causa de
este vacío que surgen el tiempo y el espacio. Pero el cerebro y las cosas
del cerebro cubren todo un campo de la existencia; ésta se halla ocupada
por sus múltiples problemas. El cerebro no puede aprehender la naturaleza
de la mente, ya que funciona tan sólo en la fragmentación y los muchos
fragmentos no hacen lo total. Y, no obstante, el cerebro está ocupado en
reunir los fragmentos contradictorios para componer la totalidad. Lo total
nunca puede ser el resultado de reunir y juntar las partes.
La
actividad de la memoria, el conocimiento en acción, el conflicto de los
deseos opuestos, la búsqueda de libertad, están aun dentro de los confines
del cerebro; el cerebro puede perfeccionar, aumentar, acumular sus
deseos, pero el dolor ha de proseguir. No hay fin para el dolor en tanto
el pensamiento sea meramente una respuesta de la memoria, de la
experiencia. Existe un «pensar» que nace del total vacío de la mente; ese
vacío no tiene un centro y, por tanto, es capaz de un movimiento infinito.
La creación nace desde este vacío, pero no es la creación del hombre que
produce cosas. Esa creación que proviene del vacío es amor y es muerte.
Ha sido
nuevamente un extraño día. «Lo otro» ha estado presente cualquiera haya
sido la actividad diaria o el lugar en el que uno se hubiera encontrado.
Es como si el cerebro estuviera viviendo dentro de ello; el cerebro ha
permanecido muy quieto sin dormirse, sensible y alerta. Hay un sentido de
observación que actúa desde una profundidad infinita. Aunque el cuerpo
está cansado, existe un estado peculiar de lucidez. Una llama que está
siempre ardiendo.
14
Ha estado
lloviendo toda la noche, y ello resulta agradable después de muchas
semanas de sol y polvo. La tierra se había resecado, estaba quemada y
llena de grietas; un denso polvo cubría las hojas y el césped estaba
siendo regado. En una ciudad sucia y populosa, tantos días de sol eran
algo desagradable; el aire se había puesto pesado y ahora ha estado
lloviendo por muchas horas. Sólo a las palomas les disgusta eso; se ponen
al abrigo donde pueden, se las ve alicaídas y han cesado sus arrullos.
Los gorriones acostumbraban a bañarse junto con las palomas en cualquier
lugar donde hubiera agua, y ahora se han escondido lejos en alguna parte;
tenían el hábito de venir a la terraza, tímidos y ansiosos, pero la fuerte
lluvia ha tomado posesión de todo y la tierra está mojada.
Otra vez
«lo otro», esa bendición, estuvo ahí la mayor parte de la noche, estuvo
incluso durante el sueño; uno sintió esa bendición al despertar, intensa,
persistente, apremiante; estaba ahí como si hubiera continuado por toda la
noche. Siempre se halla acompañada de una gran belleza, no de imágenes,
sentimientos o pensamientos. La belleza no es del pensamiento ni del
sentimiento; ella nada tiene que ver con el emocionalismo o el
sentimentalismo.
Existe el
temor. El temor jamás está en el ahora; está antes o después del presente
activo. Cuando hay temor en el presente activo, ¿es ello temor? Está ahí y
no hay modo de escapar, de evadirse de él. Ahí, en ese momento, hay
atención total al instante de peligro físico o psicológico. Cuando hay
completa atención, no hay temor. Pero el momento presente de inatención es
el que engendra el temor; el temor surge cuando se elude el hecho, cuando
se escapa de él; entonces el escape mismo es el temor.
El temor
y sus múltiples formas, culpa, ansiedad, esperanza, desesperación, está
ahí en cada momento de la relación; está ahí en toda búsqueda de
seguridad; está ahí en el llamado amor y en la adoración, en la ambición y
el éxito; está ahí en la vida y en la muerte, en las cosas físicas y en
los factores psicológicos. El temor existe en muchísimas formas y en todos
los niveles de nuestra conciencia. La defensa, la resistencia y el rechazo
provienen del temor. Temor a la oscuridad y temor a la luz; temor de ir y
temor de venir. El temor empieza y termina en el deseo de estar seguro, de
tener permanencia. La continuidad de la permanencia es buscada en todas
las direcciones, en la virtud, en la relación, en la acción, en la
experiencia, en el conocimiento, en las cosas externas y en las internas.
Encontrar un refugio y estar seguro, ése es el eterno clamor. Esta
insistente demanda es la que engendra el miedo.
¿Pero
existe la permanencia, sea externa o internamente? Tal vez podría haberla,
hasta cierto punto, en lo externo, y aun así eso es precario; hay guerras,
revoluciones, hay progreso, accidentes, terremotos. Uno tiene que tener
comida, ropa y techo; eso es esencial y necesario para todos. Aunque se la
busque, ciegamente o con razón, ¿existe certidumbre interna alguna,
continuidad interna, permanencia? No existe. El escape de esta realidad
es temor. La incapacidad de hacer frente a esta realidad engendra todas
las formas de esperanza y desesperación.
El
pensamiento mismo es el origen del temor. El pensamiento es tiempo; el
pensamiento acerca del mañana es placer o dolor; si es placentero, el
pensamiento lo perseguirá temiendo que termine; si es doloroso, el huir de
ello es miedo. Ambos, el placer y el dolor, son la causa del miedo. El
tiempo como pensamiento y el tiempo como sentimiento, producen temor. El
cese del temor es la comprensión del pensamiento, del mecanismo de la
memoria y de la experiencia. El pensamiento es el proceso total de la
conciencia, la evidente y la oculta; el pensamiento no es meramente la
cosa acerca de la que se piensa sino el origen mismo de ese pensamiento.
El pensamiento no es sólo la creencia, la idea y la razón, sino el centro
desde el cual estas cosas surgen. Este centro es el origen de todo temor.
¿Pero existe la experiencia del temor, o hay conciencia acerca de la causa
del temor, de la cual el pensamiento está escapando? La autoprotección
física es una cosa sensata, normal y sana, pero internamente toda otra
forma de autoprotección implica resistencia y siempre acumula, fortalece
esa energía que es el temor. Este temor interno hace de la seguridad
externa un problema de clase, de prestigio, de poder, y entonces hay
crueldad competitiva.
Cuando
este proceso total de pensamiento, tiempo y temor es visto —no como una
idea, como una fórmula intelectual— hay completa terminación del temor
tanto consciente como oculto. La comprensión de sí mismo es el despertar y
el fin del temor.
Y cuando
el temor cesa, también cesa el poder de engendrar ilusión, mitos, visiones
con su esperanza y su operación, y sólo entonces comienza un movimiento
que va más allá de la conciencia, la cual es pensamiento y sentimiento.
Este movimiento es un vaciar de los recónditos rincones de la mente y de
los más profundos y escondidos deseos y necesidades. Entonces, cuando
existe este total vacío, cuando no hay absoluta y literalmente nada, ni
influencia, ni evaluación, ni frontera, ni palabra, entonces en esta
completa quietud del tiempo‑espacio, está eso que es innominable.
15
Fue un
bello anochecer, el cielo estaba claro y, a pesar de las luces de la
ciudad, se veían brillar las estrellas; aunque la torre estaba iluminada
por todos los lados, uno podía divisar el horizonte distante y bien abajo
había retazos de luz sobre el río; pese al incesante rugir del tráfico,
fue un anochecer apacible. La meditación se deslizó sobre uno como una ola
cuando cubre las arenas. No era una meditación que el cerebro pudiera
capturar en la red de su memoria; era algo a lo que el cerebro se rindió
totalmente sin resistencia alguna. Era una meditación que iba mucho más
allá de cualquier forma o método; el método, la fórmula, la repetición,
destruyen la meditación. Ésta lo incluía todo en su movimiento, las
estrellas, el ruido, la quietud y la extensión del río. Pero no había un
meditador; el meditador, el observador debe cesar para que la meditación
sea. La disolución del meditador es también meditación; pero cuando el
meditador cesa, entonces existe una meditación que es por completo
diferente.
Era muy
temprano en la mañana; Orión venia levantándose en el horizonte y las
Pléyades estaban casi sobre uno. El rugir del tráfico se había aquietado y
a esa hora no había luces en ninguna de las ventanas y corría una brisa
fresca y agradable. En la completa atención no existe el experimentar.
Existe en la inatención; es esta inatención la que acopia experiencia y
multiplica los recuerdos erigiendo muros de resistencia; es esta
inatención la que vigoriza las actividades egocéntricas. La inatención es
concentración, la cual es un excluir, un separar; la concentración conoce
las distracciones y el interminable conflicto del control y la disciplina.
En el estado de inatención, es impropia toda respuesta a un reto
cualquiera; esta insuficiencia de la respuesta es experiencia. La
experiencia contribuye a la insensibilidad; embota el mecanismo del
pensamiento; refuerza los moros de la memoria, y el hábito y la rutina se
convierten en la norma. La experiencia, la inatención, niegan la libertad.
La inatención es lento deterioro.
En la
completa atención no existe el experimentar; no hay un centro que
experimente ni una periferia dentro de la cual pueda tener lugar la
experiencia. La atención no es concentración; ésta es empequeñecedora,
limitativa. La atención incluye, jamás excluye. La superficialidad de la
atención es inatención; la atención total incluye lo superficial y lo
recóndito, el pasado con su influencia sobre el presente y su movimiento
en el futuro. Toda conciencia es parcial, está confinada, y la atención
total incluye a la conciencia con sus limitaciones; por lo tanto, puede
destruir esas limitaciones, puede demoler las fronteras. Todo pensamiento
está condicionado, y el pensamiento no puede descondicionarse a sí mismo.
El pensamiento es tiempo y es experiencia; es, esencialmente, el multado
de la no‑atención.
¿Qué es
lo que produce la atención total? Ningún método, ningún sistema; éstos
producen un resultado, el resultado que prometen. Pero la atención total
no es un resultado, como no lo es el amor; ella no puede ser inducida, no
puede ser provocada por ninguna acción. La atención total es la negación
de los resultados a que da lugar la inatención, pero esta negación no es
el acto de conocer la atención. Lo que es falso debe ser negado no porque
uno conozca ya lo que es verdadero; si uno conociera lo que es verdadero,
lo falso no existiría. Lo verdadero no es lo opuesto de lo falso; el amor
no es el opuesto del odio. Debido a que uno conoce el odio, no conoce el
amor. La negación de lo falso, el negar las cosas de la no‑atención, no es
el resultado del deseo de alcanzar la atención total. Ver lo falso como
falso, lo verdadero como verdadero y lo verdadero en lo falso, no es el
resultado de la comparación. Ver lo falso como falso es atención. Lo falso
no puede ser visto como falso cuando hay opiniones, juicios, cuando
existen la evaluación, el apego, etc., que son el resultado de la
no‑atención. Ver la completa textura de la no‑atención, es la total
atención. Una mente atenta es una mente vacía.
La pureza
de «lo otro» es su inmensa e impenetrable fuerza. Y esta mañana ello
estaba ahí acompañado de una quietud extraordinaria.
16
Fue un
paro y claro anochecer, sin una sola nube. Tan bello que resultaba
sorprendente que un anochecer así pudiera tener lugar en una ciudad. La
luna estaba entre los arcos de la torre y toda la puesta del sol parecía
tan ficticia, tan irreal. El aire es tan suave y agradable que éste bien
podría haber sido un anochecer de verano. En el balcón había una gran
quietud; todo pensamiento se había apaciguado y la meditación parecía un
movimiento casual, sin dirección alguna. Sin embargo, ahí estaba. Comenzó
en ninguna parte y proseguía en el vasto, insondable vado donde está la
esencia de todas las cosas. En este vacío hay un movimiento que se
expande, que estalla, y cuyo mismo estallido es creación y destrucción. La
esencia de esta destrucción es amor.
O
buscamos a causa del temor o, estando libres de éste, buscamos sin ningún
motivo. Esta búsqueda no brota del descontento; estar insatisfecho de
todas las formas de pensamiento y sentimiento, ver su significado, no es
descontento. El descontento se satisface muy fácilmente cuando el
pensamiento y el sentimiento han encontrado alguna forma de refugio, de
éxito, una posición gratificadora, una creencia, etc., sólo para ser
nuevamente provocado cuando alguien ataca ese refugio, o lo hace tambalear
o lo derriba. La mayoría de nosotros estamos familiarizados con este ciclo
de esperanza y desesperación. La búsqueda cuyo motivo es el descontento
sólo puede conducir a alguna forma de ilusión, ilusión colectiva o
privada, una prisión con muchos atractivos. Peto existe un buscar que no
tiene tras de sí absolutamente ningún motivo; ¿es eso, entonces, un
buscar? El buscar implica un objetivo, un fin ya conocido o sentido o
formulado. Si es formulado, es el cálculo del pensamiento reuniendo todas
las cosas que ha experimentado o conocido; para encontrar lo que se trata
de obtener se han inventado los métodos y los sistemas. Esto no es buscar
en absoluto; es meramente un deseo de conquistar un fin que nos satisfaga
o simplemente escapar hacia alguna fantasía o promesa ofrecida por una
teoría o una creencia. Esto no es buscar. Cuando el temor, la
satisfacción, el escape han perdido su significación, ¿hay entonces, en
absoluto, un buscar?
Si el
motivo de toda búsqueda se ha secado, si el descontento y el impulso de
lograr están muertos, ¿existe el buscar? Si no existe el buscar, ¿habrá de
decaer la conciencia, habrá de estancarse? Por el contrario, es este
buscar, este pasar de un compromiso a otro, de una iglesia a otra, el que
debilita esa energía esencial para comprender lo que es. «Lo que es» es
siempre nuevo; nunca ha sido y nunca será. La liberación de esta energía
sólo es posible cuando cesa toda forma de búsqueda.
Era, a
hora tan temprana, una mañana completamente despejada, y el tiempo
parecía haberse detenido. Eran las cuatro y media pero el tiempo parecía
haber perdido todo su significado, como si no hubiera ayer ni mañana ni el
instante siguiente. El tiempo permanecía inmóvil y la vida proseguía su
marcha sin una sola sombra; la vida proseguía, sin pensamiento ni
sentimiento. El cuerpo estaba ahí en la terraza, allá estaba la alta
torre con su centelleante luz de advertencia, y las incontables
chimeneas; el cerebro veía todas estas cosas pero no iba más lejos. El
tiempo es medida, y el tiempo como pensamiento y sentimiento se había
detenido. No existía el tiempo; todo movimiento había cesado pero nada
estaba estático. Por el contrario, había una extraordinaria intensidad y
sensibilidad, un fuego que ardía, un fuego sin temperatura ni color.
Arriba estaban las Pléyades y más abajo, hacia el este, Orión, y el lucero
del alba asomaba sobre los tejados. Y con este fuego había júbilo,
bienaventuranza. No es que uno estuviera jubiloso, pero había un
éxtasis. No una identificación con ello, no podía haberla porque d tiempo
había cesado. El fuego no podía identificarse con nada ni estar en
relación con nada. Estaba ahí porque el tiempo se había detenido. Y ya
llegaba el amanecer, y Orión y las Pléyades se desvanecían y dentro de
poco el lucero del alba también habría de seguirlos.
17
Había
sido un día caluroso, sofocante, y aun las palomas estaban escondiéndose y
el aire quemaba, y eso en una ciudad no es nada agradable. La noche
era cálida y las pocas estrellas visibles estaban brillantes, ni siquiera
las luces de la ciudad podían atenuar su brillo. Ahí estaban con
sorprendente intensidad.
Fue un
día de «lo otro»; ello continuó quietamente toda la jornada; por momentos
se encendía tornándose muy intenso y volvía a aquietarse para proseguir
serenamente.
Estuvo ahí con tal intensidad que tornaba imposible todo movimiento; uno
estaba forzado a detenerse. Al despertar en medio de la noche estaba ahí
con notable fuerza y energía. En la terraza, con el rugir del tráfico algo
menos insistente, toda forma de meditación se volvía innecesaria e
inadecuada, porque aquello estaba ahí can toda su plenitud. Es una
bendición, y todo parece más bien tonto e infantil. En estas ocasiones el
cerebro está siempre muy quieto, pero de ningún modo dormido, y el cuerpo
se queda totalmente inmóvil. Es algo muy extraño.
Qué poco
cambia uno. Uno cambia mediante alguna forma de compulsión, alguna presión
externa o interna, lo cual es de hecho un modo de ajustarse. Cierta
influencia, una palabra, un gesto le hacen cambiar a uno el patrón del
hábito, pero no demasiado. La propaganda, un diario, un incidente puede,
sí, alterar hasta cierto punto el curso de la vida. El temor y la
recompensa rompen el hábito del pensamiento sólo para reformarlo dentro
de otro patrón. Una nueva invención, una ambición nueva, una nueva
creencia produce, ciertamente, algunos cambios. Pero todos estos cambios
están en la superficie, como el fuerte viento sobre el agua; no son
fundamentales, profundos, devastadores. Todo cambio que obedece a un
motivo no es cambio en absoluto. La revolución económica, social, es una
reacción, y cualquier cambio producido mediante una reacción, no es un
cambio radical; es sólo un cambio en el patrón. Un cambio semejante es un
simple ajuste, un asunto mecánico que proviene del deseo de bienestar, de
seguridad, de la mera supervivencia física.
¿Qué es,
entonces, lo que produce una mutación fundamental? La conciencia, tanto
la evidente como la oculta, toda la maquinaria del pensamiento, del
sentimiento, de la experiencia, está dentro de las fronteras del tiempo y
el espacio. Ella es un todo indivisible; la división —lo consciente y lo
oculto— existe tan sólo para conveniencias de la comunicación, pero la
división no es factual. El nivel superior de la conciencia puede
modificarse a sí mismo y ciertamente lo hace, puede ajustarse, cambiar,
reformarse, adquirir nuevos conocimientos y técnicas; puede cambiar para
amoldarse a un nuevo patrón económico, social, pero tales cambios son
superficiales y frágiles. Lo inconsciente, lo oculto, puede insinuarse y
de hecho lo hace sugiriendo a través de los sueños sus compulsiones, sus
exigencias, sus deseos acumulados. Los sueños requieren interpretaciones,
pero quien los interpreta está siempre condicionado. No hay necesidad de
soñar si durante las horas de vigilia existe una lúcida percepción sin
opciones en la cual se comprenden cada fugaz pensamiento y sentimiento;
entonces el dormir tiene un sentido por completo diferente. El análisis de
lo oculto implica el observador y lo observado, el censor y la cosa
juzgada. En esto no solamente está el conflicto sino que el observador
mismo se halla condicionado y su evaluación, su interpretación nunca puede
ser verdadera; estará retorcida, falseada. De modo que el autoanálisis o
un análisis que haga otro por muy profesional que sea, podrá producir
algunos cambios superficiales, un ajuste en la relación, etc., pero el
análisis no producirá una transformación radical de la conciencia. El
análisis no transforma la conciencia.
18
La última
tarde el sol estuvo sobre el río y entre las hojas de color bermejo de los
árboles otoñales que bordean la larga avenida; los colores ardían
intensamente y en notable variedad; el angosto arroyo estaba en llamas.
Toda una larga fila de gente esperaba a lo largo del muelle para tomar el
bote de recreo, y los automóviles hacían un ruido terrible. En un día
caluroso la gran ciudad resultaba casi intolerable; el cielo estaba
despejado y el sol no tenía misericordia. Pero esta mañana muy temprano,
cuando Orión estaba en lo alto y sólo uno o dos automóviles pasaban junto
al río, en la terraza había quietud y meditación acompañada de una
completa apertura de la mente y el corazón rayana con la muerte; Estar
completamente abierto, ser totalmente vulnerable es muerte. La muerte no
tiene entonces rincón alguno donde refugiarse; sólo en la sombra, en los
secretos escondrijos del pensamiento y del deseo hay muerte. Pero la
muerte está siempre ahí para un corazón que se ha marchitado en el temor y
la esperanza; está siempre ahí donde el pensamiento aguarda y acecha. En
el parque ululaba un búho, y era un sonido grato, tan claro y tan
primitivo; iba y venia con variados intervalos, y parecía gustar de su
propia voz, ya que ningún otro replicaba.
La
meditación derriba las fronteras de la conciencia; desbarata el mecanismo
del pensamiento y del sentimiento que aquel despierta. La meditación que
está atrapada en un método, en un sistema de recompensas y promesas,
mutila y somete a la energía. La meditación consiste en liberar energía en
abundancia, y el control, la disciplina y la represión corrompen la
pureza de esa energía. La meditación es la llama ardiendo intensamente
sin dejar cenizas. Las palabras, el sentimiento, el pensamiento siempre
dejan cenizas, y el mundo acostumbra a vivir de cenizas. La meditación es
un riesgo porque lo destruye todo, no deja absolutamente nada, ni siquiera
el susurro de un deseo, y en este vasto e insondable vacío, hay creación y
amor.
Para
continuar: el análisis, personal o profesional, no produce una mutación
de la conciencia. Ningún esfuerzo puede transformarla; el esfuerzo es
conflicto y el conflicto tan sólo fortifica los muros de la conciencia.
Ningún razonamiento, por lógico y cuerdo que sea, puede liberar a la
conciencia, porque el razonamiento es la idea que ha sido moldeada por las
influencias, la experiencia y el conocimiento, y éstos son todos hijos de
la conciencia. Cuando todo esto es visto como falso ‑un modo falso de
encarar la mutación‑ la negación de lo falso es el vaciado de la
conciencia. La verdad no tiene Opuesto ni lo tiene el amor; la persecución
del opuesto no conduce a la verdad, sólo lo hace la negación del opuesto.
No hay negación si éste es el resultado de la esperanza o del logro. La
negación existe únicamente cuando no hay recompensa ni trueque. Hay
renunciamiento sólo cuando no hay ganancia en el acto de renunciar. Negar
lo falso es liberarse de lo positivo, de lo positivo con su opuesto. Lo
positivo es la autoridad con su aceptación, su conformismo, su imitación,
y es la experiencia con su conocimiento.
Negar es
estar solo; solo con respecto a toda influencia y tradición, solo
respecto de la necesidad interna con su dependencia y su apego. Estar solo
es negar el condicionamiento, el trasfondo. La estructura dentro de la
cual la conciencia es y existe, es su condicionamiento. Estar solo es
permanecer alerta, sin opción alguna, a este condicionamiento, negándolo
por completo. Esta madura soledad no es aislamiento, no es ese estado de
soledad que proviene de la separativa actividad egocéntrica. Esta soledad
no es un apartarse de la vida; por el contrario, es la total libertad con
respecto al conflicto y al dolor, al temor y a la muerte. Esta soledad es
vacío, no el estado positivo del ser ni el no ser. Es vacío; en este fuego
del vacío la mente se rejuvenece, se torna fresca e inocente. Es sólo la
inocencia la que puede recibir lo intemporal, lo nuevo que permanentemente
está destruyéndose a si mismo. La destrucción es creación. Sin amor, la
destrucción no existe.
Más allá
de la enorme y desperdigada ciudad están los campos, los bosques y las
colinas.
19
¿Existe
un futuro? Hay un mañana ya planeado; ciertas cosas que deben ser hechas;
también está el día de pasado mañana con todas las cosas que deben
hacerse, la semana próxima, el año siguiente. Esto no puede alterarse,
quizá modificarse o cambiarse por completo, pero los muchos mañanas están
ahí; no pueden ser negados. Y existe el espacio, de aquí hasta allá, cerca
y lejos; la distancia en kilómetros; el espacio entre entidades; la
distancia que el pensamiento cubre en un relámpago; el otro lado del río
y la luna distante. El tiempo para recorrer el espacio, la distancia, y el
tiempo para cruzar el río; de aquí hasta allá el tiempo es necesario para
recorrer el espacio, puede tomar un minuto, un día o un año. Este tiempo
se mide por el sol y por el reloj, el tiempo es para llegar a algo, a
alguna parte. Esto es bastante simple y claro. ¿Existe un futuro aparte de
este tiempo mecánico, cronológico? ¿Hay un llegar, existe un fin para el
cual el tiempo sea necesario?
Las
palomas estaban sobre los tejados, tan temprano en la mañana; se
arrullaban, se limpiaban las plumas y se perseguían las unas a las otras.
El sol aun no estaba en lo alto y había unas pocas nubes vaporosas
desperdigadas por todo el cielo; todavía carecían de color, y el rugir del
tráfico no había comenzado. Faltaba aún muchísimo tiempo para que
empataran los ruidos habituales, y más allá de todos estos muros estaban
los jardines. Ayer, en el anochecer, el césped que nadie tiene permiso
para pisar ‑salvo, claro está, las palomas y los pocos gorriones‑ estaba
muy verde, sobrecogedoramente verde, y el color de las flores resaltaba
por su brillantez. En otras partes el hombre proseguía con sus actividades
y su interminable faena. Ahí estaba la torre, tan sólida, tan
delicadamente construida; pronto estaría inundada de brillante luz. El
pasto se veía tan perecedero, y las flores se marchitarían porque el otoño
ya estaba en todas partes. Pero mucho antes de que las palomas aparecieran
sobre el tejado, mientras uno estaba en la terraza, la meditación era puro
júbilo. No había ninguna razón para este éxtasis ‑si se tiene un motivo
para el júbilo, éste ya no es más júbilo; ello estaba simplemente ahí y el
pensamiento no podía capturarlo y convertirlo en un recuerdo. Era
demasiado fuerte y activo para que el pensamiento jugara con ello. Y tanto
el pensamiento como el sentimiento se tornaron muy quietos y silenciosos.
Ello venía en olas, una ola sobre otra, era algo viviente que no podía ser
contenido por nada, y con este júbilo había una bendición. Todo estaba tan
completamente más allá de cualquier pensamiento, de cualquier exigencia
interna.
¿Existe
un llegar? Llegar implica que uno sufre y está bajo la sombra del temor.
¿Existe, en lo interno, un llegar, una meta para ser alcanzada, un fin que
deba obtenerse? El pensamiento ha fijado un fin, Dios, bienaventuranza,
éxito, virtud, etc. Pero el pensamiento es tan sólo una reacción, una
respuesta de la memoria, y el pensamiento engendra al tiempo a fin de
recorrer el espacio entre lo que es y lo que debería ser. Lo que debería
ser, el ideal, es algo verbal, teórico, que carece de realidad. Lo real es
intemporal, no tiene un fin que alcanzar ni distancia que recorrer. El
hecho es, y todo lo demás no es. El hecho no existe si no hay muerte para
el ideal, para la realización, para un fin propuesto; el ideal, la meta,
son un escape del hecho. El hecho no tiene tiempo ni espacio. ¿Existe
entonces la muerte? Lo que hay es un marchitarse; la maquinaria del
organismo físico se deteriora, sufre un desgaste, el cual es muerte. Pero
eso es inevitable, tal como el grafito de este lápiz habrá de gastarse.
¿Es eso lo que origina el temor, o lo es la muerte del mundo que componen
el devenir, el ganar, el realizar? Ese mundo carece de validez; es el
mundo de los pretextos, de los escapes. El hecho ‑lo que es‑ y lo que
debería ser, constituyen dos cosas por completo diferentes. Lo que deberla
ser implica tiempo y distancia, dolor y miedo. La muerte de estos factores
deja sólo el hecho, lo que es. No hay un futuro hacia lo que es; el
pensamiento, que engendra al tiempo, no puede actuar sobre el hecho; el
pensamiento no puede cambiar el hecho, sólo puede escapar de él, y cuando
todo el impulso de escapar ha muerto, entonces el hecho experimenta una
tremenda mutación. Pero tiene que haber muerte para el pensamiento, que es
tiempo. Cuando el tiempo como pensamiento no existe, existe entonces el
hecho, lo que es. Cuando hay destrucción del tiempo como pensamiento, no
hay movimiento en ninguna dirección ni hay espacio que recorrer, sólo
existe la inmovilidad del vacío. Esto es la total destrucción del tiempo
como ayer, hoy y mañana, como memoria de la continuidad, del devenir.
Entonces
el ser es intemporal, sólo existe el presente activo, pero ese presente no
es del tiempo. Es atención sin las fronteras del pensamiento y sin las
palabras, los símbolos no tienen en si mismos significado alguno. La vida
está siempre en el presente activo; el tiempo pertenece siempre al pasado
y, por lo tanto, al futuro. Y la muerte con respecto al tiempo es vida en
el presente. Es esta vida la que es inmortal, no la que está dentro de la
conciencia. El tiempo es el pensamiento en la conciencia, y la
conciencia está contenida en su estructura. Hay siempre miedo y dolor
dentro de la malla del pensamiento y del sentimiento. El fin del dolor es
el cese del tiempo.
20
Había
sido un día muy caluroso y en ese salón caldeado, lleno de un gran gentío,
el aire era sofocante.
Pero a pesar de todo esto y del cansancio, uno despertó en medio de la
noche con la presencia de «lo otro» en la habitación. Estaba ahí con gran
intensidad, no sólo llenando la habitación y mucho más lejos, sino muy
profundamente dentro del cerebro, tan profundamente que parecía
atravesarlo e ir más allá de todo pensamiento, del espacio y del tiempo.
Era increíblemente fuerte, con una energía tal que se hacía imposible
permanecer en la cama; y en la terraza, donde el aire era puro y soplaba
un viento fresco, la intensidad de ello continuó. Continuó por cerca de
una hora, con gran impulso y vigor; toda la mañana había estado ahí. Ello
no es una artimaña, ni es el deseo tomando esta forma de sensación, de
excitación; el pensamiento no lo ha construido en base a los incidentes
del pasado; ninguna imaginación podría formular algo como «lo otro».
Extrañamente, cada vez que esto ocurre es algo totalmente nuevo,
inesperado y súbito. El pensamiento, habiéndolo intentado, se da cuenta de
que no puede recordar lo que ha ocurrido otras veces ni puede despertar el
recuerdo de lo que ha sucedido esta misma mañana. Eso está fuera y más
allá de todo pensamiento, deseo e imaginación. Es demasiado vasto para que
el pensamiento o el deseo puedan evocarlo; es demasiado inmenso para que
el cerebro pueda producirlo. Ello no es una ilusión.
La parte
extraña de todo esto es que uno ni siquiera está preocupado al respecto;
si viene, está ahí sin invitación, y si no viene hay un modo de
indiferencia. La belleza y la fuerza de eso no son cosa de juego; no hay
invitación ni hay negación de ello. Viene y se va cuando quiere.
Esta
mañana temprano, poco antes de que saliera el sol, la meditación, en la
que toda clase de esfuerzo había cesado hacia tiempo, se tornó en
silencio, un silencio en el que no había un centro y, por consiguiente, no
había periferia. Era sólo silencio. No tenía cualidad, ni movimiento, ni
profundidad ni altura. Era completa quietud. Es esta quietud la que tenía
un movimiento que se expandía infinitamente y cuya medida no estaba en el
tiempo y el espacio. Esta quietud se hallaba en permanente estallido,
siempre alejándose, expandiéndose. Pero no tenía un centro; si hubiera un
centro ello no seria quietud, seria estancamiento y deterioro; esto no
tenía nada que ver con las intrincadas complicaciones del cerebro. La
cualidad de la quietud que el cerebro puede producir es por completo
diferente, en todas sus formas, de la quietud que tenía lugar esta mañana.
Era una quietud que nada podía perturbar porque en ella no había
resistencia; todo estaba en esa quietud, y esa quietud estaba más allá de
todo. El temprano tráfico matinal de los grandes camiones que traían
productos alimenticios y otras cosas a la ciudad, no perturbaba en modo
alguno esa quietud, ese silencio, ni lo turbaban los rayos giratorios de
luz provenientes de la alta torre. Ello estaba ahí, sin tiempo.
Mientras
el sol ascendía lo atrapó una nube magnifica, enviando rayos de luz azul
a través del cielo. Era la luz jugando con la oscuridad, y el juego
prosiguió hasta que la fantástica nube descendió tras de los miles de
chimeneas. Qué curiosamente insignificante es el cerebro por
inteligentemente educado e ilustrado que sea. Él siempre permanecerá
siendo insignificante, haga lo que hiciere; puede ir a la luna y más allá
o puede bajar a las regiones más profundas de la tierra; puede inventar,
construir las máquinas más complicadas, computadoras que inventarán
computadoras; puede destruirse y reconstruirse a sí mismo, pero haga lo
que hiciere siempre seguirá siendo insignificante. Porque el cerebro puede
funcionar tan sólo en el tiempo y el espacio; sus filosofías están sujetas
a su propio condicionamiento; sus teorías, sus especulaciones son una
prolongación de su propia astucia. Cualquier cosa que haga, el cerebro no
puede escapar de sí mismo. Sus dioses y sus salvadores, sus maestros y
líderes son tan pequeños e insignificantes como él mismo. Si él es torpe
trata de volverse talentoso, y su talento lo mide en términos de éxito.
Está siempre persiguiendo o siendo perseguido. Su propio dolor es su
sombra. Haga lo que haga, será siempre insignificante.
Su acción
es la inacción de perseguirse a sí mismo; su reforma es una acción que
siempre necesita ulteriores reformas. Está sostenido por su propia acción
e inacción. Nunca duerme, y sus sueños son la vigilia del pensamiento. Por
activo, por noble o innoble que sea, siempre es insignificante. No hay fin
para su insignificancia. Él no puede huir de sí mismo, su virtud es
mezquina y es mezquina su moralidad. Hay sólo una cosa que el cerebro
puede hacer ‑estar total y completamente quieto. Esta quietud no es sueño
ni pereza. El cerebro es sensible y para permanecer sensible, sin sus
familiares respuestas autoprotectoras, sin sus acostumbrados juicios, su
condena y su aprobación, la única cosa que puede hacer es estar totalmente
quieto, lo que implica permanecer en un estado de negación, completa
negación de sí mismo y de sus actividades. En este modo de negación, el
cerebro ya no es más insignificante; entonces ya no está acumulando para
obtener, para realizar, para llegar a ser esto o aquello. Entonces, es lo
que es, mecánico, inventivo, autoprotector, calculador. Una máquina
perfecta nunca es insignificante, y cuando funciona a ese nivel es una
cosa admirable. Y como las máquinas, el cerebro se desgasta y muere. Se
torna insignificante cuando procede a investigar lo desconocido, aquello
que no es mensurable. Su función está en lo conocido y no puede funcionar
en lo desconocido. Sus creaciones están en el campo de lo conocido, pero
la creación de lo incognoscible el cerebro no puede capturarla jamás, ni
en pintura ni en palabras; él nunca puede conocer su belleza. Sólo cuando
está totalmente sereno, silencioso, sin una sola palabra y quieto, sin un
solo gesto, sin un movimiento, sólo así existe esa inmensidad.
21
La luz
del anochecer se reflejaba sobre el río, y el tráfico a través del puente
era impetuoso y veloz. El pavimento se hallaba atestado de gente que
volvía a sus casas después de una jornada de trabajo en las oficinas. El
río centelleaba, había ondas pequeñas persiguiéndose unas a otras con
gran deleite. Uno casi podía oírlas, pero la furia del tráfico era
excesiva. Más lejos, en la parte baja del río, la luz sobre el agua
cambiaba tornándose más profunda, y pronto se oscurecería del todo. La
luna se hallaba al otro lado de la enorme torre, luciendo tan artificial,
tan fuera de lugar; no tenía realidad, pero la alta torre de acero si la
tenía; había gente en ella; el restaurante que hay en la parte superior
estaba iluminado y uno podía ver multitudes entrando. Y como la noche era
brumosa, los rayos de las luces giratorias eran más intensos que la luna.
Todo parecía muy lejano, excepto la torre. Qué poco sabemos acerca de
nosotros mismos. Parece que sabemos mucho acerca de otras cosas, la
distancia a la luna, la atmósfera de Venus, cómo construir los más
extraordinarios y complicados cerebros electrónicos, desintegrar los
átomos y las más íntimas partículas de la materia. Pero conocemos tan poco
acerca de nosotros mismos. Ir a la luna es mucho más excitante que
penetrar en uno mismo; quizá se deba a que uno es perezoso o está
atemorizado, o porque penetrar en uno mismo no rinde beneficios en el
sentido de dinero o éxito. Ese es un viaje mucho más largo que el de ir a
la luna; no hay máquinas disponibles para hacer este viaje, y nadie puede
ayudarnos para ello, ningún libro, ni teorías ni gula de ninguna especie.
Es un viaje que uno tiene que hacer por sí mismo. Es preciso tener para
ello muchísima más energía que al inventar y armar las partes de una
inmensa máquina. Esa energía no puede lograrse por medio de ninguna
droga, ni por la interacción en las relaciones ni mediante el control o la
negación. No hay dioses que puedan proveérsela a uno, ni rituales, ni
creencias ni plegarias. Por el contrario, en el acto mismo de descartar
estas cosas, de estar lúcidamente alerta a su significación, esa energía
adviene penetrando en la conciencia y más allá.
Uno no
puede obtener esa energía canjeándola por la acumulación de conocimientos
acerca de sí mismo. Toda forma de acumulación y el apegarse a ella,
degrada y pervierte esa energía. El conocimiento acerca de uno mismo
pesa, lo ata a uno, lo restringe; no hay libertad para moverse, y uno
actúa y se mueve dentro de los límites de ese conocimiento. Aprender
acerca de uno mismo nunca es igual que acumular conocimientos acerca de
uno mismo. Aprender implica el presente activo y el conocimiento es el
pasado; si uno está aprendiendo con el fin de acumular, ello deja de ser
un aprender; el conocimiento es estático, puede sumársele o puede
restársele, pero el aprender es activo, nada puede sumársele o restársele
porque no hay acumulación en ningún momento. El conocer, el aprender
acerca te uno mismo no tiene principio ni fin, mientras que el
conocimiento lo tiene. El conocimiento es finito, y el aprender, el
conocer es infinito.
Uno es el
multado de la acumulación de muchos miles de siglos del hombre, sus
esperanzas y deseos, sus culpas y ansiedades, sus creencias y sus dioses,
sus realizaciones y frustraciones; uno es todo eso y los muchos agregados
que a ello se han hecho en tiempos recientes. Aprender acerca de todo
esto, tanto en lo profundo como en lo superficial, no implica meros
enunciados verbales o intelectuales de lo obvio, las confusiones.
Aprender es experimentar estos hechos, emocionalmente y de manera directa;
entrar en contacto con ellos no teóricamente, verbalmente, sino realmente,
como un hombre hambriento respecto de la comida.
Aprender
no es posible si hay un aprendedor; el aprendedor es lo acumulado, el
pasado, el conocimiento. Existe una división entre el que aprende y la
cosa acerca de la cual él está aprendiendo y, por lo tanto, entre ellos
hay conflicto. El conflicto destruye, degrada la energía necesaria para
aprender, para seguir hasta su mismo fin los mecanismos que constituyen la
conciencia. La opción es conflicto, y la opción impide ver; la
condenación, el juicio también impiden ver. Cuando este hecho es visto,
comprendido no verbalmente, no teóricamente, sino que en verdad es visto
como un hecho, entonces el aprender es un acontecer de instante en
instante. Y el aprender no tiene fin; el aprender es importantísimo, no
los fracasos, éxitos y equivocaciones. Sólo existe el ver, y no el que ve
y la cosa vista. La conciencia es limitada; su misma naturaleza es la
restricción; funciona dentro de la estructura de su propia existencia,
que es el conocimiento, la experiencia, la memoria. El aprender acerca de
este condicionamiento demuele la estructura; entonces el pensamiento y el
sentimiento tienen la función limitada que les corresponde; no pueden
interferir con las cuestiones más amplias y profundas de la vida. Donde el
yo llega a su fin con todas sus intrigas ocultas y evidentes, sus
instintos compulsivos y sus exigencias, penas y alegrías, ahí comienza un
movimiento de la vida que está más allá del tiempo con su esclavitud.
22
Hay un
pequeño puente que cruza el río y que fue proyectado exclusivamente para
peatones; se está bastante tranquilo ahí. Una gran barcaza cargada de
arena de las playas, venía remontando el río plenamente iluminado; era una
arena fina, limpia. En el parque había un montón de esa arena, puesta ahí
con el propósito de que los niños jugaran con ella. Algunos estaban
construyendo profundos túneles y un gran castillo con un foso alrededor;
se divertían muchísimo. Era un día agradable, bastante fresco, el sol no
estaba demasiado fuerte y había humedad en el aire; más árboles se estaban
tornando castaños y amarillos y se sentía el aroma del otoño. Los árboles
se preparaban ya para el invierno; muchas ramas se destacaban desnudas
contra el claro cielo; cada árbol tenía su propio patrón de color con
intensidad variable, desde bermejo al amarillo pálido. Aun en la muerte
eran bellos. Era un grato anochecer lleno de luz y de paz pese al rugido
del tráfico.
En la
terraza hay unas pocas flores, y esta mañana las amarillas estaban más
vivas y ansiosas que nunca; a la temprana luz parecían más despiertas y
tenían más color, mucho más que sus vecinas. El este comenzaba a ponerse
más brillante y «lo otro» estaba en la habitación; había estado ahí por
algunas horas. Al despertar en medio de la noche, estaba ahí, algo
completamente objetivo que ningún pensamiento o imaginación podrían
producir. Otra vez, al despertar, el cuerpo estaba perfectamente quieto
sin ningún movimiento, al igual que el cerebro. El cerebro no estaba
inactivo sino muy, pero muy despierto, observando sin interpretación
alguna. Era una fuerza de inaccesible pureza, con una energía que
resultaba sobrecogedora. Estaba ahí, siempre nueva, siempre penetrante. No
estaba sólo afuera, allí en la habitación o en la terraza, estaba adentro
y afuera pero no había división. Era algo en lo cual estaban atrapados en
su totalidad la mente y el corazón; y la mente y el corazón cesaron de
existir.
No hay
virtud, sólo humildad; donde está la humildad, está toda la virtud. La
moralidad social no es virtud; es meramente un ajuste a un patrón, y el
patrón varía y cambia de acuerdo con el tiempo y el clima. La sociedad y
la religión organizada hacen de ello algo respetable, pero eso no es
virtud. La moralidad, tal como es reconocida por la iglesia, por la
sociedad, no es virtud; la moralidad es algo compuesto, se amolda; puede
ser enseñada y practicada; puede inducirse mediante el premio y el
castigo, mediante la compulsión. La influencia moldea la moralidad, como
lo hace la propaganda. En la estructura de la sociedad existen grandes
variables de moralidad con diferentes matices. Pero eso no es virtud. La
virtud no es cosa del tiempo ni de la influencia; no puede ser cultivada;
no es el resultado del control o la disciplina; no es en absoluto un
resultado, y no tiene causa. No puede hacerse de ella algo respetable. La
virtud no es divisible como bondad, caridad, amor fraternal, etc. No es el
producto de un medio determinado, de la opulencia o pobreza social, del
monasterio ni de dogma alguno. La virtud no nace de un cerebro sagaz; no
es el multado del pensamiento y la emoción; ni es una rebelión contra la
moralidad social con su respetabilidad, una rebelión es una reacción y una
reacción es una continuidad modificada de lo que ha sido.
La
humildad no puede ser cultivada; cuando se la cultiva, es la soberbia que
se pone el manto de la humildad, la cual se ha vuelto respetable. La
vanidad nunca puede convertirse en humildad, así como el odio no puede
convertirse en amor. La violencia no puede transformarse en no‑violencia;
la violencia debe cesar. La humildad no es un ideal para ser perseguido;
los ideales carecen de realidad; sólo lo que es tiene realidad. La
humildad no es el opuesto de la soberbia; ella no tiene opuesto. Todos los
opuestos están relacionados entre sí, y la humildad no tiene relación
alguna con la soberbia. La soberbia debe terminar, no por alguna decisión
o disciplina, o en virtud de algún beneficio; ella toca a su fin
solamente en la llama de la atención, no en las contradicciones y
confusiones de la concentración. Ver la soberbia, externa e internamente,
en sus múltiples formas, es el fin de la soberbia. Verla es estar atento a
cada uno de sus movimientos; en la atención no hay preferencia. La
atención existe sólo en el presente activo; no puede ser entrenada; si lo
es, se convierte en otra astuta cualidad del cerebro, y la humildad no es
un producto del cerebro. Hay atención cuando el cerebro está completamente
quieto; vivo y sensible, pero quieto. Ahí no hay un centro desde el cual
atender, mientras que la concentración tiene un centro con sus
exclusiones. La atención, el ver completo e instantáneo de toda la
significación de la soberbia, termina con la soberbia. Este «estado»
despierto es humildad. La atención es virtud, porque en ella florecen la
bondad y la caridad. Sin humildad no hay virtud.
23
Hacia
calor y el aire era más bien sofocante aun en los jardines; había estado
así de caluroso por mucho tiempo, lo que no era habitual. Serán agradables
una buena lluvia y un tiempo más fresco. En los jardines estaban regando
el césped y, a pesar del calor y de la falta de lluvia, el pasto se veía
lustroso y centelleante y las flores lucían espléndidas; había algunos
árboles en flor, fuera de estación porque ya pronto el invierno estaría
aquí. Las palomas se encontraban todas en la plaza eludiendo tímidamente
a los niños, y algunos de éstos las perseguían por diversión y las palomas
lo sabían. El sol brillaba rojo en un cielo apagado y denso; no había
color excepto en las flores y en el pasto. El río se mostraba opaco e
indolente.
La
meditación a esa hora era libertad, y era como penetrar en un mundo
desconocido de belleza y quietud; un mundo sin imagen, símbolo ni palabra,
sin las ondas de la memoria. El amor era la muerte de cada minuto y cada
muerte era la renovación del amor. Éste no era apego ni tenia raíces;
florecía sin causa y era la llama que quemaba los limites, las defensas
cuidadosamente construidas por la conciencia. Era belleza, belleza más
allá del pensamiento y del sentimiento. La meditación era júbilo y con
ella advino una bendición.
Es muy
singular cómo cada uno anhela el poder, el poder del dinero, de la
posición, la capacidad, el conocimiento. En el ganar poder hay conflicto,
confusión y dolor. El ermitaño y el político, la dueña de casa y el
científico buscan el poder. Para obtenerlo se matarán y destruirán los
unos a los otros. Los ascetas, por medio de la abnegación del yo, del
control, de la represión, conquistan ese poder; el político logra ese
poder gracias a su palabra, a su capacidad, a su destreza; la esposa y el
marido sienten este poder mediante el dominio del uno sobre el otro; el
sacerdote que ha asumido, que ha tomado a su cargo la responsabilidad de
su dios, conoce este poder. Todos buscan este poder, o desean estar
asociados con el poder divino o mundano. El poder engendra autoridad y con
ésta llegan el conflicto, la confusión y el dolor. La autoridad corrompe
a quien la tiene y a quienes están cerca de ella o la buscan. El poder del
sacerdote y el de la dueña de casa, el del líder y el del organizador
eficiente, el del santo y el del político local, es maligno; cuanto mayor
es el poder, más grande es el mal que este poder implica. El poder es una
enfermedad que todo hombre contrae, aprecia y a la que le rinde culto.
Pero con el poder vienen siempre el conflicto interminable, la confusión y
el infortunio. Sin embargo, nadie quiere rehusarlo, nadie quiere
desecharlo.
Este
poder va acompañado de la ambición y el éxito, y de una crueldad que ha
sido convertida en algo respetable y, por tanto, aceptable. Toda sociedad,
templo o iglesia le conceden su bendición y así es como el amor se
pervierte y destruye. Y la envidia es cultivada y la competencia se
considera moral. Pero con todo esto vienen el temor, la guerra y el
infortunio; sin embargo, ningún hombre rechazará estas cosas. Negar el
poder en todas sus formas es el comienzo de la virtud; la virtud es
claridad, ella extirpa el conflicto y el dolor. Esta energía corruptora
con sus interminables y astutas actividades siempre trae consigo daño y
desdicha; no hay fin para ella; por mucho que se la reforme y se le pongan
vallas mediante la ley o las convenciones morales, siempre encontrará su
camino oscuramente, sin ser invitada. Porque ella está ahí, oculta en los
secretos rincones de los propios pensamientos y deseos. Son éstos los que
deben ser examinados y comprendidos si es que ha de haber un vivir sin
conflicto ni confusión ni dolor. Cada cual ha de hacer esto, no por medio
de otro, no mediante un sistema de premios o castigos. Cada uno ha de
estar lúcidamente atento a la compleja estructura de su propio ser. Ver lo
que eso, implica la terminación de eso que es.
Con la
completa terminación de este poder con su confusión, conflicto y dolor,
cada uno se enfrenta a lo que es, un manojo de recuerdos y una soledad que
se ahonda más y más. El deseo de poder y de éxito es un escape de esta
triste soledad y de las cenizas que son los recuerdos. Para ir más allá de
eso uno ha de verlo, ha de enfrentarse a ello, no eludirlo de ninguna
manera, ni mediante la condenación ni por el miedo a lo que es. El miedo
surge únicamente en el mismo acto de escapar del hecho, de lo que es. Uno
debe descartar el poder y el éxito de modo completo y total, voluntaria y
fácilmente; entonces, en el acto de enfrentarse a ello, de verlo, de estar
pasivamente atento sin preferencia alguna, las cenizas y la soledad tienen
una significación por completo diferente. Vivir con algo es amarlo, no
estar atado a ello. Para vivir con las cenizas de la soledad tiene que
haber una gran energía, y esta energía adviene cuando ya no hay más temor.
Cuando
uno ha pasado por esta soledad, como pasaría por una puerta material,
entonces comprende que uno y la soledad son una sola cosa, que uno no es
el observador que observa ese sentimiento que está más allá de las
palabras. Uno es eso, y no puede escapar de eso como antes lo hacía de
muchos sutiles modos. Uno es esa soledad; no hay manera de eludirla
y nada puede abarcarla ni llenarla. Sólo entonces está uno viviendo con
ello; eso es parte de uno, es la totalidad de uno. Ni la desesperación ni
la esperanza pueden ahuyentarlo, ni forma alguna de cinismo o de agudeza
intelectual. Uno es esa soledad, las cenizas que alguna vez fueron fuego.
Esta es completa, irremediable soledad más allá de toda acción. El cerebro
ya no puede inventar más formas y medios de escape; él es el creador de
esta soledad a través de sus incesantes actividades de autoaislamiento, de
defensa y agresión. Cuando el cerebro se da cuenta de esto,
negativamente, sin preferencia alguna, entonces está dispuesto a morir, a
permanecer totalmente quieto, inmóvil.
Desde
esta aislante soledad, desde estas cenizas, nace un movimiento nuevo, el
movimiento de lo que es libremente solo. Es ese estado en el que todas las
influencias, toda compulsión, toda forma de búsqueda y realización han
cesado natural y completamente. Es la muerte de lo conocido. Sólo
entonces tiene lugar el eterno viaje de lo incognoscible. Entonces hay un
poder cuya pureza es creación.
24
Era un
sector de césped bellamente conservado, no muy grande e increíblemente
verde; estaba detrás de una vería de hierro, bien regado, cuidado con
esmero, alisado y espléndidamente vivo, centelleante en su belleza. Debía
tener muchos centenares de años; no había en él ni una silla, estaba
aislado y guardado por una alta y estrecha cerca. Al terminar el césped
había un único rosal con una sola rosa roja plenamente florecida. Ello
era un milagro, el delicado césped y la única rosa; estaban ahí apartados
de todo el mundo del ruido, el mundo del caos y la desdicha; aunque fuera
el hombre quien las había puesto ahí, esas cosas eran bellísimas,
bellísimas mucho más allá de los museos, las torres y la graciosa línea de
los puentes. Eran espléndidas en su espléndida indiferencia. Eran lo que
eran, hierba y flor y ninguna otra cosa. Había gran belleza y quietud en
torno de ellas, y la dignidad de la pereza. Era una tarde calurosa sin la
más pequeña brisa y con el aire impregnado del olor de los escapes de
tantos automóviles, pero ahí la hierba tenía su aroma propio y uno podía
casi oler el perfume de la solitaria rosa.
Al
despertar muy temprano, con la luna llena penetrando en la habitación, la
cualidad del cerebro era diferente. Este no estaba dormido ni pesado de
sueño; se hallaba totalmente despierto, observando; no se observaba a sí
mismo, sino algo que estaba más allá de él. Se hallaba lúcidamente atento,
atento a sí mismo como parte de un movimiento total de la mente. El
cerebro funciona en la fragmentación; funciona en partes, dividido. Se
especializa. Nunca es lo total; trata de capturar lo total, de
comprenderlo, pero no puede. Por su misma naturaleza el pensamiento es
siempre incompleto, como lo es el sentimiento; el pensamiento, que es la
respuesta de la memoria, puede funcionar únicamente con las cosas que
conoce o que interpreta a partir de lo que ha conocido ‑el conocimiento;
el cerebro es el producto de la especialización; no puede ir más allá de
sí mismo. Él se divide y especializa ‑el científico, el artista, el
sacerdote, el abogado, el técnico, el agricultor. Al funcionar, el cerebro
proyecta el «status» que le es propio, los privilegios, el poder, el
prestigio. La función y el «status» van juntos, porque el cerebro es un
organismo autoprotector. De la exigencia de «status» se originan los
elementos opuestos y contradictorios que hay en la sociedad. El
especialista no puede ver lo total.
25
La
meditación es el florecimiento de la comprensión. La comprensión no está
de las fronteras del tiempo; el tiempo nunca trae comprensión. La
comprensión no es un proceso gradual para ser acumulado poco a poco, con
solicitud y paciencia. La comprensión es ahora o nunca; es un rayo que
destruye, no una cosa dócil y manejable; es a esto a lo que uno teme, a lo
que destroza, y por eso lo evita consciente o inconscientemente. La
comprensión puede alterar el curso de la vida, el modo que uno tiene de
pensar y actuar; puede ser agradable o no, pero el comprender es un riesgo
para cualquier relación. Pero sin la comprensión no hay fin para el dolor.
El dolor termina sólo a través del conocimiento propio, de la lúcida
percepción alerta de cada pensamiento y sentimiento, de cada uno de los
movimientos de lo consciente y lo oculto. La meditación es la
comprensión de la conciencia, la recóndita y la visible, y del
movimiento que se encuentra más allá de todo pensamiento y sentimiento.
El
especialista no puede percibir lo total; su cielo es aquel en el que se
especializa, pero su cielo es un asunto mezquino del cerebro, el cielo de
la religión o el del técnico. La capacidad, el don es, evidentemente,
perjudicial, porque fortifica el egocentrismo; es algo fragmentario y,
por lo tanto, engendra conflicto. La capacidad tiene significación sólo
en la percepción total de la vida, la que está en el campo de la mente y
no del cerebro. La capacidad con su función está dentro de los límites del
cerebro y por eso se torna despiadada, indiferente al proceso total de la
vida. La capacidad engendra orgullo, envidia, y su realización se vuelve
importantísima; así es como produce confusión, enemistad y dolor; ella
tiene su significado únicamente en la percepción total de la vida. La vida
no está meramente en un nivel fragmentario ‑pan, sexo, prosperidad,
ambición; la vida no es fragmentaria; cuando se la obliga a serlo se torna
enteramente una cuestión de desesperación y desdicha sin fin. El cerebro
funciona en la especialización del fragmento, en las actividades
autoaislantes y dentro del campo limitado del tiempo; de ver la totalidad
de la vida. El cerebro, por muy educado que esté es sólo una parte, no la
totalidad. Sólo la mente ve lo total, y dentro del campo de la mente está
el cerebro; el cerebro no puede contener a la mente, haga lo que haga.
Para que
haya un ver total, el cerebro tiene que estar en un estado de negación. La
negación no es el opuesto de lo positivo; todos los opuestos están
estrechamente relacionados entre sí. La negación no tiene opuesto. El
cerebro ha de hallarse en estado de negación para que haya un ver total,
no debe interferir con sus evaluaciones y justificaciones, con sus
acusaciones y defensas. Tiene que estar quieto, no aquietado por
compulsión de ninguna clase, porque en ese caso es un cerebro muerto que
meramente imita o se amolda. Cuando se halla en estado de negación, está
quieto sin preferencia alguna, sin opción. Sólo entonces existe un ver
total. En este ver total, que es la cualidad de la mente, no hay uno que
ve, un observador ni un experimentador; sólo existe el ver. La mente está
entonces por completo despierta. En este estado de completo despertar no
existen el observador y lo observado; sólo hay luz, claridad. Cesan la
contradicción y el conflicto entre el pensador y el pensamiento.
27
Caminando
a lo largo de la vía pavimentada que domina la basílica mayor y más abajo
los famosos escalones que llevan a la fuente, con gran cantidad de flores
selectas de variados y múltiples colores, y cruzando la atestada plaza
seguimos por una estrecha calle de dirección única [vía Margutta],
tranquila, con no demasiados automóviles; ahí, en esa calle oscuramente
iluminada, súbitamente y del modo más inesperado advino «lo otro» con tan
intensa ternura y belleza que el cuerpo y el cerebro quedaron inmóviles.
Hasta ahora y por algunos días ello no había hecho sentir su inmensa
presencia; estaba ahí vagamente, a la distancia, sólo un susurro y, no
obstante, en él lo inmenso se manifestaba sutilmente, con expectante
paciencia. El pensamiento y el habla se desvanecieron y había un júbilo
peculiar acompañado de claridad. Ello prosiguió con menor intensidad por
la larga y estrecha calle hasta que el rugir del tráfico y el atestado
pavimento nos tragaron a todos. Era una bendición que estaba más allá de
todas las imágenes y pensamientos.
28
En raros
e inesperados momentos, «lo otro» ha venido súbita e imprevisiblemente y
prosiguió su camino, sin invitación y sin que hubiera habido necesidad de
ello. Toda necesidad y toda exigencia interna deben cesar por completo
para que ello sea.
La
meditación en las tranquilas horas de la madrugada, sin ningún automóvil
cerca que metiera ruido, era el descubrimiento de la belleza. No era el
pensamiento; no era ninguna sustancia externa o interna que estuviera
expresándose a sí misma; no era el movimiento del tiempo, porque el
cerebro estaba quieto. Era la negación total de todo lo conocido, no una
reacción sino una negación que no tenía causa; era un movimiento en
completa libertad, un movimiento que no tenía dirección ni medida; en ese
movimiento había una energía ilimitada cuya misma esencia era silencio,
quietud. Su acción era inacción total, y la esencia de esa inacción es
libertad. Había una gran bienaventuranza, un gran éxtasis que pereció al
ser tocado por el pensamiento.
30
El sol se
estaba poniendo entre grandes nubes coloreadas tras de las colinas de
Roma; eran nubes brillantes, el cielo estaba salpicado de ellas, y toda
la tierra se puso espléndida, aun los postes del telégrafo y las
interminable filas de edificios. Pronto oscurecería y el automóvil corría
velozmente.
Las colinas se desvanecían y la campiña se aplanaba. Mirar con el
pensamiento y mirar sin el pensamiento son dos cosas diferentes. Mirar con
el pensamiento esos árboles al costado de la carretera y los edificios al
otro lado de los áridos campos, mantiene al cerebro atado a sus propias
amarras de tiempo, experiencia, memoria; la maquinaria del pensamiento
trabaja interminablemente, sin descanso, sin frescor; el cerebro se vuelve
torpe, insensible, sin el poder de recuperación. Está eternamente
respondiendo al reto, y su respuesta es inapropiada, nunca es fresca,
nueva. Mirar con el pensamiento mantiene al cerebro en el surco del hábito
y del reconocimiento; lo torna cansado y perezoso; vive dentro de las
estrechas limitaciones de su propia hechura. Nunca es libre. Esta libertad
tiene lugar cuando no es el pensamiento el que mira; mirar sin el
pensamiento no significa una observación en blanco, estar ausente,
distraído. Cuando el pensamiento no mira, entonces hay sólo observación,
sin el proceso mecánico del reconocimiento y la comparación, la
justificación y la condena; este ver no fatiga al cerebro porque han
cesado todos los procesos mecánicos del tiempo. Mediante el completo
descanso, el cerebro se refresca a fin de responder sin reacción, de vivir
sin deterioro, de morir sin la tortura de los problemas. Mirar sin el
pensamiento es ver sin la interferencia del tiempo, del conocimiento y el
conflicto. Esta libertad para ver no es una reacción; todas las reacciones
tienen causas; mirar sin reacción alguna no es indiferencia, ni
aislamiento, ni separativa frialdad. Ver sin el mecanismo del pensamiento
es el ver total sin particularización ni división, lo que no significa
que la separación y la desigualdad no existan. El árbol no se transforma
en una casa ni la casa en un árbol. Ver sin el pensamiento no adormece el
cerebro; por el contrario, éste se halla totalmente despierto, atento, sin
fricción ni dolor. La atención sin las fronteras del tiempo es el
florecimiento de la meditación.
Octubre 3
Las nubes
eran magnificas, el horizonte estaba cubierto de ellas, salvo en el oeste
donde el cielo se hallaba despejado. Algunas nubes eran negras, cargadas
de truenos y lluvia; otras, de un blanco puro, llenas de luz y esplendor.
Las había de todas las formas y tamaños, delicadas, amenazantes, como
olas; se amontonaban las unas contra las otras, con inmenso poder y
belleza. Parecían inmóviles pero había un impetuoso movimiento dentro de
ellas y nada podía refrenar su arrasadora inmensidad. Un viento suave
soplaba desde el oeste, conduciendo estas vastas montañas de nubes contra
las colinas; las colinas daban forma a las nubes y las formas se movían
con estas nubes de luz y oscuridad. Las colinas con sus aldeas
desparramadas aquí y allá, esperaban por las lluvias que tanto estaban
tardando en llegar; esas colinas pronto estarían verdes otra vez y los
árboles perderían pronto sus hojas con el ya cercano invierno. La recta
carretera estaba bordeada a cada lado con árboles de bellas formas y el
automóvil la recorría a gran velocidad, aun en las curvas; había sido
hecho para desarrollar grandes velocidades en carreteras y se estaba
comportando muy bien esa mañana.
Lo habían modelado para acelerar, para bajar la velocidad bordeando la
carretera. Muy pronto dejamos el campo y entramos en la ciudad [Roma] pero
aquellas nubes estaban ahí, inmensas, furiosas y expectantes.
En medio
de la noche [en Circeo], cuando todo estaba completamente quieto excepto
por el ocasional grito de un búho que llamaba sin obtener respuesta, en
una casita en los bosques,
la meditación era un puro gozo, sin el aleteo de un solo pensamiento con
sus interminables sutilezas; era un movimiento que no tenía fin, una
observación desde el vacío en la que había cesado todo movimiento del
cerebro. Era un vacío para el que nunca había existido el conocer; era un
vacío que no había conocido el espacio; era un vacío de tiempo. Estaba más
allá de todo ver, conocer y ser. En este vacío había furia, la furia de
una tempestad, la furia del universo en explosión, la furia de la creación
que nunca podría expresarse de ningún modo. Era la furia de toda la vida,
la muerte y el amor. Pero no obstante era el vacío, un vasto, ilimitado
vacío que nada podría llenar jamás, ni transformar, ni abarcar. La
meditación era el éxtasis de este vacío.
La sutil
relación que hay entre la mente, el cerebro y el cuerpo, es el complicado
juego de la vida. Hay desdicha cuando uno predomina sobre el otro y la
mente no puede dominar el cerebro o el organismo físico; cuando hay
armonía entre ambos, entonces la mente puede consentir en obrar de acuerdo
con ellos; ella no es un juguete de ninguno de los dos. Lo total puede
contener lo particular, pero lo pequeño, la parte, jamás puede formular el
todo. Es algo increíblemente sutil para ambos el vivir juntos en completa
armonía, sin que el uno o el otro domine, opte, ejerza violencia. El
intelecto puede destruir el cuerpo y lo hace, y el cuerpo con su torpeza e
insensibilidad puede pervertir al intelecto y ocasionar su deterioro. El
descuido del cuerpo con su complacencia y sus gustos en reclamo
permanente, con sus apetitos, puede volver al cuerpo pesado e insensible y
así embotar el pensamiento. Y el pensamiento, cuando se torna más
refinado, más sagaz, puede descuidar y de hecho descuida las exigencias
del cuerpo, el que entonces comienza a pervertir al pensamiento. Un cuerpo
obeso, grosero, interfiere con las sutilezas del pensamiento, y el
pensamiento, al escapar de los conflictos y problemas que él ha
engendrado, hace del cuerpo realmente una cosa perversa. El cuerpo y el
cerebro han de ser sensibles y estar en armonía para acompañar la
increíble sutileza de la mente, que siempre es explosiva y destructiva. La
mente no es un juguete del cerebro, cuya función es mecánica.
Cuando se
ve la absoluta necesidad de una armonía total del cerebro y del cuerpo,
entonces el cerebro vigilará al cuerpo sin dominarlo, y este mismo vigilar
agudiza al cerebro y hace que el cuerpo sea sensible. El ver es el hecho,
y con el hecho no hay transacciones; el hecho podrá ser descartado, negado
o eludido, pero seguirá siendo un hecho. Lo que es esencial es la
comprensión del hecho y no su evaluación. Cuando el hecho es visto,
entonces el cerebro está alerta a los hábitos, a los factores
degenerativos del cuerpo. Entonces el pensamiento no impone una
disciplina sobre el cuerpo ni lo controla. Porque la disciplina y el
control contribuyen a la insensibilidad, y cualquier forma de
insensibilidad es deterioro, marchitez.
De nuevo
al despertar, automóviles rugiendo en la cuesta de la colina y en el aire
se respiraba el aroma de un bosquecillo cercano,
y la lluvia golpeaba sobre la ventana, ahí estaba otra vez «lo otro»
llenando la habitación; era intenso y había en ello una sensación de
furia; era la furia de una tormenta, de un río pletórico y rugiente, la
furia de la inocencia. Estaba ahí en la habitación con tal plenitud, que
toda forma de meditación llegó a su fin y el cerebro estaba mirando,
sintiendo desde su propio vacío. Ello persistió por un tiempo considerable
pese a la furia de su intensidad, o bien a causa de ella. El cerebro
quedó vacío, lleno de «lo otro», que hacia trizas cuanto uno pensaba,
sentía o veía; era un vacío en el que nada existía. Ese vacío era completa
destrucción.
4
El tren
[a Florencia] iba muy rápido, a más de noventa millas por hora; los
pueblos sobre las colinas eran familiares y el lago [Trasimenus] parecía
un amigo. Era un país familiar, el olivo y el ciprés y el camino que
seguía el ferrocarril. Estaba lloviendo y la tierra se alegraba de ello
porque habían transcurrido meses sin lluvia, y ahora se veían nuevos
retoños verdes y los ríos, de color pardo, se deslizaban henchidos y
veloces. El tren seguía por los valles, lanzando su aviso en los cruces, y
los obreros que trabajaban a lo largo de las vías interrumpían su tarea
para saludar con la mano cuando el tren amenguaba la velocidad. Era una
mañana fresca y agradable, y el otoño tornaba el color de muchas hojas en
amarillo y castaño; estaban arando profundamente la tierra para la siembra
de invierno, y las colinas parecían tan amigables, nunca demasiado altas,
y tan apacibles, tan antiguas. El tren eléctrico corría otra vez a mucha
velocidad, y los conductores nos habían dado la bienvenida invitándonos a
entrar en su casilla, porque nos habíamos encontrado varias veces en el
curso de algunos años; antes de que el tren arrancara nos dijeron que
debíamos ir a verlos; eran tan amigables como los ríos y las colinas.
Desde la ventanilla de ellos uno veía extenderse todo el campo; y las
colinas con sus poblados y el río cuyo curso estábamos siguiendo parecían
estar a la espera del familiar bramido de su tren. El sol rozaba unas
pocas colinas y había una sonrisa sobre la faz de la tierra. Mientras
corríamos velozmente hacia el norte el cielo se aclaraba y los cipreses y
olivos se mostraban delicados en su esplendor contra el azul del cielo. La
tierra, como siempre, era bella.
Era noche
profunda cuando la meditación llenaba los espacios del cerebro y más
allá. La meditación no es un conflicto, una guerra entre lo que es y lo
que debería ser; no había control alguno y, por tanto, no había
distracción. No había contradicción entre el pensador y el pensamiento
porque no existía ninguno de los dos. Sólo había un ver sin el observador;
este ver provenía del vacío, y el vacío no tenía causa. Toda causalidad
engendra inacción, la cual es llamada acción.
Qué
extraño es el amor y qué respetable se ha vuelto: el amor a Dios, el amor
al prójimo, el amor a la familia. Qué pulcramente se le ha dividido, el
profano y el sagrado; deber y responsabilidad; obediencia y buena
voluntad para morir y para dar muerte. Los sacerdotes hablan de él y lo
mencionan los generales cuando planean las guerras; de él se lamentan
eternamente los politices y la dueña de casa. Los celos y la envidia
alimentan el amor, y en ese amor se encuentra aprisionada la relación.
El amor está en la pantalla y en las revistas, y lo pregona
estridentemente la radio y la televisión. Cuando la muerte se lleva al
amor, está la fotografía en el marco o la imagen que la memoria continua
repasando, o es celosamente mantenido por medio de la creencia.
Generación tras generación se educan en esto y así el dolor prosigue
interminablemente.
La
continuidad del amor es placer y con éste viene siempre el dolor, pero
nosotros tratamos de evitar a uno y de aferrarnos al otro. Esta
continuidad implica estabilidad y seguridad en la relación, y en la
relación no debe haber ningún cambio porque la relación es hábito, y en el
hábito hay seguridad y hay dolor. Es a esta inacabable maquinaria de
placer y dolor que nos aferramos, y esta cosa es llamada amor. Para
escapar de su aburrimiento están la religión y el romanticismo. Las
palabras cambian y se modifican con cada uno, pero el romanticismo ofrece
un maravilloso escape del hecho que constituyen el placer y el dolor. Y,
por supuesto, el último refugio, la última esperanza es Dios, quien así se
ha vuelto muy respetable y provechoso.
Pero todo
esto no es amor. El amor no tiene continuidad; no puede ser trasladado al
mañana, no tiene futuro. Si lo tiene es memoria, recuerdos, y los
recuerdos son cenizas de todo cuanto está muerto y sepultado. El amor no
tiene mañana; no puede ser encerrado en el tiempo y convertido en algo
respetable. El amor está ahí cuando el tiempo no está. El amor no tiene
expectativas ni esperanzas; la esperanza engendra la desesperación. No
pertenece a ningún dios y, por tanto, a ningún pensamiento ni sentimiento.
No puede ser conjurado por el cerebro. Vive y muere a cada minuto. Es algo
terrible, porque el amor es destrucción. Es destrucción sin mañana. Amor
es destrucción.
5
En el
jardín hay un árbol alto, inmenso,
que tiene un tronco enorme; durante la noche sus hojas secas hacen ruido
al ser agitadas por el viento del otoño; todos los árboles del jardín
estaban vivos, crujientes, todos murmuraban, gritaban; el invierno estaba
muy lejos todavía y el viento soplaba sin descanso. Pero el árbol dominaba
el jardín; se elevaba por sobre la casa de cuatro pisos y era alimentado
por el río [el Mugnone]. Éste no era uno de esos grandes ríos arrolladores
y peligrosos; su existencia había adquirido fama, y sus curvas penetraban
en los valles y salían de ellos para desembocar a cierta distancia en el
mar. Siempre hay agua en él, y se ven pescadores suspendidos sobre los
puentes y a lo largo de sus orillas. Por la noche, la pequeña cascada se
queja mucho y su sonido llena el aire; el crujir de las hojas, la cascada
y el bullicioso viento parecen hablarse constantemente entre ellos. Era
una mañana agradable, con un cielo azul y unas pocas nubes desperdigadas
en él; hay dos cipreses, alejados de todos los demás, que se destacan
nítidamente contra el cielo.
Otra vez,
bien pasada la medianoche, cuando el viento ululaba con fuerza entre los
árboles, la meditación se tornó en algo furiosamente explosivo que
destruía todas las cosas del cerebro; cada pensamiento moldea cada
respuesta y limita la acción. La acción nacida de la idea es no‑acción;
tal no‑acción engendra conflicto y dolor. En el silencioso instante de la
meditación era cuando había fuerza, fuerza que no está compuesta por las
múltiples fibras de la voluntad; la voluntad es resistencia y la acción de
la voluntad engendra confusión y dolor, tanto interna como externamente.
La fuerza no es el opuesto de la debilidad; todos los opuestos contienen
en si su propia contradicción.
7
Había
comenzado a llover y el cielo estaba cargado de nubes; antes de que
estuviera completamente cubierto, nubes inmensas llenaban el horizonte, y
era algo maravilloso verlas, tan vastas, tan pacificas, con la paz de un
poder y una fuerza enormes. Y las colinas de la Toscana se hallaban muy
cerca de esas nubes aguardando su furia. Ésta llegó durante la noche
estallando en truenos y relámpagos que mostraban a cada hoja vibrante de
viento y de vida. Era una noche espléndida, plena de tormenta, vida e
inmensidad. Toda la tarde «lo otro» había estado presente en el automóvil
y en la calle. Estuvo ahí la mayor parte de la noche y esta mañana
temprano mucho antes del amanecer, cuando la meditación se abría paso en
desconocidas profundidades y alturas; ahí estaba con furia insistente. La
meditación se rindió a «lo otro». Ello estaba ahí, en la habitación, en
las ramas de ese enorme árbol del jardín; estaba ahí con un poder tan
increíble que los mismos huesos parecían presionar a través de todo el ser
inmovilizando completamente el cuerpo y el cerebro. Había estado ahí toda
la noche en una forma benigna y suave, y el sueño se tornó en algo muy
liviano, pero a medida que el alba se aproximaba, ello se convirtió en un
poder quebrantador, penetrante. El cuerpo y el cerebro estaban muy
alertas, escuchando el crujir de las hojas y viendo la llegada del
amanecer a través de las oscuras ramas de un alto y erguido pino. Había en
ello una gran dulzura y belleza que estaban más allá y fuera de todo
pensamiento y emoción. Estaba ahí, y con ello había una bendición.
La fuerza
no es el opuesto de la debilidad; todos los opuestos engendran ulteriores
opuestos. La fuerza no es un evento de la voluntad, y la voluntad es
acción siempre contradictoria. Existe una fuerza que no tiene causa, que
no es el producto de múltiples decisiones. Es esa fuerza que hay en la
negación; esa fuerza que nace de la madura y total soledad. Es esa fuerza
que adviene cuando han cesado completamente todo esfuerzo y conflicto.
Está ahí cuando llegan a su fin todo pensamiento y sentimiento y solamente
existe el ver. Está ahí cuando la ambición, la codicia, la envidia han
cesado sin compulsión alguna, marchitándose con la comprensión. Esa fuerza
existe cuando el amor es muerte y la muerte es vida. La esencia de esa
fuerza es humildad.
¡Qué
fuerte es la hoja recién nacida en primavera, tan vulnerable, tan fácil
de destruir! La vulnerabilidad es la esencia de la virtud. La virtud nunca
puede resistir el oropel de la respetabilidad y la vanidad del intelecto.
La virtud no es la continuidad mecánica de una idea, de un pensamiento
dentro del hábito. La fuerza de la virtud radica en que ésta es fácilmente
destruida para renacer de nuevo cada vez. Fuerza y virtud van juntas
porque ninguna de las dos puede existir sin la otra. Ambas pueden
sobrevivir únicamente en el vacío.
8
Había
estado lloviendo todo el día; los caminos estaban fangosos, en el río
había más agua pardusca y la pequeña cascada estaba metiendo más bulla.
Era una noche tranquila, una invitación A las lluvias que no habían parado
un momento hasta tempranas horas de la mañana. Y súbitamente salió el sol,
y hacia el oeste el cielo estaba y lavado por la lluvia, con esas enormes
nubes plenas de luz y esplendor. Era una bella mañana, y mirando hacia el
oeste, con el cielo tan intensamente azul, desaparecieron todo
pensamiento, toda emoción, y sólo existía un ver desde el vacío.
Antes del
amanecer, la meditación era una inmensa apertura en lo desconocido. Nada
puede abrir la puerta, salvo la destrucción completa de lo conocido. La
meditación es comprensión explosiva. No hay comprensión sin el
conocimiento de uno mismo; aprender acerca de sí mismo no es acumular
conocimientos al respecto; la acumulación de conocimientos impide el
aprender; el aprender no es un proceso aditivo; el aprender es de
instante en instante, como lo es el comprender. Este proceso total del
aprender es la cualidad explosiva que hay en la meditación.
9
Esta
mañana temprano no había una nube en el cielo; el sol estaba surgiendo por
detrás de las colinas toscanas del color gris del olivo, pobladas de
oscuros cipreses. No había sombras sobre el río y las hojas del álamo
temblón estaban quietas. Pocos pájaros no habían emigrado aún, y el río
parecía estar inmóvil. Cuando el sol asomó detrás del río, proyectó largas
sombras sobre las quietas aguas.
Pero una suave brisa venía de las colinas y a través de los valles; pasaba
entre las hojas haciéndolas temblar y danzar bajo el sol de la mañana.
Había sombras cortas y largas, unas opulentas y otras exiguas sobre las
rutilantes aguas parduscas; una solitaria chimenea comenzó a humear
lanzando grises nubes de humo sobre los árboles. Era una hermosa mañana
plena de encanto y belleza, con tantas sombras, con tantas hojas
temblando. El aire estaba perfumado y aunque el sol era otoñal, se sentía
el hálito de la primavera. Un auto pequeño estaba remontando la colina
haciendo un ruido terrible, pero miles de sombras permanecían inmóviles.
Era una bella mañana.
En la
tarde de ayer ello comenzó súbitamente, en una habitación que daba sobre
una ruidosa calle;
la fuerza y la belleza de «lo otro» se esparcía desde la habitación hacia
afuera por encima del tránsito, traspasaba los jardines e iba más allá de
las colinas. Estaba ahí, inmenso e impenetrable; permaneció ahí en la
tarde, y justo cuando uno se disponía a acostarse, ahí estaba con furiosa
intensidad, una bendición de gran beatitud. No hay modo de acostumbrarse a
ello porque es siempre diferente, hay algo siempre nuevo, una nueva
cualidad, un sutil significado, una nueva luz, algo que no había sido
visto antes. No era una cosa para ser almacenada, recordada y examinada en
un rato de ocio; estaba ahí y no había pensamiento que pudiera
aproximársele, porque el cerebro estaba quieto y no existía el tiempo
para experimentar, para acumular. Estaba ahí y todo pensamiento se
aquietaba.
La
intensa energía de la vida siempre está ahí, día y noche. Es una energía
sin fricción, sin dirección, ni opción ni esfuerzo. Está ahí con tal
intensidad que el pensamiento y el sentimiento no pueden capturarla y
moldearla de acuerdo con sus antojos, creencias, experiencias y
requerimientos. Está ahí con una abundancia tal que nada puede
disminuirla. Pero nosotros tratamos de usarla, de darle una dirección, de
capturarla dentro del molde de nuestra existencia y así torcerla para
ajustarla a nuestro patrón, a nuestra experiencia y conocimiento. Están
la ambición, la codicia, la envidia; éstas reducen su energía y así hay
conflicto y dolor; la crueldad de la ambición personal o colectiva
distorsiona su intensidad ocasionando odio, antagonismo, conflicto. Cada
acto de la envidia pervierte esta energía, creando descontento, desdicha,
temor; con el temor hay culpa, hay ansiedad y la interminable desgracia
de la comparación y la imitación. Es esta energía adulterada la que
produce al sacerdote y al general, al político y al, estafador. Esta
ilimitada energía hecha incompleta por nuestro deseo de permanencia es el
suelo donde se desarrollan las estériles ideas, la competencia, la
crueldad y la guerra; ésa es la causa del eterno conflicto entre hombre y
hombre.
Cuando
todo esto es descartado, fácilmente y sin esfuerzo, sólo entonces hay esa
intensa energía que únicamente puede existir y florecer en libertad. Sólo
en libertad ella no es causa de conflicto y dolor; sólo entonces se
multiplica y no tiene fin. Ella es la vida sin principio ni fin; esa
creación, la cual es amor, destrucción.
La
energía que se utiliza en una dirección determinada conduce a una sola
cosa: conflicto y dolor; la energía que es la expresión de la totalidad de
la vida, es una bienaventuranza que está más allá de toda medida.
12
El cielo
estaba amarillo con el sol poniente, y el oscuro ciprés y el gris olivo
eran sobrecogedoramente hermosos; más abajo, el sinuoso río se veía
dorado. Era un anochecer espléndido, pleno de luz y silencio. Desde esa
altura
uno podía ver la ciudad en el valle, la cúpula y el hermoso campanario, y
el río que atravesaba en curvas la ciudad. Bajando la pendiente y los
escalones, uno sentía la gran belleza del anochecer; había poca gente, y
los excéntricos, bulliciosos turistas habían pasado temprano por allí,
siempre parloteando, tomando fotos y escasamente viendo cosa alguna. El
aire estaba perfumado, y a medida que el sol se ponía, el silencio se
tornaba profundo, rico e insondable. Sólo desde este silencio existe el
ver, el verdadero escuchar, y desde este silencio advino la meditación,
aunque el pequeño automóvil descendía ruidosamente la curva carretera
dando innumerables topetazos. Había dos pinos romanos contra el cielo
amarillento y, aunque uno los había visto a menudo con anterioridad, era
como si nunca hubieran sido vistos; la colina suavemente inclinada era de
un gris plateado por la presencia del olivo, y en todas partes se veía el
oscuro ciprés solitario. La meditación era explosiva, no algo
cuidadosamente planeado, tramado y preparado con un determinado
propósito. Era una explosión que no dejaba ningún remanente del pasado.
Ella hacia estallar el tiempo, y el tiempo ya nunca más necesitaba
detenerse. En esta explosión todo era sin sombra, y ver sin sombra es ver
más allá del tiempo. Era un anochecer maravilloso, pleno de humor y
espacio. La ciudad ruidosa con sus luces y el tren que corría suavemente,
se hallaban dentro de este vasto silencio cuya belleza estaba en todas
partes.
El tren,
yendo hacia el sur [de regreso a Roma] estaba atestado con muchísimos
turistas y hombres de negocios; fumaban sin cesar y comieron pesadamente
cuando se sirvió la comida. El campo estaba hermoso, lavado por la lluvia,
fresco, y no se veía una nube en el cielo. Sobre las colinas había
antiguos pueblos amurallados, y el lago de tantos recuerdos estaba azul,
sin una sola onda; el rico país cedía al suelo pobre y árido, y las
granjas parecían menos prósperas, los pollos estaban más flacos, no había
ganado en los alrededores y se veían pocas ovejas. El tren corría
velozmente, tratando de recuperar el tiempo que había perdido. Era un día
maravilloso, y ahí, en ese compartimento lleno de humo, con pasajeros que
apenas si miraban hacia afuera por la ventanilla, ahí estaba «lo otro».
Toda esa noche estuvo ahí con tanta intensidad que el cerebro sentía su
presión. Era como si en el centro mismo de toda la existencia ello
estuviera operando en su pureza e inmensidad. El cerebro observaba, como
estaba observando la escena que pasaba velozmente, y en este mismo acto
él fue más allá de sus propias limitaciones. Y durante la noche, en
singulares momentos, el meditar era un fuego de explosión.
13
El cielo
es claro, el pequeño bosque al otro lado del camino está lleno de luz y
sombras. Temprano en la mañana, antes de que el sol surgiera sobre la
colina, cuando el amanecer todavía estaba sobre la tierra y no había
automóviles subiendo por la ladera, la meditación era inagotable. El
pensamiento siempre es limitado, no puede ir muy lejos porque está
arraigado en la memoria, y cuando va lejos se torna meramente
especulativo, imaginativo, carente de validez. El pensamiento no puede
encontrar lo que está más allá de sus propias fronteras de tiempo; el
pensamiento está atado al tiempo. El pensamiento desenredándose a sí
mismo, desembarazándose de la red de su propia hechura, no es el
movimiento total de la meditación. El pensamiento en conflicto consigo
mismo no es meditación; la meditación es el cese del pensamiento y el
comienzo de lo nuevo. El sol trazaba diseños sobre la pared, los
automóviles venían remontando la colina y pronto los obreros estarían
silbando y cantando en la nueva construcción al otro lado del camino.
El
cerebro no tiene descanso, es un instrumento asombrosamente sensible.
Está siempre recibiendo impresiono, interpretándolas, almacenándolas;
jamás se halla quieto, ni cuando está despierto ni cuando duerme. Su
preocupación es la supervivencia y la seguridad, las heredadas respuestas
animales; sobre las bases de éstas se construyen sus astutas invenciones
internas y externas; sus dioses, sus virtudes, sus moralidades son sus
defensas; sus ambiciones, deseos, compulsiones y adaptaciones son los
instintos de supervivencia y seguridad. Siendo altamente sensible, el
cerebro con su maquinaria del pensamiento comienza a cultivar el tiempo,
los ayeres, el hoy y los múltiples mañanas; esto le brinda una oportunidad
de postergación y realización; la postergación, el ideal y la realización
son su propia continuidad. Pero en esto siempre hay dolor; de esto deriva
el escape hacia la creencia, el dogma, la actividad y las múltiples formas
de entretenimiento, incluidos los rituales religiosos. Pero siempre está
la muerte con su temor; el pensamiento busca entonces bienestar y escape
en creencias racionales e irracionales, en esperanzas, en conclusiones.
Las palabras y las teorías se vuelven pasmosamente importantes, se vive en
función de ellas y se construye toda la estructura de la existencia sobre
los sentimientos que despiertan dichas palabras y conclusiones.
El
cerebro y su pensamiento funcionan en un nivel muy superficial, por muy
profundamente que el pensamiento pueda creer que ha viajado. Porque el
pensamiento, por mucho que haya experimentado, por hábil y erudito que
sea, es superficial. El cerebro y sus actividades constituyen un fragmento
de la totalidad de la vida; el fragmento se ha vuelto completamente
importante para sí mismo y para su relación con otros fragmentos. Esta
fragmentación y las contradicciones que engendra constituyen su misma
existencia; el pensamiento no puede comprender la totalidad, y cuando
intenta formular la totalidad de la vida, él únicamente puede pensar en
términos de opuestos y reacciones que tan sólo engendran conflicto,
confusión y desdicha.
El
pensamiento jamás puede comprender o formular la totalidad de la vida.
Sólo cuando el cerebro y su pensamiento están completamente quietos, no
dormidos ni drogados por la disciplina, la compulsión o la hipnosis, sólo
entonces existe la lúcida percepción de lo total. El cerebro, que es tan
asombrosamente sensible, puede permanecer inmóvil, inmóvil en su
sensibilidad, amplia y profundamente atento pero completamente quieto.
Cuando el tiempo y su medida cesan, sólo entonces existe lo total, lo
incognoscible.
14
En los
jardines [de la villa Borghese], justo en medio del ruido y de los olores
de la ciudad, con sus chatos pinos y sus muchos árboles que se estaban
tornando de color amarillo castaño, y con el aroma de la tierra húmeda,
ahí, mientras uno se hallaba paseando con cierta seriedad, surgió la
percepción de «lo otro». Estaba ahí con admirable belleza y dulzura; no
era que uno se hallara pensando al respecto ‑ello impide todo
pensamiento‑ sino que estaba ahí con tal plenitud que causaba sorpresa y
un intenso deleite. La seriedad del pensamiento es muy fragmentaria e
inmadura, y no obstante tiene que haber una seriedad que no es el producto
del deseo. Existe una seriedad que tiene la cualidad de la luz, cuya
misma naturaleza consiste en profundizar, una luz que carece de sombra;
esta es infinitamente flexible y, por tanto, gozosa. Estaba ahí, y
cada árbol, cada hoja, cada brizna de hierba y cada flor cobraron intensa
vida y esplendidez; el color era rico y el cielo inmensurable. La tierra,
húmeda y sembrada de hojas, era la vida.
15
El sol de
la mañana está sobre el bosquecillo al otro lado de la carretera; es
una mañana tranquila, apacible, dulce bajo el sol no demasiado fuerte,
y el aire es puro y fresco. Cada árbol está tan fascinantemente vivo, con
tantos colores, y hay tantas sombras; todo es un llamado y una espera.
Mucho antes de que el sol se levantara, cuando aún había quietud, sin
ningún automóvil que subiera por la colina, la meditación era un
movimiento en medio de la bendición. Este movimiento fluía dentro de «lo
otro» que estaba ahí, en la habitación, colmándola y desbordándola hacia
afuera y más allá, sin fin. Había en ello una profundidad inmensa e
insondable y había paz. Esta paz jamás conoció el conflicto, no estaba
contaminada por el pensamiento y el tiempo. No era la paz de la finalidad
última; era algo tremenda y peligrosamente vivo. Y no tenía defensas. Toda
forma de resistencia es violencia y, por consiguiente, también es
concesión. Esa no era la paz que engendra el conflicto; esa paz estaba más
allá de todo conflicto y de sus opuestos. No era el fruto de la
satisfacción y el descontento, en lo cual están las semillas del
deterioro.
16
Fue antes
del amanecer, cuando no había ruido y la ciudad aún se hallaba dormida,
que el cerebro al despertar se quedó inmóvil porque «lo otro» estaba ahí.
Entró muy quietamente y con tan vacilante cuidado porque en los ojos había
sueño todavía, pero ello fue un gran gozo, de una admirable simplicidad y
pureza.
18
En el
avión.
Truenos y un gran chaparrón lo habían despertado a uno en medio de la
noche [en Roma], con la lluvia golpeando contra la ventana y entre los
árboles al otro lado de la carretera. El día había sido caluroso y el aire
era agradablemente fresco; la ciudad dormía y la tormenta había cesado.
Los caminos estaban húmedos y había escaso tránsito tan temprano en la
mañana; el cielo todavía se hallaba cargado de nubes y había amanecida
sobre la tierra. La iglesia [S. Giovanni in Luterano] con sus mosaicos
dorados estaba brillantemente iluminada con luz artificial. El aeropuerto
se encontraba muy lejos
y el poderoso automóvil corría bellamente; estaba tratando de competir en
carrera con las nubes. Pasó a los pocos automóviles que había en el
camino, y abrazaba a gran velocidad la carretera en cada recodo. Lo habían
retenido demasiado tiempo en la ciudad, y ahora estaba libre en la
carretera. Y muy pronto estaría en el aeropuerto. En el aire se percibía
el aroma del mar y de la tierra húmeda; los campos recientemente arados
estaban oscuros y el verde de los árboles lucía muy vivo aun cuando el
otoño había alcanzado ya unas pocas hojas; el viento soplaba del oeste y
no habría sol durante todo el día. Cada hoja estaba limpia, lavada por la
lluvia, y había belleza y paz sobre la tierra.
En medio
de la noche, en la calma que siguió al trueno y al relámpago, el cerebro
estaba totalmente quieto y la meditación era una apertura dentro del
inmensurable vacío. La misma sensibilidad del cerebro lo aquietaba;
estaba quieto pero sin motivo; la acción de la quietud que obedece a un
motivo es desintegración. El cerebro estaba tan quieto que el espacio
limitado de una habitación había desaparecido y había cesado el tiempo.
Sólo existía una atención despierta sin un centro que estuviera atento;
era la atención en la que el origen del pensamiento había cesado sin
violencia alguna, naturalmente, fácilmente. Esa atención podía oír la
lluvia y el movimiento en la habitación contigua; escuchaba sin ninguna
interpretación y observaba sin el conocimiento. También el cuerpo estaba
inmóvil. La meditación se rendía a «lo otro», que era de una pureza que
todo lo deshacía sin dejar residuos; ello estaba ahí; eso es todo,
y nada existía. Como nada existía, ello era. Era la pureza de toda
esencia. Esta paz es un vasto, ilimitado espacio de inmensurable
vacuidad.
20
El mar, a
unos cuatrocientos pies más abajo, parecía tan calmo, tan vasto, sin una
sola onda, sin ningún movimiento; el desierto y los ardientes cerros,
desnudos de árboles, se veían bellos y despiadados; luego más mar y las
distantes luces de la ciudad donde todos los pasajeros descendieron; el
vocerío, la montaña de valijas, la inspección y el largo viaje por calles
mal iluminadas y atestadas con una población en constante incremento; los
múltiples olores penetrantes, las voces agudas, los templos
decorados, los automóviles festoneados con flores por ser un día de
fiesta; casas suntuosas, oscuros arrabales, y luego de bajar por una
empinada pendiente, el automóvil se detuvo y abrieron la puerta.
Hay un
árbol lleno de hojas verdes y brillantes, muy sereno en su dignidad y
pureza; está rodeado de casas mal proporcionadas, con gente que jamás lo
ha mirado ni ha mirado siquiera una sola de sus hojas. Pero esa gente
gana dinero, va a la oficina, bebe, engendra hilos y come enormemente. En
la noche pasada, la luna estuvo sobre ese árbol, y toda la espléndida
penumbra tenía vida. Y al despertar hacia el amanecer, la meditación era
el esplendor de la luz, porque «lo otro» estaba ahí, en una habitación
poco familiar. De nuevo era ello paz, una paz inminente y apremiante, no
la paz de los políticos o de los sacerdotes o de los satisfechos; era
demasiado inmensa para ser contenida por el espacio y el tiempo, para ser
formulada por el pensamiento o el sentimiento. Esa paz era todo el peso de
la tierra y las cosas que hay sobre la tierra; era los cielos y más allá
de los cielos. El hombre debe dejar de ser para que ella sea.
El tiempo
está siempre repitiendo su reto y sus problemas; las respuestas y réplicas
se internan en lo inmediato. Estamos ocupados con el reto inmediato y con
la inmediata respuesta al mismo. Esta respuesta inmediata al llamado de lo
inmediato es la mundanalidad con todos sus insolubles problemas y agonías;
el intelectual responde con una acción nacida de ideas que tienen sus
raíces en el tiempo, en lo inmediato, y el irreflexivo lo sigue pasmado;
el sacerdote de la religión bien organizada en base a la propaganda y a la
creencia, responde al reto de acuerdo con lo que le han enseñado; el resto
sigue el patrón del agrado y desagrado, del prejuicio y la malicia. Y cada
argumento, cada gesto es la continuidad de la desesperación, la confusión
y el dolor. No hay fin para ello. Volver la espalda a todo eso designando
con diferentes nombres a esta actividad, no es acabar con ella. Eso está
ahí sea que uno lo niegue o no, sea que uno lo haya analizado críticamente
o que diga que toda la cosa es una ilusión, maya. Está ahí y uno siempre
uno está midiéndolo. Son estas respuestas inmediatas a una serie de
llamadas de lo inmediato las que tienen que cesar. Entonces uno responderá
al reclamo inmediato del tiempo, desde el vacío del no‑tiempo, o quizás
uno no responda en absoluto, lo que puede ser la verdadera respuesta. Toda
réplica del pensamiento y la emoción sólo ha de prolongar la desesperación
y la agonía de los problemas que no tienen respuesta; la respuesta final
está más allá de lo inmediato.
En lo
inmediato está toda nuestra esperanza, vanidad y ambición, sea que la
inmediatez se proyecte hacia el futuro de los muchos mañanas o en el
ahora. Este es el camino del dolor. El cese del dolor nunca está en la
respuesta inmediata a los múltiples retos. El cese del dolor radica en el
acto de ver este hecho.
21
Las
palmeras se mecían con gran dignidad, inclinándose placenteramente ante la
brisa marina que venia del oeste; parecían tan distantes de la ciudad
ruidosa y atestada. Se veían oscuras contra el cielo crepuscular; sus
troncos eran altos y bien formados, finos a fuerza de muchos años de
paciente trabajo; esas palmeras dominaban el anochecer de las estrellas y
el cálido mar. Casi tendían sus palmas para recibirlo a uno, para
arrebatarlo de la sórdida calle, pero la brisa vespertina se las llevaba
para llenar el cielo con su movimiento. La calle estaba atestada; nunca
estaría limpia, demasiada gente había escupido sobre ella; habían
ensuciado sus paredes con los anuncios de los últimos filmes; las habían
embadurnado con los nombres de aquellos a quienes uno debía otorgar su
voto, con los símbolos partidarios; era una calle sórdida aun cuando fuera
una de las arterias principales de la ciudad; pasaban autobuses
mugrientos; los taxis lo aturdían a uno con sus bocinazos y parecía que
por ahí habían transitado muchos perros. Un poco más lejos estaban el mar
y el sol poniente, que era una roja bola de fuego; había sido un día
abrasador y el sol enrojecía el mar y las escasas nubes. No había una sola
onda en el mar, pero éste se veía inquieto y sombrío. Hacia demasiado
calor para que fuera un anochecer agradable y la brisa parecía haber
olvidado su encanto. A lo largo de la sórdida calle, con la gente
empujándolo a uno, la meditación era la misma esencia de la vida. El
cerebro, tan delicado y vigilante, estaba completamente quieto, observando
las estrellas, atento a la gente, a los olores, al ladrido de los perros.
Una solitaria hoja amarilla cayó sobre la sucia carretera y el automóvil
que pasaba la destruyó; estaba tan llena de color y belleza y fue
destruida tan fácilmente.
Mientras
uno caminaba por la calle bordeada de unas pocas palmeras, «lo otro»
advino como una ola que purificaba y fortalecía; estaba ahí como un
perfume, como un hálito de inmensidad. No era un sentimiento, una ficción
engendrada por la ilusión o por la fragilidad del pensamiento; estaba ahí,
distinto y claro, sin confusión posible, sin vacilación, definido,
preciso. Estaba ahí, una cosa sagrada, y nada podía alcanzarla, nada podía
quebrar su finalidad. El cerebro era consciente de la proximidad de los
autobuses que pasaban, de la calle húmeda y del chillido de los frenos; se
daba cuenta de todas estas cosas y, más allá, del mar; pero el cerebro no
tenía relación con ninguna de estas cosas; estaba completamente vacío, sin
raíces de ninguna clase, vigilando, observando desde esta vacuidad. «Lo
otro» presionaba sobre él con aguda urgencia. Ello no era un sentimiento,
una sensación, sino algo tan real como el hombre que estaba llamando. No
era una emoción que cambia, que varia y continúa, y el pensamiento no
podía alcanzarlo. Estaba ahí con la determinación de la muerte que ningún
pensamiento podría disuadir. Como no tenía raíces ni relación alguna con
nada, nada podía contaminarlo; era indestructible.
23
La
completa quietud del cerebro es una cosa extraordinaria; en esa quietud el
cerebro es altamente sensible, vigoroso, lleno de vida, consciente de cada
movimiento externo, pero se halla completamente abierto, libre de
cualquier estorbo, sin ningún deseo secreto, sin perseguir nada; está
quieto y, por tanto, no existe conflicto alguno, el cual es esencialmente
un estado de contradicción. Está completamente quieto en el vacío; esta
vacuidad no es un estado de carencia, de mente en blanco; es energía que
no tiene un centro, que no tiene un límite. Bajando por la apiñada calle,
sórdida y maloliente, en medio del rugir de los autobuses, el cerebro
estaba atento a las cosas que lo rodeaban, y el cuerpo caminaba, sensible
a los olores, a la suciedad, a los sudorosos obreros, pero no había un
centro desde el cual tuviera lugar una observación, un dirigir, un
censurar las cosas. Durante toda esa milla y al regresar, el cerebro
estuvo sin un solo movimiento que significara pensar o sentir; el cuerpo
se fatigaba, poco acostumbrado a la humedad y al espantoso calor reinante
pese a que el sol se había puesto cierto tiempo atrás. Era un fenómeno
extraño, aun cuando ya hubiera ocurrido antes algunas veces. Uno nunca
puede habituarse a ninguna de estas cosas, porque no es algo que
pertenezca al hábito o al deseo. Ello es siempre sorprendente después que
ha pasado.
En el
atestado avión [a Madrás] hacia calor y aun a aquella altura, unos ocho
mil pies, parecía que jamás iría a refrescar. En ese avión matinal,
súbitamente y del modo más inesperado, advino «lo otro». Ello nunca es
igual, es siempre nuevo, imprevisto; lo más extraño al respecto es que el
pensamiento no puede volver a ello, reconsiderarlo, examinarlo
deliberadamente. La memoria no interviene en eso, porque cada vez que
ocurre es tan totalmente nuevo e inesperado que no deja tras de sí ningún
recuerdo. Por ser un acontecimiento completo y total, no se graba en la
memoria para registrarse como un recuerdo Así, siempre es nuevo, joven,
imprevisto. Llegó acompañado de una extraordinaria belleza, no a causa de
la forma fantástica de las nubes o por la luz que éstas contenían, ni por
el cielo tan infinitamente delicado y azul; no había razón ni causa para
su increíble belleza y por eso era bello. Era la esencia, no la de todas
las cosas que han sido producidas y a las que se ha dado forma para que se
las sienta y se las vea, sino la esencia de toda la vida que ha sido, es y
será, la vida sin tiempo. Ello estaba ahí y era el frenesí de la belleza.
El
pequeño automóvil volvía a su valle,
lejos de las ciudades y las civilizaciones; saltaba por caminos
accidentados llenos de baches, tomaba agudas curvas gimiendo, crujiendo,
pero seguía adelante; no era un auto viejo, pero había sido
descuidadamente montado; olía a petróleo y aceite, pero corría de vuelta
al hogar, tan rápido como le era posible, sobre caminos pavimentados y sin
pavimentar. La tierra estaba hermosa, había llovido recientemente, la
noche anterior. Los árboles rebosaban de verdes y brillantes hojas ‑el
tamarindo, la gran higuera y otros innumerables árboles; se veían muy
vitales, frescos y jóvenes pese a que algunos de ellos debían ser muy
viejos. Estaban ahí los cerros y la tierra roja; no eran cerros
impresionantes sino suaves y antiguos, algunos de ellos los más antiguos
de la tierra, y a la luz del anochecer se veían con ese azul añejo que
sólo determinados cerros suelen tener. Algunos eran rocosos y estaban
desnudos, otros tenían arbustos achaparrados y en unos pocos había unos
cuantos árboles, pero se mostraban benévolos y amistosos como si hubieran
visto todo el dolor del mundo. Y la tierra a sus pies era roja; las
lluvias la habían tornado más roja aún; no era el rojo de la sangre o el
del sol o el de algún tinte fabricado por el hombre; era rojo, el color
que contenía todos los rojos; había en él claridad y pureza, y el verde
resaltaba sobrecogedor en contraste con ese rojo. Era un hermoso
anochecer y estaba refrescando porque el valle se encontraba a cierta
altura.
En medio
de la luz crepuscular y de los cerros que se tomaban más azules y del
rojo cada vez más vivo de la tierra, «lo otro» advino silenciosamente
acompañado de una bendición. Ello es maravillosamente nuevo cada vez, y
sin embargo es lo mismo. Era inmenso en su fuerza, la fuerza de la
destrucción y la vulnerabilidad. Llegó con tanta plenitud, y en un
instante había desaparecido; fue un instante más allá de todo tiempo. El
día había sido agotador pero el cerebro se hallaba extrañamente alerta,
viendo sin el observador; viendo no con la experiencia sino desde el
vacío.
24
La luna
estaba llegando exactamente sobre los cerros, atrapada en una larga nube
serpentina que le daba una fantástica forma. Estaba enorme, empequeñecía a
los cerros, a la tierra con sus verdes pastizales. Allí donde ella iba
surgiendo, el cielo se tornaba más claro y había menos nubes; pero pronto
desapareció entre los oscuros nubarrones cargados de lluvia. Comenzó a
lloviznar y la tierra estaba contenta; aquí no llueve mucho y cada gota
tiene valor; la gran higuera y el tamarindo y el mango disputarían a causa
de ello, pero las plantas pequeñas y la siembra de arroz se regocijaban
aún con una lluvia tan escasa. Infortunadamente, incluso las pocas gotas
cesaron y pronto la luna brilló en un cielo claro. En la costa estaba
lloviendo furiosamente, pero aquí donde la lluvia era indispensable, las
nubes cargadas pasaban de largo. Era un hermoso anochecer y había sombras
oscuras y profundas de múltiples diseños. La luna brillaba intensamente,
las sombras estaban muy quietas y las hojas recién lavadas centelleaban.
Mientras uno iba paseando y conversando, la meditación proseguía bajo las
palabras y la belleza de la noche. Proseguía a una gran profundidad
fluyendo hacia adentro y hacia afuera; era un movimiento que estallaba y
se expandía. Uno se daba cuenta de ello; ocurría; no era algo que uno
estuviera experimentando, el experimentar limita; ello tenía lugar,
sucedía sin la participación de uno; el pensamiento no podía compartirlo
porque el pensamiento, en cualquiera de sus formas, es una cosa muy vana y
mecánica; ni la emoción podía enredarse en ello; era algo demasiado
perturbadoramente activo para ambos. Estaba ocurriendo a una profundidad
tan desconocida que no existía medida posible para ella. Pero había una
gran quietud. Era algo muy sorprendente y nada común.
Las hojas
oscuras brillaban y la luna había trepado bien alto; estaba del lado
occidental e inundaba la habitación. Faltaban aún muchas horas para el
amanecer y no se escuchaba un sonido; hasta los perros de la aldea habían
callado con sus penetrantes ladridos. Al despertar, ello estaba ahí, con
claridad y precisión; estaba ahí «lo otro», y era necesario despertar, no
dormir; fue algo deliberado para que uno advirtiera lo que estaba
sucediendo, para que hubiera plena y lúcida conciencia respecto de lo que
ocurría. Dormido, ello podría haber sido un sueño, una insinuación del
inconsciente, una treta del cerebro; pero al estar totalmente despierto,
«lo otro», esta cosa extraña e incognoscible, era una palpable realidad,
un hecho y no una ilusión o un sueño. Tenia una cualidad ‑si es que tal
palabra puede aplicársele‑ de levedad e impenetrable fuerza. Incluso
estas palabras poseen cierto significado definido y comunicable, pero
pierden todo sentido cuando «lo otro» tiene que comunicarse en palabras;
las palabras son símbolos pero ningún símbolo puede jamás transmitir la
realidad. Ello estaba ahí, con un poder tan incorruptible, tan inaccesible
que nada podía destruirlo. Uno puede acercarse a algo con lo que está
familiarizado, uno debe conocer el mismo idioma para poder comunicarse,
tiene que haber alguna clase de proceso del pensamiento, verbal o no
verbal; sobre todo tiene que haber mutuo reconocimiento. No había nada de
eso. Uno puede decir: es esto o es aquello, es tal o cual cualidad, pero
en el momento en que ello tenía lugar no había verbalización porque el
cerebro estaba completamente silencioso, sin movimiento alguno del
pensar. «Lo otro» no está relacionado con nada, y todo pensamiento, toda
existencia es un proceso de causa‑efecto; por consiguiente, no había
relación alguna con ello ni había comprensión de ello. Era una
llama inaccesible y uno sólo podía mirarla y guardar su distancia. Y al
despertar súbitamente eso estaba ahí. Y con eso adivino un éxtasis
inesperado, un júbilo sin razón alguna; no había causa para ello, porque
en ningún momento había sido buscado ni perseguido. Este éxtasis estaba
ahí al despertar otra vez a la hora habitual, y continuó por un largo
período de tiempo.
25
Hay una
hierba de largo tallo, alguna clase de maleza silvestre que crece en el
jardín y que tiene una florescencia plumosa, oro candente que destella en
la brisa inclinándose hasta quebrarse, pero sin romperse jamás salvo bajo
un viento fuerte. Hay un grupo de estas malezas color beige dorado, y
cuando la brisa sopla las hace danzar; cada tallo tiene su propio ritmo,
su propio esplendor, y son como una ola cuando se mecen todos juntos;
entonces el color, a la luz del atardecer, es indescriptible; es el color
del crepúsculo, de la tierra de los cerros dorados y de las nubes. Las
flores contiguas son demasiado definidas, demasiado toscas, y exigen que
uno las mire. Estas hierbas silvestres poseen una extraña delicadeza;
tienen un tenue aroma a trigo y a tiempos antiguos; son fuertes y puras,
plenas de vida en abundancia. Pasaba cerca una nube crepuscular llena de
luz mientras el sol descendía tras del oscuro cerro. La lluvia había dado
a la tierra un grato olor y el aire era agradablemente fresco. Llegaban
las lluvias y la tierra estaba expectante.
Ello
ocurrió de pronto, al regresar a la habitación; estaba ahí, con una
acogedora bienvenida, totalmente inesperado. Uno había entrado sólo para
volver a salir; habíamos estado conversando sobre diversas cosas, ninguna
demasiado seria. Fue una conmoción y una sorpresa encontrarse con la
bienvenida de «lo otro» en la habitación; estaba aguardando ahí con tan
clara invitación que parecía vana una disculpa. En varias oportunidades,
muy lejos de aquí, en Wimbledon, bajo algunos árboles y a lo largo de un
sendero que muchísimos transitaban, ello había estado aguardando en un
recodo del camino; con asombro uno permanecía ahí, cerca de aquellos
árboles, completamente abierto, vulnerable, sin habla, sin un solo
movimiento. No era una fantasía, una ilusión autoproyectada; la otra
persona que para ese entonces se encontraba allí también lo percibió. Ello
se presentó ahí en distintas ocasiones, con una bienvenida de amor que
todo lo abarcaba, y era algo completamente increíble; cada vez tenía una
nueva cualidad, una nueva belleza, una nueva austeridad. Y así era en
esta habitación, algo totalmente nuevo y absolutamente inesperado. Era
belleza que aquietaba la mente entera y dejaba el cuerpo sin un solo
movimiento, tornando a la mente, al cerebro y al cuerpo intensamente
alertas y sensibles; ello hacia estremecer al cuerpo, y en unos pocos
minutos «lo otro», con su acogedora bienvenida, había desaparecido tan
velozmente como había llegado. Ningún pensamiento, ninguna emoción
caprichosa podría jamás suscitar un acontecimiento semejante; el
pensamiento es mezquino, haga lo que haga, y el sentimiento es muy frágil
y engañoso; ninguno de ellos, en sus más disparatados empeños, podría
fabricar estos sucesos. Son inmensurablemente grandes, demasiado inmensos
en su fuerza y pureza para el pensamiento o el sentimiento; éstos tienen
raíces y aquellos no tienen ninguna. No son para que se les invite o
retenga; el pensamiento y el sentimiento pueden jugar toda clase de tretas
hábiles e imaginativas, pero no pueden inventar ni contener «lo otro».
Ello existe por si mismo y nada puede alcanzarlo.
La
sensibilidad es por completo diferente del refinamiento; la sensibilidad
es un estado integral, el refinamiento siempre es parcial. No hay
sensibilidad parcial; o ella es el estado de la totalidad del propio ser,
de la conciencia total, o no existe en absoluto. La sensibilidad no es
para ser acumulada poco a poco; no se la puede cultivar; no es el
resultado de la experiencia y el pensamiento, no es un estado emocional.
Tiene la cualidad de la precisión, sin la sugestión del romanticismo y de
la fantasía. Sólo quien es sensible puede enfrentarse a lo real sin
escapar hacia toda dase de confusiones, opiniones y evaluaciones.
Únicamente aquel que es sensible puede estar solo, y esta madura soledad
interna es destructiva. Esta sensibilidad está despojada de todo placer y,
por tanto, tiene austeridad, no la austeridad del deseo y la voluntad sino
la del ver y comprender. En el refinamiento hay placer; el refinamiento
está relacionado con la educación, la cultura, el medio; su curso es
interminable y es el resultado de la opción, el conflicto y el dolor, y
siempre está aquel que opta, el que se refina, el que censura. Y así es
como siempre existen el conflicto, la contradicción, el dolor. El
refinamiento lleva a aislarse, a apartarse mediante el encierre en uno
mismo, conduce a la separación que engendran el intelecto y el
conocimiento. Es una actividad egocéntrica, por iluminada que pueda estar
estética y moralmente. Hay una gran satisfacción en el proceso del
refinamiento, pero sin el júbilo de lo profundo; es superficial y
mezquino, sin mayor significación. El refinamiento y la sensibilidad son
dos cosas diferentes: una conduce a la muerte que aísla y la otra a la
vida que no tiene fin.
26
Justo al
otro lado de la galería hay un árbol con gran cantidad de espectaculares
flores de color rojo, mientras que el verde de las enormes hojas resalta
vívido e intenso después de las últimas lluvias. El rojo de las flores
tiene un tinte anaranjado, y contra el verde del follaje y de la colina
rocosa, parece como si se hubieran apartado de la tierra y cubrieran todo
el espacio de la madrugada. Era una hermosa mañana con nubes, y había esa
luz que torna claro y brillante cada color. No se agitaba una sola hoja y
todas aguardaban esperanzadas otra lluvia; el sol sería ardiente y la
tierra necesitaba más agua en abundancia. Los lechos de los ríos habían
permanecido silenciosos por muchos años; en ellos crecían arbustos y el
agua resultaba indispensable en todas partes. Los pozos estaban muy bajos
y los aldeanos sufrirían si el agua siguiera faltando. Las nubes sobre los
cerros eran negras, cargadas con la promesa de la lluvia. Tronaba y había
relámpagos lejanos, y en seguida se desencadenó un aguacero. No duró
mucho pero de momento era suficiente y había una promesa de más lluvia.
Donde el
camino desciende hay un puente que cruza el rojo y arenoso lecho seco de
un río; mirando desde el puente hacia el oeste, las colinas resaltaban
negras, melancólicas; a la luz del atardecer los ricos campos florecidos
de arroz eran increíblemente bellos. Al otro lado había árboles de un
intenso verde oscuro, y hacia el norte estaban los cerros de color
violáceo; el valle descansaba abierto a los cielos. Todos los colores,
visibles e invisibles, se hallaban en ese valle bajo la luz crepuscular.
Cada color principal tenía sus armónicos, unos ocultos, otros manifiestos,
y cada hoja y cada brizna de arroz estallaban con el deleite del color.
Este era intenso, poderoso, no suave ni dulce. Las nubes se estaban
amontonando negras y cargadas, en especial sobre los cerros, y en la
lejanía relampagueaba silenciosamente. Comenzaron a caer las primeras
gotas; entre los cerros ya estaba lloviendo y pronto la lluvia estaría
aquí. Una bendición para una tierra extenuada y hambrienta.
Después
de una comida liviana, estábamos todos hablando acerca de cosas relativas
a la escuela, de cómo era necesario esto o aquello, de lo difícil que
resultaba encontrar buenos maestros, de lo indispensables que eran las
lluvias, etc. Ellos continuaban hablando, y entonces súbita e
inesperadamente apareció «lo otro»; estaba ahí con tal inmensidad y con
una fuerza tan arrolladora que uno se aquietó completamente; los ojos lo
veían, el cuerpo lo sentía y el cerebro estaba alerta sin pensamiento
alguno. La conversación no era demasiado seria, y en medio de esta
atmósfera incidental estaba ocurriendo algo tremendo. Permaneció con uno
en el momento de ir a acostarse y prosiguió como un susurro durante la
noche. No hay experiencia de ello; está simplemente ahí, con su ímpetu
incontenible y su bendición. Para que algo sea experimentado debe haber un
experimentador, pero cuando no lo hay existe un fenómeno por completo
diferente. No hay aceptación de ello ni rechazo; está simplemente ahí,
como un hecho. Este hecho no se hallaba relacionado con cosa alguna ni en
el pasado ni en el futuro, y el pensamiento no podía establecer ninguna
comunicación con él; carecía de valor en términos de utilidad o provecho,
nada podía obtenerse de él. Pero estaba ahí, y por su misma existencia
había amor, belleza, inmensidad. Sin efe hecho, nada hay. Sin la lluvia,
la tierra perecería.
El tiempo
es una ilusión. Existe un mañana y han existido muchos ayeres; este
tiempo no es una ilusión. El pensamiento que utiliza al tiempo como un
medio para producir un cambio interno, un cambio psicológico, está
persiguiendo un no‑cambio, porque un cambio semejante sólo es una
continuidad modificada de lo que ha sido; un pensamiento así es perezoso,
pospone, encuentra refugio en la ilusión de lo gradual, en los ideales,
en el tiempo. La mutación no es posible a través del tiempo. La misma
negación del tiempo es la mutación; ésta tiene lugar cuando son negadas
todas las cosas que han tenido su origen en el tiempo: el hábito, la
tradición, la reforma, los ideales. Uno niega el tiempo y la mutación ha
ocurrido, una mutación total, no la alteración de los patrones o la
sustitución de un patrón por otro. Pero adquirir conocimiento, aprender
una técnica requiere tiempo, que no puede ni debe ser negado; estas cosas
son esenciales para la existencia. El tiempo para ir desde aquí hasta allá
no es una ilusión, pero toda otra forma de tiempo es ilusoria. En esta
mutación hay atención, y gracias a esta atención existe una dase de acción
por completo diferente. Una acción así no se vuelve un hábito, una
sensación, una experiencia, un conocimiento que se repiten y que embotan
el cerebro y lo tornan insensible a una mutación. La virtud, pues, no
consiste en el hábito mejor, en la mejor conducta; la virtud carece de un
patrón, no esta limitada; no tiene el sello de la respetabilidad; no es un
ideal que pueda ser perseguido, materializado por el tiempo. La virtud es,
por eso, algo peligroso para la sociedad, no una cosa dócil y sumisa. Amar
implica, pues, destrucción, una revolución no económica o social, sino una
revolución de la totalidad de la conciencia.
27
Varios de
nosotros nos hallábamos cantando, aprendiendo nuevas tonadas y canciones;
la sala daba sobre el jardín, el cual a duras penas podía ser mantenido
dada la gran escasez de agua; las flores y arbustos se regaban con
pequeños baldes, en realidad latas de queroseno. Era un jardín muy bonito
en el que, pese a la abundancia de flores, dominaban los árboles; éstos
eran de hermosas formas, tenían anchas copas y, en determinadas
estaciones, se llenaban de flores; ahora sólo un árbol estaba florecido;
las flores, de un rojo anaranjado, tenían grandes pétalos, una profusión
de ellos. Había algunos árboles con finas, delicadas y pequeñas hojas,
parecidos a las mimosas pero con una abundancia mayor de follaje. Por eso
acudían muchos pájaros, y ahora, después de dos prolongados y fuertes
aguaceros, se veían sucios, con las plumas mojadas, calados hasta la piel.
Había un pájaro amarillo de alas negras, más grande que un estornino, casi
como un mirlo; el amarillo se destacaba muy brillante contra el verde
oscuro del follaje, y sus claros ojos alargados lo vigilaban todo, el más
leve movimiento entre las hojas y el ir y venir de otros pájaros. Dos de
éstos, negros, más pequeños que cuervos, con las plumas empapadas, se
hallaban posados en el mismo árbol cerca del pájaro amarillo; habían
extendido las plumas de sus colas y agitaban las alas para que se
secaran; llegaron a me árbol más pájaros de diversos tamaños, todos en paz
los unos con los otros, todos vigilando atentamente. El valle necesitaba
la lluvia con desesperación y cada gota era bienvenida; los pozos tenían
muy poca agua, los grandes tanques de la ciudad estaban vacíos y estas
lluvias ayudarían a llenarlos. Habían estado vacías por muchos años y
ahora había esperanzas. El valle se había puesto muy hermoso, lavado por
la lluvia, fresco, cubierto totalmente por un verde rico y variado. Las
rocas limpias, bañadas, habían perdido su gran calor y los raquíticos
arbustos que crecían entre ellas en los cerros, se mostraban complacidos,
y los lechos secos de los ríos cantaban otra vez. La tierra volvía a
sonreír.
Los
cantos continuaban en esa sala casi desnuda, sin muebles, donde parecía
cómodo y normal sentarse sobre el piso. En mitad de un canto, de manera
totalmente súbita e inesperada apareció «lo otro»; los demás proseguían
con el canto pero también se quedaron silenciosos sin darse cuenta de su
silencio. Aquello estaba ahí, acompañado de una bendición, y llenaba el
espacio entre la tierra y los cielos. Cuando se trata de cosas corrientes,
hasta cierto punto es posible la comunicación mediante las palabras;
éstas tienen un significado, pero pierden completamente su limitada
significación cuando tratamos de comunicarnos acerca de sucesos que no
pueden ser verbalizados. El amor no es la palabra que lo nombra, y se
torna en algo por completo diferente cuando cesa toda verbalización y toda
tonta división entre lo que es y lo que no es. Este suceso no es una
experiencia, no pertenece al pensamiento, no surge de reconocer algo que
ha ocurrido, ayer, no es el producto de la conciencia a cualquier nivel de
profundidad. No está contaminado por el tiempo. Es algo que se encuentra
más allá y por encima de todo esto; aquello estaba ahí, y eso es
suficiente para el cielo y la tierra.
Toda
oración es una súplica, y el pedir no existe cuando hay claridad y el
corazón está liviano. Instintivamente, en los periodos de angustia, acude
a los labios alguna clase de súplica para conjurar la causa de la
perturbación, el dolor, o para obtener cierto beneficio. Existe la
esperanza de que algún dios terrenal o los dioses de la mente responderán
de manera satisfactoria, y a veces por casualidad o gracias a alguna
extraña coincidencia de acontecimientos, se recibe una respuesta a una
plegaria. Ha respondido el dios y la fe está justificada. Los dioses del
hombre ‑únicos dioses genuinos‑ están ahí para la comodidad, para la
protección, para responder a todos los mezquinos o nobles requerimientos
humanos. Hay abundancia de tales dioses, cada iglesia, cada templo y
mezquita los tienen. Los dioses terrenales son todavía más poderosos e
inmediatos; cada estado los tiene. Pero el hombre continúa sufriendo pese
a todas las formas de súplica y plegaria. Sólo el poder arrollador de la
comprensión puede terminar con el dolor, pero la otra alternativa es
fácil, respetable y exige mucho menos de uno. Y el dolor consume el cuerpo
y el cerebro, los embota, los fatiga y los toma insensibles. La
comprensión requiere autoconocimiento, el cual no es cosa momentánea;
aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de
ello es su infinitud. Pero el autoconocimiento es de instante en instante,
sólo existe en el presente activo; carece de continuidad como
conocimiento. Lo que tiene continuidad es el hábito, es el proceso
mecánico del pensamiento. La comprensión no tiene continuidad.
28
Hay una
flor roja que se destaca entre el follaje de color verde oscuro, y uno
sólo ve eso desde la galería. Están los cerros, la roja arena de los
lechos secos, la enorme higuera de Bengala y los numerosos tamarindos,
pero uno sólo ve esa flor; es tan vistosa, tan plena de color, que no
existe otro color; los retazos de cielo azul, las nubes ardiendo en luz,
los cerros violeta, el rico verde de los campos de arroz, todo se
desvanece y sólo queda el asombroso color de esa flor. Llena todo el cielo
y el valle; pronto habrá de marchitarse y desaparecer; se acabará mientras
que los cerros perdurarán. Pero en esta mañana ella era la eternidad; más
allá del tiempo y del pensamiento; contenía en sí todo el amor y la
felicidad; no había en ello sentimentalismo ni romanticismo absurdo, ni
era un símbolo de alguna otra cosa. La flor estaba ella misma destinada a
morir en el atardecer, pero contenía toda la vida. No era algo sobre lo
cual pudiera razonarse ni era tampoco algo irracional, alguna fantasía
romántica; era tan real como aquellos cerros y aquellas voces llamándose
las unas a las otras. Era la completa meditación de la vida, y la ilusión
sólo existe cuando cesa el impacto del hecho. Esa nube tan llena de luz es
una realidad cuya belleza no hace poderoso impacto sobre una mente que se
ha embotado y se ha vuelto insensible por la influencia, el hábito y la
interminable búsqueda de seguridad. La seguridad en la fama, en las
relaciones, en el conocimiento, destruye la sensibilidad y allí se asienta
el deterioro. Esa flor, aquellos cerros y el agitado mar azul son los
retos de la vida, como si fueran bombas nucleares, y sólo la mente
sensible puede responder a esos retos de manera total; sólo una respuesta
total no deja tras de sí las huellas del conflicto, y el conflicto indica
una respuesta parcial.
Los
llamados santos y sannyasis han contribuido al embotamiento de la mente y
a la destrucción de la sensibilidad. Todos los hábitos, la repetición, los
rituales reforzados por las creencias y los dogmas, por las respuestas de
los sentidos, pueden ser perfeccionados y lo son, pero la lúcida
percepción alerta, la sensibilidad, es un asunto muy distinto. La
sensibilidad es absolutamente esencial para mirar profundamente en lo
interno; este movimiento de penetrar en lo interno no es una reacción a lo
externo; lo externo y lo interno son un solo movimiento, no están
separados. La división de este movimiento como lo externo y lo interno
engendra insensibilidad. Penetrar en lo interno es el fluir natural de lo
externo; el movimiento de lo interno tiene su propia acción que se expresa
exteriormente, pero ésta no es una reacción a lo externo. La lúcida
percepción alerta de este movimiento es sensibilidad.
29
Era en
verdad un atardecer extraordinariamente bello. Había estado lloviznando a
intervalos desde la mañana y eso lo mantuvo a uno enjaulado adentro
durante todo el día; hubo una plática con su discusión correspondiente,
entrevistas personales, etcétera. Había cesado de llover por algunas horas
y era agradable poder salir. Hacia el occidente había nubes oscuras, casi
negras, cargadas de lluvia y truenos; estaban suspendidas sobre los cerros
tiñéndolos de un oscuro color purpúreo y tornándolos excepcionalmente
opresivos y amenazantes. El sol se ponía entre un tumultuoso frenesí de
nubes. Hacia el oriente las nubes estallaban colmadas de luz crepuscular;
cada una de ellas tenía una forma diferente, brillaba con su propia luz y
se destacaba sobre los cerros inmensa, sobrecogedoramente viva,
remontándose hacia los astros. Había sectores de cielo azul, tan
intensamente azul, con un verde tan delicado que se desvanecía en la
blanca luz de las estallantes nubes. Los cerros estaban esculpidos con la
dignidad de un tiempo infinito; uno de ellos se veía iluminado desde
adentro; transparente y extrañamente delicado parecía por completo
artificial; otro, cincelado en granito, oscuramente solitario, tenía la
forma de todos los templos del mundo. Cada cerro estaba vivo, pleno de
movimiento, distante con la profunda gravedad del tiempo. Era un atardecer
maravilloso, lleno de belleza, silencio y luz.
Todos
nosotros habíamos empezado el paseo juntos, pero ahora nos habíamos
separado, silenciosos, a corta distancia los unos de los otros. El camino
atravesaba ásperamente el valle sobre los lechos secos de arena roja
salpicados de finas gotas de lluvia. Luego el camino daba una vuelta y se
dirigía hacia el este. En la parte baja del valle hay una alquería blanca
rodeada de árboles, entre los que se destaca uno enorme que abarca a todos
los demás. Era una vista apacible y la tierra parecía estar bajo un
hechizo. La silenciosa casa se hallaba a una milla o algo así entre los
verdes, deliciosos campos de arroz. Uno la había visto a menudo desde
donde el camino proseguía hacia la desembocadura del valle y más allá;
era éste el único camino para entrar o salir del valle a pie o en
automóvil. La casa blanca rodeada de esos pocos árboles había estado ahí
por algunos años y siempre había sido una vista agradable, pero al verla
en este atardecer desde un recodo del camino, había en relación con ella
una belleza y un sentimiento por completo diferentes. Porque «lo otro»
estaba ahí, y ascendía por el valle; como si hubiera una cortina de lluvia
y tan sólo ahí no lloviera; llegaba como llega la brisa, suave y
dulcemente, y estaba ahí tanto fuera como dentro de uno. No era
pensamiento ni sentimiento, ni era una fantasía, una cosa del cerebro.
Cada vez que ocurre, ello es tan nuevo y sorprendente, tan puras su fuerza
y su vastedad, que hay siempre asombro y júbilo. Es algo totalmente
desconocido y lo conocido no tiene contacto con ello. Para que ello sea,
lo conocido debe morir completamente. La experiencia sigue estando dentro
del campo de lo conocido, de modo que ello no es una experiencia. Toda
experiencia es un estado de inmadurez. Uno sólo puede experimentar y
reconocer como experiencia algo que ya haya conocido previamente. Pero
esto no era experimentable, cognoscible; debe cesar toda forma de
pensamiento y sentimiento, porque todo eso es conocido y cognoscible; el
cerebro y la totalidad de la conciencia tienen que estar libres de lo
conocido y deben vaciarse sin ninguna clase de esfuerzo. Ello estaba ahí,
dentro y fuera de uno; uno caminaba en ello y con ello. Los
cerros, el campo, la tierra entera estaban con ello.
Era muy
temprano en la mañana y aun había oscuridad. Durante toda la noche hubo
lluvia y truenos; las ventanas se golpeaban y el agua entraba
copiosamente en la habitación. Ni una sola estrella era visible, el cielo
y los cerros se hallaban cubiertos de nubes y llovía furiosa y
ruidosamente. Al despertar, la lluvia había cesado y todavía estaba
oscuro. La meditación no es una práctica, no consiste en seguir un
sistema, un método; éstos sólo conducen al oscurecimiento de la mente y
siempre son un movimiento que está dentro de las fronteras de lo
conocido; en su actividad hay desesperación e ilusión. Reinaba mucha
quietud en el amanecer y ni una hoja ni un pájaro se movían. La meditación
que comenzó a desconocidas profundidades y continuaba creciendo en
intensidad y alcance, esculpía el cerebro tornándolo totalmente
silencioso, arrancando de raíz los pensamientos, extirpando sentimientos,
vaciando el cerebro de lo conocido y su sombra. Era una operación
quirúrgica en la que no había operador, ni cirujano; ella continuaba, tal
como un cirujano opera un cáncer, cortando todo el tejido contaminado para
que la contaminación no vuelva a extenderse. Esta meditación prosiguió
durante una hora por el reloj. Y era una meditación sin el meditador. El
meditador interfiere con sus estupideces y vanidades, sus ambiciones y su
codicia. El meditador es el pensamiento que se nutre en estos conflictos y
males, y el pensamiento debe cesar completamente en la meditación. Estas
son las bases, los cimientos para la meditación.
30
En todas
partes había silencio; los cerros permanecían inmóviles, los árboles
estaban quietos y desiertos los lechos de los ríos; los pájaros habían
encontrado refugio por la noche y todo se hallaba en silencio, aun los
perros de la aldea. Había llovido y las nubes estaban también inmóviles.
El silencio fue creciendo y se tornó más intenso, amplio y profundo. Lo
que antes estaba fuera, ahora estaba dentro de uno; el cerebro que había
escuchado el silencio de los cerros, los campos y los bosques, ahora se
hallaba silencioso; ya no se escuchaba a sí mismo; había pasado por eso y
se había aquietado naturalmente, sin esfuerzo alguno. Sin embargo, estaba
pronto para moverse al instante. Muy profundamente dentro de sí el
cerebro estaba inmóvil, quieto; como un pájaro que pliega sus alas, se
había replegado sobre sí mismo; no se hallaba dormido ni había pereza en
él, sino que al replegarse sobre sí mismo había penetrado en profundidades
que se encontraban completamente fuera de su alcance. El cerebro es
esencialmente superficial; sus actividades y respuestas son inmediatas,
aunque esta inmediatez sea traducida a términos de futuro. Los
pensamientos y sentimientos del cerebro están en la superficie, aun cuando
pueda pensar y sentir muy lejos dentro del futuro y retroceder hacia el
interior del pasado. Toda experiencia y recuerdo son profundos sólo hasta
donde alcanza su propia limitada capacidad, pero cuando el cerebro se
aquieta y se repliega sobre sí mismo, deja de experimentar tanto externa
como internamente. La conciencia ‑los fragmentos de tantas experiencias,
de tantas compulsiones, miedos, esperanzas y desesperación del pasado y
del futuro, las contradicciones de la raza y de sus propias actividades
egocéntricas‑ se hallaba ausente; la conciencia no estaba ahí. Todo el ser
permanecía absolutamente quieto, silencioso, y en esa intensidad del ser
no había más ni menos; había un penetrar en profundidad ‑o surgió una
profundidad en la cual no podían penetrar el pensamiento, el sentimiento,
la conciencia. Era una dimensión que el cerebro no podía capturar ni
comprender. Y no había un observador que observara esta profundidad. Cada
parte de la totalidad del propio ser estaba alerta, sensible, pero
intensamente quieta. Esta cualidad de lo nuevo, esta profundidad se
expendía, estallaba alejándose, desplegándose mediante sus propias
explosiones, pero fuera del tiempo y más allá del tiempo y del espacio.
31
Era un
bello atardecer; el aire era puro, los cerros de color azul, violeta y
púrpura oscuro; los campos de arroz disponían de agua en abundancia y
lucían un color vivo que variaba del verde claro a un metálico y
centellante verde intenso; algunos árboles ya se habían recogido para la
noche, oscuros y silenciosos, mientras que otros aun permanecían abiertos
reteniendo la luz del día. Las nubes eran negras sobre las colinas del
oeste, y al norte y este reflejaban en plenitud la luz del sol que se
había puesto tras de los cerros que ahora eran de un denso tono morado. No
había nadie en el camino, los pocos que pasaron lo hicieron en silencio, y
ya no se vela un trozo de cielo azul; las nubes se estaban reuniendo para
la noche. Sin embargo, todo parecía estar despierto, las rocas, el lecho
seco del río, los arbustos en la luz moribunda. La meditación, a lo largo
de ese silencioso y desierto camino, llegó como una suave lluvia sobre los
cerros; vino tan fácilmente, tan naturalmente como la noche cercana. No
había esfuerzo de ninguna clase ni control con sus concentraciones y
distracciones; no había un ordenar ni un perseguir; no existía en la
meditación un negar o un aceptar, ni continuidad alguna de la memoria. El
cerebro permanecía atento a cuanto lo rodeaba, pero silencioso, sin
réplica, despreocupado pero reconociéndolo todo sin reaccionar. Estaba muy
quieto y las palabras se habían desvanecido junto con el pensamiento. Se
hallaba presente esa extraña energía ‑puede llamársela por cualquier otro
nombre, ello no tiene importancia alguna‑, una energía profundamente
activa, sin objeto ni propósito; esa energía era creación, creación sin
lienzo y sin mármol, y era también destrucción; no era el producto del
cerebro humano, de la expresión y la decadencia. Era inaccesible, no
podía ser clasificada y analizada, y el pensamiento y el sentimiento no
son los instrumentos para su comprensión. No tenía absolutamente ninguna
relación con nada; estaba totalmente sola en su vastedad e inmensidad. Y
mientras uno avanzaba por ese camino que se iba oscureciendo, había el
éxtasis de lo imposible; no del logro, del llegar, del éxito y todas esas
inmaduras urgencias y respuestas, sino la profunda y vasta soledad de lo
imposible. Lo posible es mecánico y lo imposible puede ser contemplado,
tanteado y tal vez alcanzado, lo cual a su vez lo torna mecánico. Pero el
éxtasis no tenía causa ni razón. Estaba simplemente ahí, no como una
experiencia sino como un hecho, no para ser aceptado o negado, ni para ser
discutido o disecado. No era una cosa que pudiera buscarse, porque no hay
sendero que conduzca hacia ella. Todo tiene que morir para que ella sea;
muerte, destrucción, vale decir, amor.
Un pobre,
agotado trabajador con ropas sucias y rasgadas, volvía al hogar con su
vaca esquelética.
Noviembre 1
El cielo
ardía con colores fantásticos, grandes salpicaduras de un fuego increíble;
por el sur las nubes eran llamas de un color explosivo y cada nube ardía
con más intensa furia que las otras. El sol se había puesto detrás del
cerro con figura de esfinge, pero allí no había color, todo era opaco,
triste, sin la serenidad de un hermoso atardecer. Pero el este y el sur
contenían en si toda la grandeza de un día que muere. Hacia el este el
cielo era azul, el azul de una campánula, flor tan delicada que el solo
tocarla implica quebrar sus tiernos, transparentes pétalos; era un azul
intenso increíblemente iluminado por un verde pálido, por una violeta y
por la sutileza del blanco; rayos de este fantástico azul se difundían de
este a oeste cruzando todo el cielo. Y el sur albergaba ahora enormes
incendios que nunca podrían ser extinguidos. A lo largo del vivo verde de
los arrozales había una extensión sembrada con caña de azúcar en flor;
aun flores plumosas, de un violeta claro teñido con el tierno y suave
beige de una tórtola; la plantación, penetrada por la luz del ocaso, se
extendía cubriendo y atravesando los deliciosos arrozales verdes y se
prolongaba hacia los cerros que eran casi del mismo color que la flor de
la caña de azúcar. Los cerros se aliaban con las flores, con la roja
tierra y el cielo que se iba oscureciendo, y voceaban su júbilo y su
encanto ante la gloria de ese atardecer. Iban apareciendo las estrellas;
pronto ya no hubo una sola nube y cada estrella resplandecía con
sorprendente brillantez en medio de un cielo lavado por la lluvia. Y esta
mañana temprano, con el alba aún lejana, Orión reinaba en el cielo y los
cerros permanecían silenciosos. A través del valle, el solitario y grave
ulular de un búho fue contestado por el alegre grito de otro en un tono
más alto; en el aire todavía puro sus voces alcanzaban una gran distancia,
y ahora llegaban más cerca hasta que parecieron aquietarse entre un grupo
de árboles; luego, rítmicamente, siguieron llamándose, uno en tono más
bajo que el otro, hasta que se oyó el grito de un hombre y un perro
comenzó a ladrar.
La
meditación tenía lugar en el vacío, un vacío sin fronteras. El
pensamiento no podía seguirla; había quedado donde comienza el tiempo, y
no existía sentimiento alguno que pudiera distorsionar el amor. Era éste
un vacío sin espacio. El cerebro no participaba de ninguna manera en esta
meditación; estaba completamente silencioso, y en ese silencio se movía
hacia adentro y hacia afuera de sí mismo, pero no compartía en modo alguno
este inmenso vacío. La totalidad de la mente recibía o percibía o tenía
conciencia de lo que estaba ocurriendo y, sin embargo, aquello no se
encontraba fuera de ella misma como algo extraño, ajeno. El pensamiento
impide la meditación, pero es sólo por medio de la meditación que este
impedimento puede disolverse. Porque el pensamiento disipa energía, y la
esencia de la energía es la libertad con respecto al pensamiento y al
sentimiento.
2
El cielo
se había nublado muchísimo, los cerros estaban cargados de nubes y éstas
se acumulaban en todas las direcciones. Lloviznaba a gotas y no se veía
por ninguna parte un retazo de cielo azul; el sol se había puesto en la
penumbra y los árboles se hallaban apartados y distantes. Había una vieja
palmera que ahora se destacaba contra la oscuridad del cielo y que
contenía en si toda la luz que aún pudiera subsistir; los lechos de los
ríos permanecían silenciosos, la roja arena estaba húmeda pero no se
escuchaba su canto; los pájaros habían callado buscando refugio entre las
gruesas hojas. Desde el nordeste soplaba una brisa y con ella vinieron
nubes todavía más oscuras y más llovizna, pero la lluvia aún no había
empezado en serio; todo eso vendría más tarde con furia acumulada. El
camino que hay enfrente estaba vacío; era un camino tosco, rojizo y
arenoso, y los oscuros cerros lo desdeñaban; era un camino agradable, con
escasos automóviles, y los aldeanos lo utilizaban para ir de un pueblo a
otro con sus carretas de bueyes; estaban sucios, andrajosos, esqueléticos
y con los estómagos hundidos, pero eran fuertes en su flacura y muy
pacientes; habían vivido de este modo por siglos y ningún gobierno va a
cambiar esto en una noche. Pero estas personas tenían una sonrisa aunque
sus ojos estaban cansados. Podían bailar después de una dura jornada de
trabajo, y había fuego en ellos, no se sentían desesperadamente vencidos.
La tierra no había tenido buenas lluvias por muchos años y éste quizá
fuera uno de esos años afortunados que podrían significar más alimento
para ellos y forraje para el flaco ganado. Y el camino proseguía hasta
unirse, a la entrada del valle, con la gran carretera por la que
circulaban unos pocos autobuses y automóviles. Y en esta carretera, mucho
más lejos, estaban las ciudades con su suciedad, sus industrias, las casas
lujosas, los templos y las mentes insensibles. Pero aquí, en este camino
libre y abierto, había soledad, y estaban los numerosos cerros, llenos de
siglos e indiferencia.
Meditar
es vaciar la mente de todo pensamiento, porque el pensamiento y el
sentimiento disipan energía; son reiterativos y dan origen a actividades
mecánicas que, si bien constituyen una parte necesaria de la existencia,
sólo son una parte; el pensamiento y el sentimiento no pueden penetrar en
la inmensidad de la vida. Se necesita un acceso por completo diferente, no
por la ruta del hábito, de la relación y lo conocido; debe haber libertad
respecto todo esto. La meditación consiste en vaciar la mente de lo
conocido. Esto no puede hacerlo el pensamiento, ni las ocultas
insinuaciones que provienen del pensamiento; la mente no puede vaciarse de
lo conocido por medio del deseo en la forma de plegaria ni por la
autodestructiva hipnosis de las palabras, imágenes, esperanzas y
vanidades. Todas estas cosas deben llegar a su fin fácilmente, sin
esfuerzo ni opción alguna, en la llama de la percepción alerta.
Y
mientras uno paseaba por ese camino, tenía lugar un completo vaciado del
cerebro y la mente estaba libre de toda experiencia, de todo conocimiento
del ayer, aun cuando hubieran sido mil oyeres. El tiempo, producto del
pensamiento, se había detenido; literalmente, no había movimiento alguno
hacia adelante o atrás; no había un partir o un llegar o un estarse
quieto. El espacio, como distancia, no existía; estaban los cerros y los
arbustos, pero no como lo alto y lo bajo. No había relación con nada, pero
existía una lúcida y atenta percepción del puente y de los transeúntes. La
totalidad de la mente, que incluye al cerebro con sus pensamientos y
sentimientos, estaba vacía; y a causa de este vacío había energía, una
energía sin medida expandiéndose en anchura y profundidad. Toda
comparación, toda medida pertenecen al pensamiento y, por consiguiente, al
tiempo. «Lo otro» era la mente sin el tiempo; era el hálito de la
inocencia y la inmensidad. Las palabras no son la realidad; son solamente
medios de comunicación, pero no son la inocencia y lo inconmensurable.
Sólo existía el vacío.
3
Había
sido un día triste, pesado, con las nubes agolpándose permanentemente y
lloviendo con violencia. Los rojos lechos de los ríos tenían ya un poco de
agua, pero la tierra necesitaba muchísima más lluvia para que los grandes
desagües, los tanques y los pozos se llenaran; no volvería a llover por
varios meses y el ardiente sol calcinaría la tierra. Esta parte del país
necesitaba urgentemente del agua y cada gota era bienvenida. Uno había
permanecido dentro de la casa durante todo el día y era agradable salir.
Llovía a cántaros, bajo cada árbol había un charco y el agua chorreaba de
los árboles y corría por los caminos. Estaba oscureciendo; los cerros eran
visibles y se destacaban contra el cielo con el mismo color sombrío de las
nubes, los árboles permanecían silenciosos e inmóviles, perdidos en sus
cavilaciones; se habían recogido en si mismos y rehusaban comunicarse.
De
pronto, uno fue consciente de esa extraña presencia de «lo otro»; estaba
ahí y había estado ahí, sólo que habían tenido lugar pláticas, entrevistas
con la gente, etc., y el cuerpo no había descansado lo necesario como para
percibir esa maravillosa cualidad de lo extraño, pero al salir afuera
«aquello» estaba ahí y sólo entonces uno se dio cuenta de que había estado
ahí todo el tiempo. No obstante, ello fue súbito e inesperado, con esa
intensidad que es la esencia misma de la belleza. Uno iba descendiendo
con ello por el camino, no como si fuera algo separado, no como una
experiencia, como algo para observar o examinar, para recordar. Estos son
los medios que utiliza el pensamiento, pero el pensamiento había cesado y,
por tanto, no había experiencia de aquello. Toda experiencia es separativa
y perjudicial, es parte de la maquinaria del pensamiento, y todos los
procesos mecánicos están sometidos al deterioro. Cada vez aquello era
algo totalmente nuevo, y lo que es nuevo no tiene relación alguna con lo
conocido, con el pasado. Y había belleza, belleza más allá de todo
pensamiento y sentimiento.
No se
escuchaba el llamado del búho a través del silencioso valle; era muy
temprano; el sol tardaría aun varias horas en asomar sobre los cerros.
Estaba nublado y las estrellas no eran visibles; si el cielo estuviera
despejado, Orión se encontraría de este lado de la casa, mirando al
occidente, pero por todas partes reinaban la oscuridad y el silencio. El
hábito y la meditación jamás pueden morar juntos; la meditación nunca
puede volverse un hábito, nunca puede seguir el patrón formulado por el
pensamiento que forma el hábito. La meditación es la destrucción del
pensamiento, y no el pensamiento prisionero de sus propios enredos,
visiones e inútiles empeños. El pensamiento, al hacerse trizas contra su
misma insignificancia, es el estallido de la meditación. Esta meditación
tiene su movimiento propio, un movimiento sin dirección y, por tanto, sin
causa. Y en esa habitación, en ese peculiar silencio que hay cuando las
nubes están bajas tocando casi las copas de los árboles, la meditación era
un movimiento en el cual el cerebro se vaciaba a sí mismo hasta quedar
inmóvil y silencioso. Era un movimiento de la totalidad de la mente en el
vacío, y había intemporalidad. El pensamiento es materia cautiva del
tiempo; nunca es libre, nunca es nuevo; cada experiencia refuerza el
cautiverio y, por consiguiente, hay dolor. La experiencia jamás puede
liberar al pensamiento; lo vuelve más agudo, pero el refinamiento no es la
terminación del dolor. El pensamiento, por astuto, por experimentado que
sea, jamás puede terminar con el dolor; puede escapar del dolor, pero no
puede terminar con él. El cese del dolor es el cese del pensamiento. Nadie
hay que pueda poner fin al pensamiento, no pueden hacerlo sus propios
dioses, sus ideales, dogmas y creencias. Cada pensamiento, por sabio o
insignificante que pueda ser, moldea la respuesta al reto de la vida
ilimitada, y esta respuesta del tiempo engendra dolor. El pensamiento es
mecánico, de modo que nunca puede ser libre; sólo en la libertad no hay
dolor. El fin del pensamiento es el fin del dolor.
4
Había
estado amenazando llover pero nunca llovió; los azules cerros se veían
cargados de nubes, las que siempre estaban cambiando, trasladándose de un
cerro a otro; pero había una nube de color gris blancuzco que, habiéndose
formado sobre uno de los cerros del lado oriental, ahora se prolongaba
hacia el oeste extendiéndose sobre las numerosas colinas que se
recortaban en el horizonte; parecía empezar ahí, en la ladera de cerro, y
continuar con un movimiento rotatorio hacia el horizonte occidental,
vivamente iluminado por el sol poniente; era blanca y gris, pero en lo
profundo era de color violeta, un púrpura desvaído; parecía arrastrar
consigo los cerros que cubría. A través de una brecha en el oeste, el sol
se ponía en medio de una furia de nubes, y los cerros se oscurecían
tornándose cada vez más grises, y los árboles estaban cargados de
silencio. Hay una enorme, vieja y solitaria higuera de Bengala, al borde
del camino; es un árbol realmente magnifico, inmenso, vital, indiferente,
y en ese anochecer era el señor de los cerros, de la tierra y de los ríos;
ante su majestad las estrellas parecían insignificantes. Por ese camino
iba un aldeano con su mujer, el marido delante guiando y la esposa detrás
siguiéndolo; se veían un poco más prósperos que los otros con los que uno
se cruzaba en el camino. Pasaron junto a nosotros y se nos adelantaron,
ella sin mirarnos en ningún momento y él con los ojos puestos en la aldea
distante. Alcanzamos a la mujer; era pequeña, nunca levantaba los ojos
del suelo; no estaba muy limpia; vestía un sari verde, manchado, y su
blusa, de color salmón, estaba impregnada de sudor. Llevaba una flor en su
aceitado cabello y caminaba con los pies desnudos. Su rostro era moreno y
se desprendía de ella una gran tristeza. Su andar tenía, no obstante,
cierta firmeza y jovialidad que de ningún modo afectaban su tristeza; cada
cosa tenía su existencia propia, independiente, vital y sin relación la
una con la otra. Pero había una gran tristeza y uno la sentía
inmediatamente; era una tristeza irremediable, sin salida, sin posibilidad
alguna de alivio, de cambio. Estaba ahí y estaría ahí. La mujer se
encontraba al otro lado del camino, unos metros más lejos, y nada podía
afectarla. Caminamos lado a lado por un rato, y ella pronto se desvió para
cruzar el rojo lecho de arena y proseguir hacia su aldea, con el marido
delante guiando sin mirar nunca hacia atrás, y ella siguiéndolo. Antes de
que ella se desviara, estaba ocurriendo algo muy Brioso. Los pocos metros
de camino que había entre nosotros desaparecieron, y con ello
desaparecieron también las dos entidades; sólo existía esa mujer caminando
en su impenetrable tristeza. No era una identificación con ella, ni un
irresistible impulso de simpatía y afecto; estas cosas existían pero no
eran la causa del fenómeno. La identificación con otro, por profunda que
sea, mantiene aun la separación y la división; sigue habiendo dos
entidades, una identificándose con la otra, un proceso consciente e
inconsciente que actúa a través del afecto o del odio; en eso hay alguna
clase de esfuerzo, sutil o manifiesto. Pero aquí no había nada de eso en
absoluto. Ella era el único ser humano que existía en ese camino. Ella era
y el otro no era. No se trataba de una fantasía o una ilusión sino de un
hecho simple, y ningún razonamiento o explicación, por hábil y sutil que
fuera, podría alterar ese hecho. Incluso cuando ella se desvió y se iba
alejando, el otro no existía en ese camino recto que se prolongaba por
delante. Pasó algún tiempo antes de que el otro se encontrara a si mismo
andando junto a un largo montón de piedras quebradas y listas para ser
utilizadas en la reparación del camino.
Fue a lo
largo de ese camino, frente a la hondonada de los cerros meridionales, que
advino «lo otro» con una intensidad y un poder tales que sólo con enorme
dificultad pudo uno sostenerse en pie y proseguir andando. Era como una
furiosa tempestad, pero sin el viento ni el ruido; su intensidad era
arrolladora. Extrañamente, cada vez que ello adviene es siempre algo
nuevo; nunca es lo mismo, y siempre es imprevisto. No es una cosa fuera de
lo ordinario, alguna energía misteriosa; «lo otro» es misterioso en el
sentido de que es algo que está más allá del tiempo y del pensamiento. Una
mente que se halla prisionera del tiempo y del pensamiento, jamás podrá
abarcarlo. No es una cosa para ser comprendida, no más de lo que el amor
puede ser analizado y comprendido; pero sin esta inmensidad, sin esta
fuerza y energía, la vida, la existencia toda a cualquier nivel, se vuelve
una cosa triste y trivial. Hay en ello una condición absoluta, no una
finalidad; es energía absoluta; existe por sí misma, sin causa; no es la
energía última, final, porque es la energía en su totalidad. Toda forma de
energía y acción debe cesar para que ello sea. Pero en esta energía está
contenida toda acción. Quien ama puede hacer lo que quiera. Para que ello
exista tiene que haber muerte y destrucción total; no la revolución de las
cosas externas sino la destrucción total de lo conocido dentro de lo cual
se guarece y cultiva toda existencia. Tiene que haber un total vacío, y
sólo entonces adviene «lo otro», lo intemporal. Pero este vacío no puede
cultivarse; no es el resultado de una causa que pueda comprarse o
venderse; ni tampoco es el resultado del tiempo y del proceso evolutivo;
el tiempo sólo puede dar origen a más tiempo. La destrucción del tiempo no
es un proceso; todos los métodos y procesos prolongan el tiempo. El cese
del tiempo es el cese total del pensamiento y del sentimiento.
5
La
belleza nunca es personal. Los oscuros cerros azules contenían la luz del
atardecer. Había estado lloviendo y ahora aparecieron grandes espacios de
azul, un azul que refulgía rodeado por nubes blancas; ese azul hacia que
en los ojos destellaran lágrimas olvidadas; era el azul de la infancia y
la inocencia. Y ese azul se convirtió en el pálido verde Nilo de las
tempranas hojas de primavera, y más allá estaba el rojo fuego de una nube
que se apresuraba para cruzar los cerros. Y al otro lado de los cerros se
encontraban los nubarrones de la lluvia, oscuros, densos e inmutables,
que se acumulaban contra las colinas del oeste; y el sol quedó atrapado
entre las colinas y las nubes. El rojo suelo estaba empapado y limpio, y
cada árbol y arbusto rezumaban humedad; ya había hojas nuevas; las del
mango eran largas y tiernas, de color bermejo, el tamarindo tenia pequeñas
hojas brillantes y amarillas, el árbol de la lluvia lucia pimpollos de un
verde puro y vivo; después de una larga espera de varios meses con sol
calcinante, las lluvias traían alivio a la tierra; el valle entero
sonreía. La aldea dominada por la pobreza, estaba sucia, maloliente, y en
ella jugaban, gritaban y reían muchos niños; parecían totalmente
despreocupados de cualquier cosa que no fuera sus juegos. Sus padres se
veían rendidos, macilentos y descuidados; ellos jamás conocerían un día
de descanso, limpieza y bienestar; hambre, trabajo y más hambre; eran
tristes aunque sonrieran con bastante facilidad; en sus ojos había una
irrevocable desesperanza. En todas partes había belleza: en el pasto, en
las colinas y en el cielo poblado de nubes. Los pájaros cantaban y, muy
en lo alto, un águila volaba en círculos. En los cerros, algunas cabras
flacas devoraban toda cosa que crecía; estaban insaciablemente
hambrientas, y sus crías brincaban de roca en roca. Eran muy suaves al
tacto, su piel brillaba limpia y saludable. El muchacho que cuidaba de
ellas estaba cantando sentado sobre una roca, y en ocasiones las llamaba
con un grito.
El
cultivo personal del placer de la belleza es una actividad egocéntrica que
conduce a la insensibilidad.
6
Era una
madrugada hermosa, clara, las estrellas ardían y en el valle reinaba el
silencio. Los cerros se veían oscuros, más oscuros que el cielo, y el aire
fresco traía olor a lluvia, aroma de hojas y un intenso perfume de
jazmines. Todo dormía, las hojas estaban inmóviles y había magia en la
belleza de la mañana; era la belleza de la tierra, de los cielos y del
hombre, la belleza de los pájaros dormidos y de la fresca corriente en el
seco lecho de un río; era algo increíble y no personal. Había en relación
con ello cierta austeridad, no la austeridad cultivada, que es meramente
un producto de las actividades del temor y de la resistencia, sino la
austeridad de lo total, de lo que es tan absolutamente total que no
conoce la corrupción. Ahí, en la galería, con Orión en el cielo del oeste,
la furia de la belleza barría las defensas del tiempo. Meditando, fuera de
los limites del tiempo, con los ojos puestos en el cielo llameante de
estrellas y en la tierra silenciosa, la belleza no es la persecución del
placer, no está en las cosas creadas, en las cosas conocidas ni en las
desconocidas imágenes y visiones del cerebro con sus pensamientos y
sentimientos. La belleza nada tiene que ver con el pensamiento y el
sentimiento o con la grata emoción suscitada por un concierto, por una
pintura o por el presenciar un partido de fútbol; los placeres del
concierto, de los poemas, son tal vez más refinados que el del fútbol,
pero están todos dentro del mismo campo, como la misa o algún puja
en un templo. Belleza es aquello que está más allá del tiempo y de los
dolores y placeres del pensamiento. El pensamiento y el sentimiento
disipan energía, y entonces la belleza nunca puede ser vista. La energía,
con su intensidad, es indispensable para ver la belleza ‑la belleza que
está fuera de la vista del espectador. Cuando hay uno que ve, un
observador, entonces no hay belleza.
Ahí, en
la perfumada galería, con el amanecer aun lejano y los árboles
silenciosos, lo que es esencia es belleza. Pero esta esencia no es
experimentable; el experimentar debe terminarse, porque la experiencia tan
sólo refuerza lo conocido. Lo conocido jamás es la esencia. La meditación
nunca consiste en experimentar más y más; no sólo es ella el fin de la
experiencia, que es la respuesta al reto ‑grande o pequeño‑ sino que es un
abrir la puerta a lo esencial, abrir la puerta de una caldera cuyo fuego
lo destruye todo por completo, sin dejar ceniza alguna; no quedan
residuos. Nosotros somos los residuos, los que decimos sí a muchos miles
de oyeres, a las series continuas de recuerdos interminables, de opciones
y desesperación. El Gran Yo y el pequeño yo son el patrón de la
existencia, y la existencia es pensamiento y el pensamiento es la
existencia, con el dolor que jamás se termina. En la llama de la
meditación el pensamiento llega a su fin y con él el sentimiento, porque
ninguno de ellos es amor. Sin amor no hay esencia; sin amor sólo hay
cenizas, y sobre estas cenizas se basa nuestra existencia. El amor surge
desde el vacío.
7
Los búhos
comenzaron muy temprano esta mañana a llamarse el uno al otro. Al
principio estaban en lugares diferentes del valle: uno en el oeste y el
otro en el norte. Su ulular era clarísimo en el aire quieto y llegaba muy
lejos. En un comienzo los dos se encontraban a bastante distancia uno de
otro y poco a poco se fueron acercando; a medida que lo hacían, sus gritos
se tornaban roncos, muy profundos, no tan prolongados sino más cortos e
insistentes. Al acercarse más aún, sus mutuos llamados se repetían con una
frecuencia mayor; debían ser unos pájaros grandes; uno no podía verlos
porque todavía estaba muy oscuro cuando ambos estuvieron bastante cerca en
el mismo árbol y cambió el tono y la cualidad de su ulular. Hablaban entre
sí en un tono tan grave y profundo que a duras penas podía escuchárseles.
Permanecieron ahí por un tiempo considerable hasta que llegó el amanecer.
Luego, lentamente, comenzaron una serie de ruidos, ladró un perro, alguien
gritó en voz alta, explotó un cohete ‑en los últimos días se estaba
celebrando alguna clase de fiesta‑, se abrió una puerta y cuando hubo más
luz comenzaron todos los ruidos del día.
Negar es
esencial. Mantenerse despierto implica negar hoy sin saber qué traerá el
mañana. Negar el patrón social, económico y religioso es estar solo
internamente, lo que significa ser sensible. No ser capaz de negar
totalmente, es ser mediocre. No poder negar la ambición con todas sus
diferentes manifestaciones, es aceptar la norma de la existencia que
engendra conflicto, confusión y dolor. Negar al político y, por tanto, al
político que hay en nosotros ‑la respuesta a lo inmediato, la visión de
corto alcance‑ es estar libre de temor. La negación total implica negar lo
positivo, el instinto de imitación, la conformidad. Pero esta negación es
en sí misma positiva, porque no es una reacción. Negar el patrón aceptado
de la belleza ‑pasada o presente‑ es descubrir la belleza que está más
allá del pensamiento y el sentimiento; pero para descubrirla se necesita
energía. Esta energía adviene cuando no hay conflicto, contradicción, y
cuando la acción ya no es más una acción parcial.
8
La
humildad es la esencia de toda virtud. La humildad no es para ser
cultivada, ni lo es la virtud. La moralidad que se considera respetable en
cualquier sociedad es un mero ajuste al patrón establecido por el medio
social, económico y religioso, pero esta moralidad de ajuste variable no
es virtud. El conformismo y la imitativa preocupación por la propia
seguridad, llamada moralidad, son la negación de la virtud. El orden
nunca es permanente; tiene que ser mantenido de día en día, como una
habitación que uno debe limpiar cotidianamente. El orden ha de mantenerse
de instante en instante, todos los días. Este orden no es personal, no es
el ajuste individual al patrón de las respuestas condicionadas de agrado y
desagrado, placer y dolor. Este orden no es un medio para escapar del
dolor; la comprensión y el cese del dolor significan virtud, y ésta
produce orden. El orden no es un fin en sí mismo; el orden como un fin en
sí mismo desemboca en el callejón sin salida de la respetabilidad que
implica deterioro y decadencia. El aprender es la misma esencia de la
humildad, aprender de todo y de todos. En el aprender no hay jerarquías.
La autoridad niega el aprender y un seguidor jamás aprenderá.
Detrás de
los cerros orientales había una nube solitaria, en llamas con la luz del
sol poniente; ninguna fantasía podría imaginar una nube así. Ella era la
forma de todas las formas; ningún arquitecto sería capaz de proyectar
semejante estructura. Esta nube era el resultado de muchos vientos, de
muchos soles y noches innumerables, de ímpetus y tensiones
extraordinarias. Otras nubes eran oscuras, carecían de luz, no tenían
altura ni profundidad, pero esta única nube hacía estallar el espacio. El
cerro tras el cual se hallaba parecía sin vida ni fuerza; había perdido su
habitual dignidad y la pureza de sus líneas. La nube había absorbido toda
la cualidad propia de los cerros: su poder y su silencio. Bajo la
dominante nube descansa el valle, verde y lavado por la lluvia. Después de
las lluvias hay algo muy bello en este antiguo valle; se torna
espectacularmente verde y brillante, con un verde de todos los matices, y
la tierra se vuelve más roja. El aire es puro y las grandes rocas sobre
los cerros se ven pulidas, azules, grises y de un pálido color violeta.
Había
varias personas en la habitación, algunas sentadas sobre el piso y otras
en sillas; reinaba la quietud propia de la sensibilidad estimativa y el
goce interior. Un hombre tocaba un instrumento de ocho cuerdas. Tocaba con
los ojos cerrados, disfrutando al igual que el pequeño auditorio. Ello
era sonido puro, y sobre ese sonido cabalgaba uno muy lejos y a gran
profundidad; cada nota lo llevaba a uno más y más hacia lo profundo. La
cualidad del sonido que producía ese instrumento tornaba infinito el
viaje; desde el instante en que lo pulsaba hasta el instante en que se
detenía, era el sonido lo que tenía importancia y no el instrumento, ni el
hambre, ni el auditorio. Ese sonido tenía el efecto de eliminar todos los
otros sonidos, aun los de los cohetes que los niños estaban disparando;
uno los oía estallar con su estrépito, pero ello era parte del sonido y el
sonido lo era todo ‑las cigarras que cantaban, los niños que reían, el
llamado de una niñita y el sonido mismo del silencio. El hombre debe haber
estado tocando por más de media hora, y el viaje prosiguió lejos y a gran
profundidad durante todo ese periodo; no era un viaje imaginario, de los
que se hacen en alas del pensamiento o en el frenesí de la emoción. Tales
viajes duran muy poco y son acompañados por cierta intención o placer;
este viaje carecía de intención y en él no había placer. Sólo había sonido
y nada más, ni pensamiento ni sentimiento. Ese sonido lo llevaba a uno a
través y fuera de los confines do tiempo, y quietamente penetraba en una
grande e inmensa vacuidad de la cual no había regreso. Lo que regresa
siempre es el recuerdo, algo que ha sido, pero aquí no había recuerdo ni
experiencia alguna. La realidad no tiene sombra ‑no tiene recuerdo.
9
No había
una sola nube y el sol descendía tras de los cerros; el aire estaba quieto
y no se movía una hoja. Todo parecía hallarse tensamente expectante en la
luz de un cielo sin nubes. El reflejo de esa luz vespertina sobre una
pequeña extensión de agua junto a la carretera, estaba pleno de energía
extática, y la florerilla silvestre al borde del camino era la vida toda.
Hay un cerro que parece uno de esos templos antiquísimos que jamás
envejecen; era de color purpúreo, más oscuro que el violeta, intenso e
impasible en su inmensidad; estaba animado por una luz interna sin
sombras, y cada roca y arbusto voceaban su júbilo. Una carreta tirada por
dos bueyes venía por el camino cargada con un poco de heno; sobre el heno
se hallaba sentado un niño y un hombre conducía la muy ruidosa carreta.
Ambos se destacaban nítidamente contra el cielo, en especial el perfil del
niño con su nariz y su frente bien definidas, dulces; era el rostro de
alguien que nunca había tenido educación y que probablemente nunca la
tendría; era un rostro incontaminado, no habituado todavía al rudo trabajo
ni a las responsabilidades; era un rostro sonriente. El cielo puro se
reflejaba en él.
Mientras
uno proseguía a lo largo del camino, la meditación parecía la cosa más
natural; había en ella fervor y claridad y la ocasión se adaptaba a tal
estado. El pensamiento es un desperdicio de energía, y también lo es el
sentimiento. Ambos invitan a la distracción, y de ese modo la
concentración se vuelve una defensiva absorción en uno mismo, como la de
un niño absorto en su juguete. El juguete es fascinante y el niño está
perdido en él; si se le quita el juguete se torna intranquilo. Lo mismo
con los adultos: sus juguetes son los múltiples escapes. Ahí en el camino,
el pensamiento con su sentimiento carecía del poder de absorción; no tenía
energía autogenerada. Por consiguiente, llegó a su fin. El cerebro se
aquietó, como las aguas se aquietan cuando no hay brisa. Era la quietud
que había antes de la creación. Y allí, en ese cerro, muy cerca, un búho
comenzó a ulular suavemente, pero de pronto calló; muy alto en el cielo
una de esas águilas pardas volaba cruzando el valle. Es ésta la cualidad
de quietud que tiene significación; una quietud inducida es
estancamiento; la quietud que se compra es una mercadería que difícilmente
puede tener valor alguno; una quietud que es el resultado de la represión,
del control, de la disciplina, está acompañada por el clamor de la
desesperación. No había un solo sonido en el valle ni en la mente, pero la
mente fue más allá del valle y del tiempo. Y no existía un regreso porque
la mente no se había ido. El silencio es la profundidad del vacío.
En la
curva de la carretera, el camino desciende suavemente hasta el otro lado
del valle a través de un par de puentes que hay sobre los lechos secos de
los ríos. La carreta de bueyes se había marchado bajando por ese camino;
algunos aldeanos venían subiendo por él, tímidos y silenciosos; en el
lecho seco había niños jugando y se escuchaba el reclamo sostenido de un
pájaro. Justamente donde el camino dobla hacia el este, advino «lo otro».
Llegó derramándose en grandes olas de bendición, espléndido e inmenso.
Parecía como si los cielos se hubieran abierto y desde esa inmensidad
viniera lo innominable; había estado ahí todo el día, uno lo comprendió de
pronto; y únicamente ahora mientras caminaba solo, con los otros un poco
lejos, uno se dio cuenta del hecho; y lo que tornaba extraordinario ese
hecho era esto que ocurría y que era la culminación de lo que había estado
prosiguiendo todo el tiempo, no se trataba de un incidente aislado. Había
luz, no la luz del sol poniente ni la poderosa luz artificial, que
producen sombras. Esta era una luz sin sombra; era la luz.
10
Un búho
ululaba con tono gutural en los cerros; su voz profunda penetraba en la
habitación golpeando los oídos. Excepto por ello, todo lo demás estaba
silencioso; ni siquiera se escuchaba el croar de una rana o el crujir del
paso de algún animal. El silencio se tornaba más intenso entre cada ulular
que provenía de los cerros meridionales; estos gritos llenaban el valle y
los cerros y el aire vibraba con el llamado. Este no fue contestado por un
tiempo muy largo, y cuando llegó la respuesta ésta vino desde muy lejos,
de la parte occidental del valle; entre una y otra respuesta estaban el
silencio y la belleza de la noche. Pronto llegaría el amanecer, pero ahora
había oscuridad; uno podía distinguir los contornos del cerro y los de
aquella enorme higuera de Bengala. Las Pléyades y Orión se estaban
poniendo en un cielo claro y sin nubes; el aire era fresco gracias a un
breve aguacero; tenía un perfume a viejos árboles, lluvia, flores y muy
antiguos cerros y colinas. Era realmente una madrugada maravillosa. Lo que
ocurría afuera tenía lugar adentro, y la meditación es en verdad un
movimiento único, no dividido, de lo externo y lo interno. Los muchos
sistemas de meditación no hacen otra cosa que aprisionar a la mente
encerrándola en un patrón que ofrece maravillosos escapes y sensaciones;
es sólo el inmaduro el que juega con esos sistemas, obteniendo de ellos
una gran satisfacción. Sin el conocimiento de uno mismo, toda meditación
conduce a lo ilusorio y a las diversas formas de autoengaño, factual e
imaginario. Éste era un movimiento de intensa energía, una energía que el
conflicto jamás conocerá. El conflicto pervierte y disipa la energía, tal
como lo hacen los ideales y la conformidad. El pensamiento había
desaparecido, y con éste el sentimiento, pero el cerebro estaba activo y
totalmente sensible. Todo movimiento, toda acción que tiene tras de sí un
motivo, es inacción; es esta inacción la que corrompe la energía. El amor
con un motivo deja de ser amor; hay amor sin motivo. El cuerpo se hallaba
totalmente inmóvil y el cerebro completamente quieto, y ambos estaban
realmente atentos, perceptiblemente alertas a todo, pero no había
pensamiento ni movimiento, alguno. No era una forma de hipnosis, un estado
inducido, porque no había nada que ganar con ello, ni visiones ni
sensaciones, nada de todo ese tonto negocio. Se trataba de un hecho, y un
hecho carece de placer o dolor. Y este hecho era ajeno a todo
reconocimiento, a lo conocido.
Llegaba
el amanecer y con él advino «lo otro» que es, esencialmente, parte de la
meditación. Ladró un perro y el día había comenzado.
11
Sólo
existen los hechos, no hechos más grandes o más pequeños. El hecho, lo
que es, no puede ser comprendido si se aborda con opiniones o juicios; son
entonces las opiniones, los juicios, los que se convierten en el hecho, y
éste no es el hecho que uno desea comprender. Si uno sigue el hecho, si
observa el hecho, lo que es, entonces el hecho enseña, y su enseñanza
nunca es mecánica; y el seguir sus enseñanzas, el escuchar, el observar,
tienen que ser agudos; esta atención es negada si existe algún motivo para
el escuchar. El motivo disipa la energía, la deforma; la acción con un
motivo es inacción, conduce a la confusión y al dolor. El dolor ha sido
engendrado por el pensamiento, y el pensamiento, al alimentarse de si
mismo, forma el «yo» y el «mí». Así como una máquina tiene vida, del mismo
modo la tienen el yo y el mi, una vida que es alimentada por el
pensamiento y el sentimiento. El hecho destruye esta maquinaria.
La
creencia es completamente innecesaria, como lo son los ideales. Ambos
disipan la energía indispensable para seguir el desenvolvimiento del
hecho, de lo que es. Las creencias, al igual que los ideales, son escapes
del hecho, y en el escapar no hay fin para el dolor. El cese del dolor es
la comprensión del hecho de instante en instante. No hay sistema ni método
que pueda dar comprensión; sólo puede darla la lúcida percepción sin
opciones de un hecho. La meditación conforme a un sistema significa eludir
el hecho de lo que uno es; es muchísimo más importante comprenderse
a sí mismo, comprender el constante cambio de los hechos que se relacionan
con uno mismo, que meditar para encontrar a Dios, para tener visiones,
sensaciones y demás formas de entretenimiento.
Un cuervo
estaba graznando fuera de sí; se hallaba posado sobre una rama de espeso
follaje. No ara visible; otros cuernos vinieron y se fueron, pero él
seguía sin siquiera detenerse en su agudo, penetrante graznido; estaba
enojado con algo o quejándose de algo. Las hojas temblaban a su alrededor
y ni aun las pocas gotas de lluvia lograron acallarlo. Se hallaba
completamente absorto en aquello que lo estaba perturbando, fuere lo que
fuere. Salió, se sacudió y voló más lejos sólo para reanudar su penetrante
lamento; luego se cansó y se detuvo. Y del mismo cuervo, del mismo lugar,
llegó un graznido diferente, sumiso, una cosa entre amigable y seductora.
Había otras aves en el árbol, el cuclillo de la India, un brillante pájaro
amarillo de alas negras, un pájaro voluminoso de color gris plateado, uno
de tantos que estaba escarbando a los pies del árbol. Una pequeña ardilla
listada vino corriendo y trepó al árbol. Todos estaban ahí, en ese árbol,
pero la voz del cuervo era la más alta y persistente. El sol apareció
entre las nubes y el árbol proyectó una densa sombra, y desde el otro lado
de la pequeña, estrecha depresión del terreno, llegaron los sones
extrañamente patéticos de una flauta.
12
El cielo
había estado todo el día cubierto con pesadas nubes oscuras, pero éstas no
trajeron lluvia, y de no llover intensamente y por muchas horas, la gente
sufrirla, la región se despoblaría y no se escucharían voces en el lecho
del río; el sol quemaría el suelo, desaparecería el verde de estas pocas
semanas y la tierra quedaría desnuda. Un verdadero desastre que
significaría sufrimiento para todas las aldeas de los alrededores; éstas
estaban habituadas al sufrimiento, a las privaciones, a la carencia de
comida. La lluvia era una bendición y de no llover ahora va no llovería
durante los próximos seis meses, y el suelo se empobrecería tornándose
arenoso, pétreo. Los campos de arroz deberían ser regados con el agua de
los pozos y existiría el peligro de que éstos también se secaran. La
existencia resultaba dura, brutal, con muy pocos placeres. Los cerros
eran indiferentes; ellos habían presenciado los sufrimientos de generación
en generación; habían visto todas las variedades de la desdicha, el
llegar y el partir de las gentes, porque eran algunos de los más antiguos
cerros del mundo; ellos sabían, pero poco podían hacer. Sus bosques eran
derribados por los hombres, que usaban los árboles para leña, las cabras
destruían sus arbustos, y la gente tenía que vivir. Y ellos, los cerros,
eran indiferentes; el sufrimiento jamás podría alcanzarlos; se mantenían
distantes y, aunque se encontraban tan cerca, en realidad estaban muy
lejos. Esta mañana se veían azules, y algunos eran violáceos y grises en
su verdor. Ellos no podían prestar ayuda alguna pese a que eran fuertes y
bellos, con el sentimiento de esa paz que adviene tan natural y
fácilmente, con profunda intensidad interna; paz completa y sin raíces.
Pero no habría paz ni abundancia si las lluvias no llegaban. Es algo
terrible que la felicidad de uno dependa de la lluvia; los ríos y canales
de irrigación se encontraban muy lejos, pero el gobierno estaba ocupado
con su política y sus sistemas. Lo que se necesita es el agua, el agua que
está tan llena de luz y que danza infatigablemente, no palabras y
esperanzas.
Estaba
lloviznando y a baja altura sobre el cerro había un arco iris fantástico y
delicado; circundaba las copas de los árboles y llegaba al otro lado de
las colinas septentrionales. No duró mucho porque la llovizna fue cosa
pasajera; pero sobre las hojas del voluminoso árbol cercano, tan parecidas
a las de la mimosa, la llovizna había depositado innumerables gotitas.
Sobre estas hojas se estaban bañando tres cuervos, mientras agitaban sus
plumas de color gris oscuro para recoger las gotas en la parte inferior de
las alas y de los cuerpos; se llamaban el uno al otro y sus graznidos
reflejaban placer; cuando no hubo más gotas se trasladaron a otra parte
del árbol. Lo miraban a uno con sus ojos brillantes, y sus picos realmente
negros eran muy afilados. Existe una pequeña corriente muy cercana en uno
de los lechos secos, y también hay una canilla que pierde agua y que forma
un modesto charquito para los pájaros que acuden allí a menudo; pero
estos tres cuervos deben haber tenido el capricho de tomar su baño matinal
entre las frías, refrescantes hojas. Es un árbol anchísimo en su extensión
y muchos pájaros acuden a él durante el mediodía en busca de refugio.
Siempre hay allí algún pájaro, llamando o parloteando o rezongando. Los
árboles son bellos en la vida y en la muerte; viven y jamás piensan en la
muerte; siempre se están renovando a sí mismos.
Qué fácil
es degenerar, en todas las formas; al dejar que el cuerpo se desgaste, que
se vuelva perezoso, gordo; al permitir que se sequen los sentimientos, al
complacerse la mente en su superficialidad tornándose mezquina e
insensible. Una mente lista es una mente superficial, no puede renovarse a
sí misma y, por tanto, se marchita en su propia mezquindad; se deteriora
por el ejercicio de su frágil agudeza, por su pensamiento. Cada
pensamiento conforma a la mente en el molde de lo conocido; cada
sentimiento, cada emoción, por refinados que sean, son vanos, significan
desgaste, y el cuerpo alimentado con pensamientos y sentimientos termina
por perder su sensibilidad. No es la energía física ‑aunque ésta es
necesaria‑ la que se abre paso en medio del tedioso embotamiento; no es el
entusiasmo o el sentimentalismo lo que puede producir sensibilidad en la
totalidad del propio ser; el entusiasmo y el sentimentalismo corrompen. El
factor que desintegra es el pensamiento, porque el pensamiento tiene sus
raíces en lo conocido. Una vida basada en el pensamiento y sus
actividades, se vuelve mecánica; por suave que pueda deslizarse, su acción
será siempre una acción mecánica. La acción con un motivo disipa energía y
así sobreviene la desintegración. Todos los motivos, conscientes o
inconscientes, se engendran en lo conocido. Una vida hecha de lo conocido,
aunque se proyecte en el futuro como lo desconocido, es decadencia; en
esa vida no existe la renovación. El pensamiento nunca puede producir
inocencia y humildad. Sin embargo, sólo la inocencia y la humildad pueden
mantener la mente joven, sensible, incorruptible. Liberarse de lo
conocido significa terminar con el pensamiento; morir para el pensamiento,
de instante en instante, es estar libre de lo conocido. Es esta muerte la
que pone fin a la decadencia.
13
Hay una
enorme roca que se destaca por sí misma desde los cerros meridionales;
cambia su color de hora en hora, es roja, es mármol rosa profundo
intensamente pulido, es de un apagado rojo ladrillo, es una terracota
tostada por el sol y lavada por la lluvia, es de un desvaído gris
verde‑amarillento, o una flor de múltiples matice; y a veces parece
meramente un bloque de piedra sin vida alguna. Es todas estas cosas, y en
esta mañana, justo cuando el amanecer tornaba grises las nubes, esta roca
era un fuego, una llama entre los verdes arbustos; es caprichosa como una
persona mimada, pero sus estados de ánimo nunca son tenebrosos,
amenazantes; ella siempre tiene color, llameante o sereno, estridente o
risueño, acogedor o retraído. Podría ser uno de esos dioses a los que se
adora; sin embargo, es sólo una roca plena de color y dignidad. Cada uno
de estos cerros parece tener en sí algo especial, ninguno es demasiado
alto, son duros en un clima que es duro, parecen esculpidos por una
explosión. Es como si acompañaran al valle, no demasiado grande, muy
alejado de las ciudades y del tráfico; el árido valle que es verde cuando
llueve. La belleza del valle son los árboles en medio de los florecientes
arrozales. Algunos de los árboles son macizos, de grandes troncos y ramas,
con formas espléndidas; otros aguardan expectantes las lluvias, mal
desarrollados pero creciendo pausadamente; hay otros que tienen hojas y
sombra en abundancia. No hay demasiados de ellos, pero los que sobreviven
son realmente muy hermosos. La tierra es roja y los árboles son verdes y
los arbustos crecen muy pegados al rojo suelo. Todos sobreviven durante
meses a los duros días asoleados y sin lluvia y, cuando por fin llueve, se
regocijan y su regocijo sacude la quietud del valle; cada árbol, cada
arbusto es un clamor de vida y el verde de las hojas es algo increíble;
los cerros también se unen al júbilo y esa gloria abarca toda la tierra.
No se
escuchaba sonido alguno en el valle; estaba oscuro y no se movía ninguna
hoja; amanecería en una hora o algo así. La meditación no es una
autohipnosis inducida por las palabras o el pensamiento, por la repetición
o la imagen; toda imaginación, de cualquier clase que sea, debe ser
desechada, puesto que las imágenes conducen a la ilusión. Lo que importa
es la comprensión de los hechos y no las teorías, las búsquedas de
conclusiones y el ajustarse a las mismas, o el ambicionar visiones. Todo
esto debe ser descartado; la meditación significa comprender estos hechos
y, de ese modo, ir más allá de ellos. El principio de la meditación es el
conocimiento de uno mismo; de otro modo, lo que se llama meditación
conduce a todas las formas de necedad e inmadurez.
Era
temprano y el valle estaba dormido. Al despertar, la meditación era la
continuación de lo que había estado ocurriendo; el cuerpo se hallaba
totalmente inmóvil; no había sido aquietado sino que estaba quieto; no
había pensamiento pero el cerebro estaba alerta, sin sensación alguna; no
existían el pensamiento ni el sentimiento. Y se inició un movimiento
intemporal. La palabra es tiempo, la palabra indica espacio; la palabra es
del pasado o del futuro, pero el presente activo carece de palabras. Lo
que está muerto puede ponerse en palabras, pero no lo que es vida. Toda
palabra que se emplea para comunicarse acerca del vivir es la negación del
vivir. Este era un movimiento que pasaba a través y entre los muros del
cerebro, pero el cerebro no tenía contacto con él; el cerebro era incapaz
de seguirlo o de reconocerlo. Este movimiento era algo no engendrado por
lo conocido; el cerebro podía seguir lo conocido así como podía
reconocerlo, pero aquí no era posible ninguna clase de reconocimiento. Un
movimiento tiene dirección, pero éste no la tenía; y no era estático.
Debido a que no tenía dirección alguna, era la esencia misma de la acción.
Toda dirección es un producto de las reaccione o de las influencias. Pero
la acción que no es el resultado de las reacciones, compulsiones o
influencias, es energía total. Esta energía, el amor, tiene su propio
movimiento. Pero la palabra amor, lo conocido, no es amor. Sólo existe el
hecho, la libertad con respecto a lo conocido. La meditación era la
explosión del hecho.
Nuestros
problemas se multiplican y continúan; la continuación de un problema
pervierte y corrompe la mente. Un problema es un conflicto, una cuestión
que no ha sido comprendida; este problema se transforma en cicatrices y
eso destruye la inocencia. Todo conflicto debe ser comprendido y, de ese
modo, terminado. Uno de los factores de deterioro es la vida continuada de
un problema; cada problema engendra otro problema, y una mente abrasada
por los problemas, personales o colectivos, sociales o económicos, se
halla en estado de deterioro.
14
La
sensibilidad y la sensación son dos cosas diferentes. Las sensaciones, las
emociones, los sentimientos dejan residuos cuya acumulación embota y
deforma. Las sensaciones son siempre contradictorias y, por tanto,
conflictivas; el conflicto embota la mente, pervierte la percepción.
Apreciar la belleza en términos de sensación, de agrado y desagrado, es no
percibir la belleza; la sensación sólo puede dividirse como belleza y
fealdad, pero la división no es belleza. Debido a que las sensaciones,
sentimientos engendran conflicto, para evitar el conflicto se ha abogado
por la disciplina, el control, la represión; pero esto sólo genera
resistencia y, de ese modo, incrementa el conflicto y produce mayor
entorpecimiento e insensibilidad. El santo control y la represión son la
santa insensibilidad y la brutal torpeza que tanto se respetan. Para
tornar a la mente más estúpida e insensible, se han inventado y divulgado
los ideales y las conclusiones. Todas las formas de sensaciones, por
refinadas o groseras que puedan ser, cultivan la resistencia y son causa
de deterioro. La sensibilidad es el morir a cada residuo de sensación;
ser sensible, total e intensamente sensible a una flor, a una persona, a
una sonrisa, es no tener cicatrices en la memoria, porque toda cicatriz
destruye la sensibilidad. Estar alerta a cada sensación, sentimiento o
pensamiento a medida que brotan, de instante en instante, sin preferencia
alguna, es estar libre de cicatrices sin permitir que se forme ni una sola
de ellas. Las sensaciones, los sentimientos, los pensamientos son siempre
parciales, fragmentarios y destructivos. La sensibilidad es una armonía
total de cuerpo, mente y corazón.
El
conocimiento es mecánico y funcional; cuando el conocimiento, la
capacidad se utiliza para adquirir status, engendra conflicto,
antagonismo, envidia. El cocinar y el gobernar son funciones, y cuando el
status se introduce furtivamente en cualquiera de las dos, entonces
empiezan las disputas, el esnobismo y el culto de la posición, la función
y el poder. El poder es siempre perverso, y es esta perversidad la que
corrompe a la sociedad. La importancia psicológica de la función produce
la jerarquía del status. Negar las jerarquías es negar el status; hay
jerarquía de función pero no de status. Las palabras son de poca
importancia, lo que tiene inmensa significación es el hecho. El hecho
nunca es causa de dolor, pero las palabras que ocultan el hecho y escapan
de él, sí engendran conflicto y desdicha incalculables.
Un grupo
compacto de ganado estaba pastando en la verde pradera; todos los animales
eran de un color pardo con diferentes matices, y cuando se movían en
conjunto era como si se moviese la tierra. Son animales bastante grandes,
indolentes, siempre importunados por las moscas; están especialmente
cuidados y alimentados, no como los de la aldea; aquellos son pequeños,
esqueléticos, rinden muy poco, huelen bastante mal y parecen eternamente
hambrientos. Siempre hay algún muchacho o una niña con el ganado,
gritándole, hablándole, llamándolo. La vida es difícil en todas partes,
hay enfermedad y muerte. Una mujer ya anciana pasa cerca todos los días
llevando un cacharro pequeño con leche o alguna clase de comida; es
tímida, se nota que le faltan los dientes; sus ropas están sucias y hay
desdicha en su rostro; ocasionalmente sonríe, pero es una sonrisa más bien
forzada. Viene de la aldea cercana y anda siempre con los pies desnudos;
son pies sorprendentemente pequeños y ásperos, pero en esa mujer hay
fuego; es una anciana flaca pero toda nervio y vigor. Su manso caminar no
es manso en absoluto. En todas partes hay desdicha y una sonrisa forzada.
Los dioses han desaparecido excepto en los templos, y el poderoso de la
tierra jamás tiene ojos para esa mujer.
Está
lloviendo, una prolongada y densa llovizna, y las nubes envuelven a los
cerros. Los árboles siguen a las nubes y éstas son perseguidas por los
cerros; el hombre es dejado atrás.
15
Amanecía;
los cerros se ocultaban entre las nubes y todos los pájaros estaban
cantando, llamándose, chillando; una vaca mugía y aullaba un perro. Era
una mañana agradable, la luz era suave y el sol se hallaba detrás de los
cerros y las nubes. Alguien estaba tocando una flauta bajo la antigua y
enorme higuera de Bengala; el sonido era acompañado por el de un pequeño
tambor. La flauta dominaba al tambor y llenaba el aire; sus muy tiernas y
dulces notas parecían penetrar en el propio ser; uno sólo escuchaba esas
notas aunque hubiera otros sonidos; las variables vibraciones del pequeño
tambor llegaban a uno a través de las ondas de la flauta, y el áspero
grito del cuervo venía con el tambor. Todos los sonidos penetran; uno
resiste a algunos y acoge a otros, los agradables y los desagradables, y
así es como uno los desperdicia. La voz del cuervo venía con el tambor y
el tambor cabalgaba sobre la delicada nota de la flauta, y de ese modo la
totalidad del sonido podía penetrar profundamente más allá de todo placer
o resistencia. Y había en ello una gran belleza, no la belleza que conocen
el pensamiento y el sentimiento. Y sobre ese sonido viajaba la explosiva
meditación; y en esa meditación se reunían la flauta, el palpitante
tambor, el áspero graznido del cuervo y todas las cosas de la tierra, que
así daban hondura e inmensidad a la explosión. La explosión es
destructiva y la destrucción es la tierra y la vida, como lo es el amor.
Esa nota de la flauta es explosiva si dejamos que lo sea, pero no la
dejamos, porque queremos una vida segura, sin riesgos, y así la vida llega
a ser un asunto bastante insípido; habiendo hecho de ella algo insípido,
tratamos de dar una significación, un propósito a la fealdad y a la
trivial belleza que la acompaña. Y así la música es algo que debe
procurarnos goce despertando gran cantidad de sentimientos, tal como lo
hace el fútbol o algún ritual religioso. Los sentimientos, las emociones
son una disipación de energías, y así fácilmente se transforman en odio.
Pero el amor no es una sensación, una cosa capturada por el sentimiento.
Escuchar completamente, sin resistencia, sin barrera alguna, es el milagro
de la explosión que hace pedazos lo conocido, y escuchar esa explosión sin
motivo alguno, sin una dirección determinada, es penetrar donde el
pensamiento, el tiempo, no puede proseguir.
El valle
tiene probablemente como una milla de ancho en su punto más estrecho,
donde los cerros se juntan y corren hacia el este y el oeste, aunque uno o
dos de los cerros impiden a los otros correr libremente; éstos se
encuentran hacia el oeste; de donde asoma el sol hay espacio descubierto y
se ve cerro tras cerro. Estos cerros se desvanecen en el horizonte con
precisión y grandeza; parecen tener esa extraña propiedad de azul violáceo
que viene con los años y el sol ardiente. En el atardecer atrapan la luz
del sol poniente y entonces se vuelven por completo irreales, maravillosos
en su color; entonces el cielo del este tiene todo el color de la puesta
del sol; uno podría pensar que el sol se ha ocultado por allí. Era éste un
atardecer suavemente rosado, con nubes oscuras. En el momento en que uno
salía de la casa conversando con otra persona de muy diversas cosas, «lo
otro», lo incognoscible, estaba ahí. Fue totalmente imprevisto, porque
uno se encontraba en medio de una seria conversación y ello estaba ahí
con tanto apremio. Todo hablar cesó muy fácil y naturalmente. La otra
persona no advirtió el cambio en la cualidad de la atmósfera y continuó
diciendo algo que no requería respuesta. Caminamos toda esa milla casi sin
pronunciar una palabra, y caminamos con ello, bajo ello, dentro de ello.
Es totalmente lo desconocido, aunque venga y se vaya; todo reconocimiento
ha cesado porque el reconocimiento sigue siendo la actividad de lo
conocido. Cada vez hay «mayor» belleza e intensidad e impenetrable
fuerza. Ésta es también la naturaleza del amor.
16
Era un
atardecer muy sereno, las nubes se habían ido y estaban reuniéndose en
torno del sol poniente. Los árboles, inquietos por la brisa, se
preparaban para pasar la noche; también ellos se habían serenado; los
pájaros acudían en busca de refugio nocturno entre el denso follaje de
esos árboles. Había dos pequeños búhos posados en lo alto sobre los
alambres del telégrafo, con sus ojos fijos, sin parpadear. Y, como de
costumbre, los cerros permanecían solitarios y distantes, lejos de
cualquier clase de perturbación; durante el día habían tenido que aguantar
los ruidos del valle, pero ahora se habían apartado de toda comunicación y
la oscuridad se estaba cerrando sobre ellos, aun cuando persistía la débil
luz de la luna. Esta tenía a su alrededor un halo vaporoso de nubes; todo
estaba preparándose para dormir, excepto los cerros. Ellos nunca dormían;
siempre vigilantes, aguardando, observando y comunicándose perpetuamente
entre sí. Esos dos pequeños búhos posados sobre el alambre emitían sonidos
de cascabel, como de piedrecitas en una caja de metal; ese cascabeleo
producía un ruido muy superior al tamaño de sus cuerpecillos parecidos a
grandes puños; uno podía oírlos en la noche, yendo de un árbol a otro, con
un vuelo tan silencioso como el de los búhos más grandes. Desde el
alambre bajaron volando para posarse sobre los arbustos, y luego se
remontaron de nuevo hacia las ramas inferiores del árbol; desde allí se
quedarían observando a distancia segura y pronto perderían el interés. Más
lejos, en el poste ladeado, había un búho grande; era pardo, tenía ojos
enormes y un agudo pico que parecía brotar entre esos llamativos y fijos
ojos. Mediante unos pocos golpes de sus alas voló de allí con tan serena
premeditación que la estructura y el poder de esas gráciles alas
despertaba verdadero asombro; voló hacia el interior de los cerros y se
perdió en la oscuridad. Este debe haber sido el búho que, con su pareja,
se llamaban el uno al otro durante la noche; en la noche pasada se fueron
seguramente a los otros valles que están más allá de los cerros; volverían
porque su nido se hallaba en uno de aquellos cerros del norte, donde
podían oírse sus tempranos gritos mañaneros si uno pasaba por allí
calladamente. Al otro lado de estos cerros había tierras más fértiles, con
verdes y deliciosos arrozales.
El
cuestionamiento se ha vuelto mera rebelión, una reacción a lo que es, y
todas las reacciones tienen escasa significación. Los comunistas se
rebelan contra los capitalistas, el hijo contra el padre; es la negativa a
aceptar la norma social, el deseo de romper con las ataduras económicas y
de clase. Tal vez estas rebeliones sean necesarias pero, no obstante,
ellas no son muy profundas; en lugar del viejo patrón se repite uno nuevo,
y en la misma ruptura del molde antiguo aparece uno nuevo encerrando la
mente y destruyéndola. El rebelarse perpetuamente dentro de la prisión es
el cuestionamiento reactivo de lo inmediato, y el remodelar y redecorar
los muros de la prisión parece darnos una satisfacción tan intensa que
jamás nos abrimos paso a través de los muros derrumbándolos. El
descontento con el que ponemos en tela de juicio ciertas cosas está dentro
de los muros de la prisión, lo cual no nos lleva muy lejos; podrá
llevarnos a la luna o a las bombas de neutrones, pero todo esto sigue
siendo la invitación al dolor. Pero cuestionar la estructura del dolor e
ir más allá de la misma, no es escapar mediante la reacción. Este
cuestionamiento es mucho más urgente que el ir a la luna o al templo; es
este cuestionamiento el que derriba la estructura y no erige una nueva y
más costosa prisión, con sus dioses y sus salvadores, sus economistas y
sus líderes. Este cuestionar es la destrucción de la maquinaria del
pensamiento, y no la sustitución de un pensamiento por otro, una
conclusión por otra, una teoría por otra teoría. Este cuestionamiento hace
pedazos la autoridad, la autoridad de la experiencia, de la palabra y del
tan respetado y maligno poder. Este cuestionamiento, que no nace de la
reacción, de la preferencia o el motivo, hace estallar la moral y
respetable actividad egocéntrica; es esta actividad la que siempre está
siendo reformada y nunca destruida. Esta reforma interminable es el
interminable dolor. Lo que tiene tras de sí una causa, un motivo, engendra
inevitablemente agonía y desesperación.
Nosotros
tememos esta destrucción total de lo conocido, el fundamento del yo, del
mí y de lo mío; lo conocido es mejor que lo desconocido, lo conocido con
su confusión, conflicto y desdicha; el liberarnos de esto que conocemos
podría destruir lo que llamamos amor, relación, felicidad, etc. La
libertad con respecto a lo conocido, el explosivo cuestionamiento ‑no el
de la reacción‑ termina con el dolor, y entonces el amor es algo que está
más allá de la medida del pensamiento y el sentimiento.
Nuestra
vida es muy superficial y vacía; mezquinos pensamientos y mezquinas
actividades entrelazadas con conflictos e infortunios; y siempre viajando
de lo conocido a lo conocido en procura psicológica de seguridad. No hay
seguridad en lo conocido por mucho que uno pueda desearla. La seguridad
es tiempo y no existe el tiempo psicológico; es un mito y una ilusión que
engendran temor. Nada existe que sea permanente, ni ahora ni más adelante
en el futuro. El patrón moldeado por el pensamiento y el sentimiento, el
patrón de lo conocido, se hace pedazos mediante el correcto cuestionar y
escuchar. El conocerse a sí mismo, el conocer los modos en que actúan el
pensamiento y el sentimiento, el escuchar atentamente cada movimiento del
pensar y del sentir, termina con lo conocido. Lo conocido engendra dolor,
y el amor es la libertad con respecto a lo conocido.
17
La tierra
era del color del cielo; los cerros, los verdes y maduros arrozales, los
árboles y el seco lecho arenoso del río tenían el color del cielo; cada
roca de los cerros, los grandes cantos rodados, eran las nubes, y las
nubes eran las rocas. El cielo era la tierra y la tierra el cielo; el sol
poniente lo había transformado todo. El cielo en llamas ardía en cada
veta de las nubes, en cada piedra, en cada brizna de hierba, en cada grano
de arena. Era un incendio verde, púrpura, violeta e índigo fulgurando con
la furia de las llamas. Sobre aquel cerro había una vasta extensión de
púrpura y oro; encima de los cerros meridionales un ardiente, delicado
verde y pálidos azules; hacia el este una espléndida puesta de sol en
oposición, rojo púrpura, ocre tostado, magenta y violeta pálido. La puesta
de sol en oposición estallaba en esplendor igual que la del oeste; unas
pocas nubes se habían reunido alrededor del sol poniente; eran puras, un
fuego sin humo que jamás se apagaría. Este fuego, en su vastedad e
intensidad, lo penetraba todo y se introducía en la tierra. Y la tierra
era los cielos y los cielos eran la tierra. Y todo vivía y estallaba de
color y el color era Dios, no el dios del hombre. Los cerros se tornaron
transparentes, cada roca, cada piedra habían perdido su peso y flotaban en
el color, y los cerros distantes eran azules, del azul de todos los mares
y del cielo de todos los climas. Los florecidos arrozales, una extensión
intensamente verde y rosada, llamaban de inmediato la atención. Y el
camino que atravesaba el valle se veía púrpura y blanco, tan vivo que era
uno de los rayos que corrían de una a otra parte del cielo. Uno mismo era
parte de esa luz que ardía furiosamente, que estallaba, esa luz sin
sombra, sin raíz y sin palabras. Y a medida que el sol iba descendiendo,
cada color se tornaba más violento, más intenso, y uno se perdía
completamente, más allá de cuanto pudiera recordar. Este era un atardecer
sin memoria.
Cada
pensamiento y sentimiento deben florecer para poder vivir y morir; todo
debe florecer en uno, la ambición, la envidia, el odio, la alegría, la
pasión; en ese florecimiento está la muerte de todo ello y hay libertad.
Es sólo en libertad que algo puede florecer, no en la represión, en el
control y la disciplina; esto sólo pervierte, corrompe. En la libertad y
el florecimiento radican la bondad y toda virtud. No es fácil dejar que
la envidia florezca; uno la condena o la fomenta, pero jamás le da
libertad. Es solamente en libertad que el hecho de la envidia revela su
color, su forma, su profundidad, sus peculiaridades; si se la reprime no
se revelará a sí misma en plenitud y libertad. Una vez que se ha mostrado
completamente, la envidia cesa sólo para revelar otro hecho, el vacío, la
soledad, el miedo. Y a medida que a cada hecho se le permite que florezca
libremente, en toda su integridad, toca a su fin el conflicto entre el
observador y lo observado; ya no existe más el censor sino sólo la
observación, sólo el ver. La libertad puede existir únicamente en la
consumación, no en la represión, en la repetición, en la obediencia a un
patrón de pensamiento. Hay consumación tan sólo en el florecer y el
morir; el florecer no existe si no hay un terminar. Lo nuevo no puede
existir si no hay libertad con respecto a lo conocido. El pensamiento, lo
viejo, no puede dar origen a lo nuevo; lo viejo debe morir para que lo
nuevo sea. Lo que florece tiene que llegar a su fin.
20
Estaba
muy oscuro; las estrellas brillaban en un cielo sin nubes y el aire de la
montaña era puro y fresco. La luz de los faros atrapaba los grandes cactus
tornándolos de plata bruñida; los cubría el rocío de la mañana y
resplandecían; las pequeñas plantas también brillaban con el rocío y los
faros hacían que el verde chispeara y centelleara con un tono muy
diferente del diurno. Todos los árboles se hallaban en silencio,
misteriosos, dormidos e inaccesibles. Orión y las Pléyades descendían
entre los oscuros cerros; incluso los búhos estaban muy lejos y callados;
excepto por el ruido del automóvil, el campo entero dormía; sólo las
chotacabras, posadas en el camino con sus ojos rojizos y centelleantes, al
ser sorprendidas por la luz de los faros clavaron la vista en nosotros y
escaparon revoloteando. Tan temprano en la mañana las aldeas dormían, y
las pocas personas que había en el camino iban tan arropadas que sólo se
les veía los rostros; se dirigían fatigosamente de una aldea a otra;
tenían el aspecto de haber estado caminando toda la noche; algunos se
habían agrupado en torno de una fogata y proyectaban largas sombras a
través de la carretera. Un perro se estaba rascando en medio del camino;
como no se movería, el automóvil tuvo que rodearlo para pasar. Entonces,
apareció de pronto el lucero de la mañana; era fácilmente del tamaño de un
pequeño platillo, asombrosamente brillante, y parecía tener al oriente
bajo su dominio. Cuando se elevó, justo debajo de él surgió Mercurio,
pálido y sometido. Había un tenue resplandor y muy a lo lejos comenzaba el
amanecer.
La
carretera doblaba hacia adentro y hacia afuera, difícilmente se mantenía
recta alguna vez, y los árboles que había a ambos lados la detenían
impidiendo que se desviara hacia el interior de los campos. Había grandes
extensiones de agua para ser empleada con fines de irrigación durante el
verano, cuando el agua escaseara. Los pájaros dormían aun, salvo uno o
dos, y a medida que el amanecer se acercaba, comenzaron a despertar,
cuervos, buitres, palomas y las innumerables avecillas. Estábamos
ascendiendo y pasamos por una vasta extensión boscosa; ningún animal
salvaje se había cruzado en la carretera. Y ahora había monos en el
camino, un ejemplar enorme sentado en el suelo junto al gran tronco de un
tamarindo; ni se movió cuando pasamos, en tanto que los otros se
dispersaron precipitadamente en todas direcciones. Había uno muy pequeño,
debía tener unos días, que estaba aferrado al vientre de su madre, la cual
parecía disgustada con todas las cosas. El amanecer estaba sucumbiendo al
día, y los camiones que pasaban estrepitosamente a nuestro lado habían
apagado sus faros. Y ahora las aldeas estaban despiertas, la gente barría
los umbrales y arrojaba la basura en medio del camino, donde yacían
pesadamente dormidos varios perros sarnosos que, al parecer, preferían el
centro mismo de la carretera; los camiones, los automóviles y la gente
pasaban esquivándolos. Había mujeres que transportaban agua del pozo y
eran seguidas por niños pequeños. El sol comenzaba a tornarse caluroso y
deslumbrante y los cerros ya no resultaban agradables; había menos
árboles y estábamos dejando las montañas en camino hacia el mar por un
campo llano y abierto; el aire era húmedo y caliente, y nos acercábamos a
la grande, populosa y suda ciudad;
los cerros habían quedado muy atrás.
El
automóvil corría con bastante rapidez y era éste un buen lugar para
meditar. Hay que estar libre de la palabra y no concederle demasiada
importancia; ver que la palabra no es la cosa y que la cosa jamás es la
palabra; no quedar atrapado en la sugestión de las palabras y, sin
embargo, emplear las palabras con cuidado y comprensión; ser sensible a
las palabras sin verse abrumado por ellas; abrirse paso a través de la
valla de las palabras y considerar el hecho; evitar el veneno de las
palabras y sentir su belleza; desechar toda identificación con las
palabras y examinarlas, porque las palabras son una celada y una trampa.
Ellas son los símbolos y no lo real. La pantalla de las palabras actúa
como un refugio para la mente perezosa, irreflexiva, que gusta de
engañarse a sí misma. La esclavitud a las palabras es el comienzo de la
inacción ‑que puede aparecer como acción. Y una mente que está atrapada en
los símbolos no puede ir muy lejos. Toda palabra, todo pensamiento moldea
a la mente, y sin comprender cada pensamiento la mente se convierte en
esclava de las palabras y comienza el dolor. Las conclusiones y las
explicaciones no dan fin al dolor.
La meditación no es un medio para un fin; no existe el fin, no
hay una meta; la meditación es un movimiento en el tiempo y fuera del
tiempo. Todo sistema, todo método ata el pensamiento al tiempo, pero la
lúcida percepción alerta y sin preferencias de cada pensamiento y
sentimiento, el comprender los motivos, el mecanismo, el dejarlos
florecer, es el principio de la meditación. Cuando el pensamiento y el
sentimiento florecen y mueren, la meditación es un movimiento fuera del
tiempo. En este movimiento hay éxtasis; en el total vacío hay amor, y con
el amor hay destrucción y creación.
21
Toda
existencia implica opción; sólo en la madura soledad interna no hay
opción. La opción, en todas sus formas, es conflicto y contradicción
inevitable; esta contradicción, sea interna o externa, engendra confusión
y desdicha. Para escapar de esta desdicha, se vuelven necesidades
compulsivas los dioses, las creencias, el nacionalismo, el compromiso con
diversos patrones de actividades. Habiendo escapado, todo esto llega a ser
de primordial importancia, y el escape es el camino de la ilusión;
entonces sobrevienen el temor y la ansiedad. La opción conduce a la
desesperación y al sufrimiento, y no hay fin para el dolor. La selección,
las opciones deben existir siempre en tanto haya uno que opta, que escoge
‑la memoria acumulada de dolor y placer‑ y cada experiencia de opción sólo
refuerza la memoria cuya respuesta se convierte en pensamiento y
sentimiento. La memoria sólo tiene un significado parcial: el de responder
mecánicamente; esta respuesta es la opción. En la opción no hay
libertad. Uno opta, elige de acuerdo con el ambiente en que se ha criado,
de acuerdo con su condicionamiento social, económico y religioso. La
opción inevitablemente fortalece este condicionamiento, del cual no es
posible escapar; el escapar sólo engendra más sufrimiento.
Había
unas pocas nubes reuniéndose alrededor del sol; estaban muy bajas en el
horizonte y ardían. Las palmeras resaltaban oscuras contra el cielo en
llamas; se hallaban en medio de verdes y dorados arrozales que se
extendían a lo lejos hasta perderse en el horizonte. Había una que se
destacaba por sí misma sobre un campo verde amarillento de arroz; no
estaba sola, aunque parecía como perdida y muy distante. Desde el mar
soplaba una suave brisa y unas cuantas nubes estaban persiguiéndose las
unas a las otras con más velocidad que la brisa. Las llamas se estaban
apagando y la luna ahondaba las sombras. Había sombras por todas partes
susurrando quedamente entre si. La luna estaba bien alta y a través de la
carretera las sombras eran profundas y engañosas. Una culebra de agua
podría estar cruzando el camino, deslizándose silenciosamente a la caza de
una rana; había agua en los arrozales y las ranas croaban, casi
rítmicamente; en la larga extensión de agua al costado de la carretera,
con sus cabezas asomando fuera de la superficie, se perseguían las unas a
las otras, sumergiéndose y emergiendo para desaparecer otra vez. El agua
era plata reluciente que centelleaba, cálida al tacto y llena de ruidos
misteriosos. Pasaban carretas de bueyes transportando leña a la ciudad;
una bicicleta hacia sonar la campanilla, un camión con faros
deslumbradores exigía estridentemente que se le hiciera lugar, y las
sombras permanecían inmóviles.
Era un
hermoso atardecer y allí en la carretera, tan cerca de la ciudad, había un
silencio profundo que ningún sonido perturbaba, ni siquiera el del camión.
Era un silencio que ningún pensamiento ni palabra alguna podrían alcanzar,
un silencio que acompañaba a las ranas, a las bicicletas, un silencio que
lo seguía a uno; uno caminaba en él, lo respiraba, lo veía. No era tímido,
estaba ahí insistente y acogedor. Iba más allá de uno penetrando en vastas
inmensidades, y uno podía seguirlo sí el pensamiento y el sentimiento
estaban completamente quietos, olvidados de sí mismos, perdidos con las
ranas en el agua; ellos no tenían importancia alguna, podían perderse
fácilmente y recuperarse cuando se les necesitara. Era un atardecer
encantador, pleno de claridad y de una sonrisa que se iba desvaneciendo
rápidamente.
La opción
siempre está engendrando desdicha. Si uno la observa, la verá acechando,
exigiendo, insistiendo y suplicando, y antes de saber uno dónde está, se
halla aprisionado en su red de dudas, responsabilidades y desesperaciones
de las que no es posible escapar. Basta observarlo para darse cuenta del
hecho. Darse cuenta del hecho; uno no puede cambiar d hecho; podrá
ocultarlo, escapar de él, pero no puede cambiarlo. Está ahí. Sí lo dejamos
solo, si no interferimos con nuestras opiniones y esperanzas, temores y
desesperación, con nuestros juicios astutos y calculados, el hecho
florecerá y revelará todas sus intrincaciones, sus sutiles modos de actuar
‑y los hay en cantidad‑, su aparente importancia y ética, sus motivos
ocultos, sus caprichos. Si dejamos solo al hecho, él nos mostrará todo
esto y mucho más. Pero es preciso estar lúcidamente atento a ello, sin
opción alguna, avanzando paso a paso. Entonces veremos que la opción,
habiendo florecido muere, y que hay libertad; no que uno está libre, sino
que hay libertad. Uno mismo es el que produce la opción, y uno ha cesado
de producirla. No hay nada por lo que optar, nada que escoger. En este
estado sin opción, florece la madura soledad interna. Su muerte es un no
terminar jamás. Ello está siempre floreciendo y es siempre nuevo. Morir
para lo conocido es estar internamente solo. Toda opción se halla dentro
del campo de lo conocido; la acción en este campo siempre engendra dolor.
La terminación del dolor está en la madura y lúcida soledad interior.
22
En la
abertura que dejaban las masas de hojas había una flor rosada de tres
pétalos; estaba encajada dentro del verde y ella también debe haberse
sorprendido de su propia belleza. Crecía sobre un alto arbusto, pugnando
por sobrevivir entre todo ese verdor; había un árbol enorme elevándose
sobre ella y también algunos arbustos, todos luchando por la vida. Muchas
otras flores crecían en este arbusto, pero esta única flor entre el
follaje no tenía compañera, se erguía solitaria y, por ello, más
sobrecogedora. Soplaba una ligera brisa entre las hojas pero nunca llegaba
hasta esta flor, que estaba inmóvil y sola; y porque estaba sola tenía una
extraña belleza, como una estrella única cuando el cielo está despejado. Y
más allá de las verdes hojas se veía el negro tronco de una palmera; no
era realmente negro pero se parecía al tronco de un elefante. Y mientras
uno lo miraba, el negro se tornó en rosado; el sol del atardecer estaba
sobre él y todas las copas de los árboles ardían, inmóviles. La brisa
había cesado y sobre las hojas había retazos de sol poniente. Un pajarillo
posado sobre una rama estaba componiendo sus plumas. Dejó de mirar a su
alrededor y en seguida levantó vuelo hacia el sol.
Nosotros
estábamos sentados enfrente de los músicos, y éstos se hallaban de cara al
sol poniente; éramos muy pocos, y el pequeño tambor era tocado con notable
destreza y deleite; resultaba realmente extraordinario lo que esos dedos
hacían. El músico nunca miraba sus manos; éstas parecían tener vida
propia, moviéndose con gran rapidez y firmeza, golpeando con precisión la
tensa piel; jamás vacilaban. La mano izquierda desconocía por completo lo
que hacía la mano derecha, porque golpeaba con un ritmo diferente pero
siempre en armonía. El instrumentista era muy joven, serio, de ojos
chispeantes; tenía talento y estaba encantado de tocar para ese auditorio
pequeño y capaz de apreciarlo. Luego se incorporó un instrumento de
cuerdas y el pequeño tambor lo siguió. Ya no estuvo más solo.
El sol se
había puesto y las pocas nubes errantes se estaban tornando de un rosa
pálido; en esta latitud no hay crepúsculo y la luna, casi llena, resaltaba
clara en un cielo sin nubes. Paseando por esa carretera, con la luz de la
luna sobre el agua y el croar de innumerables ranas, advino una bendición.
Es extraño lo lejos que está el mundo y a qué gran profundidad ha viajado
uno. Los postes del telégrafo, los autobuses, las carretas de bueyes y los
exhaustos aldeanos estaban ahí, al lado de uno, pero uno estaba muy lejos,
a una profundidad que ningún pensamiento podía alcanzar; todo sentimiento
había quedado muy atrás. Uno caminaba, lúcidamente alerta con respecto a
todo cuanto sucedía alrededor, al oscurecimiento de la luna por masas de
nubes, a la campanilla de advertencia de la bicicleta, paro uno estaba muy
lejos; no uno, sino una grande, vasta profundidad. Esta profundidad
prosiguió más hacia lo hondo de sí misma, fuera del tiempo y más allá de
los límites del espacio. La memoria no podía seguirla; la memoria está
encadenada, pero esto no lo estaba. Esta era libertad total y completa,
sin raíces, sin dirección ninguna. Y muy en lo profundo y lejos de todo
pensamiento, había una energía explosiva que era puro éxtasis, palabra que
tiene un significado agradable que gratifica al pensamiento, pero el
pensamiento jamás podrá capturar ese éxtasis ni recorrer la distancia sin
espacio para perseguirlo. El pensamiento es una cosa estéril y nunca será
capaz de seguir o comunicarse con aquello que es intemporal. El atronador
autobús con sus luces enceguecedoras casi lo empujó a uno fuera de la
carretera a las danzantes aguas.
La
esencia del control es la represión. El puro ver termina con toda forma de
represión; el ver es infinitamente más sutil que el mero control. El
control es comparativamente fácil, no requiere mucha comprensión; la
conformidad a un patrón, la obediencia a la autoridad establecida, a la
tradición, el temor de no hacer lo correcto, la búsqueda del éxito, son
las cosas que dan origen a la represión de lo que es o a la sublimación de
lo que es. La comprensión se produce por si misma en el puro acto de ver
el hecho cualquiera que éste pueda ser, y en virtud de ello tiene lugar la
mutación.
25
El sol se
hallaba oculto por las nubes y las tierras llanas se extendían lejos en el
horizonte que se estaba tornando de color rojo y castaño dorado; había un
pequeño canal sobre el que pasaba la carretera entre los arrozales. Éstos
eran verdes y amarillo oro, esparcidos a ambos lados de la carretera, al
este y al oeste, en dirección al mar y al sol poniente. Hay algo
extraordinariamente conmovedor y bello en la vista de las palmeras,
negras contra el cielo en llamas, entre los campos de arroz; no es que la
escena fuera sentimental o romántica o propia de una tarjeta postal;
probablemente era todo esto, pero había una intensidad y una dignidad
arrebatadoras y un deleite que brotaba de la misma tierra y de las cosas
comunes junto a las que uno pasaba todos los días. El canal, una larga,
estrecha franja de agua, fuego derretido, corría de norte a sur entre los
arrozales, silencioso y solitario. No había mucho tráfico en el canal,
sólo unos lanchones toscamente construidos, con velas cuadradas o
triangulares, que transportaban leña o arena, y hombres de muy grave
aspecto sentados en compactos grupos. Las palmeras dominaban la ancha
tierra verde; eran de todas las formas y tamaños, independientes y libres
de cuidados, barridas por los vientos y quemadas por el sol. Los arrozales
tenían un maduro color amarillo oro y en medio de ellos había grandes
pájaros blancos; ahora estaban volando en dirección al sol con sus largas
patas extendidas hacia atrás y las alas batiendo perezosamente al aire.
Las carretas de bueyes que llevaban leña de casuarina a la ciudad pasaban
rechinantes formando una larga fila, los hombres caminaban y la carga era
pesada. No era ninguna de estas escenas comunes la que tornaba
encantadora la tarde; todas ellas formaban parte del atardecer que iba
muriendo, los ruidosos autobuses, las silenciosas bicicletas, el croar de
las ranas, el aroma de las últimas horas del día. Había una profunda y
dilatada pureza. Lo que era bello estaba ahora glorificado de esplendor;
todo se hallaba envuelto en ello; había éxtasis y júbilo no sólo
profundamente dentro de uno sino entre las palmeras y los arrozales. El
amor no es una cosa común, pero estaba ahí en la choza alumbrada por una
lámpara de aceite; estaba con esa mujer ya anciana que iba cargando algo
pesado sobre la cabeza; con ese niño desnudo que llevaba un pedazo de
madera atado a un trozo de cuerda y lo balanceaba, y la madera despedía
chispas que eran para él sus fuegos artificiales. Estaba en todas partes,
tan simple que uno podía encontrarlo bajo una hoja muerta o en aquel
jazmín junto a la vieja casa que se desmoronaba. Pero todo el mundo se
hallaba atareado, perdido en sus ocupaciones. Aquello estaba ahí llenando
el corazón, la mente y el cielo; permanecía en uno y ya nunca lo
abandonarla. Sólo hay que morir a todo, sin dejar raíces, sin una lágrima.
Entonces ello vendrá a nosotros si somos afortunados y hemos dejado para
siempre de correr tras de ello implorando, esperando, llorando.
Indiferentes hacia ello pero sin dolor, y habiendo dejado atrás y muy
lejos el pensamiento. Y ello estará ahí, como en esa polvorienta, oscura
carretera.
El
florecer de la meditación es bondad. No es una virtud para ser acumulada
pedacito a pedacito, lentamente, en el espacio del tiempo; no es la
moralidad que la sociedad considera respetable, ni es la sanción de la
autoridad. Es la belleza de la meditación la que da perfume a su
florecimiento. ¿Cómo puede haber alegría en la meditación si ella es una
artimaña del deseo y del dolor? ¿Cómo puede ella florecer si estamos
buscándola por medio del control, la represión y el sacrificio? ¿Cómo
puede florecer en las tinieblas del miedo o en la corruptora ambición o en
el olor del éxito? ¿Cómo puede florecer a la sombra de la esperanza y la
desesperación? Es preciso desprenderse de todo esto y dejarlo muy atrás
sin pesar, fácilmente, naturalmente. La meditación no es el esfuerzo de
erigir defensas para resistir y consumirse; no se ajusta a la sostenida
práctica de ningún sistema. Todos los sistemas terminan inevitablemente
por adaptar el pensamiento a un patrón, y la conformidad destruye el
florecer de la meditación. Esta florece tan sólo en libertad. Sin libertad
no hay conocimiento propio y sin el conocimiento de uno mismo no hay
meditación. El pensamiento es siempre mezquino v superficial por lejos
que pueda perderse en la búsqueda de conocimiento; el adquirir y
desarrollar conocimientos no es meditación. Esta florece únicamente cuando
hay libertad con respecto a lo conocido; en lo conocido, la meditación se
marchita muere.
26
Hay una
palmera que se yergue totalmente sola en medio de un arrozal: ya no es
joven, quedan sólo unas pocas palmas. Es muy alta y derecha; tiene la
cualidad de la rectitud sin la bulla y el alboroto de la respetabilidad.
Está ahí, y está sola. Nunca ha conocido otra cosa y seguirá de este modo
hasta que muera o sea destruida. Uno súbitamente se encontró con ella en
la curva de la carretera y quedó sobrecogido al verla entre los ricos
campos de arroz y el agua que fluía; el agua y los verdes campos
intercambiaban murmullos, como siempre lo han estado haciendo desde
remotos días, y estos suaves susurros nunca llegaban hasta la palmera;
ella se erguía solitaria con los altos cielos y las nubes
resplandecientes. Existía por si misma, completa y distante, y jamás
sería otra cosa que esto. El agua rutilaba bajo la luz del atardecer y la
palmera estaba hacia el oeste, en dirección opuesta a la carretera; más
allá se extendían otros arrozales. Antes de dar con ella uno tuvo que
pasar por el ruido, las calles sucias y polvorientas colmadas de niños,
cabras y ganado; los autobuses levantaban nubes de tierra que a nadie
parecían importarle, y los perros sarnosos poblaban la carretera. El
automóvil dio la vuelta y salió de la arteria principal que continuaba, y
pasó por muchas casas pequeñas, huertas y arrozales. Luego dobló a la
izquierda, atravesó algunos pórticos ostentosos y un poco más lejos, en
medio de un claro, había unos ciervos pastando. Deben haber sido unas dos
o tres docenas; algunos tenían grandes y pesadas astas y, entre los más
pequeños, los había que ya mostraban nítidamente lo que iban a ser; muchos
de ellos eran de un color blanco a manchas; estaban nerviosos, agitando
sus grandes orejas, pero continuaban pastando. Algunos cruzaron la roja
senda hacia campo abierto y varios otros estaban entre los arbustos a la
expectativa de lo que iba a suceder; el pequeño automóvil se había
detenido y pronto todos ellos pasaron al otro lado y se reunieron con los
demás. Era un límpido atardecer y estaban apareciendo las estrellas,
claras y brillantes; los árboles se recogían para la noche y había cesado
el parloteo impaciente de los pájaros. La luz del atardecer se reflejaba
en el agua.
En esa
luz vespertina, y mientras uno recorría el estrecho camino, la intensidad
del deleite fue creciendo sin que existiera una causa para ello. Había
comenzado mientras uno observaba a una pequeña araña saltarina que con
brincos asombrosamente rápidos atrapaba las moscas y las retenía
ferozmente; había comenzado durante la contemplación de una solitaria hoja
que se agitaba en tanto las otras hojas permanecían inmóviles; había
mientras uno se hallaba observando a la pequeña ardilla listada que
rezongaba por cualquier cosa meneando su larga cola hacia arriba y abajo.
El deleite no tenía causa; la alegría que es un resultado de algo, es en
todos los casos muy trivial y cambia con los cambios. Este extraño,
inesperado deleite crecía en su intensidad, y lo que es intenso nunca es
brutal; tiene la cualidad de someterse pero permanece siendo intenso. No
es la intensidad que tiene toda energía que se concentra; no es la
intensidad producida por el pensamiento que persigue una idea o que está
ocupado consigo mismo: no es un sentimiento exaltado, porque todo esto
tiene tras de sí motivos o propósitos. Esta intensidad no tenía causa, no
tenía un fin, ni era producida por medio de la concentración, la cual
realmente impide el despertar de la energía total. Ella crecía sin que
nada se hiciera al respecto; era como algo que está fuera de uno mismo,
sobre lo cual uno no tiene ningún control; uno nada tiene que ver en la
cuestión. En el mismo incremento de la intensidad había dulzura,
mansedumbre. Esta palabra está echada a perder; sugiere debilidad,
desaliño, irresolución, incertidumbre, un tímido aislamiento, cierto
temor, etc. Pero no es ninguna de estas cosas; es algo vital y poderoso,
sin defensas y, por eso mismo, intenso. Aunque uno lo desee no puede
cultivarlo; no pertenece a la categoría de «lo débil y lo fuerte». Aquello
era vulnerable, como lo es el amor. El deleite con su mansedumbre crecía
en intensidad. No había otra cosa sino eso. El ir y venir de la gente, el
manejo del automóvil, la charla, el ciervo y la palmera, las estrellas y
los arrozales estaban ahí, en toda su belleza y lozanía, pero todo eso se
encontraba dentro y fuera de esta intensidad. Una llama tiene forma, tiene
un contorno, pero dentro de la llama sólo existe la intensidad del calor
sin forma ni contorno.
27
Las
nubes, empujadas por un fuerte viento, se estaban amontonando hacia el
sudoeste; grandes nubes, magnificas, que se hinchaban como olas, plenas de
furia y espacio; eran de color blanco y gris oscuro, cargadas de lluvia,
cubriendo todo el cielo. Los viejos árboles se irritaban con ellas y con
el viento. Querían que se les dejara tranquilos, aun cuando necesitaran de
la lluvia; ésta los dejaría limpios otra vez lavando todo el polvo, y las
hojas volverían a resplandecer; pero ellos, al igual que las personas
viejas, no deseaban que se los molestara de este modo. En el jardín había
muchas flores, muchos colores, y cada flor danzaba, una cabriola, un
brinco, y todas las hojas estaban en movimiento; aun las minúsculas
briznas de hierba temblaban sobre el pequeño sector de césped. Dos mujeres
viejas, flacas, lo estaban escardando; viejas antes de tiempo, magras y
gastadas; en cuclillas sobre el césped charlaban arrancando las malezas
perezosamente; no estaban del todo ahí, estaban en alguna otra parte
llevadas por sus pensamientos, aunque siguieran escardando y charlando.
Parecían inteligentes, con sus ojos chispeantes, pero tal vez demasiados
hijos y la falta de una buena alimentación las había desgastado y
envejecido prematuramente. Uno se transformó en ellas, ellas eran uno
mismo y la hierba y las nubes; no se trataba de un puente verbal que uno
cruzara llevado por la piedad o por algún vago sentimiento poco familiar;
uno no pensaba en absoluto ni estaba agitado por sus emociones. Esas
mujeres eran uno mismo y uno era ellas; habían cesado la distancia y el
tiempo. Llegó un automóvil con un chófer y él penetró en ese mundo. Su
tímida sonrisa y su saludo eran los de uno, y uno se preguntaba a quién
estaba él sonriendo y saludando. El chófer sentía cierto embarazo, no
estaba muy habituado a este sentimiento de unidad. Las mujeres y el chófer
eran uno y uno era las mujeres y el chófer; la barrera que ellos habían
edificado desapareció y, tal como las nubes que pasaban, todo eso parecía
ser parte de un circulo que se iba ensanchando e incluyendo dentro de sí
muchas cosas, la sucia carretera, el espléndido cielo y los transeúntes.
Aquello nada tenía que ver con el pensamiento, el pensamiento es en todos
los casos algo muy sórdido; y tampoco el sentimiento estaba para nada
involucrado en ello. Era como una llama que ardía abrasándolo todo sin
dejar huellas ni cenizas; no era una experiencia con sus recuerdos, una
experiencia que pudiera repetirse. Ellos eran uno mismo y uno era ellos, y
eso murió con la mente.
Es
extraño el deseo de alardear ante los demás, de ser alguien. La envidia
es odio y la vanidad corrompe. Parece tan difícil e imposible ser
sencillo, ser lo que somos y no presumir. Ser lo que uno es resulta en sí
mismo muy arduo, ser lo que uno es sin tratar de llegar a ser esto o
aquello ‑lo cual no es demasiado difícil. Siempre puede uno aparentar,
ponerse una máscara, pero ser lo que se es constituye una cuestión muy
compleja; porque uno está siempre cambiando, nunca es el mismo y cada
instante revela una nueva faceta una nueva profundidad, una superficie
nueva. No es posible ser en un instante todo esto, porque cada instante
conlleva su propio cambio. De modo que si uno es siquiera un poco
inteligente, renuncia a ser esto o aquello. Cada uno de nosotros piensa
que es muy sensitivo, y un incidente cualquiera, un pensamiento fugaz,
demuestra que no lo es; piensa que es talentoso, instruido, artístico,
moral, pero al voltear la esquina se encuentra con que no es ninguna de
estas cosas sino profundamente ambicioso, envidioso, inepto, brutal e
impaciente. Alternativamente uno es todas estas cosas y desea algo que
tenga continuidad, permanencia ‑por supuesto, sólo aquello que sea
provechoso, agradable. Así es como corremos tras de ello, y todos nuestros
otros yoes claman por salirse con la suya, por lograr su propia
realización. De este modo, cada uno de nosotros se convierte en un campo
de batalla en el cual generalmente triunfa la ambición con todos sus
placeres y su infortunio, su envidia y su temor. A ello se añade la
palabra «amor» en aras de la respetabilidad y para mantener la integridad
de la familia; pero uno mismo está atrapado en los propios compromisos y
actividades, aislado, clamando por reconocimiento y fama: yo y mi país,
yo y mi partido, yo y mi dios consolador.
De modo
que ser lo que uno realmente es resulta un asunto muy difícil; si uno está
de algún modo despierto, conoce todas estas cosas y el dolor que siempre
las acompaña. Así es que uno se sumerge en su trabajo, en su creencia, en
sus fantásticos ideales y meditaciones. Para entonces uno ha envejecido y
está listo para la sepultura, si es que ya no está muerto internamente.
Desechar todas estas cosas con sus contradicciones y su creciente
sufrimiento, es la cosa más natural e inteligente que podamos hacer. Pero
antes de que uno llegue a ser nada, debe haber desenterrado todas
estas cosas ocultas exponiéndolas y, de ese modo, comprendiéndolas. Para
comprender estos impulsos secretos, estas compulsiones, es preciso estar
lúcidamente alerta a ellas, alerta sin opción alguna, igual que con la
muerte; entonces, en el puro acto de ver, estas cosas se marchitarán y uno
estará libre del dolor y será como la nada. Ser como la nada no es un
estado negativo; la misma negación de todo lo que uno ha sido, es la más
positiva de las acciones, no lo positivo de la reacción, que es inacción;
es dicha inacción la que da origen al dolor. Esta negación es libertad.
Esta acción positiva de negar, proporciona energía, y las meras ideas
disipan energía. La idea es tiempo, y el vivir en el tiempo es
desintegración, dolor.
28
Había un
gran claro en la densa arboleda de casuarinas al costado de la tranquila
carretera; al atardecer ésta se hallaba a oscuras, desierta, y el claro
era una invitación al cielo. Más allá de la carretera y rodeada por un
pequeño cerco, había una choza con techo formado por hojas de palma
entrelazadas; la choza se hallaba iluminada por una débil luz proveniente
de una mecha que ardía en un platillo con aceite, y dentro se encontraban
dos personas, un hombre y una mujer, tomando su comida de la tarde
sentados sobre el piso mientras charlaban y reían ocasionalmente. Dos
hombres venían atravesando los arrozales por un estrecho sendero que
dividía a los mismos y que estaba destinado a contener agua. Conversaban
volublemente y llevaban alguna carga sobre sus cabezas. Había un grupo de
aldeanos que algo estaban explicándose los unos a los otros entre risas
agudas y muchas gesticulaciones. Una mujer llevaba un becerro de unos
pocos días, seguida por la madre de éste, que suavemente infundía
confianza en su bebé. Una bandada de pájaros blancos con largas patas
volaba hacia el norte batiendo el aire lenta y rítmicamente con sus alas.
El sol se había puesto en un cielo claro al que un rayo de color grisáceo
atravesaba casi de horizonte a horizonte. Era un atardecer muy sereno y
las luces de la ciudad estaban lejos. Esta abertura entre la arboleda de
casuarinas contenta toda la tarde, y al pasar por ahí, uno era consciente
de la extraordinaria calma que reinaba; todas las luces y el resplandor
del día habían sido olvidados, así como el bullicio de los hombres yendo
y viniendo. Ahora, rodeado uno por oscuros árboles y una luz que se
desvanecía rápidamente, había quietud. No sólo quietud, sino que en esa
quietud había júbilo, el júbilo de una inmensa soledad; y mientras uno
pasaba por ello, advino «lo otro» siempre extraño, siempre desconocido;
advino cobijando a la mente y al corazón en su claridad y belleza. Todo
tiempo cesó, el instante siguiente no tuvo comienzo. En el vacío sólo hay
amor.
La
meditación no es un juego imaginativo. Toda clase de imagen, toda palabra,
todo símbolo tienen que cesar para que florezca la meditación. La mente
debe perder su esclavitud a las palabras y a las reacciones que éstas
conllevan. El pensamiento es tiempo, y el símbolo, por antiguo y
significativo que sea, debe dejar de aferrarse al pensamiento. Entonces el
pensamiento no tiene continuidad, existe sólo de instante en instante y
pierde así su obstinación mecánica; el pensamiento no moldea entonces a la
mente, no la encierra dentro de la estructura de las ideas y no la
condiciona a la cultura, a la sociedad en que vive. La libertad no lo es
con respecto a la sociedad sino con respecto a las ideas; entonces la
relación, la sociedad no condiciona a la mente. La totalidad de la
conciencia es residual y está cambiando, modificándose, adaptándose, y la
mutación sólo es posible cuando han llegado a su fin el tiempo y la idea.
Este fin no es una conclusión, una palabra que hay que destruir, una idea
que deba ser negada o aceptada. Es para ser comprendido mediante el
conocimiento de uno mismo; conocer no es aprender; conocer implica
reconocimiento y acumulación, que impiden el aprender. El aprender es de
instante en instante, porque el «yo», el «mí» está cambiando
permanentemente, nunca es constante. La acumulación, el conocimiento,
deforma y pone fin al aprender. El reunir conocimientos, por más que se
expandan sus fronteras, se vuelve algo mecánico, y una mente mecánica no
es una mente libre. El conocimiento de uno mismo libera a la mente de lo
conocido; vivir la vida entera dentro de la actividad de lo conocido
engendra interminable conflicto y desdicha. La meditación no es un logro
personal, una búsqueda personal de la realidad; se torna en eso cuando se
halla restringida por métodos y sistemas, con lo cual se engendran
engaños e ilusiones. La meditación saca a la mente de la existencia
estrecha, limitada, y la libera hacia una vida intemporal en eterna
expansión.
29
Sin
sensibilidad no puede haber afecto; la reacción personal no indica
sensibilidad; uno puede ser sensible con respecto a su familia, a su
realización, a su status y capacidad. Esta clase de sensibilidad es una
reacción limitada, estrecha, y es perjudicial. El buen gusto no es
sensibilidad, porque el buen gusto es personal, y la lúcida percepción de
la belleza es la libertad con respecto a las reacciones personales. Sin la
apreciación de la belleza y sin la percepción sensible de la misma, no hay
amor. Esta percepción sensible de la naturaleza, del río, del cielo, de la
gente, de la sucia calle, es afecto. La esencia del afecto es la
sensibilidad. Pero la mayoría de las personas tienen miedo de ser
sensibles; para ellas ser sensibles implica ser lastimadas, y por eso se
endurecen para protegerse del dolor. O escapan hacia toda forma de
entretenimiento, la iglesia, el templo, la chismografía, el cine y la
reforma social. Pero el ser sensible no es algo personal, y cuando lo es
conduce a la desdicha. Romper con estas reacciones personales e ir más
allá de ellas es amar, y el amor es tanto para el uno como para los
muchos; no está limitado a uno o a muchos. Para ser sensibles, es preciso
que todos nuestros sentidos estén totalmente despiertos, activos, y el
tener miedo de ser un esclavo de los sentidos es meramente eludir un hecho
natural. La lúcida percepción del hecho no conduce a la esclavitud; lo que
lo hace es el temor al hecho. El pensamiento pertenece a los sentidos, y
el pensamiento contribuye a la limitación; sin embargo, no tememos al
pensamiento. Por el contrario, éste es ennoblecido junto con la
respetabilidad y cultivado devotamente con la presunción. Ser
sensiblemente perceptivo con respecto al pensamiento, al sentimiento, al
mundo que a uno lo rodea, a la oficina y a la naturaleza, es estallar en
afecto de instante en instante Sin afecto, toda acción se torna pesada,
mecánica, y conduce a la decadencia.
Era una
mañana lluviosa y el cielo, oscuro y tumultuoso, estaba cargado de nubes;
la lluvia había comenzado muy temprano y uno podía oírla entre las hojas.
Y en el pequeño sector cubierto de césped había muchos pájaros, grandes y
pequeños, pájaros de color gris claro, pardos con ojos amarillos, grandes
cuervos negros y otros pajarillos más chicos que gorriones; estaban todos
escarbando, arrancando la hierba, parloteando inquietos, quejándose unos
y satisfechos otros. Lloviznaba y eso parecía no importarles, pero cuando
comenzó a llover con más intensidad volaron todos protestando
ruidosamente. Pero los arbustos y los voluminosos y viejos árboles se
regocijaban; sus grandes hojas eran lavadas del polvo de muchos días.
Gotas de agua colgaban suspendidas en los extremos de las hojas; una gota
caería al suelo y otra habría de formarse para caer; cada gota era la
lluvia, el río y el mar. Y cada gota brillaba, centelleaba; era más rica y
más hermosa que todos los diamantes; una gota se formaba, permanecía en su
belleza para luego desaparecer en la tierra sin dejar rastros. Era una
procesión interminable y desaparecía en el interior de la tierra. Era una
procesión infinita más allá del tiempo.
Ahora
llovía, y la tierra se llenaba para los calurosos días que habrían de
prolongarse por muchos meses. El sol estaba tras de las nubes y la tierra
descansaba del calor. La carretera era pésima, con gran cantidad de
profundos baches llenos de un agua pardusca; a veces el pequeño automóvil
los atravesaba, a veces los esquivaba, pero seguía adelante. Había flores
rosadas que trepaban por los árboles, a lo largo de las alambradas de
púas, creciendo salvajemente sobre los arbustos; y la lluvia caía entre
ellas tornando más suaves y dulces sus colores; estaban en todas partes y
no podían dejar de verse. La carretera proseguía pasando por una aldea
sucia, con sucias tiendas y sucios restaurantes, y al dar vuelta en una
curva había un arrozal encerrado entre palmeras. Éstas lo rodeaban casi
como adheridas a él para que los hombres no lo estropearan. El arrozal
seguía las líneas curvas de las palmeras y más allá había arboledas de
bananos cuyas grandes, brillantes hojas eran visibles entre las palmeras.
Ese arrozal estaba hechizado; era tan pasmosamente verde, tan rico y
maravilloso; era increíble, arrebataba la mente y el corazón. Uno lo
miraba y uno desaparecía para ya jamás volver a ser el mismo. Ese color
era Dios, era música, era el amor de la tierra; los cielos llegaban hasta
las palmeras y cubrían la tierra. Pero ese arrozal era la bendición de la
eternidad. Y la carretera proseguía hacia el mar; ese mar de color verde
claro, con enormes y agitadas olas rompiendo sobre una playa arenosa; eran
olas asesinas y encolerizadas, con la furia reprimida de muchas
tempestades; el mar parecía furiosamente tranquilo y las olas mostraban el
peligro. No se veían botes, esos endebles catamaranes tan toscamente
unidos por un trozo de cuerda; todos los pescadores estaban en las oscuras
chozas, cubiertas con hojas de palma, que se levantaban sobre la arena
muy cerca del agua. Y las nubes venían rodando arrastradas por los vientos
que uno no podía sentir. Y nuevamente volvería a escucharse la grata risa
de la lluvia.
Para la
persona que se llama religiosa, ser sensible significa pecar, un mal
reservado para lo carnal, lo mundano; para más personas religiosas lo
bello es tentación que debe ser resistida, una distracción maligna que es
preciso rechazar. Pero las buenas obras no son un sustituto del amor, y
sin amor toda actividad, noble o innoble, conduce al sufrimiento. La
esencia del afecto es la sensibilidad, y sin ésta todo culto o adoración
son un escape de la realidad. Para el monje, para el sanyasi los sentidos
son la vía del dolor, salvo el pensamiento que debe dedicarse al dios para
el cual se está condicionado. Pero el pensamiento pertenece a los
sentidos. El pensamiento es lo que da origen al tiempo psicológico, y es
el pensamiento el que torna pecaminosa a la sensibilidad. La virtud
consiste en ir más allá del pensamiento, y esa virtud es sensibilidad en
su más alto grado, la cual es amor. Donde hay amor no hay pecado; quien
ama puede hacer lo que quiera, y entonces no hay lugar para el dolor.
30
Una
región sin un río es una región desolada. Éste es un río pequeño ‑si es
que puede llamársele río‑ pero tiene un puente bastante grande hecho de
piedra y ladrillos;
no es muy ancho y los autobuses y automóviles tienen que desplazarse muy
lentamente; siempre hay gente a pie y están las inevitables bicicletas.
Pretende ser un río, y durante las lluvias luce como un río pleno y
profundo, pero ahora las lluvias casi se han terminado y parece una
amplia extensión de agua con una gran isla y muchos arbustos en medio de
ella. Va hacia el mar, directamente al este, muy animado y alegre. Pero
ahora existe una ancha faja arenosa que aguarda la próxima estación de las
lluvias. Había ganado que estaba vadeando el río hacia la isla y unos
cuantos pescadores que trataban de atrapar algún pez; los peces eran
siempre pequeños, del tamaño aproximado a un dedo grande, y olían
horriblemente cuando eran puestos en venta bajo los árboles. Y esa tarde,
en las tranquilas aguas había una gran garza, totalmente inmóvil y
silenciosa. Era el único pájaro que había en el río; en los atardeceres
solían cruzarlo volando cuervos y otras aves, pero en ese atardecer no se
veía sino esta garza solitaria. Resultaba imposible dejar de verla; tan
blanca era, tan inmóvil estaba bajo el cielo iluminado del atardecer. El
sol amarillo y el mar verde pálido se hallaban algo distantes y allí
donde la tierra se les unía, tres grandes palmeras se enfrentaban al río y
al mar. El sol del atardecer estaba sobre ellas y más lejos el mar
inquieto, peligroso y agradablemente azul. Visto desde el puente, el cielo
parecía tan vasto, tan cercano, tan puro; el aeropuerto estaba lejos.
Pero en ese atardecer, la garza solitaria y esas tres palmeras eran toda
la tierra, el tiempo pasado y el presente y la vida que no tenía pasado.
La meditación se tornó en un florecer sin raíces y, por tanto, en un
morir. La negación es un movimiento maravilloso de la vida, y lo positivo
es sólo una reacción a la vida, una resistencia. Con resistencia no hay
muerte sino sólo temor; el temor engendra más temor y degeneración. La
muerte es el florecer de lo nuevo; la meditación es el morir de lo
conocido.
Es
extraño que uno nunca pueda decir, «yo no sé». Para decirlo y sentirlo
realmente, tiene que haber humildad. Pero uno nunca acepta el hecho de no
saber; es la vanidad la que nutre la mente de conocimientos. La vanidad es
una enfermedad extraña, siempre llena de esperanzas y siempre
desalentada. Pero admitir que uno no sabe es detener el proceso mecánico
del conocimiento. Hay diversas maneras de decir «no sé»: la pretensión
con todos sus sutiles y secretos recursos para impresionar, para ganar
importancia, etc.; el «no sé» que en realidad está haciendo tiempo para
encontrar; y el «no sé» que no implica una búsqueda para saber. El primer
estado nunca aprende, sólo acumula y así no aprende, y el último es
siempre un estado de aprender sin acumular jamás. Para aprender tiene que
haber libertad, y entonces la mente puede permanecer joven y en estado de
inocencia; la acumulación hace que la mente decaiga, envejezca y se
marchite. La inocencia no es falta de experiencia sino libertad con
respecto a la experiencia; esta libertad significa morir a cada
experiencia y no dejar que ésta arraigue en el fertilizado terreno del
cerebro. La vida no existe sin la experiencia pero no hay vida cuando el
terreno está repleto de raíces. La humildad no es una consciente
purificación de lo conocido; ésa es la vanidad de la realización; la
humildad es ese completo no saber qué es morir. El miedo a la muerte lo es
sólo con respecto a lo conocido, no a lo desconocido. No hay miedo a lo
desconocido; lo que tememos es sólo el cambio, el cese de lo conocido.
Pero el
hábito de la palabra, el contenido emocional de la palabra, las
implicaciones ocultas en la palabra, impiden liberarse de la palabra. Sin
esa libertad uno es el esclavo de las palabras, de las conclusiones, de
las ideas. Si uno vive de palabras, como tantos lo hacen, el hambre
interior es insaciable; es un eterno arar sin sembrar jamás. Entonces uno
vive en un mundo de irrealidades, un mundo ficticio de dolor que no tiene
sentido alguno. Una creencia es una palabra, es una conclusión del
pensamiento hecha de palabras, y esto es lo que corrompe y deteriora la
belleza de la mente. Destruir la palabra es demoler la estructura interna
de seguridad, la cual no tiene realidad alguna. Permanecer inseguro no
implica desprenderse violentamente de la seguridad, lo cual conduce a
diversos tipos de enfermedades; esa inseguridad que surge del
florecimiento de la seguridad y de su comprensión, es humildad y es
inocencia, cuya fuerza el arrogante jamás podrá conocer.
Diciembre 1, 1961
La
carretera estaba fangosa, con surcos profundos y colmada de gente; se
hallaba fuera de la ciudad y lentamente estaban construyendo un suburbio,
pero ahora se encontraba increíblemente sucia, llena de hoyos, perros,
cabras, ganado errabundo, bicicletas, automóviles y más gente. Había
almacenes que vendían botellas con bebidas coloreadas, tiendas que tenían
a la venta telas, comida, leña para el fuego, un taller donde arreglaban
bicicletas, y más comida, más cabras y más gente. El campo proseguía a
ambos lados de la carretera, con arrozales, palmeras y grandes charcos de
agua. Detrás de las palmeras, el sol entre las nubes estallaba de color y
vastas sombras; los charcos ardían, y cada árbol, cada arbusto estaban
atónitos ante la inmensidad del cielo. Las cabras mordisqueaban las
raíces, las mujeres lavaban ropa junto a un grifo, los niños proseguían
con sus juegos; en todas partes había actividad y nadie se molestaba en
mirar el cielo o esas nubes repletas de color; era un atardecer que pronto
desaparecería para no aparecer nunca más, y a nadie parecía importarle. Lo
verdaderamente importante era lo inmediato, lo inmediato que puede
extenderse en el futuro más allá de donde alcanza la vista. Para ellos la
visión de largo alcance es la visión inmediata.
El
autobús avanzaba embistiendo, sin ceder jamás una pulgada, seguro de sí
mismo; todos le abrían paso pero el pesado búfalo lo obligó a detenerse;
estaba justo en medio de la carretera, moviéndose con su paso lento, sin
prestar en ningún momento atención a la bocina, y la bocina terminó por
exasperarse. En el fondo cada uno es un político interesado en lo
inmediato y tratando de forzar la vida dentro de lo inmediato. Después, a
la vuelta de la esquina, quizás esté aguardando el dolor, pero éste podrá
evitarse: están la píldora, la bebida, el templo y el conjunto de las
necesidades primordiales. Uno podría terminar con todo eso si creyera
ardientemente en algo, o se sumergiera en el trabajo o se comprometiera
con algún patrón de pensamiento. Pero ha probado todas esas cosas y la
mente quedó tan árida como el corazón; entonces uno cruzó al otro lado del
camino y se perdió en lo inmediato.
El cielo
estaba ahora cubierto de densas nubes y sólo se veía un retazo de color
donde había estado el sol. La carretera continuaba, pasando por palmeras,
casuarinas, arrozales, chozas, y seguía y seguía y súbitamente, inesperado
como siempre, «lo otro» advino con esa pureza y fuerza que ningún
pensamiento, que ninguna locura podrían jamás formular. Y ello estaba ahí
y el corazón parecía estallar de éxtasis en la vacía inmensidad de los
cielos. El cerebro estaba completamente silencioso, inmóvil, pero
sensible, alerta. No podía seguir el movimiento en el vacío; él era del
tiempo, pero el tiempo había cesado y el cerebro no podía experimentar; la
experiencia es reconocimiento y lo que el cerebro reconocería sería
tiempo. Por lo tanto, estaba inmóvil, simplemente quieto, sin pedir, sin
buscar. Y esta totalidad de amor o como quiera uno llamarlo ‑la palabra
no es la cosa‑ lo penetró todo y se perdió. Todo tenía su espacio, su
lugar, pero esto no tenía ninguno; en consecuencia, no podía ser hallado;
haga uno lo que haga, no lo hallará. No se encuentra en el mercado ni en
templo alguno; todo ha de destruirse, no ha de quedar una piedra sin ser
volteada, ni un cimiento en su lugar, pero aun así, en este vacío no debe
haber una sola lágrima; y entonces, tal vez, lo incognoscible podría pasar
cerca. Ello estaba ahí, y estaba la belleza.
Todo
deliberado patrón de cambio es no‑cambio; ese cambio tiene un motivo, un
propósito, una dirección y, por tanto, es meramente una continuidad
modificada de lo que ha sido. Semejante cambio es inútil; es como
cambiarle los vestidos a una muñeca, la cual permanece invariable,
mecánica, carente de vida, frágil, destinada a romperse y a ser desechada
como un desperdicio. El fin inevitable de ese cambio es la muerte; la
revolución social, económica, es muerte dentro del patrón del cambio. No
es revolución en absoluto, es una continuidad modificada de lo que ha
sido. La mutación, la revolución total ocurre sólo cuando el cambio, el
patrón de tiempo, es visto como falso y entones, al abandonárselo por
completo, tiene lugar la mutación.
2
El mar
estaba encrespado con olas atronadoras cuyo sonido llegaba desde lejos;
cerca había una aldea edificada en torno de una profunda y gran laguna ‑se
le llama aljibe‑ y un templo derruido El agua del aljibe era de un color
verde pálido y había escalones que descendían en su interior desde todos
lados. La aldea se hallaba descuidada, sucia, y apenas si había algún
camino; alrededor de este aljibe había casas y a un costado estaba el
antiguo templo en ruinas y además había uno comparativamente nuevo, con
muros veteados de rojo; las casas estaban desmoronándose, pero existía en
relación con la aldea un sentimiento familiar, amistoso. Cerca del sendero
que llevaba hacia el mar, había un grupo de mujeres regateando con voces
chillonas acerca de un pescado; parecían muy excitadas por todo; era su
entretenimiento vespertino ya que también reían. Y estaba la basura del
camino que se amontonaba en un rincón, y los perros sarnosos de la aldea
que hurgaban con sus hocicos en ese montón de desperdicios; junto al mismo
había un almacén donde vendían bebidas y cosas para comer, a cuya puerta
una pobre mujer andrajosa y con una criatura pedía limosna. El cruel mar
estaba muy cerca, atronador, y los deliciosos arrozales verdes se
extendían más allá de la aldea, apacibles, llenos de promesas en la luz
del atardecer. A través del mar venían, sin prisa, masas de nubes
iluminadas por el sol, y en todas partes había actividad, pero nadie
levantaba los ojos para mirar el cielo. El pez muerto, el bullicioso
grupo, las verdes aguas en esa profunda laguna, los muros veteados del
templo, todo parecía contener al sol poniente. Si uno sigue por ese camino
hasta el otro lado del canal, cerca del arrozal y los bosquecillos de
casuarinas, cada transeúnte que uno conoce se muestra amistoso, se detiene
y le habla a uno, le dice que debería venir a vivir con ellos, que ellos
lo atenderían bien. El cielo se está oscureciendo y el verde de los
arrozales ha desaparecido; las estrellas lucen muy brillantes.
Paseando
por ese camino en plena oscuridad, con la luz de la ciudad reflejada en
las nubes, esa fuerza inquebrantable llegó con tanta plenitud y tal
claridad que literalmente le quitó a uno el aliento. Esa fuerza era toda
la vida. No era la fuerza de una voluntad cuidadosamente elaborada, ni la
fuerza de muchas defensas y resistencias; no era la fuerza del coraje ni
la de los celos y la muerte. No tenía cualidad, ninguna descripción podría
contenerla y, sin embargo, estaba ahí como aquellos oscuros cerros
distantes y esos árboles junto al camino. Era demasiado inmensa para que
pudiera tener su origen en el pensamiento o para que éste pudiera
especular sobre ella. Era una fuerza que no tenía causa y, por tanto, nada
podía añadírsele ni quitársele. No podía ser conocida; carecía de forma,
de figura y era inaccesible. Conocer implica reconocimiento, pero ella es
siempre nueva, es algo que no puede medirse en el tiempo. Había estado
allí todo el día, inciertamente, sin insistir, como un susurro, pero ahora
estaba ahí con tanta urgencia y una plenitud tal que nada había sino eso.
Las palabras se han deteriorado tornándose vulgares; la palabra amor está
en el mercado, pero esa palabra tenía un significado por completo
diferente mientras uno paseaba por ese camino desierto. Llegó junto con
esa impenetrable fuerza; ambos eran inseparables, como el color es
inseparable de un pétalo. Consumían totalmente el cerebro, el corazón y la
mente, y nada quedaba sino eso. No obstante, los autobuses pasaban
rechinando, los aldeanos charlaban ruidosamente, y las Pléyades estaban
sobre el horizonte. Ello continuó, tanto caminando solo como yendo
acompañado de otros, y prosiguió durante la noche hasta que la mañana vino
entre las palmeras. Pero está ahí, como un susurro entre las hojas.
Qué cosa
tan extraordinaria es la meditación. Si existe cualquier clase de
compulsión, de esfuerzo para que el pensamiento se ajuste o imite,
entonces la meditación se vuelve una pesada carga. El silencio que se
desea deja de ser esclarecedor; si la meditación es la persecución de
visiones y experiencias, conduce a la ilusión y a la autohipnosis. Sólo en
el florecer del pensamiento y, por tanto, en el cese del pensamiento,
tiene significado la meditación; el pensamiento únicamente puede florecer
en libertad, no en los patrones de conocimiento que siempre están
ensanchándose. El conocimiento puede brindar experiencias más nuevas con
sensaciones mayores, pero una mente que está buscando experiencias de
cualquier clase, es una mente inmadura. La madurez implica libertad de
toda experiencia; ser maduro es no estar más influido por el ser o el
no‑ser. La madurez en la meditación es la liberación de la mente con
respecto al conocimiento que moldea y controla toda experiencia. Una
mente que es luz para sí misma no necesita experiencias. La meditación es
un viajar por el mundo del conocimiento y, habiéndose liberado de él, un
penetrar en lo desconocido.
3
En ese
agradable camino hay una choza iluminada por una lámpara de aceite, y
dentro de ella estaban riñendo; con una voz de tono alto, chillón, la
mujer gritaba algo acerca de dinero, que no había quedado bastante para
comprar arroz; él, en un tono bajo, acobardado, estaba mascullando algo.
Uno podía oír la voz de ella desde muy lejos y sólo el atestado autobús la
ahogaba. Las palmeras permanecían silenciosas y aun las plumosas copas de
las casuarinas habían detenido su suave movimiento. No había luna y
estaba oscuro, el sol se había puesto tiempo atrás entre masas de nubes.
Pasaron autobuses y automóviles en gran cantidad, porque toda la gente
había ido a ver un antiguo templo cerca del mar, y otra vez la carretera
quedó tranquila, aislada y muy lejos de todo. Los pocos aldeanos que
transitaban lo hacían conversando en voz baja, cansados de la labor del
día. Llegaba esa extraña inmensidad y ya estaba ahí con increíble dulzura
y afecto; como una tierna, nueva hoja en primavera, tan fácil de
destruir, estaba ahí totalmente vulnerable y, por ello, eternamente
indestructible. Todo pensamiento y sentimiento desaparecieron, y cesó el
reconocimiento.
Es
extraño lo importante que se ha vuelto el dinero, tanto para quien lo da
como para quien lo recibe, para el hombre que tiene poder y para el pobre.
Ellos hablan eternamente de dinero o evitan hablar de dinero porque eso es
de mal gusto, pero son conscientes del dinero. Dinero para hacer buenas
obras, dinero para el partido, dinero para el templo, y dinero para
comprar arroz. Si uno tiene dinero es un desdichado, y si no lo tiene
también lo es. Ellos le dicen a uno cuánto vale esa persona cuando hablan
de su posición, de los títulos que ha logrado, de su talento, de su
capacidad, de lo mucho que está haciendo. Siempre la envidia del rico y la
envidia del pobre, la competencia en la ostentación, en el conocimiento,
en las ropas y la brillantez de la conversación. Todos tratan de
impresionar a alguien, cuanto más grande la multitud, mejor. Pero el
dinero es más importante que ninguna otra cosa excepto el poder. Ambos
constituyen una maravillosa combinación; el santo tiene poder aunque no
tenga dinero; él tiene influencia sobre el pobre y el rico. El político
utilizará al país, al santo, a los dioses que hay, para llegar a la
cúspide y hablarle a uno del absurdo de la ambición y de la crueldad del
poder. Para el dinero y el poder no hay fin; cuanto más se tiene más se
desea y eso nunca termina. Pero tras de todo lo que es dinero y poder
está el dolor, que no puede descartarse; uno podrá ponerlo a un lado,
podrá tratar de olvidarlo, pero siempre estará ahí; uno no puede alejarlo
mediante argumentaciones, siempre está ahí, una profunda herida que jamás
parece curarse.
Nadie
quiere verse libre del dolor, es demasiado complejo para que se le
comprenda; todo está explicado en los libros, y los libros, las palabras,
las conclusiones se vuelven sumamente importantes, pero el dolor sigue
estando ahí oculto bajo las ideas. Y el escape adquiere significación; el
escape es la esencia de la superficialidad, aunque pueda variar en
hondura. Pero el dolor no puede ser trampeado fácilmente. Es preciso
llegar al mismo corazón del dolor para acabar con él; uno tiene que
ahondar muy profundamente dentro de si mismo sin dejar de poner al
descubierto un solo rincón. Tiene que ver cada doblez, cada vuelta del
astuto pensamiento, cada sentimiento en relación con todas las cosas, cada
movimiento de cada reacción, y tiene que hacerlo sin limitaciones, sin
preferencias. Es como seguir el curso de un río hasta su origen; el río lo
llevará a uno hasta allí. Es preciso seguir cada hebra, cada indicio hasta
llegar al corazón mismo del dolor. Sólo hay que observar, ver, escuchar;
todo está ahí, claro y a la vista. Uno tiene que emprender el viaje, no a
la luna, no a los dioses, sino al interior de si mismo. Uno puede dar un
rápido paso hacia la propia interioridad y, así, rápidamente acabar con el
dolor; o bien puede prolongar el viaje con desidia, con pereza y sin
pasión. Es indispensable tener pasión para terminar con el dolor, y la
pasión no se compra con el escape. Está ahí cuando uno deja de escapar.
4
Bajo los
árboles había mucha quietud; una gran cantidad de pájaros cantaban, se
llamaban los unos a los otros, parloteaban, perpetuamente inquietos. Las
ramas eran enormes, bellamente formadas, pulidas, lisas, sobrecogía
verlas; tenían una línea, una gracia tal que impresionaban profundamente,
y uno se maravillaba de las cosas de la tierra. La tierra no tenía nada
más bello que el árbol, y cuando éste muriera seguirla siendo bello, con
cada rama desnuda abierta al cielo, blanqueada por el sol y con pájaros
reposando sobre su desnudez. Habría refugio para los búhos, ahí en ese
profundo hueco, y los brillantes y chillones papagayos harían su nido
bien alto en la cavidad de aquella rama; vendrían los pájaros carpinteros
con los rojos penachos de plumas asomando rectos de sus cabezas, para
hacer unas cuantas perforaciones; por supuesto, llegarían esas ardillas
listadas corriendo alrededor de las ramas, quejándose permanentemente de
algo y siempre curiosas; justo en la rama más alta habría un águila blanca
y roja inspeccionando la tierra con solitaria dignidad. Habría muchas
hormigas, rojas y negras, subiendo veloces por el árbol y otras corriendo
hacia abajo, y sus picaduras serian muy dolorosas. Pero ahora el árbol
estaba vivo, era maravilloso y daba abundante sombra, y el sol abrasador
no lo alcanzaba a uno; era posible sentarse ahí por una hora y ver y
escucharlo todo, lo vivo y lo muerto, lo externo y lo interno. Uno no
puede ver y atender a lo externo, sin transitar por lo interno. En
realidad lo externo es lo interno y lo interno es lo externo, y es
difícil, casi imposible, separarlos. Al mirar este magnifico árbol uno se
pregunta quién está observando a quien, y pronto ya no hay observador en
absoluto. Todo está intensamente vivo; sólo hay vida y el observador está
tan muerto como aquella hoja. No existe una línea divisoria entre el
árbol, los pájaros, ese hombre sentado a la sombra y la ‘tierra tan plena,
tan abundante. Allí hay virtud sin pensamiento y, por lo tanto, hay orden.
El orden no es permanente; está ahí sólo de instante en instante, y esa
inmensidad llega con el sol poniente, tan casual, tan espontánea, tan
bienvenida. Los pájaros han callado porque está oscureciendo y todo se
aquieta poco a poco aprestándose para la noche. El cerebro, esa cosa tan
sensible, tan viva, tan maravillosa, está totalmente silencioso, tan sólo
observando, escuchando sin un momento de reacción, sin registrar, sin
experimentar, sólo viendo y escuchando. Con esa inmensidad hay amor y
destrucción, y esa destrucción es una fuerza inaccesible. Todo esto son
palabras, como aquel árbol muerto, un símbolo de lo que fue y ya no es.
Eso se ha ido, se ha alejado de la palabra; la palabra está muerta y nunca
podrá aprehender esa vertiginosa y arrebatadora cualidad de la nada. Sólo
en ese vacío inmenso existe el amor con su inocencia. ¿Cómo puede el
cerebro percibir ese amor, el cerebro que es tan activo, que está tan
atestado, tan cargado de conocimiento, de experiencia? Todo debe ser
negado para que ello sea.
El
hábito, por conveniente que pueda ser, destruye la sensibilidad; el
hábito proporciona el sentimiento de seguridad, y ¿cómo puede haber un
estado de alerta, cómo puede haber sensibilidad cuando se cultiva el
hábito? No es que la inseguridad produzca una percepción alerta y
sensible. Qué rápidamente se convierte todo en hábito, tanto el dolor como
el placer, y entonces sobreviene el aburrimiento y esa cosa tan peculiar
llamada ocio. Después del hábito que ha estado funcionando durante
cuarenta años, uno tiene ocio, o tiene ocio al terminar el día. El hábito
tuvo su oportunidad y ahora le toca el turno al ocio, el cual a su vez se
convierte en un hábito. Sin sensibilidad no hay afecto ni existe esa
integridad que no es la reacción estimulada por una existencia
contradictoria. La maquinaria del hábito es el pensamiento que siempre
está buscando seguridad, algún estado confortable desde el cual nunca será
perturbado. Es esta búsqueda de lo permanente la que niega la
sensibilidad. Ser sensible no lastima jamás, son sólo aquellas cosas en
las cuales uno ha encontrado refugio las que causan dolor. Ser totalmente
sensible es estar totalmente vivo, y eso es amor. Pero el pensamiento es
muy astuto; él evadirá al perseguidor, que es siempre otro pensamiento;
el pensamiento no puede perseguir a otro pensamiento. Sólo el florecer del
pensamiento puede ser visto, escuchado; y lo que florece en libertad llega
a su fin, muere sin dejar una huella.
5
Este
cuclillo cuyo reclamo se había estado escuchando desde el amanecer, era
más chico que un cuervo, más gris; tenia una larga cola y brillantes ojos
rojizos; se hallaba posado sobre una pequeña palmera, semioculto, llamando
con tonos claros y delicados; se divisaban su cola y cabeza, y más allá,
en un arbolillo estaba su compañera. Ésta era más pequeña, más tímida, se
hallaba más oculta; luego el macho voló hacia donde estaba la hembra, y
ésta salió hasta el extremo de una rama descubierta; permanecieron ahí
mientras el macho continuaba con su reclamo y pronto levantaron vuelo y
desaparecieron. El cielo estaba nublado y una suave brisa jugueteaba
entre las hojas; las pesadas palmas se hallaban inmóviles, ya les tocaría
el turno al fin del día, hacia el anochecer, de iniciar su lenta danza;
pero ahora permanecían quietas, aletargadas e indiferentes. Debe haber
llovido durante la noche, el suelo estaba húmedo y la arena quebradiza;
reinaba la paz en el jardín porque el día no había comenzado aún; los
grandes y espesos árboles se hallaban somnolientos, mientras que los más
pequeños habían despertado todos, y dos ardillas se perseguían la una a la
otra juguetonamente saliendo y penetrando entre las ramas. Las nubes del
temprano amanecer cedían el paso a las nubes del día y las casuarinas
comenzaban a mecerse.
Cada acto
de la meditación jamás es igual, hay un hálito nuevo, un nuevo estallido;
no existe un molde que deba quebrarse, porque no hay construcción de
otro, de un nuevo hábito que encubra al viejo. Todos los hábitos, aunque
hayan sido adquiridos recientemente, son viejos; se han formado a partir
de lo viejo, pero la meditación no consiste en quebrar el viejo molde para
construir uno nuevo. La meditación era el estallido de lo nuevo, era
nueva, no se hallaba en el campo de lo viejo; nunca había penetrado en ese
terreno; era nueva y jamás había conocido lo viejo; era explosiva en sí
misma; no hacía pedazos alguna cosa sino que ella era la destrucción
misma. Destruía y, por tanto, era nueva y había creación.
En la
meditación no existe un juguete que lo absorba a uno o al cual uno pueda
absorber. Ella es la destrucción de todos los juguetes, las visiones, las
ideas, las experiencias que contribuyen a elaborar lo que se llama
meditación. Uno debe echar los cimientos para la verdadera meditación, de
otro modo estará atrapado en diversas clases de ilusiones. La meditación
es la negación más pura, una negación que no es el resultado de reacción
alguna. Negar y permanecer negando en la negación, es una acción sin
motivo, y eso es amor.
6
Era un
pájaro de color gris jaspeado, casi tan grande como un cuervo; no era ni
pizca de tímido y uno podía observarlo el tiempo que quisiera; estaba
comiendo bayas que colgaban en gruesos racimos de color verde plateado y
las seleccionaba muy cuidadosamente. Pronto otros dos pájaros, casi del
mismo tamaño que el de color gris jaspeado, vinieron a posarse sobre
otros racimos; eran los cuclillos de ayer; esta vez no había dulces
reclamos, todos estaban muy atareados comiendo. Estos cuclillos son por
lo general pájaros muy asustadizos, pero no parecía importarles que alguno
estuviera tan cerca de ellos observándolos, sólo a unos pocos metros de
distancia. Después llegó la ardilla listada para unirse al grupo, pero
los tres pájaros escaparon volando y la ardilla se dedicó a comer con
voracidad, pero cuando vino un cuervo graznando esto fue demasiado para
ella y huyó velozmente. El cuervo no comió ninguna baya, pero
probablemente le disgustaba que otros se divirtieran viéndolo. Era una
mañana fresca y el sol asomaba lentamente tras de los tupidos árboles;
había largas sombras y el suave rocío permanecía año sobre los pastos; en
la pequeña laguna había dos lirios azules con el corazón de oro; era un
color dorado claro y el azul era el azul de los cielos en primavera; las
hojas eran redondas, muy verdes, y una ranita se hallaba sentada sobre una
de ellas, inmóvil, mirando fijamente. Los dos lirios constituían la
delicia de todo el jardín, pero los grandes árboles los despreciaban sin
darles sombra; eran delicados, tiernos y estaban quietos en su laguna.
Cuando uno los miraba, llegada a su fin toda reacción, se desvanecían los
pensamientos y sentimientos y sólo los lirios quedaban en su belleza y
quietud; eran intensos como toda cosa viviente, excepto el hombre que está
perpetuamente ocupado consigo mismo. Mientras uno los contemplaba el mundo
había cambiado, no hacia un orden social mejor con menos tiranía y más
libertad o con la pobreza eliminada, sino que no existía el pesar ni el
dolor, ni el ir y venir de la ansiedad, ni el afán que surge del tedio; el
mundo había cambiado porque esos dos lirios estaban ahí, azules y con los
corazones del color del oro. Ese era el milagro de la belleza.
El camino
nos era ahora familiar a todos: el aldeano, la larga fila de carretas de
bueyes, unas quince o veinte, con el hombre caminando al lado de cada una
de ellas, con los perros, las cabras y los maduros arrozales; y en ese
atardecer el camino se abría en una sonrisa y los cielos estaban muy
cercanos. Oscurecía y el camino brillaba con la luz del cielo, la noche se
aproximaba. La meditación no proviene del esfuerzo; todo esfuerzo
contradice, resiste; el esfuerzo y la opción siempre engendran conflicto,
y entonces la meditación se vuelve un escape del hecho, de lo que es. Pero
en ese camino, la meditación se rendía a «lo otro», silenciando por
completo al ya aquietado cerebro; el cerebro era meramente un pasaje para
aquello que es inmensurable; como un río profundo entre dos empinadas
orillas, esta cosa extraña, desconocida que es «lo otro» se movía sin
dirección, sin tiempo.
7
Por la
ventana uno podía ver una joven palmera y un árbol lleno de grandes flores
con pétalos rosados entre las verdes hojas. Las palmas ondeaban en todas
direcciones pesada y desmañadamente, mientras que las flores permanecían
inmóviles. Más lejos estaba el mar y uno podía oírlo toda la noche,
profundo y penetrante; nunca variaba su opresivo sonido que se mantenía
vibrando en el aire; en él había amenaza, desasosiego y una fuerza brutal.
Con el alba, el bramido del mar disminuyó y otros sonidos tomaron
posesión: los pájaros, los automóviles y el tambor. La meditación era el
fuego que quemaba todo tiempo y distancia, toda realización y experiencia.
Sólo existía el vasto, infinito vacío, pero en él había movimiento,
creación. El pensamiento no puede ser creativo; puede producir cosas en
el lienzo, o mediante palabras, o en la piedra o con un maravilloso
cohete; el pensamiento, por refinado o sutil que pueda ser, está dentro de
los límites del tiempo; él sólo puede abarcar el espacio; no puede ir más
allá de si mismo. El pensamiento no puede purificarse a sí mismo, no
puede perseguirse; sólo puede florecer ‑si no se bloquea a sí mismo‑ y
morir. Todo sentimiento es sensación y la experiencia pertenece a la
sensación; el sentimiento y el pensamiento erigen las barreras del
tiempo.
9
El mar
podía oírse desde una gran distancia, atronando ola tras ola,
interminablemente; éstas no eran olas innocuas; eran peligrosas, violentas
y despiadadas. El mar parecía en calma, soñador, paciente, pero las olas
eran enormes, altas, temibles. Se llevaban a los hombres, los ahogaban, y
la corriente era muy fuerte. Las olas jamás eran suaves, sus altas curvas
eran magnificas, espléndidas para verlas a distancia, pero en ellas había
fuerza bruta y crueldad. Los catamaranes, tan endebles, conducidos por
hombres delgados y morenos, atravesaban esas olas, indiferentes, sin
cuidarse, sin albergar jamás un pensamiento de temor; irían lejos en
dirección al horizonte y probablemente regresarían tarde en el día con su
nutrida pesca. Esa tarde las olas se mostraban particularmente furiosas,
arrogantes en su impaciencia, y su estallido sobre la playa era
ensordecedor; la playa se extendía de norte a sur con una arena
perfectamente limpia, amarillenta, quemada por el sol. Y el sol tampoco
era benigno; siempre ardiente, abrasador; sólo en la madrugada, justo
cuando asomaba surgiendo del mar o al ponerse entre masas de nubes, era
templado, agradable. El furioso mar y el sol abrasador torturaban la
tierra y la gente era muy pobre, flaca, siempre hambrienta; la presencia
de la miseria era permanente y morir resultaba muy fácil, más fácil que
nacer, lo cual engendraba indiferencia y deterioro. Los acomodados
también eran indiferentes, insensibles, excepto para hacer dinero o para
construir un puente o en la búsqueda de poder; para esta dase de cosas
eran muy hábiles en obtener más y más ‑más conocimientos, más capacidad‑
pero siempre perdiendo y con la muerte siempre ahí. La muerte es tan
definitiva, no puede ser engañada, no hay argumentos, por sutiles y
astutos que puedan ser, capaces de detenerla; está siempre ahí. Uno no
puede construir murallas contra la muerte, pero si puede hacerlo contra
la vida; a la vida puede engañársela, uno puede escapar de ella, acudir al
templo, creer en salvadores, ir a la luna; uno puede hacer cualquier cosa
con la vida, pero ahí están el dolor y la muerte. Uno puede esconderse del
dolor pero no de la muerte. Aun a esa distancia podía oírse el tronar de
las olas y las palmeras se destacaban contra el cielo rojizo del
atardecer. Los charcos y la acequia fulguraban con el sol poniente.
Nos
impulsan toda clase de motivos, cada acción tiene tras de si un motivo, y
así es como carecemos de amor. No amamos aquello que hacernos. Creemos que
no es posible actuar, vivir sin un motivo y de ese modo convertimos
nuestra existencia en una cosa insulsa y trivial. Utilizamos la función
para adquirir status; la función es tan sólo un medio para alguna otra
cosa. No existe el amor por la cosa misma, y entonces todo se vuelve falso
y la relación es algo terrible. El apego es sólo un recurso para ocultar
nuestra propia superficialidad, nuestra soledad estéril, nuestra
insuficiencia; la envidia no engendra más que odio. El amor carece de
motivos, y es porque no hay amor que se introducen subrepticiamente toda
clase de motivos en nuestros actos. Vivir sin motivos no es difícil; ello
requiere integridad, no conformidad a las ideas, a las creencias. Tener
integridad es tener percepción autocrítica, estar sensiblemente alerta,
alerta a lo que uno es de instante en instante.
10
Era una
luna muy joven que parecía colgar suspendida entre las palmeras; ayer no
estaba ahí; puede que haya permanecido oculta tras de las nubes,
tímidamente esquiva, porque era sólo una cinta, una delicada y curva línea
de oro, y ahí entre las palmeras oscuras y solemnes, resultaba un milagro
de encanto. Las nubes se congregaban para ocultarla, pero estaba ahí
visible, tierna y muy cercana. Las palmeras se erguían silenciosas,
austeras, ásperas, y los arrozales se estaban tornando amarillentos con
la vejez. El atardecer estaba lleno de voces entre las hojas y unas millas
más lejos atronaba el mar. Los aldeanos no se daban cuenta de la belleza
del atardecer; estaban habituados a ella; lo aceptaban todo, la pobreza,
el hambre, el polvo, la escualidez y las nubes que se iban acumulando. Uno
termina por acostumbrarse a todo, al dolor y a la felicidad; si la gente
no se acostumbrara a las cosas, seria más desdichada aún, más inquieta.
Resulta mejor ser insensible, embotarse que dar paso a más disgustos; es
más fácil así, ir muriendo lentamente. Uno puede encontrar razones
económicas y sociales para todo esto, pero persiste el hecho, tanto con el
pobre como con el acomodado, de que es más simple acostumbrarse a las
cosas, ir a la oficina, a la fábrica, por los siguientes treinta años, con
el aburrimiento y la futilidad de todo ello; pero uno tiene que vivir,
uno tiene responsabilidades y, por lo tanto, es más seguro habituarse a
todo. Nos habituamos al amor, al miedo y a la muerte. En hábito se
convierten la bondad y la virtud, y aun los escapes y los dioses. Una
mente manejada por los hábitos es una mente lerda, superficial.
11
El
amanecer tardaba en llegar; aun brillaban las estrellas y los árboles
permanecían recogidos en si mismos; no se escuchaba el llamado de ningún
pájaro, ni siquiera los pequeños búhos que parlotearon durante la noche de
árbol en árbol. Todo se hallaba extrañamente callado, excepto el bramido
del mar. Se sentía el perfume de muchas flores, el olor a hojas
pudriéndose y a tierra mojada; el aire estaba muy quieto y los olores
penetraban en todas partes. La tierra aguardaba el amanecer y la llegada
del día; había expectativa, paciencia y una extraña quietud. La meditación
proseguía en esa quietud, y esa quietud era amor; no el amor a algo o a
alguien, la imagen y el símbolo, la palabra y el cuadro. Era simplemente
amor, sin sensaciones, sin sentimientos. Era algo que existía
completamente por si mismo, desnudo, intenso, sin raíz y sin designio. El
sonido de aquel pájaro a lo lejos era ese amor, y era la dirección de
donde provenía el sonido, y la distancia; estaba ahí sin tiempo, sin
palabras. No era una emoción, ésta se marchita y es cruel; el símbolo, la
palabra pueden sustituirse, pero no la cosa. Al estar desnudo era
totalmente vulnerable y, por ello, indestructible. Tenía esa inaccesible
fuerza de «lo otro», lo incognoscible que llegaba a través de los árboles
y desde más allá del mar. La meditación era el sonido de aquel pájaro que
llamaba desde ese vacío, y era el bramido del mar atronando contra la
playa. El amor sólo puede existir en el vacío total. El grisáceo amanecer
ya estaba ahí, lejos en el horizonte, y los oscuros árboles se veían más
oscuros aún, más intensos. En la meditación no existe la repetición, una
continuidad del hábito; hay muerte de todo lo conocido y un florecer de lo
desconocido. Se desvanecían las estrellas y las nubes despertaban con la
llegada del sol.
La
experiencia destruye la claridad y la comprensión. La experiencia es
sensación, una respuesta a diversas clases de estímulos, y cada
experiencia refuerza los muros que nos encierran, por mucho que esa
experiencia pueda ampliarse y expandirse. El conocimiento acumulado es
mecánico, lo son todos los procesos aditivos; éstos resultan necesarios
para la existencia mecánica, pero el conocimiento está atado al tiempo. El
anhelo de experiencias es interminable, como lo es toda sensación. La
crueldad de la ambición es lo que promueve la experiencia, con la
sensación de poder y el endurecimiento de la capacidad. La experiencia no
puede producir humildad, que es la esencia de la virtud. Sólo en la
humildad existe el aprender y el aprender no es la adquisición de
conocimientos.
Un cuervo
inauguró la mañana y todos los pájaros en el jardín se le unieron, y de
pronto todo estaba despierto y la brisa soplaba entre las hojas y todo era
esplendor.
13
Había de
horizonte a horizonte ‑norte a sur‑ una larga extensión de negras nubes
cargadas con lluvia, y las rompientes eran blancas; al norte llovía a
cántaros y la lluvia venía lentamente hacia el sur; desde el puente sobre
el río se veía una larga línea blanca de olas contra el horizonte negro.
Autobuses, bicicletas, automóviles y pies desnudos avanzaban por el puente
mientras la lluvia venía acercándose con furia. El río estaba desierto,
como generalmente lo está con ese tiempo, ni siquiera se hallaba en él
aquella hermosa garza, y las aguas eran tan oscuras como el cielo. A
través del puente pasaba una parte de la gran ciudad atestada, ruidosa,
sucia, presumida, próspera, y a poca distancia hacia la izquierda se
hallaban las chozas de barro, los edificios arruinados, los pequeños y
sucios almacenes, una pequeña fábrica y un camino atestado en el que una
vaca estaba echada justo en el medio y los autobuses y automóviles debían
rodearla para avanzar. Hacia el oeste había franjas de color rojo vivo,
pero éstas también iban siendo cubiertas por la lluvia próxima. Más allá
de la estación de policía, al otro lado de un estrecho puente, está el
camino que atraviesa los arrozales hacia el sur, tejos de la ciudad sucia
y ruidosa. Entonces comenzó a llover, un cortante y espeso aguacero que
en un segundo formó charcos en el camino y había agua corriente donde
antes el suelo estaba reseco; era una lluvia furiosa, explosiva, que
lavaba, limpiaba, purificaba la tierra. Los aldeanos estallan empapados
hasta la piel pero eso no parecía importarles; proseguían con sus risas y
sus charlas, metiendo sus pies desnudos en los charcos. La pequeña choza
con la lámpara de aceite hacia agua, los autobuses pasaban rugiendo,
salpicando a todo el mundo, y las bicicletas con sus débiles faros
avanzaban en la densa lluvia haciendo sonar sus campanillas.
Todo era
lavado hasta quedar limpio, el pasado y el presente, no había tiempo, no
había futuro. Cada paso que uno daba era intemporal, y el pensamiento, una
cosa del tiempo, se detuvo; no podía avanzar ni retroceder, no existía. Y
cada gota de esa furiosa lluvia era el río, el mar y las nieves
perpetuas. Había un vacío completo, total, y ese vacío era creación, amor
y muerte no separados.
Era
preciso vigilar cada paso, los autobuses casi lo tocaban a uno al pasar.
15
Era un
hermoso atardecer; unas cuantas nubes se habían congregado en torno del
sol poniente; había también algunas nubes errantes ardiendo en color y la
luna nueva estaba atrapada entre ellas. El bramido del mar llegaba entre
las casuarinas y las palmeras, que suavizaban su furia. Las altas, rectas
palmeras se destacaban negras contra el cielo de un rosa intenso y
resplandeciente, y una bandada de blancas aves acuáticas se dirigía al
norte, grupo tras grupo, con sus delgadas patas tendidas hacia atrás y
batiendo lentamente las alas. Y una larga fila de chirriantes carretas de
bueyes avanzaban en dirección a la ciudad, cargadas con leña de
casuarinas. El camino estuvo atestado por un rato y quedó casi desierto a
medida que uno avanzaba e iba oscureciendo. Justo en el momento de ponerse
el sol, quietamente adviene sobre la tierra una extraña sensación de paz,
de dulzura, de purificación. No se trata de una reacción; está ahí en la
ciudad con todos sus ruidos, con la escualidez, el bullicio y el circular
de la gente; está ahí en ese pequeño retazo de tierra descuidada; está ahí
donde se encuentra ese árbol con una coloreada cometa presa entre las
ramas; está en esa desierta calle, al otro lado del templo, está en todas
partes, uno sólo tiene que vaciarse del día. Y en ese atardecer, a lo
largo del camino, ahí estaba, invitándolo a uno dulcemente a alejarse de
todo y de todos, y a medida que oscurecía ello se tornó más bello e
intenso. Las estrellas brillaban entre las palmeras y Orión estaba entre
ellas asomando desde el mar, y las Pléyades se encontraban fuera de su
alcance con las tres cuartas partes del trayecto ya recorridas. Los
aldeanos se acercaban para conocernos y querían conversar con nosotros,
vendernos algún terreno para que así viviéramos entre ellos. A medida que
avanzaba el anochecer, «lo otro» descendió con su explosiva
bienaventuranza y el cerebro estaba tan inmóvil como esos árboles en los
que no temblaba una sola hoja. Todo se tornó más intenso, cada color, cada
forma, y en esa pálida luz lunar los charcos que había al costado del
camino eran las aguas de la vida. Hay que desprenderse de todo, todo debe
ser borrado, no hay que admitir nada, pero el cerebro debe estar
totalmente quieto, sensible para observar, para ver. Como una inundación
que cubre la tierra seca y abrasada, aquello llegó pleno de encanto y
claridad; llegó para quedarse.
17
Fue mucho
antes del amanecer que el agudo grito de un pájaro despertó a la noche por
un instante, y la luz de ese grito se desvaneció. Los árboles permanecían
inmóviles, oscuros, fundiéndose en el aire; era una noche suave y serena,
infinitamente viva, despierta; había en ella movimiento, una conmoción
profunda que acompañaba al silencio total. Aun la aldea cercana, con sus
innumerables perros que siempre estaban ladrando, ahora se hallaba
silenciosa. Era una calma extraña, terriblemente poderosa,
destructivamente viva. Tan viva y tan quieta que uno sentía temor de
moverse; fue así que el cuerpo quedó congelado en su inmovilidad, y el
cerebro, que había despertado con aquel agudo grito del pájaro, terminó
por aquietarse también con su sensibilidad intensificada. Era una noche
brillante de estrellas en un cielo sin nubes; parecían tan cercanas, y la
Cruz del Sur se encontraba justo encima de los árboles, rutilante en el
aire cálido. Todo estaba muy quieto. La meditación jamás está en el
tiempo; el tiempo no puede producir la mutación; puede producir cambios
que, a su vez, necesitan ser cambiados, como todas las reformas; la
meditación que brota del tiempo, ata siempre, en una meditación así no hay
libertad, y sin libertad nunca cesan la opción y el conflicto.
18
Muy alto
en las montañas, entre los áridos peñascos sin un solo árbol ni arbusto,
había una pequeña corriente brotando de la sólida, inaccesible roca;
apenas si era una corriente, más bien un gotear. A medida que descendía
formaba una cascada, sólo un murmullo, y bajaba, bajaba hacia el valle; y
ahí ya proclamaba su fuerza, el largo camino que recorrería a través de
ciudades, bosques y espacios abiertos. Estaba destinada a convertirse en
un río irresistible que barrería sus márgenes purificándose a si mismo a
medida que avanzara, estallando sobre las rocas, fluyendo a lejanos
lugares, fluyendo perpetuamente hacia el mar.
Lo que importaba no era llegar hasta el mar, sino ser un río, un río
ancho, profundo, rico y espléndido; un río que entraría en el mar para
desaparecer en las vastas, insondables aguas; pero el mar se hallaba muy
lejos, a muchos miles de millas, y de aquí a entonces estaban la vida, la
belleza y el júbilo incesante; nada podía detener eso, ni aun las
fábricas o las represas. Era realmente un río maravilloso, ancho,
profundo, con tantas ciudades en sus márgenes, tan despreocupadamente
libre y sin abandonarse jamás. Toda la vida estaba en sus orillas: verdes
campos, florestas, casas solitarias, muerte, amor y destrucción; lo
cruzaban largos y anchos puentes de graciosas formas y muy transitados.
Otras corrientes y ríos se le unían, pero él era el río madre de todos los
ríos, de los pequeños y los grandes. Siempre estaba lleno, siempre
purificándose a si mismo, y en un atardecer era una bendición
contemplarlo, con el color cada vez más profundo de las nubes y con sus
doradas aguas. Pero el pequeño gotear tan lejano, en medio de aquellas
gigantescas rocas que parecían concentrarse para producirlo, era el
principio de la vida, y el final estaba más allá de sus orillas y más allá
de los mares.
La
meditación era como ese río, sólo que no tenía comienzo ni fin; comenzaba
y su fin era su comienzo. No había causa, y su movimiento era su
renovación. Ella era siempre nueva, nunca se acumulaba para envejecer;
jamás quedaba contaminada porque no tenía raíces en el tiempo. Es bueno
meditar, no forzarlo, no hacer ningún esfuerzo, comenzar gota a gota e ir
más allá del tiempo y del espacio, donde el pensamiento y el sentimiento
no pueden penetrar, donde no existe la experiencia.
19
Era una
hermosa mañana, bastante fresca, y el alba estaba lejos aún; los pocos
árboles y arbustos que crecían alrededor de la casa parecían haberse
convertido durante la noche en un bosque con muchas serpientes escondidas
y animales salvajes, y la luz de la luna con sus miles de sombras ahondaba
la impresión; eran árboles grandes, sobrepasaban en altura a la casa, y
todos se hallaban silenciosos aguardando el alba. Y súbitamente, a través
de los árboles y desde más allá, llegó un canto, un canto religioso de
devoción; la voz era rica, el cantor ponía en ella su corazón, y el canto
viajaba lejos en la noche de luna. Mientras uno lo escuchaba iba
cabalgando sobre la onda del sonido y era parte de él e iba más allá de
él, más allá del pensamiento y el sentimiento. Luego se agregó otro
sonido de un instrumento, muy tenue pero claro.
26
El río es
ancho y espléndido aquí; es profundo y tranquilo como un lago, sin una
sola onda. Hay unos pocos botes, la mayoría de pescadores, y una
embarcación grande con una vela rasgada, que lleva arena a la ciudad que
está más allá del puente. Lo realmente hermoso es la extensión de agua
que se prolonga hacia el este y la margen del otro lado; el río parecía
un enorme lago, pleno de inenarrable belleza y de espacio como para
equipararse al cielo; es ésta una región llana, el cielo colma la tierra y
el horizonte está más allá de los arboles, muy lejos. Los árboles se
encuentran en la otra orilla pasando los trigales recién sembrados;
primero se extienden los verdes campos y más allá están los árboles, y en
medio de ellos hay aldeas. El río crece mucho durante las lluvias y trae
consigo más rico sedimento; cuando el río baja se siembra el trigo de
invierno; éste es de un verde maravilloso, rico y pleno, y la larga, ancha
orilla, es una alfombra de verdor fascinante. Desde este lado del río los
árboles se ven como una impenetrable floresta, pero hay aldeas que se
cobijan entre ellos. Sin embargo, hay un árbol enorme, con sus raíces al
descubierto, que es la gloria de la ribera; debajo de él se levanta un
pequeño templo blanco, pero sus dioses son como el agua que pasa al lado
mientras el árbol permanece; éste tiene un tupido follaje con hojas de
largos tallos y los pájaros cruzan el río. Tiene la presencia de la
belleza, la dignidad de lo que está solo. Pero aquellas aldeas se hallan
atestadas, son pequeñas, mugrientas, y los seres humanos ensucian la
tierra que los rodea. Desde este lado, las blancas paredes de las aldeas
entre los árboles se ven nuevas, tienen gracia y una gran belleza. La
belleza no es algo hecho por el hombre; las cosas del hambre despiertan
sentimientos, sensaciones, pero nada tienen que ver con la belleza. La
belleza jamás puede ser un producto, no está en algo que se haya
construido ni se encuentra en los museos. Uno tiene que ir más allá de
todo esto, del gusto personal y la preferencia, tiene que purificarse de
toda emoción, porque el amor es belleza.
A medida
que fluye hacia el este,
el curso del río se curva majestuosamente pasando por aldeas, ciudades y
bosques profundos; pero aquí, bajo la ciudad y el puente, el río y su
ribera opuesta es la esencia de todos los ríos y de todas las riberas.
Cada río tiene su propio canto, su propio deleite y sus travesuras, pero
aquí, en su silencio mismo contiene la tierra y los cielos. Es éste un río
sagrado, como todos los ríos lo son; no obstante, en esta parte del largo,
sinuoso río hay una dulzura, una delicadeza de inmensa profundidad, y hay
destrucción. Al contemplarlo ahora uno quedaba hechizado por su madurez y
tranquilidad. Y perdía todo sentido de la tierra y el cielo. En ese quieto
silencio advino «lo otro» y la meditación perdió su significado. Aquello
era como una ola que viniera desde muy lejos, acumulando impulso a medida
que avanzaba, estallando sobre la playa, barriéndolo todo ante sí. Sólo
que no había tiempo ni distancia; estaba ahí con impenetrable fuerza, con
destructiva vitalidad y, por tanto, ahí estaba la esencia de la belleza,
que es amor. No hay imaginación que pueda suscitar todo esto, ningún hondo
y recóndito motivo podrá jamás proyectar esta inmensidad. Todo pensamiento
y sentimiento, todo deseo y compulsión estaban por completo ausentes. Esto
no era una experiencia; la experiencia implica reconocimiento, un centro
que se acumula, memoria y continuidad. No era una experiencia; sólo los
inmaduros anhelan experiencias y, por eso, quedan atrapados en la
ilusión. Esto era simplemente un suceso, un evento, un hecho, como una
puesta de sol, como la muerte y el sinuoso río. La memoria no podía
atraparlo en su red para retenerlo y, en consecuencia, destruirlo. Ello no
podía ser contenido por el tiempo y el recuerdo, ni perseguido por el
pensamiento. Era un relámpago en el que todo tiempo, toda eternidad se
consumía sin dejar cenizas, recuerdos. La meditación es el completo y
total vaciado de la mente, no con el fin de recibir, de ganar, de llegar,
sino un total desnudarse sin motivo alguno; es, en verdad, un vaciar la
mente de lo conocido, tanto la consciente como la inconsciente, vaciarla
de toda experiencia, pensamiento y sentimiento. La negación es la misma
esencia de la libertad; la aserción y la búsqueda positiva implican
esclavitud.
30
Dos
cuervos peleaban malignamente enojados el uno con el otro; había furia en
sus voces, ambos se hallaban en el suelo pero uno llevaba ventaja sobre el
otro pues le estaba clavando su duro y negro pico. Fue inútil gritarles
desde la ventana, y uno de ellos ya estaba a punto de ser matado. Un
cuervo que pasaba interrumpió su vuelo y descendió súbitamente llamando,
graznando con más estridencia que los que peleaban en el suelo; aterrizó
junto a ambos batiendo contra ellos sus negras y lustrosas alas. En un
segundo llegaron media docena de cuervos más, todos graznando
furiosamente, y varios de ellos separaron con sus picos y alas a los dos
que intentaban matarse. Ellos podían matar a otros pájaros, otras cosas,
pero no debía haber asesinatos entre los de su propia clase; y ése había
de ser el fin de la cuestión para todos. Los dos aún querían pelear pero
los otros los disuadieron y pronto todos volaron y hubo quietud en el
pequeño espacio abierto entre los árboles junto al río.
Era ya
avanzada la tarde y el sol se hallaba tras de los árboles; el frío
realmente riguroso había desaparecido y todos los pájaros estuvieron
cantando el día entero, llamándose mutuamente y produciendo todos esos
gratos sonidos que les son característicos. Los papagayos volaban
enloquecidos aprestándose para la noche; era un poco temprano aún pero ya
llegaban; el gran tamarindo podía albergar a una buena cantidad de ellos;
tenían casi el color de las hojas, pero el verde de sus plumas era más
intenso, más vivo; si uno observaba cuidadosamente podía apreciar la
diferencia, y también distinguir los brillantes picos curvos que usaban
para sujetarse y trepar; se veían más bien torpes entre las ramas,
trasladándose de una a otra, pero en su movimiento eran la luz de los
cielos; sus voces sonaban ásperas y agudas y su vuelo nunca era recto,
pero su color era la primavera de la tierra.
Más
temprano en la mañana, sobre una rama de ese árbol, dos pequeños búhos
estuvieron asoleándose de cara al sol naciente; se hallaban tan inmóviles
que era imposible advertirlos ‑eran del color de la rama, gris moteado‑ a
menos que por casualidad uno los viera salir de su hueco en el tamarindo.
El frío había sido muy agudo, cosa de lo más insólita, y esa mañana dos
papamoscas de color verde‑oro cayeron muertos por congelación; eran un
macho y una hembra, debían haber formado una pareja; murieron en el mismo
instante y aún estaban suaves al tacto. Eran realmente de color verde‑oro
con largos picos curvos; eran tan delicados, estaban tan
extraordinariamente vivos todavía. El color es algo muy extraño; el color
es dios, y el de esos dos pájaros era la gloria de la luz; el color
permanecería aunque el mecanismo de la vida hubiera tocado a su fin. El
color era más perdurable que el corazón: estaba más allá del tiempo y del
dolor.
Pero el
pensamiento jamás podrá resolver la agonía del dolor. Uno podrá razonar y
razonar pero el dolor seguirá estando ahí después del largo y complicado
viaje del pensamiento. El pensamiento nunca podrá resolver los problemas
humanos; el pensamiento es mecánico y el dolor no lo es. El dolor es tan
extraño como el amor, pero el dolor mantiene fuera al amor. Uno podrá
disipar completamente al dolor, pero no es posible invitar al amor. El
dolor es autocompasión con todas sus ansiedades, temores, culpas, pero
todo esto no puede ser borrado por el pensamiento. El pensamiento engendra
al pensador y entre ambos procrean al dolor. El fin del dolor llega cuando
uno se libera de lo conocido.
31
Había
muchos botes de pescadores a medida que el sol avanzaba profundamente
hacia el oeste, y el río despertó de pronto entre risas y conversaciones
ruidosas; había veintitrés de esos botes y cada uno contenta dos o tres
hombres. El río es ancho aquí y esos pocos botes parecían haber tomado
posesión de las aguas; los hombres echaban carreras gritando, llamándose
unos a otros con voces excitadas, como de niños que jugaran; eran gente
muy pobre, con sucios andrajos, pero en esos momentos no tenían
preocupaciones y sus ruidosas charlas y risas llenaban el aire. El río
centelleaba y la suave brisa trazaba diseños sobre el agua. Los cuervos
comenzaban ahora a volar de regreso a través del río hacia sus árboles
habituales; las golondrinas volaban a baja altura, casi tocando el agua.
Enero
1, 1962
Una
sinuosa corriente de agua se abre paso hacia el ancho río, viene a través
de una parte de la ciudad sucia de todo cuanto uno pueda imaginarse, y
llega al río casi exhausta; cerca de donde se encuentra con éste hay un
puente destartalado que la cruza, hecho con cañas de bambú, trozos de
cuerda y paja; cuando está casi por derrumbarse, colocan un largo palo en
el blando lecho del arroyo y más paja y barro, y lo atan con una cuerda no
muy gruesa llena de nudos. Toda la cosa es una verdadera ruina; alguna
vez debe haber sido un puente bastante derecho, pero ahora sus depresiones
casi tocan el perezoso arroyo, y cuando uno lo cruza oye el barro y la
paja hundiéndose en el agua. Pero de algún modo debe ser bastante fuerte;
es un puente estrecho; resulta algo difícil evitar rozarse con otra
persona que venga en sentido contrario. Lo recorren bicicletas cargadas
con tarros de leche, sin la menor preocupación por si mismas o por otros;
está siempre ocupado por aldeanos que van a la ciudad con sus productos y
vuelven de noche a sus aldeas, fatigados, llevando una cosa u otra,
tenazas, cometas, un pedazo de madera, una losa y objetos que no pueden
obtener en sus propias aldeas. Visten harapos, están sucios, enfermos, y
tienen una paciencia infinita caminando, con los pies desnudos, millas y
millas interminables; les falta la energía para rebelarse, para echar del
país a todos los políticos, pero si lo hicieran, pronto ellos mismos
querrían convertirse en políticos, explotadores astutos, inventando
medios para sostenerse en el poder, ese mal que destruye a los hombres.
Estábamos
cruzando ese puente junto con un enorme búfalo, algunas bicicletas y los
aldeanos que habitualmente lo utilizaban; estaba a punto de derrumbarse,
pero de algún modo todos logramos cruzarlo y al pesado y fastidioso animal
no parecía importarle nada. Al remontar la ribera siguiendo un muy
gastado sendero de arena y después de pasar por una aldea con un antiguo
aljibe, uno llegaba a terreno abierto y llano con mangos y tamarindos y
campos de trigo invernal; es una llanura que se extiende milla tras milla
hasta que, muy lejos, se encuentra con las colinas y las montañas eternas.
El sendero es antiquísimo, tiene muchos miles de años, hay templos en
ruinas y lo han transitado incontables peregrinos.
Cuando el sendero dobla, uno alcanza a ver en la lejanía el río entre los
árboles.
Era un
bello atardecer, fresco, silencioso, y el cielo era inmenso, ningún
árbol, ninguna tierra podía contenerlo; era como si no hubiera horizonte,
como si los árboles y la interminable llanura se fundieran en la expansión
del cielo. Éste era pálido, de un delicado azul, y la puesta del sol había
dejado una bruma de oro donde debería haber estado el horizonte. Los
pájaros llamaban desde sus refugios en los árboles, se escuchaba el
balido de una cabra y, muy a lo lejos, silbaba un tren; algunas personas
de la aldea, todas mujeres, se hallaban agrupadas en torno de un fuego y,
extrañamente, también ellas habían callado. La mostaza estaba en flor, un
amarillo que se esparcía por los campos y, a través de éstos, desde una
aldea, una columna de humo se elevaba recta en el aire. El silencio era
extrañamente penetrante; pasaba a través de uno e iba mucho más allá de
uno; no tenía movimiento, ni una sola onda; uno caminaba en él, lo sentía,
lo respiraba, era parte de ese silencio. Uno no lo había producido
mediante las acostumbradas tretas del cerebro; estaba ahí, y uno mismo era
parte de él, no lo estaba experimentando; no había pensamiento que pudiera
experimentar, que pudiera recordar, acumular. Uno no se hallaba separado
de él para observar, para analizar. Sólo eso estaba ahí y nada más. El
tiempo, el tiempo cronológico, estaba avanzando y, por el reloj, este
milagro de silencio duró cerca de media hora, pero no existía la duración,
no había tiempo. De nuevo estaba uno caminando en él, y pasó por el
antiguo aljibe, por la aldea, cruzó el estrecho puente y penetró en el
paraje oscuro. El silencio estaba ahí, y acompañándolo estaba «lo otro»
con su irresistible y sobrecogedora bienvenida. El amor no es una palabra
ni un sentimiento; ahí estaba con su impenetrable fuerza y con la
delicadeza de una tierna hoja que tan fácilmente se destruye. Las Pléyades
estaban bien en lo alto y Orión sobre las copas de los árboles; la
estrella más brillante descansaba en las aguas del río.
2
Los
muchachos de la aldea estaban remontando cometas a lo largo de la orilla
del río; daban verdaderos alaridos, reían, se perseguían unos a otros y
vadeaban el río para recuperar los cometas caídos; su excitación era
contagiosa, porque las personas mayores que se hallaban en una parte más
alta de la ribera los observaban gritándoles, alentándolos. Parecía ser el
entretenimiento vespertino de toda la aldea; aun los famélicos perros
sarnosos acompañaban con sus ladridos; todo el mundo tomaba parte en la
excitación. Todos estaban medio muertos de hambre, no había un solo gordo
entre ellos, ni siquiera entre los viejos; los más ancianos eran los más
flacos; incluso los niños eran muy delgados pero parecían tener energía en
abundancia. Todos vestían harapos rotos y sucios, remendados con
diferentes telas de muchos colores, pero eran alegres, aun los más viejos
y achacosos; parecían no ser conscientes de su propia miseria, de su
debilidad física, ya que muchos de ellos llevaban pesados fardos; tenían
una paciencia asombrosa, y debían tenerla porque la muerte estaba ahí,
muy cerca, y con ella la agonía de la vida; todo estaba ahí al mismo
tiempo: muerte, nacimiento, sexo, pobreza, inanición, excitaciones,
lágrimas. Bajo algunos árboles en la parte más alta de la ribera, no lejos
de un antiguo templo en ruinas, ellos tenían un lugar para sepultar a sus
muertos;
había multitud de pequeñas criaturas que habrían de conocer el hambre, el
olor de los cuerpos sin lavar y el olor de la muerte. Pero el río estaba
ahí todo el tiempo, a veces amenazando a la aldea, pero ahora se hallaba
tranquilo, plácido, y las golondrinas lo sobrevolaban a tan baja altura
que casi rozaban el agua que tenía el color de un suave fuego. El río lo
era todo, ellos se bañaban ocasionalmente, lavaban sus ropas y sus flacos
cuerpos, y lo adoraban y le ponían flores ‑cuando lograban obtenerlas‑
para demostrarle su respeto; en él pescaban y junto a él morían. El río
era en absoluto indiferente a su alegría y a su dolor; era tan profundo,
había en él tanta gravedad, tanto poder; estaba terriblemente vivo y era
muy peligroso. Pero ahora estaba quieto, sin una sola onda que perturbara
la superficie, y sobre ésta cada golondrina proyectaba una sombra; no
volaban muy lejos, sólo cerca de algunos metros; se elevaban un poco,
volvían a bajar y otra vez volaban unos metros o algo así, hasta que
llegaba la oscuridad. Había pequeñas aves acuáticas que volaban
velozmente moviendo sus colas hacia arriba y abajo; las había algunas más
grandes, casi del color de la tierra húmeda, pardo grisáceo; elevándose y
descendiendo recorrían la orilla del agua. Pero el prodigio de todo ello
era el cielo sin horizonte, tan vasto, tan infinito. La luz de la tarde
que moría era suave y apacible; no proyectaba sombra alguna y cada
arbusto, árbol y pájaro estaban solos. El río que centelleaba durante el
día, era ahora la luz del cielo; estaba hechizado, soñaba perdido en la
belleza y amor de esta luz en la que todas las cosas cesan de existir, el
corazón con su llanto y el cerebro con su astucia; desaparecieron el
placer y el dolor y sólo dejaron luz, luz transparente, suave,
acariciante. Había sólo luz; el pensamiento y el sentimiento no
participaban en ello, jamás podrían dar luz; no estaban ahí, solamente
estaba esta luz mando el sol se ocultó tras los muros de la ciudad y en el
cielo no quedaba una nube. No es posible ver esta luz a menos que uno
conozca el movimiento intemporal de la meditación; este movimiento existe
cuando cesa el proceso del pensar. El pensamiento o el sentimiento no
conducen al amor.
Había
mucha oscuridad y quietud, no se movía una hoja; todas las estrellas que
podían caber en el río estaban ahí y rebosaban en el cielo. El cerebro se
hallaba completamente inmóvil pero muy activo y alerta, observando sin el
observador, sin un centro desde el cual pudiera observar; tampoco había
sensación alguna. «Lo otro» estaba ahí, profundamente dentro, a una
profundidad inaccesible; ello era acción, acción que barría con todo sin
dejar una huella de lo que ha sido o de lo que es. No había espacio en el
cual pudiera existir un límite, ni había tiempo para que el pensamiento
pudiera formarse en él.
3
Hay algo
curiosamente agradable en recorrer caminando solo un sendero metido
profundamente en el campo, un sendero que ha sido utilizado por los
peregrinos durante varios miles de años; a lo largo de él hay árboles muy
añosos, mangos y tamarindos, y pasa por diversas aldeas y entre verdes
trigales; el polvo fino y seco es suave bajo los pies, y debe convertirse
en pesado barro durante la estación de las lluvias; la tierra blanda,
fina, penetra en los pies y se introduce, aunque no demasiado, en los ojos
y la nariz. Hay antiguas fuentes y templos con dioses marchitos. La
región es plana, plana como la palma de la mano, y se extiende hasta el
horizonte, si es que hay un horizonte. El sendero tiene tantas vueltas
que en unos cuantos minutos se enfrenta a todas las direcciones de una
brújula. El cielo parece seguir ese sendero que se muestra abierto y
amistoso. Existen pocos senderos como ése en el mundo, aun cuando cada uno
tenga su propio encanto y belleza. Hay uno [en Gstaad] que atraviesa el
valle escalándolo suavemente entre ricas pasturas, las que son cosechadas
para el invierno a fin de que sirvan de alimento a las vacas; ese valle
está blanco con la nieve, pero para aquel entonces [cuando él estuvo
allí], era el fin del verano y había abundancia de flores, y rodeándolo
todo estaban las montañas nevadas y el torrente atravesaba ruidoso el
valle; difícilmente se encontraba a alguien en aquel sendero y uno
caminaba por él en medio del silencio. También hay otro sendero [en Ojai]
montañoso que trepa empinadamente por una árida, polvorienta ladera que se
desmorona; un sendero rocoso, áspero y resbaladizo, sin un solo árbol en
ninguna parte, ni siquiera un arbusto; había allí una codorniz con sus
crías recién nacidas, una docena de ellas, y un poco más arriba una
serpiente de cascabel toda enroscada, lista para atacar pero lanzándole a
uno una clara advertencia. No obstante, este sendero era ahora diferente
de cualquier otro sendero, estaba lleno de polvo, lo habían ensuciado aquí
y allá los seres humanos, y había en él antiguos templos en ruinas con sus
imágenes; un gran toro se estaba hartando entre las altas espigas sin que
nadie lo molestara; también había monos, y papagayos, que eran la luz de
los cielos. Éste fue el sendero de millares de seres humanos por muchos
miles de años. Mientras uno iba caminando por él, se perdía a sí mismo;
uno caminaba sin un solo pensamiento, y ahí estaban el cielo increíble y
los árboles con su tupido follaje y sus pájaros. Hay en ese sendero un
mango espléndido, tiene tantas hojas que las ramas no pueden verse, y es
muy viejo. Y a medida que uno prosigue su camino no queda en absoluto un
solo sentimiento; también el pensamiento se ha desvanecido, pero hay
belleza. Esta belleza llena la tierra y el cielo, llena cada hoja y cada
brizna marchita de hierba. Está ahí cubriéndolo todo y uno mismo es parte
de ella. Uno no ha sido hecho para sentir todo esto, pero ello está ahí, y
porque uno no está, está eso, sin una palabra, sin un movimiento.
El regreso es silencioso, en medio, de una luz que va palideciendo.
Cada
experiencia deja una huella y cada huella distorsiona la experiencia; de
modo que no hay experiencia que no haya sido. Todo es viejo, nada es
nuevo. Pero esto no es así. Todas las huellas de todas las experiencias se
han borrado; el cerebro, depósito del pasado, está completamente inmóvil y
quieto, sin reacción alguna pero activo, sensible; entonces pierde el
pasado y se renueva.
Estaba
ahí, esa inmensidad que no tenía pasado ni futuro; estaba ahí sin conocer
jamás el presente. Llenaba el lugar y se expendía más allá de toda medida.
5
El sol
asoma desde los árboles y se instala sobre la ciudad y entre los árboles y
la ciudad está toda la vida, está todo el tiempo. El río pasa en medio de
ellos, profundo, vivo y sereno; muchos botes pequeños suben y bajan por
él; algunos con grandes velas cuadradas, cargan leña, arena y cortes de
piedra, y a voces llevan a hombres y mujeres que vuelven a sus aldeas,
pero la mayoría son pequeños botes de pescadores tripulados por flacos
hombres morenos. En apariencia son gente muy feliz, voluble, se llaman y
gritan los unos a los otros, todos visten harapos, no tienen mucho que
comer e inevitablemente tienen numerosos hijos. No pueden leer ni
escribir; carecen de entretenimiento externo, no hay cinematógrafos, etc.,
pero se divierten cantando, en coros, cantos devocionales, o relatando
historias religiosas. Son todos muy pobres y la vida es muy difícil,
siempre están ahí la enfermedad y la muerte, como la tierra y el río. Y
en ese atardecer había más golondrinas que nunca; volaban a baja altura,
casi tocando el agua, y el agua tenía el color del fuego moribundo. Todo
estaba tan vivo, era tan intenso; cuatro o cinco robustos cachorrillos
jugaban en torno de la madre hambrienta y flaca; muchos grupos de cuervos
volaban de regreso a la otra orilla; los relumbrantes papagayos también
volvían chillando a los árboles, con su vuelo tan característico; un tren
atravesaba el puente y el estrépito llegaba muy lejos por el río, en cuyas
frías aguas se estaba lavando una mujer. Todo luchaba por vivir; una
batalla por la vida misma en la que siempre está ahí la muerte; luchar en
cada momento de la existencia y después morir. Pero entre la salida del
sol y su puesta detrás de los muros de la ciudad, el tiempo consumía toda
la vida, el tiempo pasado y presente corroía el corazón del hombre; el
hombre tenía su existencia en el tiempo, y por eso conocía el dolor.
Los
hombres de la aldea que marchaban detrás por el estrecho sendero junto al
río, como engarzados uno por uno, de algún modo eran parte del que
caminaba al frente; había ocho de ellos, y el más anciano que iba
directamente detrás tosía y escupió todo el tiempo, mientras que los otros
caminaban más o menos silenciosamente. El hombre que los precedía tenía
una lúcida conciencia de ellos, de su silencio, de sus toses, de su
agotamiento después de una larga jornada; no estaban agitados sino
tranquilos y prontos a alegrarse por cualquier cosa. É1 era consciente de
ellos, tal como lo era del río resplandeciente, del suave fuego que ardía
en el cielo y de los pájaros que retornaban a sus nidos; no existía un
centro desde el cual él estuviera viendo, sintiendo, observando; todo esto
implica palabras, pensamientos. No había pensamiento alguno sino sólo
estos hechos. Todos los hombres caminaban firmemente y el tiempo había
dejado de existir; esos aldeanos regresaban al hogar, a sus chozas, y el
hombre iba con ellos; ellos aun parte de él, no que se diera cuenta de
ellos como formando parte. Ellos fluían con el río, volaban con los
pájaros y eran tan abiertos y amplios como el cielo. Esto era un hecho, no
era imaginación; la imaginación es algo artificial, mientras que el hecho
es una ardiente realidad. Esos nueve hombres marchando perpetuamente,
venían desde ninguna parte e iban hacia ninguna parte; era una procesión
infinita de la vida. Extrañamente, el tiempo y toda identidad habían
llegado a su fin. Cuando el hombre que iba al frente se volvió para
regresar, todos los aldeanos, especialmente el viejo que estaba tan
cerca, justo detrás de él, saludaron como si fueran amigos desde hacia
mucho tiempo. Oscurecía, las golondrinas habían desaparecido; brillaban
luces sobre el largo puente y los árboles se estaban recogiendo en ellos
mismos. Muy lejos sonaba la campana de un templo.
7
Hay un
pequeño canal, de medio metro de ancho, que corre entre los verdes
trigales. A lo largo de ese canal existe un sendero por el que uno puede
caminar bastante tiempo sin encontrar un alma. En ese atardecer se hallaba
particularmente tranquilo; bebiendo en ese canal había un opulento grajo,
con alas sorprendentemente azules y brillantes; tenía un color pardo
amarillento bajo las rutilantes alas azules; no era uno de esos grajos
rezongones; uno podía aproximársele bastante sin ser insultado. Él lo
miraba a uno con extrañara y uno lo miraba con una explosión de afecto;
era un pájaro robusto, confortante y muy bello. Aguardaba a fin de ver qué
haría uno, y cuando uno no hizo nada se calmó y enseguida levantó vuelo
para alejarse sin un solo grito. En ese pájaro uno se había encontrado con
todos los pájaros que jamás hubieran existido; fue aquella explosión lo
que hizo esto posible. No fue una explosión bien planeada, razonada;
simplemente ocurrió, con una intensidad y una furia cuya misma conmoción
hizo que el tiempo se detuviera por completo. Pero al proseguir por ese
estrecho sendero uno pasaba junto a un árbol que se había convertido en el
símbolo de un templo, porque había flores y una imagen crudamente pintada,
y el templo era el símbolo de alguna otra cosa y esa otra cosa también era
un enorme símbolo. Las palabras, los símbolos se han vuelto, al igual que
la bandera, terriblemente importantes. Los símbolos son cenizas que
alimentan la mente, y la mente es estéril; y es en este desierto donde
tiene su origen el pensamiento, el cual es hábil, inventivo como lo son
todas las cosas que proceden de lo árido e insignificante. Pero el árbol
era espléndido, tenía un espeso follaje y albergaba a numerosos pájaros;
la tierra alrededor estaba barrida y la mantenían limpia se había
construido una plataforma de barro alrededor del árbol y sobre ella estaba
la imagen apoyada contra el grueso tronco. Las hojas eran perecederas y la
imagen de piedra no lo era; ésta perduraría, destruyendo las mentes.
8
El
temprano sol de la mañana se hallaba sobre el agua y era deslumbrador; un
bote de pescadores atravesaba ese brillante sendero y había una ligera
niebla entre los árboles de la orilla opuesta. El río jamás está quieto,
siempre hay un movimiento, una danza de innumerables pasos, y esta mañana
se hallaba muy activo haciendo que los árboles y arbustos parecieran
desvaídos y pesados; no así los pájaros que llamaban y cantaban, y los
papagayos con sus chillidos. Estos papagayos vivían en el tamarindo que
está junto a la casa, y solían ir y venir todo el día con su bullicioso
vuelo. Los cuerpos de color verde claro resplandecían al sol y sus curvos
picos rojos eran más brillantes cuando pasaban volando como relámpagos.
Tenían un vuelo agudo y veloz, y uno podía divisarlos entre las verdes
hojas si miraba cuidadosamente cuando se habían vuelto más torpes y no tan
ruidosos como en su vuelo. Era muy temprano pero todos los pájaros habían
salido ya mucho antes de que el sol se posara sobre el agua. Aun a esa
hora el río se hallaba despierto con la luz de los cielos y la meditación
era una intensificación de la inmensidad de la mente; la mente nunca está
dormida, nunca del todo inatenta; aquí y allá, sectores de ella son
avivados por el conflicto y el dolor, embotados por el hábito y la
satisfacción pasajera, y cada placer deja una huella de vehemente deseo.
Pero todos estos confusos episodios no dejan espacio para la totalidad de
la mente. Ellos se vuelven enormemente importantes y siempre engendran una
mayor significación de lo inmediato, y así la inmensidad es puesta a un
lado por lo inmediato, lo pequeño. Lo inmediato es el tiempo del
pensamiento, y el pensamiento jamás puede resolver ninguna cuestión,
excepto las mecánicas. Pero la meditación no es obra de la máquina; la
meditación nunca puede ser un medio para llegar a alguna parte; ella no es
el bote para cruzar a la otra orilla. No hay orilla, no hay un llegar;
como el amor, la meditación existe sin motivo. Es un movimiento infinito
cuya acción está en el tiempo, pero el movimiento no es del tiempo. Toda
acción de lo inmediato, del tiempo, es el terreno donde arraiga el
infortunio; nada puede crecer ahí excepto el conflicto y el dolor. Pero la
meditación es la lúcida percepción de este terreno, y es el no permitir
jamás ‑sin opciones, sin preferencias‑ que una semilla arraigue, por
placentera o dolorosa que pudiera ser. La meditación es la muerte de la
experiencia. Y sólo entonces hay claridad cuya libertad está en el ver. La
meditación es un extraño deleite que no puede comprarse en el mercado;
ningún gurú o discípulo pueden jamás conocerla; todo seguimiento, toda
gula tienen que cesar tan fácil y naturalmente como una hoja que se
desprende y cae al suelo.
Lo
inmensurable estaba ahí, llenando el pequeño espacio y el espacio entero;
llegó tan dulcemente como la brisa llega sobre el agua, pero el
pensamiento no podía contenerlo y el pasado, el tiempo, era incapaz de
medirlo.
9
Al otro
lado del río, el humo se elevaba en una recta columna; era un simple
movimiento que se abría expandiéndose en el cielo. No había un soplo de
aire ni la más pequeña onda sobre el río, y todas las hojas estaban
quietas; el único movimiento ruidoso era el de los papagayos cuando
pasaban como relámpagos. Ni siquiera el pequeño bote de pescadores
alteraba el agua; todo parecía haberse congelado en la inmovilidad,
excepto el humo. Aun cuando se elevara tan recto hacia el cielo, había en
él cierta alegría, y la libertad de la acción total. Y más allá de la
aldea y del humo estaba el resplandeciente cielo del atardecer. Había
sido un día fresco, el cielo estuvo despejado y la luz era la luz de mil
inviernos, de corta duración pero penetrante y expansiva; es luz iba con
uno a todas partes sin abandonarlo en ningún momento. Como un perfume,
estaba en los lugares más inesperados; parecía haber penetrado en los
rincones más secretos del propio ser. Era una luz que no dejaba sombra y
las sombras perdían su profundidad; debido a ello toda sustancia perdió su
densidad; era como si uno mirara a través de todo, a través de los árboles
al otro lado del muro, a través del propio ser, tan opaco y tan desnudo
como el cielo. La luz era intensa, y estar con ella implicaba ser
apasionado, no con la pasión del sentimiento o el deseo, sino con la
pasión que jamás se marchita ni muere. Era una luz extraña, lo exponía
todo tornándolo vulnerable, y lo que no tenía defensas era amor. Uno no
podía seguir siendo lo que era, uno había ardido, se había consumido sin
dejar cenizas, y repentinamente nada hubo sino esa luz.
12
Era una
niñita como de diez o doce años, y se hallaba apoyada contra un poste del
jardín; estaba sucia, llena de polvo, despeinada, y su cabello no había
sido lavado en muchas semanas; sus ropas estaban rotas y sucias como ella
misma. Tenía un largo trapo enrollado al cuello y contemplaba a varias
personas que estaban tomando el té en la galería; miraba con total
indiferencia, sin ningún sentimiento, sin pensamiento alguno acerca de lo
que ocurría; sus ojos estaban fijos sobre el grupo del primer piso, y los
papagayos que pasaban chillando no le causaban impresión alguna, ni
tampoco las palomas de suave color terroso que tan cerca estaban de ella.
La pequeña no tenía hambre, probablemente era la hija de uno de los
sirvientes porque parecía familiarizada con el lugar y se veía bastante
bien alimentada. Se comportaba como si fuera una mujercita adulta, llena
de seguridad, y había con relación a ella una extraña condición de
lejanía, de retraimiento. Mirándola recortada contra el río y los
árboles, uno mismo sintió de pronto que estaba observando al grupo que
tomaba el té; lo observaba sin ninguna emoción, sin pensamiento alguno,
por completo indiferente a todo y a cuanto pudiera ocurrir. Y cuando ella
se fue caminando hacia aquel árbol que domina el río, era uno mismo el que
caminaba, uno era el que se sentó en el suelo áspero y polvoriento; era
uno el que tomó ese trozo de madera y lo arrojó sobre la orilla,
solitario, adusto, sin interesarse jamás en nada. Pronto uno se levantó y
vagó alrededor de la casa. Y, extrañamente, uno era las palomas, la
ardilla que trepaba veloz por el árbol, ese chófer desaseado, sucio, y el
río que pasaba cerca, tan quietamente. El amor no es sufrimiento ni está
hecho a base de celos, pero es peligroso porque destruye. Destruye todo
cuanto el hombre ha edificado en torno de sí mismo, excepto los ladrillos.
El amor no puede erigir templos ni reformar la corrupta sociedad; él no
puede hacer nada, pero sin él, haga uno lo que haga, nada puede hacerse.
Las computadoras y la automatización podrán alterar la forma de las cosas
y proveer al hombre de ocio, el cual se convertirá en otro problema cuando
ya hay tantos problemas. El amor carece de problemas y por ello es tan
destructivo y peligroso. El hombre vive para los problemas, esas cosas
que continúan sin resolverse jamás; sin los problemas él no sabría qué
hacer; estaría perdido. Así es que los problemas se multiplican
interminablemente; al resolver uno ya hay otro, pero la muerte, por
supuesto, es destrucción; no es amor. La muerte es la vejez, la enfermedad
y los problemas que ninguna computadora puede resolver. No es la
destrucción que proviene del amor; ésa no es la muerte que se origina en
el amor. Esa muerte son las cenizas de un fuego que ha sido cuidadosamente
alimentado, es el ruido de las máquinas automáticas que continúan
funcionando sin interrupción. Amor, muerte y creación son inseparables; no
se puede tener a uno y negar a los otros; el amor no puede comprarse en el
mercado ni en iglesia alguna; son ésos los últimos lagares donde uno
podría encontrarlo. Pero si uno no busca y uno no tiene problemas, ningún
problema, entonces quizás el amor podría llegar cuando uno está mirando
hacia otro lado.
El amor
es lo desconocido, y todo cuanto uno conoce debe arder y consumirse sin
dejar cenizas; el pasado, rico o sórdido, debe abandonarse como
casualmente, sin motivo alguno, tal como hace esa niña arrojando un palo
sobre la orilla del río. El arder de lo conocido es la acción de lo
desconocido. Muy lejos están tocando una flauta, no demasiado bien, y el
sol, una enorme bola roja, se pone tras de los muros de la ciudad; el río
tiene el color de un fuego apacible y todos los pájaros regresan para la
noche.
13
El alba
apenas estaba llegando y ya todos los pájaros parecían hallarse
despiertos, llamando, cantando, repitiendo interminablemente una nota o
dos; los más ruidosos eran los cuervos. Los había en cantidad,
graznándose los unos a los otros, y había que escuchar con mucha atención
para poder captar las notas de otros pájaros. Los papagayos chillaban ya
en su vuelo al pasar como centellas, y en esa pálida luz el hermoso verde
de sus cuerpos era realmente espléndido. No se movía una hoja, y el río de
plata fluía ancho, dilatado, profundo como la noche; la noche le había
hecho algo al río; éste se había vuelto más rico, más profundo con la
tierra, más inseparable; estaba vivo, vivo con una intensidad que era
destructiva en su pureza. La otra orilla todavía estaba las anchas
extensiones de verde trigo y los árboles aún permanecían quietos,
misteriosos, y muy a lo lejos repicaba, sin música, la campana de un
templo. Ahora todo comenzaba a despertar clamorosamente con la salida del
sol. Cada graznido era más agudo, y se intensificaba también cada
chillido, y el color de cada hoja, de cada flor, e intenso era el perfume
de la tierra. El sol alcanzó las hojas de los árboles y trazó un sendero
de oro a lo largo del río. Era una mañana hermosa cuya belleza perdularia,
pero no en la memoria; la memoria es una cosa artificial, muerta, y jamás
puede retener la belleza o el amor. Los destruye. La memoria es mecánica,
tiene su utilidad, pero la belleza no es de la memoria. La belleza es
siempre nueva, pero lo nuevo carece de relación con lo viejo, que
pertenece al tiempo.
14
Era una
luna muy nueva y, sin embargo, daba luz suficiente para las sombras;
había abundancia de sombras y éstas se hallaban muy quietas. A lo largo
del estrecho sendero todas las sombres parecían estar dotadas de vida,
susurrando entre sí, cada hoja en penumbras charlando con su vecina. La
forma de las hojas y el voluminoso tronco se destacaban nítidos sobre el
suelo, y más abajo el río era de plata; ancho, silencioso, había en él una
curtiente profunda que no dejaba rastro en la superficie. Incluso la
brisa vespertina había cesado y no había nubes que se concentraran en
torno del sol poniente; más arriba en el cielo se vela una nube solitaria,
sólo una vislumbre de color rosado que permaneció inmóvil hasta que
desapareció en la noche. Los tamarindos y los mangos se estaban recogiendo
para el descanso nocturno, y los pájaros habían callado procurándose un
refugio profundamente oculto entre las hojas. Un búho pequeño se hallaba
posado sobre el cable del telégrafo y justo cuando uno estuvo debajo de él
voló con esas extraordinarias alas silenciosas. Después de haber entregado
la leche, las bicicletas regresaban haciendo sonar los tarros vacíos;
había muchas, solas o en grupos, pero a pesar del ruido y de la charla,
ese peculiar silencio del campo abierto y del cielo inmenso, se mantuvo
invariable. Nada podía alterarlo en ese atardecer, ni siquiera un tren de
carga que cruzaba el puente de acero. Hacia la derecha hay un pequeño
sendero que se pierde entre los verdes campos, y mientras uno lo recorre
muy lejos de todo, de rostros, de lágrimas, súbitamente se da cuenta de
que algo está ocurriendo. Uno sabe que no se trata de la imaginación, del
deseo aferrándose a alguna fantasía o a alguna experiencia olvidada, o
reviviendo algún placer, alguna esperanza; uno sabe bien que no es ninguna
de estas cosas, ya ha pasado antes por este examen y rápidamente descarta
todo eso con un gesto; y entonces se da cuenta de que algo está
ocurriendo. Ello es tan inesperado como ese enorme toro que surge viniendo
desde el atardecer en penumbras; está ahí, insistente e inmenso, «lo
otro», lo que ninguna palabra o símbolo pueden capturar; está ahí llenando
el cielo y la tierra y toda pequeña cosa que en ellos existen. Uno y ese
aldeano que pasa al lado sin decir palabra, son parte de ello. En ese
intervalo intemporal no hay pensamiento ni sentimiento, sólo esa
intensidad; y el cerebro está completamente quieto. Ha desaparecido toda
sensibilidad meditativa, sólo está ahí esa pureza increíble. Es la pureza
de una fuerza inaccesible e impenetrable. Pero ahí estaba. Todo permanecía
quieto, no había movimiento alguno, ni agitación, y aun el silbato del
tren sonaba dentro del silencio. Este silencio lo acompañó a uno al
regresar a la habitación, y ahí estaba también, porque nunca lo había
abandonado.
16
Con el
camello pesadamente cargado, atravesábamos todos el puente nuevo que cruza
el pequeño arroyo: los ciclistas, las mujeres de la aldea que regresaban
de la ciudad, un perro sarnoso y un anciano arrogante con una larga barba
blanca. Habían quitado el viejo y desvencijado y ahora estaba este puente
nuevo hecho con fuertes pilares, cañas de bambú, paja y barro; tenía una
construcción sólida y el camello no vaciló al cruzarlo; era aún más
arrogante que el anciano, llevaba la cabeza bien erguido en el aire, era
desdeñoso y bastante maloliente. Todos pasamos por el puente y la mayoría
de los aldeanos prosiguieron a lo largo del río mientras que el camello
se dirigió en sentido opuesto. Era ése un sendero polvoriento, con una
fina arcilla reseca; el camello dejaba una ancha, enorme huella y no podía
instársele a que anduviera algo más rápido de lo que él quería hacerlo;
iba cargado con sacos de grano y parecía por completo indiferente a todo;
pasó por el antiguo aljibe y los templos en ruinas, y el hombre que lo
conducía se empeñaba en que apurara el paso dándole palmadas con las manos
desnudas. Existe otro camino que da la vuelta hacia la derecha y pasa por
las mostazas de flores amarillas, los florecidos guisantes y los ricos
trigales verdes; este camino no es muy utilizado y es agradable pasear por
él. La mostaza tenía un aroma ligero pero el del guisante era más intenso;
y el trigo, que había comenzado a formar espigas, tenía también su propio
aroma. Y la combinación de los tres llenaba el aire del atardecer con una
fragancia no demasiado fuerte, sino moderada y agradable. Era un bello
atardecer, con el sol poniente detrás de los árboles; en ese sendero uno
estaba muy lejos de todo, aunque hubiera alrededor aldeas dispersas; pero
era uno mismo el que estaba muy lejos y nada podía acercarse a uno. Ello
no era algo del espacio, el tiempo o la distancia; uno se hallaba muy
lejos y no había medida. La profundidad era insondable, una profundidad
sin altura ni circunferencia. Un ocasional aldeano pasó llevando las pocas
y magras cosas que había comprado en la ciudad, y al pasar casi tocándolo
a uno, en realidad no se había acercado.
Uno
estaba muy lejos, en algún mundo desconocido que no tenía dimensión; aun
cuando uno quisiera conocerlo ello no sería posible. Ese mundo estaba
demasiado lejos de lo conocido; no tenía relación alguna con lo conocido.
No era una cosa que se experimentara; nada había que experimentar, y
además toda experiencia está siempre en el campo de lo conocido y se
reconoce por aquello que ya ha sido alguna vez. Uno estaba muy lejos,
inmensurablemente lejos, pero los árboles, las flores amarillas y la
espiga del trigo se hallaban asombrosamente cerca, más cerca que el propio
pensamiento, y maravillosamente vivos, con una intensidad y una belleza
que jamás podría marchitarse. La muerte, la creación y el amor estaban ahí
y uno, que era parte de ello, no podía distinguir cuál era cuál; no
estaban separados, no era algo que pudiera dividirse para discutir sobre
ello. Eran inseparables, estaban estrechamente relacionados entre si, no
con la relación que proviene de las palabras, los actos o la expresión. El
pensamiento no podía formularlos, ni el sentimiento abarcarlos; el
pensamiento y el sentimiento son demasiado mecánicos, demasiado lentos y
tienen sus raíces en lo conocido. La imaginación está dentro de ese campo
y jamás puede acercarse a lo otro. Amor‑muerte‑creación constituyen un
hecho, una realidad tan efectiva como el cuerpo que ardía en la orilla del
río bajo el árbol. El árbol, el fuego y las lágrimas son reales, son
hechos que no pueden negarse, pero ésas son realidades de lo conocido y
son la libertad de lo conocido, y en esa libertad, amor, muerte y creación
son inseparables. Pero uno ha de ir muy lejos y, no obstante, estar muy
cerca.
El hombre
en la bicicleta iba cantando con una voz más bien ronca y cansada;
regresaba de la ciudad con los ruidosos tarros de leche vacíos; estaba
ansioso de charlar con alguien y cuando pasó al lado de uno dijo algo,
vaciló, se repuso y prosiguió su camino. Ahora la luna proyectaba
sombras, algunas oscuras y otras casi transparentes, y se intensificaba el
aroma de la noche. Al volver la curva del sendero estaba el río; parecía
iluminado desde adentro con mil bujías; la luz era suave, tenía color de
plata y oro pálido y estaba completamente quieta, embrujada por la luna.
Las Pléyades brillaban encima de uno y Orión se encontraba bien alto en el
cielo; un tren subía resoplando por la cuesta para cruzar el puente. El
tiempo se había detenido y la belleza estaba ahí con el amor y la muerte.
Y sobre el nuevo puente de bambú no había nadie, ni siquiera un perro. El
pequeño arroyo estaba colmado de estrellas.
20
Aún
faltaba mucho para el amanecer, con un cielo limpio, iluminado por las
estrellas; había una ligera neblina sobre el río y la margen opuesta
apenas si era visible; se escuchaba el traqueteo de un tren que subía por
la cuesta para cruzar el puente; era un tren de carga y estos trenes,
cuando remontan la pendiente, siempre resoplan de una manera especial, con
un soplo pesado, a golpes largos y lentos; en cambio, los trenes de
pasajeros emiten explosiones cortas y rápidas y casi de inmediato llegan
al puente. Este tren de carga en medio del vasto silencio, producía un
bramido más estrepitoso que nunca, pero nada parecía perturbar ese
silencio en el cual todos los movimientos se perdían. Era un silencio
impenetrable, puro, intenso penetrante; había en él una urgencia de tal
naturaleza que ella jamás podría ser el producto del tiempo. La pálida
estrella era clara y los árboles oscuros en su sueño. La meditación era un
lúcido darse cuenta de estas cosas y un ir más allá de ellas y del tiempo.
El movimiento en el tiempo es el proceso del pensar, y el pensamiento no
puede ir más allá de su propia esclavitud al tiempo; nunca es libre. El
amanecer asomaba sobre los árboles y el río, un pálido vestigio todavía,
pero las estrellas estaban perdiendo su brillantez y ya había un llamado
de la mañana, un pájaro en un árbol muy cercano. Pero ese inmenso silencio
persistía aun y siempre estaría ahí, aunque los pájaros y el estrépito
del hombre continuaran.
21
El frío
había sido demasiado severo, por debajo de la congelación; ésta había
quemado el seto, que tenía un color castaño, y las hojas tostadas habían
caído; el césped pardo grisáceo tenía el color de la tierra; excepto por
unos pocos pensamientos amarillos y unas rosas, el jardín estaba desnudo.
Había hecho demasiado frío y los pobres, como de costumbre, sufrían y
morían; había explosión demográfica y con ella muerte. Uno veía tiritar a
esa pobre gente, con apenas algo puesto encima, unos sucios andrajos; una
anciana se estaba sacudiendo de pies a cabeza, abrazándose a si misma,
rechinando sus pocos dientes; una mujer joven se lavaba ella y lavaba su
vestido roto junto al río de aguas heladas [el Jumna], un viejo tosía
honda y pesadamente y los niños jugaban riendo y gritando. Era un
invierno excepcionalmente frío, decían, y estaba muriendo mucha gente. La
rosa roja y el pensamiento amarillo estaban intensamente vivos, ardiendo
de color; uno no podía apartar de ellos los ojos, y esos dos colores
parecían expandirse y llenar el jardín desierto; pese al vocerío de los
niños, esa tiritante anciana estaba en todas partes, como el increíble
amarillo y rojo y la muerte inevitable. El color era dios y la muerte
está más allá de los dioses. Estaba en todas partes e igualmente el color.
Uno no podía separarlos, y si lo hacía, entonces no había vida. Tampoco
podía uno separar el amor de la muerte, y en caso de hacerlo ya no había
belleza. Cada color particular está separado y tiene gran importancia,
pero sólo existe el color, y cuando uno mira cada color diferente como lo
que es, sólo color, entonces únicamente está ahí la esplendidez del color.
La rosa roja y el pensamiento amarillo no eran colores diferentes sino
color, color que llenaba de gloria el jardín desnudo. El cielo era de un
azul pálido, el azul de un frío invierno sin lluvias, pero todo el color
estaba en ese azul. Uno lo veía y uno mismo era parte de él; los ruidos de
la ciudad se desvanecían pero el color, imperecedero, perduraba.
Se ha
hecho del dolor algo respetable; para ello se han ofrecido mil
explicaciones; se le ha convertido en un medio para la virtud, para la
iluminación, se le adora como una reliquia en las iglesias y en todas las
casas es grandemente estimado y se le adjudica una condición de santidad.
En todas partes hay simpatía por el dolor, con lágrimas y bendiciones. Y
así el dolor continúa; todo corazón lo conoce, sea que permanezca con él o
que escape de él, lo cual le otorga al dolor una fuerza mayor para
florecer y sumergir en penumbras el corazón. El dolor tiene sus raíces en
la memoria, en las cosas muertas del ayer. Sin embargo, el ayer es siempre
muy importante; es la maquinaria que da significación a la vida; es la
riqueza de lo conocido, de las cosas que se poseen. El origen del
pensamiento está en el ayer, en los oyeres que otorgan un significado a
una vida de dolor. El dolor es el ayer, y sin purificar la mente del ayer,
siempre habrá dolor. Uno no pude purificarla por medio del pensamiento
porque el pensamiento es la continuación del ayer y, por consiguiente, ahí
están también las múltiples ideas e ideales. La pérdida del ayer es el
comienzo de la autocompasión y el embotamiento del dolor. El dolor agudiza
el pensamiento, pero el pensamiento engendra dolor. El pensamiento es
memoria. La lúcida percepción autocrítica y sin opciones de todo este
proceso, libera a la mente del dolor. El ver este hecho complejo, verlo
sin opinar, sin juzgar, es el cese del dolor. Lo conocido debe tocar a su
fin, sin esfuerzo alguno, para que lo desconocido sea
22
El
aspecto era altamente refinado; cada línea, cada bucle eran estudiados y
ocupaban su lugar, cada gesto y sonrisa eran contenidos y todo movimiento
había sido examinado delante del espejo. Ella tenía varios hijos y su
cabello estaba tornándose gris; debía poseer dinero y había en su porte
cierta elegancia y retraimiento. El automóvil también era altamente
refinado; el cromo brillante resplandecía al sol de la mañana; los
neumáticos ribeteados de blanco estaban limpios, sin ninguna marca, y los
asientos inmaculados. Era un buen automóvil y podía correr velozmente
tomando muy bien las curvas. El progreso intenso y en permanente expansión
traía consigo seguridad y superficialidad, y el dolor y el amor podían
así ser explicados y abarcados con facilidad, y siempre hay diferentes
tranquilizantes y diferentes dioses y nuevos mitos en reemplazo de los
viejos.
Era una
mañana clara y fría; la ligera niebla se había disipado con el sol
naciente y el aire estaba quieto. Los opulentos pájaros de patas y picos
amarillos se encontraban afuera sobre el pequeño sector de césped,
mostrándose encantados y propensos a la locuacidad; tenían alas de color
blanquinegro y sus cuerpos eran de un oscuro castaño amarillento. Estaban
extraordinariamente alegres, saltaban por los alrededores persiguiéndose
los unos a los otros. Después llegaron los cuervos de cuello gris, y los
opulentos pájaros volaron protestando estrepitosamente. Los largos y
gruesos picos de los cuervos se destacaban por su brillo, y los negros
cuerpos relucían; vigilaban cada movimiento de uno, nada se les escapaba,
y sabían que ese enorme perro se acercaba atravesando la cerca antes de
que éste los hubiera advertido; desaparecieron graznando y el césped quedó
vacío.
La mente
está siempre ocupada con una cosa u otra, por tonta o por supuestamente
importante que esa cosa pueda ser. Ella es como ese mono, está siempre
inquieta, siempre parloteando, moviéndose de una cosa a otra y tratando
desesperadamente de aquietarse. El que se encuentre vacía, por completo
vacía, no es algo temible; es absolutamente esencial para la mente estar
desocupada, vacía, no forzarse, porque sólo entonces puede moverse en
profundidades desconocidas. Toda ocupación es realmente muy superficial,
ya sea que se trate de esa señora o del que llaman santo. Una mente
ocupada nunca puede penetrar en su propia profundidad, en sus propios
espacios jamás hollados. Es este vacío el que da espacio a la mente, y en
este espacio el tiempo no puede entrar. En este espacio hay creación cuyo
amor es muerte.
23
Los
árboles estaban desnudos, habían caído todas las hojas; aun los finos,
delicados tallos se estaban desprendiendo; el frío había sido excesivo
para ellos; otros árboles conservaban sus hojas pero éstas no eran muy
verdes, algunas se estaban tornando de color castaño. Era un invierno
excepcionalmente frío; a lo largo de las cadenas inferiores del Himalaya
había densa nieve que tenía varios metros de grosor, y en las llanuras que
se extendían a unos pocos centenares de millas más lejos, hacía muchísimo
frío; el suelo estaba cubierto por una espesa escarcha y las plantas no
florecían; el césped se hallaba quemado. Había unas pocas rosas cuyo color
llenaba el pequeño jardín y estaban los pensamientos amarillos. Pero en
las carreteras y lugares públicos uno podía ver a los pobres, envueltos
en harapos sucios y rotos, con las piernas desnudas, las cabezas tapadas
mostrando apenas los rostros morenos; las mujeres llevaban puestos
vestidos de todos los colores, sucios, con ajorcas plateadas o algún
ornamento alrededor de los tobillos y las muñecas; caminaban
desembarazadamente, con facilidad y cierta gracia; se conservaban muy
bien. La mayoría de esas personas eran trabajadores, pero en los
atardeceres, cuando regresaban a sus casas, en realidad chozas, solían
hacerlo riendo, bromeando entre ellos; los jóvenes, entre carcajadas y
exclamaciones, iban por delante de los mayores. Era el fin de la jornada
y habían estado trabajando duramente todo el día, ellos habrían de
desgastarse muy pronto después de haber construido casas y oficinas en
las cuales jamás vivirían ni trabajarían. Todas las personas importantes
pasaban junto a ellos en sus automóviles y ni siquiera se molestaban en
mirar a esta pobre gente. El sol se ponía detrás de un edificio
ornamentado, en medio de una neblina que se había mantenido durante todo
el día; era un sol descolorido, carente de calidez, y entre las banderas
de los diferentes países no se notaba ni la más leve agitación; estas
banderas también estaban exhaustas: eran simples trapos de colores, pero
qué importancia habían asumido. Unos cuantos cuervos bebían de un charco,
y otros cuervos se aproximaron a fin de tener su parte. El cielo pálido
se aprestaba para la noche.
Había
desaparecido todo pensamiento, todo sentimiento, y el cerebro se hallaba
completamente quieto; era pasada la medianoche y no había ruido alguno;
hacia frío y la luz de la luna penetraba a través de una de las ventanas
trazando un diseño sobre la pared. El cerebro estaba muy despierto,
observando sin reaccionar, sin experimentar; en su interior no había un
solo movimiento, pero no estaba insensible ni narcotizado por los
recuerdos. Y de repente, esa incognoscible inmensidad estaba ahí, no sólo
en la habitación y fuera de ella, sino también en lo profundo, en los
lugares más recónditos de lo que una vez fuera la mente. El pensamiento
tiene un límite producido por toda clase de reacciones, y es moldeado por
cada motivo así como por cada sentimiento; toda experiencia proviene del
pasado y todo reconocimiento tiene su origen en lo conocido. Pero esa
inmensidad no dejaba huella, ataba ahí, pura, impetuosa, impenetrable e
inaccesible, y su intensidad era fuego que no dejaba cenizas. Con ella
había una bienaventuranza, la que tampoco dejaba recuerdo ya que no
existía un experimentar. Esa bienaventuranza estaba simplemente ahí,
venía y se iba, no era algo que pudiera perseguirse o recordarse.
El pasado
y lo desconocido no se encuentran en ningún punto; no pueden ser reunidos
por ninguna acción, cualquiera que ésta sea; no hay puente que pueda
cruzarse ni hay sendero que conduzca a ello. El pasado y lo desconocido no
se han encontrado jamás y jamás se encontrarán. El pasado tiene que cesar
para que lo incognoscible, esa inmensidad, pueda ser.
Título de la obra en inglés:
Krishnamurti’s Notebook
Copyright
Ó
Krishnamurti Foundation
Post Ltd, London 1976, English
versión
Derechos de autor de Krishnamurti
Foundation Trust Ltd., Londres,
1983
versión en español.
Traducción del inglés de
Armando Clavier
Primera
Edición 1989
Impreso y hecho en México
Printed And Made In México
EDITORIAL ORIÓN.
Sierra Mojada 325.
Lomas de Chapultopec. 11000 México
10, D. F.
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